Átopos. El ser amado es reconocido por el sujeto amoroso como “átopos” (calificación dada a Sócrates por sus interlocutores), es decir, como inclasificable, de una originalidad incesantemente imprevisible.
Kardia no era sincero con sus sentimientos, bien lo sabía Dégel. Había logrado sortear los obstáculos necesarios para conectarse con la pura esencia del griego, y aunque este estaba demasiado acostumbrado a servirse de la artificiosa imagen, bajo la mirada del francés caía cada muro. No resultó complejo ni precisó de muchos esfuerzos: había algo en el de lentes, quizá su atractiva introversión y capacidad para escuchar lo que no se decía, que llevaba al de Escorpio a sincerarse con relativa facilidad. De vez en cuando, más exactamente cuando se sentía vulnerable o desnudo ante el escrutinio del mayor, retomaba las actitudes despreocupadas y elevaba la voz, como si el orgullo pudiera cubrir toda esa innata sensibilidad.
El custodio del octavo templo no lo sabía, pero Dégel utilizaba el método de refuerzo positivo para impulsar aquellas conductas correctas y, así, dejar de lado las actitudes que no sólo afectaban negativamente a sus compañeros, sino sobre todo al guerrero de cabellos añiles. Cada vez que Kardia hacía algo digno de apreciación, le otorgaba cálidas pero cuidadosas palabras, como impulsándole a proseguir y le regalaba una manzana como premio. Aunque astuto e inteligente, su mejor amigo era incapaz de ubicar esos gestos en un panorama más amplio, por lo que se limitaba a disfrutar de las atenciones que recibía, ufanándose internamente en una felicidad inocente.
Algo mayor escapaba a la mirada del de irises turquesa y era el amor que Dégel profesaba por él. Pese a su actitud fría y los constantes sermones que dirigía a diestra y siniestra, en verdad se preocupaba por sus compañeros y hacía lo posible por ayudarlos a su manera. Si bien no expresaba en palabras directas lo que sentía, el mensaje estaba explícito en las acciones. Estaba perdidamente enamorado de Kardia, aunque el de Acuario no era de perderse: siempre sabía en dónde estaba parado y qué hacer a continuación, mas su compañero se la dejaba difícil. Cuando intentaba profundizar la conversación hacia el mundo de los sentimientos, el griego parecía sumirse en un ruidoso nerviosismo que, paradójicamente, le llevaba a un silencio mortuorio.
Esa noche, Dégel se dedicaba a rumear entre sus múltiples volúmenes acerca de astronomía, haciendo anotaciones de vez en cuando en su cuaderno y dirigiendo una que otra mirada al griego, que como siempre acompañaba al mayor en sus estudios. Kardia solía aburrirse entre tanta escritura y papeles: lo suyo era la pasión a través de los sentidos, moverse, expresarlo todo. Era tan hiperactivo que le sabía mal tenerle ahí encerrado, por lo que, preso del amor que sentía por él, le había regalado una manzana acaramelada como disculpa y premio por tener que esperar. Casi que se sorprendió con el resultado, pues Kardia se mantuvo callado toda la velada, aunque la expresión en su rostro indicaba que todo iba bien y se lo pasaba de maravilla. Se paseaba entre los muebles decorados por gruesos volúmenes y, cuando se interesaba por uno, cuidaba de tomarlo con una delicadeza que dejó a Dégel sin aliento.
—Acabé —murmuró el francés una vez finalizó el escrito. El menor estaba tan perdido observando su colección y llenándose los labios de aquel caramelo que no fue hasta que lo tuvo en frente que reaccionó.
—¡Dégel! ¿Ahora sí podemos estar juntos? —Aunque era una pregunta, el acuariano bien sabía que detrás se ocultaba cierta exigencia de atención. Le observó dar un nuevo mordisco a su manzana, mas no pudo evitar reconocer una fina capa de caramelo en los labios del griego, un vestigio que el de cabellos rizados no había logrado quitar.
Se inclinó algunos centímetros hacia él, los suficientes como para eliminar la tortuosa distancia, y capturó su boca entre la propia sin miramientos. Solía pensar dos veces las cosas antes de dar un paso, mas no podía contenerse en ocasiones: se dejaba llevar por sus sentimientos, por un impulso que rara vez nacía en su persona. No se arrepintió. Era incapaz de hacerlo cuando los cálidos, húmedos y dulces labios de Kardia le correspondían con cierta torpeza, lo que llevó a sus propios dedos a hundirse en la masculina cintura para atraerle. Degustó mediante demandantes masajes tan exquisita y paradisíaca boca y presionó la mullidez de su piel con los labios, recogiendo las huellas de caramelo y el aroma a manzana directamente de él. Para cuando hubo finalizado y se apartó de Kardia, lo encontró atropellándose con sus propias palabras e incapaz de formular una oración coherente. Al final lo logró:
—Tienes una manera muy particular de comer manzanas…