Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Cómo joder a tu ex. TERMINADO por Ritsuka27

[Reviews - 74]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del capitulo:

Hola! bienvenidas a la segunda parte de la historia n.n 

Capítulo 23

 


Tuvieron que transcurrir unas siete semanas para que mi depresión post “friendzone” se alejara, y todavía así, me sentía en un estado caótico, más o menos, como si hubiese tenido el periodo durante todo este tiempo. Subidas y bajones de ánimo, sonrisas y lágrimas, ganas de estrangular a Laura y otras tantas de volver al pasado y golpearme a mí misma por haber cometido el error de dejarla. Yo había sido abofeteada por el karma de una forma bastante dramática, juvenilmente hablando, por supuesto.

Y es que una no puede olvidar tan fácilmente a un amor, sobre todo cuando la muy cabrona dio toda clase de señales que sugerían un posible regreso. Eso había hecho Laura, y en cierta forma era una dulce venganza poética, una ironía más de la vida y me hizo preguntarme con qué clase de mierda me toparé en un futuro cercano. Las relaciones eran complicadas ya de por sí, aunque gracias a Dios ya no me sentía como parte de un patético triángulo amoroso.

Laura y yo éramos historia sin posibilidad de dar marcha atrás. Ambas salimos heridas, puede que ella un poco más que yo, o quizá al mismo nivel; pero el punto no era ese. Lo importante de la depresión no es la razón por la que nos perdemos en ese estado, sino lo que hacemos para salir a flote, y yo sí que estaba haciendo algo con mi vida desarreglada, puesto que el temor a caer en los errores del pasado estaba tan presente como un rayo de sol. Es curioso como una equivocación puede convertirse en la mejor aliada cuando se quiere cambiar.

En las semanas posteriores a mi rotundo rechazo para entrar en el corazón de mi ex, me dediqué a vivir la tristeza como cualquier fémina que se respete debe hacer: comiendo toneladas de helado, mirando musicales y películas románticas para llorar en posición fetal, abrazada a la almohada e imaginando cómo sería mi vida si pudiese protagonizar cualquiera de esas dramáticas historias que parecían salidas de los más puros cuentos de hadas. Eran cosas irreales para mí, pero me divertían.

Claro que no puedo decir que sean ridículas, porque Camila, que era una fiel creyente de la magia del amor como ella sola, me hubiese abofeteado. Y es que ella y yo nos habíamos hecho muy cercanas a raíz de mis problemas. A veces me daba por llorar en su hombro, especialmente cuando me vino el periodo aquella tarde, y se me juntó con una terrible infección estomacal. ¡Me quería morir! Y Cami estuvo allí tooodo el rato, consolándome y acompañándome al doctor. Huelga decir que más adelante me dio tremenda regañada por ingerir alimentos en la calle, pero ¿qué podía hacer cuando los perritos calientes del centro sabían tan ricos?

De todos modos, Camila era la clase de enamoradiza empedernida, la chica que se podía pasar horas mirando dramas románticos, especialmente los coreanos, que le fascinaban. Poco a poco, luego de esas semanas de cambio, me fui dando cuenta de que yo me estaba volviendo parte de su mundo (justo como ella lo deseaba), puesto que a falta de un sitio mejor en dónde estar, me refugiaba en ella. Era preferible pasar el tiempo con alguien a estar sola, y hasta yo sabía eso.

Camila era una dulzura de mujer, de esas que se aferran a sus sentimientos y se dejan llevar por el amor, la fidelidad y la alegría. Ella se mostraba abiertamente enamorada de mí, que no paraba de subirme el autoestima señalando cada una de mis virtudes, como mi gran habilidad para memorizar canciones en dos que tres oídas, o lo bonito que era el color de mis ojos, la tesitura de mi piel y mi habilidad para escoger lo que fuese de mi armario y combinarlo hasta hacer algo decente. Esa era sin duda mi más grande característica.

Mentiría si dijera que odiaba recibir tantas atenciones. Me di cuenta de eso cuando un día le dije que me sentía cansada de que me llamara “mi amor” “cariño mío” “corazón” “panquecito” “cielo” y demás palabras tan azucaradas que muy cerca estaban de darme un coma diabético. Tuvimos una pequeña riña y no nos hablamos durante unos cuantos días. Obviamente me dolió no saber de ella, porque me aplicó tan tremenda ley de hielo que tuve que ser yo quien volviera a sus pies, pidiéndole una segunda oportunidad para ser amigas. Ella aceptó con una victoriosa sonrisa y yo, más sumisa no pude verme.

Después de eso las cosas volvieron a funcionar entre nosotras. Nos encontrábamos casi a diario. Incluso los fines de semana cuando iba a verla a sus partidos de voleibol de cancha en el estadio regional. La primera vez que lo hice me sentí rara entre tantas personas, sobre todo porque a mí no me iban los deportes. Cuando ella y su equipo ganaron, reventé de emoción. Entonces me di cuenta de que sí que me gustaba verla como una ganadora, riendo con sus compañeras de equipo mientras recibía los aplausos del público y le colocaban una bonita medalla por los jueces.

Entre semanas me iba a buscar a la escuela y también me estaba enseñando a conducir. Resultaba que era buena tras el volante porque me podía estacionar en tres movimientos sin estrellarme como muchos hombres pensaban de mí, incluido mi padre, que ni de loco me dejaba tocar su preciado auto recién comprado. Lo cuidaba más que a mí. Hombres, bah. ¿Quién los entiende? Aunque también las chicas pecamos de ser incomprensibles. Mi relación con Camila iba y venía en un vaivén como las olas del océano. Por un momento la amaba por cómo me hacía sentir, la manera en la que me miraba, me acariciaba el mentón y me dejaba un beso en la frente, pero al mismo tiempo odiaba que con sólo esos gestos yo me derretía como el queso en una sartén. Camila era una maestra en el arte de decir las cosas en el momento menos inesperado, sacándome más de un sonrojo en varias tardes cuando la invitaba a mi casa a ver películas y me dejaba recostar la cabeza sobre sus fuertes y torneadas piernas de deportista.

Poco a poco empecé a encariñarme más con ella, y ya no como una amiga íntima. A veces, mientras la veía reírse con sus dramas coreanos, me daba por imaginar cómo sería ser su novia. Sí, ya había llegado a ese punto, y me di cuenta de que estaba muy jodida porque comencé a verla como algo más que un apoyo. De repente quería que fuera parte de mi vida. No me podía resistir, por mucho que intentara escapar de esa fuerte atracción que ejercía sobre mí. Y lo peor de todo es que no tenía a quién pedirle consejos.

Respóndeme ¿cómo no sentirme atraída por una persona tan atenta, cordial, amable y amorosa como ella? Vale. Sólo estoy realzando sus buenas cualidades ¿verdad? Y aunque Camila tenía partes oscuras de su personalidad, lo cierto es que ella las conjuntaba de tal forma que todavía con esos defectos continuaba siendo una maravillosa persona. Ejemplo es que era muy competitiva. Le gustaba la aventura y hasta cuando íbamos en su coche, odiaba ser rebasada y daba grandes acelerones para volver a tomar la delantera como si transitar por la calle fuera una especie de carrera. También era súper positiva, de esa clase de gente que ve el lado bueno a todo y a tal grado que a veces llega a ser cansado porque pareciera que no le dan seriedad a nada. Cuando le dije que entre nosotras jamás habría amor porque no la quería perder como amiga (qué cliché, lo sé) ella se rió, me dio dos palmadas en la cabeza y dijo:

—Sólo déjamelo a mí y ya verás como cambias de opinión.

Eso lo había dicho la segunda semana, y cuatro más adelante, se hizo realidad. Claro que yo no le andaba confesando que mis sentimientos ya eran diferentes porque eso significaría haber perdido contra mí misma. Meditaba durante largos ratos tratando de poner en orden mis ideas, buscando alguna excusa para eludir esas emociones y tristemente estaba perdiendo la batalla contra el enamoramiento.

Creo que todas hemos pasado por esa etapa en la que juramos no volver a sentir esa clase de adicción a alguien, el momento en el que decimos ¡hasta aquí, ningún beso más! Y la gran mayoría sabemos lo difícil que es cumplir tal osadía; porque el amor es justamente así: osado, y aparece en el momento menos indicado con la persona menos esperada. Entonces nos revela una pregunta ¿qué coño hago ahora?

A la sexta semana me resigné a seguir resistiendo, y secretamente le di a Camila los puntos que se había estado ganando desde que juró protegerme y apoyarme cuando lo de Laura me aplastó, ah, y con la misma crueldad con la que mi madre aplastaba a las cucarachas que se encontraba por ahí.

Suavecita y cooperando. Eso me había dicho Camila la vez que intentó besarme en la boca y yo, muerta de la pena, no aguanté y me separé nada al sentir sus labios. Claro que eso no significó el fin de sus intentos. Ella era muy dada a tomarme de las caderas, plantarme un cariñoso beso en las mejillas y comerme el cuello a mordiditas delicadas, como de niña pequeña. Le dejaba hacer eso porque a) me gustaba verla feliz y b) yo me sentía feliz.

Okey. Sé lo que debes de estar pensando: ¡Ya, cásate con ella, mujer! Y déjame decirte que puedes tener toda la razón, porque Cami demostraba el amor que me tenía con sus gestos verbales y corporales. La razón por la que yo todavía no le decía que sí era porque una espinita en mi zapato comenzó a pincharme un domingo de noviembre, y entonces pensé que todo mi mundo podría volver a desmoronarse.

Sucedió así:

Me había levantando muy temprano por la mañana, y el clima no estaba en su mejor momento. Desde la noche anterior se había desatado una fuerte tormenta y sus lloviznas continuaban haciendo pequeños estragos en el pueblo. Por otro lado, a mí me fascinaban los cielos grises y el viento frío que soplaba por entre las ramas de los árboles porque me transmitían paz, como si la Tierra estuviera en un estado de relajación, donde no hay ni mucho calor ni frío.

El problema era que ese día Camila tenía un partido muy importante y yo, junto con toda mi familia, habíamos sido invitados a estar en primera fila para su triunfo. Por desgracia mi madre no iría porque estaba con un fuerte resfriado que la tenía en cama desde la tarde de ayer, así que fue mi papá el que me llevó al juego. Por un lado eso estaba bien porque no quería que ellos me vieran gritando como una loca apoyando a mi amiga, ni tampoco verían cómo saltaba a sus brazos para felicitarle por otra victoria.

El juego se llevó a cabo en la cancha techada del complejo deportivo, y sobra decir que el sitio estaba a tope porque eran las semifinales de otro torneo de voleibol. Si el equipo de Cami lo hacía mal, ya podrían despedirse de los juegos de invierno y eso sí que estaba jodido, porque ella adoraba sentirse ganadora.

Me senté en la primera fila, con un par de pompones de porrista para levantarles el ánimo a todas las chicas del equipo. Camila me vio en cuanto llegué, y de inmediato, desde el otro lado de la cancha, vi como dejaba escapar una sonrisa y me saludaba con un bonito gesto de la cabeza.

Agité los pompones y grité el nombre de su equipo. De inmediato los que estaban al lado de mí también se exaltaron y comenzaron a corear una canción destinada a bajarle la moral a los visitantes. El siguiente set debía de ser el decisivo y todos teníamos los nervios a flor de piel. El balón iba y venía de un lado a otro de la red. Ninguna de las chicas lo dejaba caer. Sus tenis rechinaban en el suelo pulido. Camila saltaba tan alto que parecía imposible desde la distancia a la que yo la observaba y golpeaba la pelota con tanta fuerza que casi, casi parecía estar a punto de anotar.

Del otro lado había una mujer más alta que todas las demás, con unos brazos tan fuertes que parecían los de un chico de gimnasio (sí, exageré), y se estaba midiendo contra el otro equipo. De hecho, las compañeras de Cami eran enanas comparadas con sus adversarias.

—¡Vamos! ¡Denle duro! —gritaba desde las gradas agitando los pompones como si mi vida fuera en ello. Jamás los deportes me habían interesado tanto.

En el último segundo, cuando la pelota estaba en el aire y nadie parecía poder alcanzarla, Camila saltó más alto que nunca y la golpeó con todas sus fuerzas. La pelota salió disparada hasta el otro lado de la red y ni siquiera la gigantona pudo hacer algo para detenerla. El silbato final se dejó escuchar y todos gritaron por la eminente victoria. Todos excepto yo, que al parecer fui la única que se quedó quieta, mirando como las compañeras de Cami la rodeaban y los médicos corrían a atenderla.

—¡Se ha lesionado! —gritó la señora que estaba a mi lado.

—Golpeó muy fuerte la pelota.

Incluso las del equipo contrario habían cruzado la red. A mí se me saltó el corazón. Me busqué una salida de las gradas y corrí a la cancha. Logré abrirme paso entre las jugadoras. Cuando vi a Camila tendida, inconsciente y con mucha sangre brotándole de la cabeza…

Mentira. Ella estaba sentadita, con una expresión entre dolorida y feliz mientras un médico le revisaba la muñeca y le aplicaba un spray para reducir el dolor.

—¿Qué le pasó? —pregunté a nadie en especial —¿Se fracturó la muñeca?

—No, por fortuna — respondió su entrenadora —, sólo se la torció.

—Fue… una buena victoria ¿eh? Ganamos, Tania.

—Sí, pero te jodiste la muñeca.

—Nah. Me hubiese dolido más perder el juego.

La ayudamos a ponerse de pie y luego la trasladaron a la sala de cuidados médicos para que le sacaran unas cuantas placas como método de prevención. A mí todavía no se me bajaban los nervios.

—Tranquila. Si estuviera fracturada, ahora mismo pegaría de gritos —dijo Camila, positiva como siempre.

Aunque fue la primera vez que la veía lastimada después de un juego, era tranquilizador que no tuviera nada más que una torcedura. Según el médico estaría lista para el siguiente partido, pero le advirtió de que no volviera a realizar un tiro con esa potencia o podría provocarse un daño severo.

—Debes descansar un poco —le dijo la entrenadora y salió con el médico. Yo me quedé en el consultorio.

—¿Te asustaste, Tania?

—No, que va.

—Mentirosa. Sé que sí. Descuida, amor. Hice que el equipo ganara. Vamos a las finales.

—Pues más te vale cuidarte la muñeca si no quieres perderte ese juego.

Sus ojitos grises parecían sonreír. Yo, movida por una bonita fuerza, levanté la mano y le acaricié la mejilla.

—Felicidades por la victoria, señorita capitana.

—Sin tus porras no lo hubiera hecho, así que gracias por estar aquí —respondió y le dio besitos a cada una de las yemas de mis dedos. Después, tiró de mi brazo para acercarme intempestivamente a su rostro. Yo me quedé quieta a un centímetro de su boca.

Estaba tan feliz de que ella hubiera ganado y de que estuviera bien, que irresistiblemente le di un besito de pico. Se lo había ganado, y también mi admiración… quizá hasta mi amor.

En ese momento entró Joshua, su hermanastro. Estaba visiblemente incómodo por la escena.

—¿Me dejas hablar con Camila un segundo? —me pidió, con el entrecejo fruncido.

—Sí, esto, te veo afuera.

Salí pero no me alejé, sino que permanecí a un lado de la puerta y mirando por una pequeña abertura. Vi que Joshua se sentó junto a ella y le examinó la muñeca. Intercambiaron unas pocas palabras en voz baja. Él se rió y de repente, empezó a acariciarle la cara con un gesto muy cariñoso. Camila arrugó sus perfiladas cejas, detuvo su mano y se la alejó.

—Ya te dije que no —exclamó —; me gusta Tania, así que déjame tranquila. Además, somos hermanastros.

—Exacto. No tenemos lazo sanguíneo, mensa.

—Vete.

Cuando vi que Joshua se levantaba, derrotado, yo corrí hasta el otro lado del pasillo y me hice a la tonta. Nuestras miradas se encontraron. Sonreí con nerviosismo y él bufó con aburrimiento y una mirada despreciable. Luego se fue por otro lado con aires de chico malo, como si pudiera golpear a quien se metiera en su camino.

Esa fue la espinita de la que hablé antes: Joshua también estaba enamorado de Camila.

 

Notas finales:

ahora sí que el hermanastro se ha metido. Pero buee, era cuestión de tiempo, vive con Camila y obvio que le atrae, aunque no se preocupen, Cami sólo tiene ojos para Tania, aunque fui sólo yo o me pareció que Tania está dándole largas a Cami? xD


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).