Dino estaba satisfecho cuando su espalda tocó el respaldo de la silla, se estiró lo más que pudo y luego se levantó de la silla, si seguía así pronto no sentía las piernas. El inconfundible cantó de Hibird llenó la oficina y Dino sonrió contento al saber que la mascota estaba bien.
La puerta se abrió de golpe, y a través de ella apareció el primero de sus hijos, que para desgracia de Cavallone era el niño mimado de Kyouya. Al ser el primero en nacer, el guardián lo crió de forma caprichosa. El adolescente creció sin saber qué es el miedo ni mucho menos el respeto por su padre, pero sí sabía que castigo era impuesto si desobedecía a su «madre». Eso a Dino le molestaba, que su hijo estuviera superando a Kyouya adolescente en su rebeldía y terquedad.
Tratar con el niño era tratar con otro Don de la mafia, no sabía hasta qué punto era bueno y malo. Las negociaciones para que el crío ordene su cuarto o se porte como niño educado en las reuniones con las demás familias, iba desde comidas favoritas, postres favoritos a pequeñas fiestas con sus amigos. Kyouya una vez le dijo que no era malo el comportamiento del chico, sino era muy productivo saber que desde pequeño ya estaba comportándose como el líder de una familia, que ya sabía cómo desenvolverse para ganar sus negociaciones. Él estaba por replicar eso, pero su amado lo miró de forma burlona al saber que él tendría más complicaciones al criar al niño que cuando trataba con su yo adolescente.
«—Sádico —pensó Dino, al ver como Kyouya disfrutaba del momento.»
Y Dino reconocía que así fue. El crío ahora estaba más grande, exactamente dieciséis años cumplidos, con una sonrisa y aparecía idéntica a la suya, pero con el carácter más fuerte que Kyouya. Él pensó que era cuestión de tiempo para que el chico deje de negociar cosillas banales antes de ir por algo mayor, algo que a él le costase cumplir.
—Papá, ya sé qué quiero como intercambio por ir a la fiesta de los Vongola—dijo el primogénito, mientas se sentaba al frente de Dino, con una sonrisa entre divertida y triunfadora.
Dino disimuladamente miró el reloj, este aún no daba el medio día y él aún no sentía la presencia de la nube por los alrededores de la casa, pensó que era la oportunidad que estaba buscando, ser un poco cruel con el crío para que aprenda qué era tratar con un verdadero Don, y no con el padre comprensivo que era cuando Kyouya estaba en casa, porque le agarraría a tonfazos si se enterará que le jugó sucio al niño.
Dino siempre pensó que su hijo estaba teniendo una idea equivocada de ser un Don, Kyouya lo estaba llevando por la vía fácil, pero él que tenía una amplia experiencia sabía que las extorsiones y las jugarretas sucias eran parte del oficio.
—¿Y cuál es? —dijo Dino.
Él chico sonrió, Dino pensó que él estaba dando por hecho que aceptaría esta nueva propuesta. Él lo escucharía y de allí aplicaría sus amplios conocimientos para darle lecciones.
—Yo voy, si me enseñas a conducir.
Dino miró extrañado. La petición no era lo que pensaba, él pensó que sería un viaje, o cualquier cosa que un adolescente podría sentir fascinación, en especial si sentía libertad.
—Bien… —dijo Dino, dudando, sin dejar de mirar al chico fijamente.
Y su sucesor sonrió feliz.
—En tu Ferrari nuevo —los ojos marrones claros brillaron.
Dino sintió que se le caía un peso encima. Miró el imperceptible brillo de maldad que cargaba en los ojos su vástago. El anhelo era palpable en ese menudo cuerpo. Y una pequeña y casi terrorífica sonrisa se dibujaba en los labios.
El sonido de la puerta principal abriéndose y el inconfundible saludo de sus hombres a su esposo, le derrumbó el plan de «enseñanza al futuro Don». Dino miró solemne y asintió derrotado. El mocoso ganó otra vez, sólo porque Kyouya había regresado.