—Capítulo Uno—
…
El sonido de los pájaros picotear los árboles y unos cuantos aullidos alrededor hicieron despertar a un pequeño niño en el reino de Seirin.
— ¿Qué son esos ruidos padre? —. Preguntó asustado, se envolvía más en las mantas cuando esos extraños sonidos se hicieron presentes otra vez.
—Seguramente es el Fantasma del Castillo Azul—. Contestó el padre con simpleza.
— ¿Fantasma? —.
—No debes asustar al niño con esos cuentos ridículos—. Recriminó la esposa, soltándole un coscorrón al marido.
—Sí hijo, es el fantasma que cuida el Castillo Azul cuando la oscuridad llega a él—.
El pequeño niño miraba a su padre con los ojos atentos incitando a que continuara con la interesante historia.
— ¿De qué lo cuida padre? —. Se animó a preguntar.
—De la maldición del príncipe, muchas personas lo han oído cantarle por las noches. Dicen que lo hace para remediar su mal, pero el príncipe ya está maldito, no hay nada que se pueda hacer—.
Al concluir el relato el niño sonrió satisfecho, un cuento de hadas antes de dormir siempre era bienvenido.
Aunque quien sabe, quizá el cuento de hadas tenía algo de verdad.
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El sonar de las trompetas hizo rezumbar la tierra, las banderas de color blanco y azul del Castillo Amarillo se elevaron hasta la punta del asta. Eso era señal de que el príncipe había llegado.
Al menos veinte caballos se vieron pasar, entre ellos uno en particular, destacaba por su pelaje color arena y sus grandes ojos del mismo color, y no solo por eso, la persona que lo montaba hacía resaltar su belleza con sus delicados movimientos.
—Bienvenido a su hogar, príncipe Kise—. Exclamó un joven de cabellos negros, con un acento que Kise jamás dudaría a quien le pertenecía.
El príncipe se bajó del caballo y le ordenó a uno de los sirvientes que se lo llevaran, le dieran de comer y lo cepillaran.
—Hayakawa-san—. Dijo. —vengo cabalgando desde hace más de diez días, vine solo para complacer los caprichos de mi padre. No podrías decirle que espere un poco más—.
—Tu padre advirtió que dirías eso—. Hayakawa sonrió y le enseñó la vara de madera con la que era amenazado cada que hacía travesuras de pequeño.
Kise se sobresaltó, no quería marcas en su cuerpo. De todas maneras su padre jamás se atrevería a ponerle una mano encima, en ese aspecto no había cambiado, ¿o sí?
—Está bien, ahora mismo iré con él—.
El príncipe caminó como si le pesaran los pies, estaba cansado y lo que menos quería era oír los sermones de su padre, los que oía de sus hermanas con esos le bastaban. Llamó a la amplia puerta de madera y esta se abrió inmediatamente.
—Pasa hijo—.
Un hombre de avanzada edad y cabello cano le hizo señal para que se sentara. Kise lo hizo, no sin antes ir con él, brindarle un cálido abrazo y un sonoro beso. El príncipe desde pequeño era un adulador y sobre expresaba sus emociones, su padre lo adoraba pues su hijo tenía el corazón más noble que jamás había tenido el gusto de conocer.
—Qué se le ofrece padre—.
El hombre suspiró y se llevó una mano al escaso cabello. Kise conocía demasiado bien a su padre, sabía que lo que se avecinaba no eran buenas noticias, al menos no para su persona.
—Ryouta—. Kise se forzó a sonreír, temía lo peor. —He arreglado tu matrimonio, te casaras dentro de unos meses—.
La noticia le cayó como una balde de agua fría en la espalda al sonriente rubio, sabía que estaba en edad de casarse, pero nunca se imaginó que su padre lo obligaría a hacerlo tan pronto y mucho menos sin consultarle.
—Puedo saber con quién me desposare padre—. Kise no tenía intención de aceptar las órdenes de su padre, aunque estaba curioso por saber a qué persona había elegido para él.
—Con el príncipe de Seirin, con Kuroko Tetsuya—.
¿El príncipe de Seirin? Acaso su padre había perdido la razón, no había escuchado de los rumores de que aquel príncipe estaba maldito, él no se casaría con un monstruo, no, él jamás accedería.
Miles de escalofríos recorrieron su cuerpo, Kise nunca había tenido la necesidad de desobedecer a su progenitor. Esta vez, claro, no estaba de acuerdo, él no contraería nupcias con un desconocido y menos con aquel que decían que estaba maldito por el demonio.
—Lo siento padre—. Se disculpó con una vehemencia. —No puedo acatar tus órdenes, no puedo y no quiero desposarme con aquel príncipe—.
El rey lo miró con tristeza, él nunca quiso obligar a alguno de sus hijos a casarse sin amor en un matrimonio impuesto, para él esas tradiciones estaban pasadas de época. No tenía opción esta vez, le había hecho una promesa de sangre al su mejor amigo —el rey de Seirin— y la iba a cumplir aunque eso le costase el cariño de su adorado hijo.
—Lo siento yo también Ryouta, la decisión ya está tomada y no hay marcha atrás—.