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Puertas al Paraiso. por Sou-Tan

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Notas del capitulo:

El producto de mi aficion por Narnia.

El aire proveniente del mar y de las montañas norteñas estuvo a punto de hacerle olvidar el motivo de su viaje. Repasó mentalmente el procedimiento, los pasos que ya había cumplido y los que aún le faltaban. La mayoría de los terrenos a recorrer ya estaban cubiertos.

Aquellos lugares poseían una vida diferente a la que existía en las tierras donde el castillo de su padre estaba construido. Todos los días durante todo el día debía repetirse a sí mismo el recorrido para no olvidarlo. Las brisas del norte te hacían pensar de forma diferente, tus pensamientos podían perderse en el viento.

Para cuando la hora del almuerzo llegó, sólo le quedaban algunas vallas probablemente venenosas, además de un poco de agua en el fondo de la cantimplora. Y aún debía subir media montaña.

Soltó las ataduras de Pegaso, su caballo de pelaje negro y brillante. Le dejó libre para que fuese en busca de un claro o algún manantial por los alrededores. El pobre animal ya no daba para más y moriría si le obligaba a acompañarle.

Unos cuantos minutos más tarde, casi al caer la tarde, ya no tuvo que adivinar la dirección correcta porque llego hasta donde un largo sendero de piedra comenzaba. Al principio casi ni se veían las piedras. Era evidente la ausencia de humanos o animales parlantes y civilizados. Hubo un tiempo en que no se divisaban árboles, solo tierra y algunas plantas que crecían bajas, sin flores o algún fruto que pudiese calmar esa hambre voraz.

Su estómago rugía, juraría casi tan fuerte como algunos dragones que había matado en tiempos pasados. Tres días habían pasado desde que la comida decente se le acabó y las vallas eran la única salida. Ya ni eso tenía. Estaba sucio, un poco sudado y aun así llevaba la cota de malla, el escudo en mano y la espada en su funda.

En el camino perdió el casco.

No era un caballero de esos que rescataban a damiselas en apuros atrapadas en torres gigantes. Era un príncipe con una misión para salvar a su pueblo y ganar la guerra que estaba matando a su gente de una forma terrible.

Las manos le temblaban y caminaba titubeante, tambaleándose. La sed y el hambre hacían estragos en su cuerpo. Era como una guerra en su cuerpo, parecía que en cualquier momento caería de bruces y no podría levantarse jamás.

Las piernas cedieron y sus ojos casi se cerraban. Se arrastró en un intento por seguir avanzando. Se vio preso del miedo al ver una serpiente de unos tres metros acecharle. El animal era de un verde esmeralda que relucía cuando la luz se reflejaba en la piel, como si fuese metal, como si la piel no fuese más que una armadura. Todo fue tan rápido como en un parpadeo.

Permaneció congelado por el miedo. Muchos dragones, batallas y enfrentamientos, pero ahora no había forma de salvar su vida por sí mismo. La serpiente abrió de par en par su boca, mostrando los largos y afilados colmillos, el veneno broto de las puntas y, de repente, un destello lo cegó por un momento. Segundos después la serpiente perdió todo brillo y observo impresionado como una flecha reluciente de color dorado estaba clavada en su cabeza, haciendo que un pequeño río de sangre brotase de la herida.

Tan rápido como pudo retomó su camino. No le importaba si la criatura que mato al animal intentaba matarlo, solo seguiría.

Sin fuerzas llegó hasta donde el sendero terminaba. El príncipe de Terabithia dejo caer el escudo, exhausto y extasiado, al tener frente a él las puertas gigantescas fabricadas y talladas en oro de las que tantas leyendas hacían alusión.

Tan majestuosas que ni los mejores escribanos ni los mejores poetas con las palabras más pomposas podría detallarlas en palabras. El mensaje escrito en ellas no pasó inadvertido ante sus ojos, pero no le preocupo.

Los ojos del delirio esconden un poder más peligroso que la maldad misma. Y las puertas del infierno llevan efectivamente a él.

Más que una advertencia aquello le sonó a acertijo sin el menor sentido para el príncipe. Algo tan simple y sin sabor no haría que su propósito tambalease siquiera un poco en su mente.

-Pues vaya, al menos una amenaza de muerte o una maldición si sigues avanzando sería un poco más emocionante...

Tomó un respiro antes de empujar las grandes puertas. El metal ni siquiera rechinó, el silencio siguió igual de apacible e impenetrable. Pensó que debía blandir la espada al abrir la entrada, pero cuando el aire y ambiente volvieron a cambiar una vez más, toda idea de que aquel lugar pudiese albergar algo capaz de hacer daño se desvaneció en el aire. Cuando entró no tuvo miedo de las puertas cerrándose solas, no tuvo miedo de absolutamente nada.

Olvidó por completo la misión avanzando hacia el pequeño bosquecillo que era aquel lugar. Los árboles eran tan altos como en la ciudad de los gigantes, pero eran aún más imponentes y majestuosos, un poco separados unos de otros, pero tan frondosos que los rayos de sol combinados con el color de sus hojas hacia que la luz fuese amarillenta y verdosa.

Hermosas, meciéndose con el viento, flores crecían en los arbustos, muchos de ellos. Algunos rosales por ahí, muchas margaritas, claveles y algunas violetas salteadas en el verde y brillante césped, además de los muchos tulipanes y flores que jamás en su vida había visto en su tierra, ni en las islas u otro lugar. Las hojas de los arboles eran de un color amarillento pero sin dejar de ser verdes, algunas más oscuras que otras dependiendo de árbol y el fruto pequeño que creciese en ellos.

El lugar era mucho más bello de cómo lo pintaban en los cuentos. Recordó las leyendas, las palabras bonitas, las promesas vacías. Todas y cada una de ellas reales, mucho más que eso.

Era como si el día no transcurriese allí, las horas eran lo mismo que segundos y los minutos iguales que días. No se dió cuenta de cuánto tiempo había estado recorriendo el lugar hasta que se detuvo frente a un árbol diferente a los demás y vio hacia atrás. Las puertas no estaban por ningún lado.

Aquel árbol no poseía flores y sus colores eran iguales a los demás, pero la fruta que crecía en él era lo que buscaba. No se trataba de otra cosa más que de una simple manzana, una aún más brillante que aquella serpiente o las escamas de cualquier sirena o dragón, de color dorado tan resplandeciente que podía cegar.

Había cientos de manzanas, y un ave de plumas brillantes, doradas, rojas y naranja además de algunas blancas que se encontraba posada en la copa del árbol de manzanas. Era tan grande que solo se lograban ver sus plumas inferiores. ¡Pero qué importaba una tonta ave! Consiguió la manzana, el fruto que, según los relatos de los sabios, daría vida eterna a su rey y aseguraría la victoria para su pueblo.

Y sería su nombre el que se escucharía en historias durante generaciones. El nombre del príncipe Tristan, quien valientemente había dado la vuelta a tres países casi inhabitados para salvar a su gente de la muerte y la hambruna; resonaría en las historias alrededor de las fogatas.

Los ojos le brillaron ante la idea, y con este pensamiento al fin decidió que era tiempo de tomar o que necesitaba. Un ruido se escuchó, el de las hojas agitándose, más lo ignoró y un momento después, con sus brazos extendidos, dispuesto a tomar un fruta, unos largos, finos y fuertes brazos le rodearon por detrás, aferrándose suavemente a su torso.

Como por arte de magia el hambre, la sed y el cansancio abandonaron su cuerpo. Ser acunado de esa forma era como flotar en el viento. Sin previo aviso, la cota de malla desapareció y la espada también. Pero estaba demasiado a gusto como para prestarle atención a cosas como esas.

No supo cómo ni cuándo, pero termino tendido en el césped, medio sentado. Pudo ver frente a él la figura alta de un joven de vestidos blancos. El chico se encontraba de espaldas a él, podía observar como mechones de cabello rubio brillante caían sobre su cuello, rizados en las puntas de manera sutíl.

Justo a su lado, a la izquierda, había una extraña caja de cristal donde cientos de flechas doradas estaban guardadas, como aquella que dio muerte a la serpiente que intento atacarle. Su punta era parecida a la forma de un corazón, de esos que no lo son en realidad, rojos, que no bombean sangre.

Enseguida, tan ligero como el viento, el chico se dio vuelta y hablo en tono neutro antes de mirarle:

-No hay amor en ellas; solo tienen el poder de clavarse en lo profundo y enviarte al infierno antes de que tengas tiempo de gritar.

Escucho las palabras, pero poco las tomó en cuenta. Aquella era la criatura más esplendida que cualquier par de ojos hubiesen tenido el placer de observar jamás. Toda una vida, una princesa y un compromiso arreglado, una fruta y la paz, todo eso quedó desplazado por la imagen de aquella persona.

Sólo un vistazo a sus ojos dorados basto para que, como un hechizo, sucumbiese ante ellos de la manera más servicial y voluntaria. Aquel poseía unos labios definidos, cabello rubio y unas mejillas rellenas, una nariz perfilada y unas cuantas pecas en su piel blanca. Los ojos parecían ser otra extensión de ese ser, tan inteligentes, tan penetrantes que podían ver dentro de tu alma.

-No sería bueno para ti seguir echado ahí como un cadáver.

Una mano se extendió hacia él y la tomo sin pensar. Se sentía como si hubiese estado de aquella forma más de una vez, como si ese fuese un escenario importante de algún modo. Como si estuviese sacándolo del mismo infierno.

Tan pronto como sus dedos se enredaron, aquella hermosa criatura no perdió tiempo, deslizando sus manos por su cuello, rozando levemente la piel con sus uñas largas y filosas, muy parecidas a unas garras, eran negras y extrañas. Solo un latido de corazón que retumbó en sus oídos bastó para que el ser más perfecto existente atrapara sus labios en un beso que sin piedad le robo la vida. El aliento no llego más a sus pulmones y parecía que lo único que le mantenía en ese mundo eran aquellos labios.

Tomo su último aliento y siguió con la mirada el camino de una lágrima derramada por aquellos ojos, haciendo contraste con la sonrisa rota en sus labios. No supo si fue placer, felicidad o maldad aquello, pero no tuvo tiempo de pensar más cuando sintió una punzada en su pecho.

Soltó un gemido ahogado antes de mirar su pecho, donde tranquilamente una flecha plateada estaba clavada siendo sostenida por los finos dedos del joven rubio.

La voz melodiosa se escuchó de nuevo, esta vez como eco lejano:

-Cupido es un ángel oscuro y este es nuestro infierno.

La tierra tembló bajo sus pies, luego se abrió un gran grieta y sin poder evitarlo su cuerpo cayó hacia la boca del infierno. Lo último que vio antes de que las llamas le impidiesen si quiera sentir algo, fue a Cupido, el ángel, abrir sus alas de color rojo, naranja, dorado y plateado para luego mirarle con esos ojos suyos. Tan resplandecientes, tan esplendidos.

Se suponía que eran las puertas del infierno, pero él estaba sintiendo el paraíso derramar su gloria sobre él.  


Notas finales:

kaksjskdjkas


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