Sólo son ellos dos, y cien gramos de crack derritiéndose sobre una cuchara. Rubén le mira con los ojos lacrimosos y la nariz sonrojada. «Ha estado llorando por más de media hora» recuerda vagamente, demasiado concentrado en inhalar el humo que desprenden esas pequeñas piedras mágicas. Se han conocido hace apenas unos minutos atrás (lo único que sabe es que se hace llamar «Rubius»), pero Mangel ya siente algo parecido a un cúmulo de lástima agarrotar su corazón. Quizás sea por la melancolía que hay en sus decaídos ojos verdes, o por las irregulares cicatrices que surcan desde la pálida piel de sus muñecas, tal vez. Siempre ha sido un chico observador, a pesar de actuar −la mayoría del tiempo− como un cabrón con un sentido del humor bastante estúpido y retorcido.
Ríe entre dientes, experimentando por primera vez −en la noche, claro− los estragos que provoca el crack en su sistema. Se agita y se retuerce, riendo a carcajadas, con las pupilas dilatadas y la excitación recorriendo, rauda, sus venas. Rubius le mira con los ojos bien abiertos, al parecer se le han acabado las lágrimas.
—¿Quieres? —pregunta, delatando inmediatamente su procedencia por su inconfundible acento andaluz. El chaval, contra todo pronóstico, asiente. Con dos cojones bien puestos, comienza a inhalar el tóxico humo, que, posteriormente, se instala en su torrente sanguíneo. Y Mangel aprovecha ese momento para mirarle detenidamente; cabello castaño, ojos verdes −con grandes ojeras bajo ellos− y labios color rosa. Un «Es guapo» cruza fugazmente por sus pensamientos, pero es demasiado tarde como para arrepentirse de ello. Aunque no quiere hacerlo tampoco. De todas maneras, su orientación sexual siempre fue un completo misterio para él.
¿Qué más daba si se aprovechaba de ese chaval de mirada desolada? Se veía a kilómetros de distancia que rogaba por un poco de amor y cariño. Si bien Mangel no podía darle lo que realmente necesitaba −porque ni él mismo sentía amor propio− podía mermar un poco su dolor. Al menos eso era lo que él creía que haría. En verdad, no sabía lo que estaba pasando dentro de la cabeza de ese extraño tío, ese que ahora le sonreía con cierta chispa en sus ojos. «El crack puede hacer maravillas algunas veces» se dijo, inclinándose hacia él con la única intensión de devorarle los labios por completo.
Rubius se dejó hacer; se deja llevar por la euforia que le provoca la ingesta de crack y por aquellos hambrientos labios que se frotan contra los suyos con ansias. Permite que esa lengua intrusa se adentre a las profundidades de su boca, que pruebe el sabor de su saliva y la textura de sus blancos dientes. Gime y jadea, perdido entre una densa nube de humo blanco y placer. La excitación se acumula en su bajo vientre y, en cuento siente un tirón en su sexo, sabe que ya no hay vuelta atrás. «Nunca la hubo, realmente». Estaba a merced de Mangel desde el momento en el que le vio entrar al baño y sacar la mercancía de su bolsillo izquierdo.
—Abre las piernas —le gruñe, sin más. Rubius tembló, mordisqueando sus labios con saña, aferrado a la firmeza de sus anchos hombros. Exhaló con fuerza, y lo sintió. El miembro viril de su acompañante se deslizó en la suavidad de sus muslos interiores, le penetró y le folló como nunca antes le había follado.
Pero aquel «chaval extraño» supo que ese furtivo encuentro sería como los efectos del crack. Al principio les provocaría ansiedad, ganas de más, de mucho más. Pero luego los efectos disminuirían paulatinamente, tan sólo dejarían un enorme vacío...
Y una insana adicción.