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Sangre sobre hielo [EunHae] por RoseQuin

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Aunque ya instalados en los cómodos sillones del living, la situación entre los tres seguía siendo algo extraña y embarazosa. Hae, sentado junto a su amante, aguardaba silencioso e inmóvil, incapaz de ocultar la aprensión que sentía ante tal inesperada y sospechosa visita. Los dos rusos hablaban cómodamente en su idioma, y aunque no se habían dicho mucho todavía, lo enervaba no poder entenderles. Se sentía totalmente excluido de la reunión; casi sin quererlo los celos lo estaban consumiendo por dentro, incontrolables y ardientes como el fuego de una hoguera que amenazaba con salirse de control.  

Hyuk, ajeno a estos sentimientos, esperaba intrigado y algo preocupado a que su amigo le diera un sentido a aquella imprevista aparición. Leeteuk, aunque ya lo había abrazado y besado lo suficiente, parecía no poder convencerse de que realmente se encontraba bien. 

–¿Puedes decirme qué diablos ha sucedido? –preguntó con una irritada exigencia inusual en él, aunque su agitación comenzaba a calmarse ante la evidencia de que sus peores temores no se habían realizado–. Hace una semana que intento comunicarme, no sé nada de ustedes desde la presentación. Vladimir me llamó desesperado diciendo que habías desaparecido sin dejar rastros y que había pasado horas buscándote sin éxito. Luego, él también desaparece sin dar el más mínimo aviso.

–¿...Vladimir no se ha comunicado con ustedes?

–No, no lo ha hecho. Estuvimos día tras día llamando sin cesar, sin obtener ninguna respuesta, ni un email, nada. Si al menos hubieran estado en un hotel, como siempre, pero no, justo ahora se les ocurre alquilar una casa perdida en no sé donde –Leeteuk aflojó el lazo de su bufanda, suspirado, acalorado por toda la preocupación que traía como carga–. Estábamos muriendo de preocupación, dimos aviso a la policía y a la embajada, ya no sabíamos qué hacer. Con el llamado de Vladimir temía que algo horrible te hubiera ocurrido, pero cuando él también desapareció... No podía quedarme allí sin hacer nada. Si las cosas hubieran estado bien él habría llamado. 

–¿Cómo me encontraste?

–Fui a la casa que habían arrendado... Por Dios, parece que un tornado hubiera arrasado con todo allí: los muebles están caídos, la vajilla hecha añicos, todo roto y tirado por el piso. Vi manchas de sangre en el la sala, en el cuarto, en el baño... Las cosas de Vladimir están todavía allí, pero de él, ni señal. Encontré esta dirección escrita en un papel sobre la mesa, entre botellas de vodka vacías y cientos de cigarrillos.

Tras aquellas palabras un silencio pesado cayó sobre ellos. Hae, incapaz ya de contenerse, se movía incómodo mirando a uno y a otro con gesto huraño.

–¿Podrías decirme qué sucede? –preguntó malhumorado. 

–No volvió –respondió Hyuk, siempre tan escueto.

–¿Qué?

–Vladimir... no volvió a Rusia, ni se comunicó con nadie. 

–¿Y qué te importa eso a ti? ¿Acaso estás preocupado por él?

–No, no por él, por nosotros –aclaró seriamente–. Tiene esta dirección, sabe que estamos aquí.
Ahora el excluido por la barrera idiomática era Leeteuk. Cuando Hyuk volvió a mirarlo vio cómo su amigo analizaba con la mirada lo que los nervios no le habían permitido descubrir antes: a él prácticamente desnudo, cubierto solamente con un slip negro, en casa del que había sido su principal rival, ahora sentado a su lado vestido apenas con una salida de baño. Los ojitos negros del ruso recorrieron primero a uno y luego al otro, y sin sorpresa aparente se fijaron en los azules que lo aguardaban, desafiantes.

–¿Qué sucedió con Vladimir? –preguntó con calma, como si la escena ante él fuera de lo más normal.

Lo abandoné.

–... tienes que estar bromeando.

–¿Por qué dice eso? Sólo hice lo que siempre me dijiste que haga.

–Pero... ¿qué pasó? ¿Por qué ahora?

Hyuk no respondió con palabras. Meditó un momento la respuesta y luego simplemente tomó la mano de Hae, sin quitar la mirada de su amigo. Leeteuk observó esa unión y volvió a mirarlo a los ojos, impasible. 

–Por Dios –murmuró con los dientes apretados–, dime qué diablos sucede aquí.

En pocas palabras, con ese poder de síntesis tan propio, Hyuk hizo un resumen de su último año de vida. Contó a Leeteuk el casual y decisivo encuentro con Hae en Alemania el año anterior, la dolorosa separación que el destino les tenía preparada, y el encargo dejado a esa madre arrepentida. Describió lo inesperado del reencuentro hacía una semana atrás y la terrible verdad revelada sobre el triste final de su familia, confirmada a medias luego por el mismo Vladimir, que admitía haberlo ocultado todo bajo una pantomima imperdonable. El final se había escrito con golpes y sangre, con palabras hirientes y lágrimas, pero estaba hecho y no había vuelta atrás. Ahora era libre y estaba donde quería estar.  

Leeteuk necesitó un par de minutos para asimilar tanta información. Parecía haberlo golpeado de forma particular la muerte de Sora, y en aquel simple acto de dolor Hyuk confirmó las viejas sospechas que enlazaban a su hermana y su mejor amigo en un breve pero apasionado romance nacido en las escasas visitas a San Petersburgo. Historias muertas, amores dormidos para siempre. Sintió deseos de llorar. 

Pero entonces Leeteuk se puso de pie inesperadamente, y luego de un momento de vacilación, se encaminó a la salida con paso firme. Hyuk fue tras él. 

–¿Ya vuelves a Rusia? –preguntó deteniéndolo. 

–Sí. Pero antes intentaré encontrar a Vladimir. Tal vez necesite asistencia médica. 

–Leeteuk... ¿repudias lo que hice?

–No, claro que no, fuiste tu venganza y la mía, y no quiero pensar la de cuántos más. Pero por más que sea un desgraciado no puedo dejar de ayudarlo. 

Hyuk asintió en silencio. Tenía la maldita certeza de que él habría hecho lo mismo de haber sido al revés. Leeteuk se acomodó nuevamente la bufanda y cerró muy bien su abrigo sin acotar nada más. Pero cuando pareció que se iría sin más, se acercó velozmente a él con la mirada suplicante y la voz firme. 

–Vuelve a casa conmigo, por favor.

–No tengo casa a la que volver. No volveré a compartir ni por un minuto el mismo suelo que él.

–Ven a mi casa entonces –insistió–. Ven con Victoria y los niños, ellos te aman y hay lugar de sobra para todos. Tendrás privacidad cuando lo desees, te lo prometo, no te molestaremos.

–Gracias amigo –respondió Hyuk, abrazándolo con ternura–, pero por ahora me quedo aquí. No creas que no volverá a Rusia, sabes que no puedo estar lejos de nuestro hogar por mucho tiempo, pero en este momento no quiero estar en ninguna otra parte más que aquí, con él... 

–No me gusta –confesó entonces Leeteuk, echando una mirada de desconfianza a Hae, que los observaba desde la sala–. No me gusta, hay algo horrendo en él, algo... invisible. Lo presiento Hyuk, traerá desgracia a tu vida, debes alejarte de él, te lo suplico. 

–Vamos, no digas tonterías.

–No son tonterías. Sus ojos no son sinceros. Ocultan cosas. 

–Todos ocultamos algo, Leeteuk. Es porque está celoso de ti, no le des importancia. Además, escúchame, que quiero proponerte algo. 

Aún intercambiando miradas de desprecio con Hae, Leeteuk indicó con un gesto que lo escuchaba, aunque no estuviera prestándole mucha atención. 

–Quiero que seas mi entrenador. 

–¿¿Qué?? 

–Quiero que seas mi entrenador –repitió Hyuk con una sonrisa.

–Estás loco.

–¿Por qué? Yo me quedé sin instructor y tú eres uno, creo es un trato más que justo. 

–Hyuk... –Leeteuk estaba tan emocionado con la posibilidad que no quería ni pensar en ello–. Entreno niños, jóvenes que van a sus primeras competiciones... ¿qué podría enseñarte a ti? Sería el fin de tu carrera. Además, ¿qué podrías necesitar de un entrenador? Ya lo sabes todo. 

–Necesito muchas cosas, como ya te iré diciendo. Si encuentras a Vladimir, has que te entregue todos los papeles que él maneja. Por favor, manda a sacar todas mis cosas de la casa y ponla en venta. Que él se lleve lo que quiera y lo demás véndelo. Dale lo que te pida, dinero, muebles, cuadros, dáselo todo con tal de que se vaya lo antes posible. 

–Hyuk, tengo miedo por ti. 

–¿Por qué?

–No lo sé. Temo no volver a verte.

–Lo harás, mi amigo. Nos veremos mucho antes de lo que crees.

Sentado aún en la sala, blanco sobre blanco, Hae era la imagen viviente de los celos y la envidia. Hyuk no pudo evitar sonreír al verlo tan furioso.

–¿Se fue al fin o pido la cena para tres?

¿Por qué te disgusta tanto? –preguntó sentándose a su lado, rodeándolos con sus brazos aunque ofreciera resistencia.

–¿Acaso no viste cómo me miraba? Es él el que me desprecia. 

–Leeteuk es un santo, no conozco a nadie que no le ame.

–Me conoces a mí –declaró, resistiéndose aún a los besos que intentaban resbalar por su cuello–. ¿De qué hablaron tanto? 

–Le propuse ser mi entrenador de ahora en adelante... ¿Por qué me miras así? Sabe muchísimo de técnicas de entrenamiento, y no tengo que recordarte que es un excelente patinador. Su experiencia me aportará mucho, es una buena decisión. Y será divertido –agregó con una sonrisa–. Me costará ponerme serio y obedecer al buen Leeteuk. 

–Es tu amante, ¿verdad? –la pregunta fue directa y sin humor. Hyuk lo soltó, desviando la mirada con un suspiro de fastidio–. Es tu amante. Claro, por qué no habría de serlo: están todo el tiempo juntos, aún es joven, bello, simpático... sano... ¿qué te impediría estar con él?

–¿Su esposa y sus hijos, tal vez?

–Ah, como si eso alguna vez hubiera sido excusa para alguien. Si quieres estar con él una mujer no será obstáculo, como tampoco lo será un incapacitado inútil como yo –gimió con la voz estrangulada, intentando que su gesto permaneciera impasible mientras sus ojos se inundaban de lágrimas. 

Hyuk se giró hacia él en un movimiento seco, observándolo incrédulo. Segundos después lo tenía atrapado entre sus brazos y sollozando contra su hombro. 

–No es mi amante y nunca lo fue –lo tranquilizó, meciéndolo suavemente, acariciando sus cabellos–. Es mi amigo, el mejor, el más querido, pero nada más de todo lo que tú te imaginas. Tú eres mi amante. Mi amado. Y no permitiré que nadie te llame como acabas de hacer, ni siquiera tú. 

Hae suspiró quedamente mientras esos labios suaves se posaban sobre sus pestañas húmedas, sus mejillas, sus labios... Tenía miedo de perderlo, era así de sencillo, y todas sus inseguridades se encargaban de darle mil y una razones para asegurarle que cualquiera podría alejarlo de su lado.

–No me dejes –suplicó en un susurro, aferrándose con fuerza. Y gimió de deseo cuando aquellas manos esbeltas pero fuertes lo depositaron con delicadeza en el suelo, empujando el sillón que los incomodaba, y se hundieron bajo su bata deslizándose con una lentitud torturante hacia donde más las necesitaba...


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