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Los murciélagos no vuelan de día. por Kheslya

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No, no le gustaban los días de lluvia. Fríos, como él. Distantes, como él. Cuando llovía y se encerraba en casa, con las ventanas cerradas y las cortinas corridas, leía. Y daba igual el libro que escogiese leer cada vez. Daba igual si se dejaba embelesar por los colores sobrios o vívidos de la portada, o si era la pequeña sinopsis la que lo seducía con sus líneas sinuosas. Siempre ocurría igual cuando llovía, y Nathaniel ya lo tenía por una pequeña costumbre llena de dolorosa ironía. Protagonistas sarcásticos o terriblemente amables y abnegados. Enamoradizos o desengañados del amor. Rendidos al éxtasis de las carnes o jóvenes virginales a quienes solo ensuciar la mente ya sería un pecado imperdonable. Estaba de más aquello que lograse capturar su atención. De todos y cada uno de aquellos libros, aun con sus años, obtenía una nueva lección, ya fuese buena o mala. Un nuevo pensamiento filosófico o un punto de vista sobre la vida totalmente distinto al suyo que, si bien no iba a conseguir cambiar o influir en su propia mentalidad, sí le proporcionaría un nuevo enfoque.
Era una verdadera lástima, pensaba mientras sus dedos se deslizaban casi con adoración por los lomos de los distintos volúmenes, que la lectura se viese tan abandonada en la actualidad. ¿En qué pensaba la gente exactamente? Era algo que escapaba a su entendimiento. Ante sus ojos, el pasatiempo que había sido disfrute de unos y pasión de otros, ahora se veía desechado como una ramera demasiado vieja a la que ya nadie encuentra atractiva.
La gente del siglo XXI prefería ir al cine a ver comedias románticas antes de sentarse a leerlas. Esos aparatos que Nathaniel tanto odiaba por culpa de Daren, las televisiones, tampoco ayudaban. Curioso que justo en su salón, enmarcada entre más libros, uno de esos aparatos infernales, extremadamente fino y de 42 pulgadas creía recordar, amenazara permanentemente con su presencia, rompiendo casi por completo el aire entre victoriano y barroco de su hogar. Culpa de Daren una vez más.
 
Sus dedos terminaron por sacar de uno de los estantes un fino libro encuadernado en piel caoba. Primera edición, tal vez segunda o tercera. La biblioteca de Nathaniel poco tenía que envidiar a cualquier otra de una gran ciudad. No en vano había tenido siglos para hacerla crecer cada vez más. Y es que era un adicto. Un adicto a los libros, a su inconfundible olor a celulosa. Y como buen adicto, era incapaz de tropezarse con una librería y no salir de ella con algo de su droga especial.
El libro que había escogido esta vez no era otro que una pequeña colección de cuentos de Edgar Allan Poe. Poe había sido y sería siempre una de sus lecturas obligatorias, y no faltaba uno solo de sus trabajos en las estanterías de Nathan. Una verdadera lástima que jamás podrían volver a mantener una charla amena sobre el universo oscuro y hermoso de sus obras, mientras Saimus se empeñaba en iniciar discusiones políticas con el poeta estadounidense que siempre perdía. Casi sin poder evitarlo, buscó su favorito entre los relatos. Deseaba olvidar el resto del mundo. Olvidar que afuera parecía estar cayendo un auténtico diluvio y las gotas de agua martilleaban por toda la casa, como si hubiesen sido transmutadas en balas que intentaban alcanzarlo. Olvidar todo lo perdido. Lo pasado.
Se sentó en uno de los sillones que adornaban la estancia, con el libro abierto sobre sus muslos, y con voz moderada, empezó a leer:
 
Si nuestra vida diaria hubiera sido conocida por el mundo, nos hubieran tachado de majaderos, aunque tal vez majaderos inofensivos. Nuestra reclusión era absoluta. No admitíamos ningún tipo de visitas. En realidad, guardamos celosamente el secreto de la ubicación de nuestro retiro a mis antiguos colegas y ya habían transcurrido muchos años desde que Dupin había dejado de relacionarse en París. Sólo vivíamos para nosotros.
 
«Solo vivíamos para nosotros».
Las letras calaban hondo en su corazón. Excavaban un túnel hasta los lugares más recónditos y alejados de sus memorias. Nathaniel nunca terminaría de entenderse a sí mismo. Quería olvidar, pero dejaba a sus sentidos deleitarse con lecturas que sabía harían en él el efecto contrario. Aquel cuento, sus inicios, no podía recordarle más a Saimus y a sí mismo. Era tan doloroso, lacerarse con aquel recuerdo y, sin embargo, no poder ni querer dejarlo marchar.
 
» Una extravagancia de mi amigo (¿de qué otra forma puedo llamarlo?) consistía en estar enamorado de la noche en sí misma.
A esta singularidad, como al resto de las suyas, me entregué mansamente, abandonándome a sus descabellados caprichos con total indulgencia. 
 
El encogimiento en su pecho. El nudo en la garganta. La picazón en los ojos. Sabía que de serle físicamente posible, las lágrimas ya estarían precipitándose desde sus ojos directas a las páginas. Y echaba de menos esa mundana e inexplicable capacidad para dejar salir el miedo, el dolor y las frustraciones.
 
Cualquier rastro de pesar o padecimiento fue sustituido por una mueca de disgusto en el instante en el que sus finos oídos distinguieron las pisadas que se acercaban por el pasillo principal, aquel que conectaba todas las estanterías.
 
 
— La gente con un mínimo de educación, toca la puerta en lugar de colarse en el hogar de alguien como un vulgar ladrón —habló, sin apartar la vista de aquel libro que ya no leía.
 
 
El invitado no deseado emitió un bufido y, flanqueando el sillón donde todavía se hallaba Nate, se plantó frente a él.
Fue él quien esta vez tuvo que proferir un gruñido de protesta. Daren estaba completamente empapado de pies a cabeza, y el agua no dejaba de chorrear sobre su alfombra. Si se hubiese arrojado de cabeza al Támesis, pensó, habría estado menos mojado.
 
 
— Me alegro de verte después de casi medio año, Daren. Te echaba de menos. ¿Has estado bien? ¿Algún accidente? Oh, Nate, yo también me alegro de verte y también te echaba de menos. Un par de hospitalizaciones, nada grave. Eres muy amable por preocuparte. No sé qué haría sin ti. —el chico movía todo el tiempo las manos, gesticulando cada palabra, que sonaban más a reproches por la pasividad del inmortal ante su vuelta, y desprendiendo con cada movimiento pequeñas gotas de agua por todo lados. Nate regresó a su lectura, estaba demasiado acostumbrado para su mala suerte a los ataques dramáticos del rubio.
 
Al cabo de diez minutos más de parloteo atropellado y sin sentido de Daren y de tener que releer cuatro veces el mismo párrafo, Nathaniel suspiró. Cerró el libro, sabiendo que con su acompañante allí, seguir su lectura sería imposible, y lo dejó sobre la mesita de té de su derecha.
 
 
— Han sido tres meses, Daren, no medio año. ¿Y qué te cuesta tocar la maldita puerta? Si quisiera que la gente se colase aquí como si nada, la dejaría abierta.
 
 
— Sabes que yo nunca toco. Además, tampoco eres demasiado fan de molestarte en comprobar quién está tocando la puerta antes de decidir que no piensas abrir. O entro por mis medios, o podría hacerme viejo esperando a que te dignes a abrirme.
 
 
Quizá, y sólo quizá, Nathaniel debía reconocer que algo de verdad había en las acusaciones de Daren. Pero por supuesto, eso sería algo que jamás reconocería ante él. El rubio ya tenía el ego suficientemente crecido como para hundir con su peso todo el Reino Unido. No necesitaba nada que lo acrecentase todavía más. 
No es que Nathaniel decidiese hacer oídos sordos a las visitas, sino que las visitas escogían momentos muy inoportunos para presentarse a las puertas de su casa. Y los últimos años, había vivido en un constante momento inoportuno. No quería visitas de antiguos conocidos que decían querer saber por su estado. Porque excepto unos pocos, como era el caso Daren, todos le recordaban los viejos tiempos. Y no quería recordar los viejos tiempos.
 
 
— Y bueno, tú ya has preguntado muy amablemente por mí —comentó Daren con ese humor suyo tan singular—. ¿Has estado alimentándote bien, Nat? —Lo que otros, cualquier persona decente en realidad, hubiesen catalogado como un brillo peligroso, surgió en los ojos castaños del rubio a medida que formulaba la pregunta. Nathan se encontraba ahora de pie, muy cerca de Daren, y éste sujetaba entre sus fibrosas manos el trozo de tela empapado que era su camiseta. El vampiro ni siquiera podía decir en que momento se la había quitado—. Dime, Nathaniel —su voz con un claro deje insinuante, su torso desnudo tan cercano e irradiando calor—, ¿tienes hambre? Tanto tiempo sin alimentarte como es debido...
 
 
Y antes de que el cazador siquiera pudiese terminar de hablar, Nathaniel ya se había abalanzado sobre él como un animal hambriento lo habría hecho sobre su presa. Sin cuidado, sin tacto ni trato de favor, el para nada liviano cuerpo de Daren impactó contra una de las estanterías. Un par de libros cayeron al suelo, a los pies de ambos, y otros tantos amenazaron con despeñarse sobre sus cabezas cuando la enorme estantería se tambaleó. Ninguno se inmutó. Se quedaron quietos, observándose en total mutismo.
 
Muchos de sus iguales, noctámbulos, vampiros, hijos de las noche... como quisieran ser llamados, alardeaban de pertenecer a una especie capaz de controlar sus impulsos. Se veían por encima de animales y de humanos. Incluso durante algún tiempo, él mismo se había creído así. Pero en momentos como aquel, con Daren ante sus ojos, con esa sonrisa ladeada tan suya y sus imposibles de ignorar insinuaciones, con las pulsaciones aceleradas y el martilleo desbocado de su corazón, mantener su acostumbrada calma y control era una tarea demasiado ardua. Y como el mismo Daren se había encargado de recordarle, Nathaniel llevaba meses sin alimentarse en condiciones. Alimentarse de un solo ser humano, no era la mejor de las ideas.
 
Fue Daren esta vez quien sacudió con violencia su cuerpo contra las estanterías, sacándolo al instante de sus pensamientos. El rubio ladeó el cuello excesivamente, en una muda invitación para él que no pensaba rechazar. Sin llegar a pesarlo, sus incisivos se vieron liberados casi en el mismo momento en el que Daren sujetó con fuerza desmedida sus caderas y se frotó contra él. El gruñido, entre placentero y doloroso de Daren reverberó por toda la biblioteca cuando Nate hundió ambos colmillos en la piel tostada de su cuello, allí donde la sangre mejor fluía y su pureza la hacía saber como el mejor de los majares para Nathan.
 
Era una sensación tan apabullante, un acto tan sexual y a la par primitivo, tan místico el momento en que un noctámbulo se alimentaba de su presa, que el inmortal perdía durante un tiempo cualquier noción de nada que no fuese ese acto. A veces, la mayoría, según le había dicho Daren, los Cazadores aprovechan ese momento íntimo para ganar ventaja y abalanzarse ellos también sobre su presa particular. Y Nathaniel sabía que, si Daren quisiera matarlo, podría haberlo hecho miles de veces, que bastaba con que el Cazador luchase por mantenerse un poco lúcido en mitad de la lujuria y podría acabar con él. Pero no lo había hecho, y Nathaniel sabía que no lo haría. Pondría la mano en el fuego por ello.
 
El calor. Los gruñidos roncos. La piel morena y mojada, enfebrecida de excitación chocando contra la propia. Los labios, recorriendo su cuerpo. Cuando la neblina se disipó un poco, lo primero que sus ojos azules distinguieron fueron títulos y más títulos. Letras demasiado borrosas para ser leídas. Daren se empujaba poderosamente contra él, y los jadeos del Cazador solo eran callados con la piel de sus pálidos hombros al ser mordidos sin piedad hasta hacer brotar la sangre. El vampiro se arqueada entre espasmos, gemía y gritaba por igual a cada nueva mordida que recibía. Los libros de nuevo caían, más de uno sobre ellos, y Nathaniel solo atinaba a pensar que más tarde, después del momento de necesidad, lejos del deseo, tendría que pasar horas intentado poner orden en el que era su lugar de paz. Sus pobres libros no eran culpables de los pecados de los dos seres que allí se entregaban el uno al otro como si el mundo fuese a acabarse.
No era exactamente como sentirse vivo, pero el momento cumbre, el cénit, ese instante en el que sus manos luchaban por sujetarse en vano de alguna de las baldas plagadas de libros, era lo más cercano a ello que podía estar.
Notas finales: El relato que lee Nathaniel en el capítulo se trata de un fragmento de Los crímenes de la rue Morgue.
 
Bueno, después de un tiempo, aquí está el primer capítulo. No me ha quedado tan bien como habría querido, pero en fin.
¿Os ha gustado? ¿Qué opináis del inicio de la historia? ¿De Nathaniel, de Daren?
 
Nos leemos.
Khes.
 

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