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Punto y coma, punto y aparte por OneUnforgiven

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Decir que no estaba nervioso era una mentira tan descarada que nadie se la creería.

A pesar que practicó mucho en la clínica el uso de su bastón, el miedo de tropezar y lastimarse seriamente le seguía a todas partes y en todo momento, pero tenía ganas de salir y enfrentarse al mundo. Quería empezar a conocer su entorno, a afrontar la vida nuevamente, a tener un poco más de libertad.

Cuando cruzaron las puertas principales del hospital —tras despedirse de los médicos y enfermeras y prometiendo volver el lunes—, James sintió que su corazón se detuvo al sentir la brisa acariciar su cuerpo y mover su cabello. Reconoció el débil aroma al césped y escuchó el sonido de las hojas contra el viento, algunos autos pasaron unos cuantos pasos más adelante, podía oír las ruedas deslizarse sobre el cemento y levantar pequeñas piedras de tierra; escuchó algunas voces cruzarse pero no se concentró en lo que decían, sino que intentó ubicarlas para no tropezar con sus dueños.

—¿Estás listo, James? —oyó que preguntó su madre a su izquierda, sosteniéndole del brazo.

—Sí —le contestó tras un instante, inclinando su rostro a donde creía que estaba—. Sólo es... un poco extraño, intento acostumbrarme a tantos sonidos y olores.

—Toma todo el tiempo que necesites, cielo —le dijo, quizás con una sonrisa—. Avísame cuando quieras avanzar.

—No, está bien. Sigamos, ¿no nos está esperando el taxi?

—Debería de estar aquí ya —dijo su hermana a su derecha—. Me adelantaré y checaré que no esté aparcado muy lejos.

—Vale, cariño —asintió su madre y oyó los pasos apresurados de Anna alejarse. James se adelantó unos pasos lentos, intentando guiarse con su bastón y sosteniéndose de su madre—. Cuidado, aquí hay tres escalones.

Sonrió ante la ayuda y los bajó con dificultad, luego continuaron avanzando. Sus pasos comenzaron a ser un poco más seguros conforme se movía, tenía a su madre a su lado, ella no le dejaría caer, además, tenía el bastón, la gente notaría su ceguera y seguramente se apartaría para cederle el paso. Si bien aún no disponía la movilidad total de su cuerpo y tenía movimientos torpes y lentos, estaba bastante conforme por sus avances, para él eran muy grandes: podía caminar, podía tocar el piano, podía hablar y ahora se alimentaba solo. No pudo evitar sonreír con sólo pensarlo.

—Ya llegamos, el taxi está aquí.

Su madre se alejó un momento para colocar las maletas en el portaequipaje, pero su hermana le abrió la puerta y le indicó que tuviera cuidado; rechazó su ayuda para subirse, quería intentar hacerlo solo. Plegó su bastón y con sus manos se guió de las dimensiones de la puerta para que, al agacharse, evitara chocar su cabeza contra la parte superior. Una vez sentado —y con una gran sonrisa al rostro—, permaneció pulcramente erguido esperando a los demás. Saludó al taxista y luego sintió las tres puertas cerrarse, primero la suya, a su derecha, luego la del conductor y finalmente la de la izquierda, en donde su madre y su hermana se habían ubicado.

El viaje de regreso a casa inició, de la radio del taxista se escuchaba una música alegre que no reconocía, el débil aroma a lavanda le cosquilleó la nariz y el mullido asiento aplacó su nerviosismo. Escuchó con poca atención la conversación de su madre con su hermana, estaba algo concentrado en intentar medir las distancias que recorrían, pero era algo difícil; al final fueron doce canciones y trece comerciales.

Cuando llegó el momento de bajarse, James utilizó el mismo método que al subir, pero dio un ligero tropezón con el borde de la acera, gracias a los rápidos reflejos de Anna, evitó caer. Plegó su bastón de inmediato e intentó que aquello no le desanimara.

Cuando su madre y su hermana terminaron de recoger las maletas, se despidieron del taxista y oyó el portazo, luego el sonido del rugir del motor alejarse; caminaron unos ocho pasos y llegaron a su edificio. Su madre le enseñó sus llaves y le indicó cuál era la que abría la puerta principal —la que tenía la punta más ancha—, se hizo de guía con el picaporte para encastrarla en el agujero justo debajo y la giró hacia la derecha, entonces la puerta cedió con un clic. Sonrió satisfecho el haberlo hecho sin ayuda.

—Buenos días, Allan —saludó su madre.

—Hola, señor Collins —dijo su hermana, casi al unísono.

—Buenos días, Naomi, Anna, James —dijo la voz de un hombre, a su izquierda, por cómo temblaba su voz, supuso que era algo más mayor que su madre—. Es tan bueno volver a verte.

—Buenos días —saludó con cortesía, a pesar que no recordaba a quién estaba saludando.

—Tu madre me ha comentado tu problema de memoria, así que no te preocupes si no me recuerdas —comentó el hombre mientras su voz se alejaba y volvía a acercarse, siguiendo el ruido de sus zapatos—, Soy Allan, el portero del edificio, si necesitas ayuda, puedes llamarme desde el portal, soy el número cero.

—Oh, muchas gracias —le sonrió, algo nervioso. Que la gente le ofreciera su ayuda le hacía sentir algo seguro, pero a la vez, quería intentar desenvolverse por sí mismo para ver hasta dónde podía llegar.

—He refaccionado un poco el edificio para que puedas manejarte más cómodo, hemos quitado ese incómodo escalón cerca del ascensor y ahora hace un pitido cuando llega a algún piso y cuando las puertas van a cerrarse, además ahora son automáticas. ¿A que es genial?

James le sonrió con un poco más de ahínco, agradecía de verdad esos gestos, aunque el hombre le hablaba con bastante confianza, quizás le conocía de hacía tiempo y él no lo recordaba.

—Vale, no os entretengo más. Un gusto volver a veros —sintió una palmada en el brazo derecho donde sostenía su bastón.

—Hasta luego, Allan —saludó su madre.

—Adiós, señor Collins.

—Hasta pronto —dijo él, intentando ser cortés.

Avanzaron unos diez pasos más, subió una pequeña rampa y su madre le indicó que a su izquierda estaban los ascensores, eran dos y el botón para llamarlos estaba justo en el medio de ambos; presionó el botón redondo, escuchó los sonidos de algunos engranajes frente a él y justo por detrás oyó algunos pasos que descendían, seguramente estaba la escalera. Los pasos se alejaron y escuchó un pitido, luego un sistema mecanizado que se deslizaba.

James adelantó su bastón y calculó las distancias, necesitaba dos pasos para entrar y una vez dentro, podía desplazarse uno o dos, quizás; con su mano derecha tocó las paredes hasta dar con el panel que contenía los números de los pisos.

—¿Cuál es el mío? —preguntó una vez que su madre subió.

—Tu piso es el seis, es este botón de aquí —la mano de su madre le ayudó a guiarse. El primer botón que tocó en la parte inferior debía ser el cero, sintió la forma bajo sus dedos y debajo tenía escrito en braille, el resto los contó hasta dar con el seis e intentó memorizar el número escrito para él.

—Yo subiré en el siguiente, creo que no cabemos los tres con las maletas —dijo Anna desde la puerta.

—Sí, cariño. Dame una que la llevaré aquí, así estarás más cómoda.

—Vale —escuchó el ajetreo tras él y esperó con paciencia.

—¿Vamos?

James asintió y presionó el botón, oyó un pitido y las puertas cerrarse, el ascensor comenzó a subir con un movimiento suave, intentó identificar los sonidos de cuando pasaba de un piso a otro. Cuando se detuvo, las puertas se abrieron tras el pitido y él calculó los espacios de nuevo con su bastón, pero eran exactamente dos pasos para salir. Esperó a su madre allí para que le diera indicaciones mientras ésta bajaba con las maletas.

—¿Esperamos a Anna aquí? —le consultó una vez que las puertas se cerraron.

—No, ella ya se sabe el camino. Ven, es por aquí.

La mano de su madre le guió hacia la izquierda —que era la derecha si él no se daba la vuelta ni bien bajaba del ascensor si no esperaba a nadie—, caminó en línea recta guiándose por la pared de su derecha y contabilizó catorce pasos hasta chocar con algo frente a él.

—Este es el final del pasillo, aquí a tu izquierda está la puerta "F", la tuya —asintió y buscó guiarse con su bastón para dar la vuelta, una vez el bastón dio contra algo de madera, la rodeó para calcular su anchura—. Del manojo de llaves que tienes, le corresponde la llave más pequeña para la cerradura de abajo y la más larga para la barra de seguridad de arriba. Siempre te conviene empezar por la llave de arriba, que con la de abajo puedes dar el impulso para abrir la puerta.

James sacó el manojo de llaves del bolsillo de su chaqueta y sintió todas las llaves, para distinguirlas. Dar con la más larga era muy sencillo, pero encastrarla en el lugar correcto era otro cantar, no sabía bien por dónde guiarse.

—Es por aquí —le indicó su madre, llevando su mano un poco más arriba de su hombro y un poco a la izquierda.

—Me costará dar con ella.

—Podemos hacer una hendidura aquí junto al marco de la puerta, si quieres.

—No, podría guiarme por... —James tocó la madera desde el picaporte, siguió a la derecha hasta topar contra el marco y comenzó a subir, con su dedo pulgar estirado para poder abarcar más espacio, hasta dar contra un círculo de metal, le tocó los bordes y logró introducir la llave sin ayuda—. Así.

Dio la vuelta a la llave dos veces y luego la quitó, comparó las tres llaves y cogió la más pequeña, se guió por el picaporte nuevamente y la hundió en la cerradura, dos vueltas y media y tenía la puerta abierta.

Entró al apartamento con una sonrisa en los labios y tomó una gran bocanada de aire. Había un aroma suave dulzón, seguramente su madre había limpiado el apartamento en su ausencia. Movió su bastón y no se chocó con nada, lo que le desalentó un poco, no sabía por dónde empezar.

—¿Estás bien, James? —consultó su madre desde atrás suyo, él intentó mantener la compostura. Respiró hondo e intentó no apresurarse, eran los primeros días, tardaría un tiempo en conocer su hogar.

—No sé hacia dónde ir —confesó intentando fingir un estado calmado que no tenía.

—Oh, vale. Espera un momento —escuchó los pasos de su madre adelantarse y el crujido de algo unos cuantos pasos a su derecha—. Ven, mira. Cerrando la puerta, justo aquí tienes donde colgar tus abrigos y demás.

James se giró y se guió con el bastón hasta chocar con algo, lo levantó un poco y siguió el recorrido del objeto, un perchero.

—Muy bien —dijo él, intentando calmar su corazón, debía mantener los nervios a raya.

—En esta pared detrás del perchero tienes los interruptores de la luz, que si bien no te sirven a ti, para tus visitas será importante —James estiró su mano y dio con la pared, la movió en círculos hasta dar con los interruptores. Tenía tres—. El de arriba enciende las luces pequeñas del balcón y los dos de abajo los del comedor, pero con uno solo estará bien.

—Vale —dijo sintiendo el plástico de los interruptores—. ¿Enciendo alguna?

—No hace falta, está soleado y entra buena luz desde el balcón —le oyó decir, con una sonrisa, quizás—. Aquí junto hay un gran librero, donde tienes tu colección de vinilos, partituras, libros y algunos trofeos, diplomas, libros y esas cosas.

—¿Trofeos? —sonrió mientras volvía a coger el bastón con la mano derecha y bordeaba el librero de una punta a la otra—. ¿De qué?

—De cuando eras pequeño, solías concursar en las olimpíadas de matemática en tu escuela.

—Oh, era estudioso.

—Tenías una gran habilidad con los números, sí —rió. Él siguió avanzando hasta que algo chocó su cadera y le obligó a detenerse—. Cuidado, ahí cerca tienes los sillones.

James tardó horas para recorrer su apartamento, eran muchos detalles y tardaría al menos una semana en empezar a recordarlos, pero tenía lo básico en su mente, como la ubicación de su habitación, el baño, la cocina y la puerta de salida y algunos muebles que lo conformaban, como el refrigerador, el horno, el fregadero, la mesa con las sillas, la cama, el armario y el órgano. Lo más importante era el órgano.

No se atrevió a acercarse al balcón, tenía miedo de volver a caer.

Antes de salir del hospital, James había hablado con su madre respecto a su residencia, quería regresar ahí, a donde estaba en ese momento, en su apartamento, así no tenía que acostumbrarse a la casa de su madre para luego tener que saber los detalles del suyo.

Le urgía la necesidad de independencia, agradecía muchísimo la ayuda, pero también quería valerse por sí mismo. Si podía acostumbrarse y desenvolverse sólo en su apartamento, sería un gran logro y podría convencerla de dejarle solo, aunque, por la forma de ser de su madre, estaba seguro que se opondría a ello, alegaría que era "muy pronto".

Por muchas ganas que tuviera de permanecer en silencio y encontrarse solo, debía esperar. El médico no le recomendaba estar sin compañía, de momento. Por lo que conviviría con Anna o su madre de vez en cuando. Sólo esperaba poder desenvolverse bien solo para demostrar que no sucedería nada si ellas no estaban.

El día fue agitado, intentó aprender a cocinar sin cortarse, también debía aprender a leer braille para poder leer recetas y libros, también música, pero para eso tenía su cerebro, para usar la memoria. Quizás utilizándola empezaría a recordar cosas del pasado.

Fue a la tarde, tras beber café, que pudo sentarse frente al órgano y tocar un momento. Dejó que sus dedos recordaran por sí mismo las canciones que ya sabía antes de caer en coma, dejó que fluyeran como agua del río sobre las piedras.

Terminar tocando algo de Ludovico fue inevitable, sintió la nostalgia, esa sensación indescriptible de sentirse completo con la música, y Ludovico Einaudi siempre estaba ahí con él.

Quizás James no fuera un compositor —aún—, pero si podía llegar a serlo, quería ser la mitad de lo que era Einaudi para él.

La canción que tocó era lenta al principio, pero llena de emoción. Subía y bajaba, dando énfasis a la fuerza que intentaba ganarle al dolor. Y lentamente se apagaba, para regresar con los agudos, la sutileza de la esperanza, del cariño que se unía y acoplaba a la fuerza, pero sin ser destructiva. Era el amor, el cariño de preservar, cuidar, pero sin romper. La fuerza y la esperanza bailaron juntas, como buenas amigas, intentaron animar al dolor, intentaron levantarle, le abrazaron y contuvieron, para que sanara. Y entonces el tiempo se encargó de unirles, de formar el lugar justo para los tres, para que convivieran en armonía. 

Pasó el resto del día en modo semiautomático, tocar tenía el efecto contraproducente de sentirse vacío luego. Agradecía la compañía de su madre y su hermana, pero de a ratos le daba la sensación de estar solo y llorar. No sabía exactamente por qué razón quería llorar, pero tenía ganas de hacerlo.

Era algo extraño, como llorar por algo que se ha perdido, ¿pero cómo podía querer llorar por algo que había perdido pero no recordaba qué era, cuándo lo había tenido y cuándo lo había perdido?

Entrada la noche, cuando su hermana se fue, que pudo dejarse caer en su cama. El cansancio lo abrazó como un viejo amigo que últimamente le estaba visitando demasiado para su gusto.

Plegó su bastón y lo dejó en la mesita junto a su cama, donde se encontraba una lámpara que probablemente no volvería a usar y un reloj. Se desvistió y dejó su ropa doblada sobre la cómoda que tenía frente a la cama, al regresar chocó contra la punta de la cama y el dolor en los dedos del pie le hizo gritar y lamentarse un buen rato. Debía deshacerse de la ropa primero, luego del bastón.

Se metió bajo las sábanas y cobijas y suspiró, aspirando el aroma a suavizante de la cama, tocando la superficie suave, oyendo el suave sonido del roce de la tela cuando sus pies se movían. Cerró sus ojos y simplemente esperó.

Empezó a oír sonidos de aves cantar, miles, no pudo contar cuántas, pero todas tenían diferente canto y unas parecían estar más alejadas de otras. Distinguió un canario, era el que más se destacaba, se movió entre las sábanas y suspiró, disfrutando esa sensación de calma. Poco a poco el sonido comenzó a ser apaciguado por los automóviles que empezaron a transitar, luego se sumaron bocinazos, luego sirenas pasajeras. Quizás los cantos sólo habían sido un sueño.

Tuvo el deseo de conseguir un ave para que cantara así cada mañana y le despertara, pero no le agradaba tener un ave encerrada. Quizás podía conseguir un loro y tenerlo libre por la casa, pero... no sabía cómo se arreglaría con los problemas de higiene, no eran como un perro o un gato que se les podía enseñar a hacer sus necesidades en un solo lugar.

Hizo un mohín al notar las dificultades, quizás con cualquier mascota pequeña estaría bien.

Se levantó con cuidado y se desperezó. Lo primero que hizo fue ordenar su cama, tomar su bastón y vestirse, luego pasó al baño a vaciar su vejiga y enjuagarse la cara con agua fría para despertarse del todo. El aroma a café y pan tostado le dio los buenos días, dio una gran sonrisa y con paso lento recorrió la estancia.

—Buenos días —saludó a su madre mientras se quedaba de pie junto a la mesada, esperando no estorbar.

—Buenos días, hijo —le saludó ella, luego oyó sus pasos acercarse y acariciarle el cabello—. ¿Qué tal has dormido?

—Muy bien —sonrió.

—Me alegro, cielo. Ve a la mesa que ya iré llevando las cosas. ¿Recuerdas donde está?

—Sí, aquí atrás —dijo señalándola—. Pero déjame cargar algo, quiero ir aprendiendo a hacer las cosas.

Y fue así, como día tras día, James fue aprendiendo a desenvolverse cada vez más solo. Cada día siempre intentaba un poco más que el anterior para poder empezar a hacer todo sin ayuda, aunque lo que más le costaba era salir a la calle.

Era difícil ubicarse cuando no tenía nada de referencia, cuando la gente llevaba tanta prisa y había tanto ruido del que debía hacer caso omiso, pero a la vez estar atento por si había algún accidente de tráfico, una zona en la que estaban haciendo refacciones y cosas de ese estilo.

Por supuesto que su madre y su hermana le ayudaban, pero no era lo mismo, James quería ser independiente, quería valerse por sí mismo. Y a veces no quería saber nada de nadie, ni de aprender nada.

El cansancio mental acudía a él muchísimo, se cansaba de intentar seguir las conversaciones de personas que se instalaban en su casa los fines de semana, que él no terminaba de conocer; se cansaba de llevarse por delante las cosas o por no reconocer algunos objetos con los que tropezaba. También se fastidiaba cuando no podía memorizar el braille o cuando todo el mundo se asustaba cuando tomaba un cuchillo e intentaba cortar un trozo de algo. Era fastidioso, extenuante.

—¿Estás bien, muchacho? —preguntó el abuelo Dominic a su lado, a su alrededor se oía el incesante murmullo de la gente. Su hermana Diana estaba en su casa ayudando a su madre y a Anna a preparar masitas para tomar junto con el té, hablando y discutiendo sobre la preparación; el pequeño Wyatt correteaba por la sala con juguetes de estruendosos sonidos o los dejaba regados por el piso, y la televisión estaba alta con un partido de fútbol que Jacob veía junto a Dominic.

Intentó mentir, pero, ¿de qué valía la pena? ¿Para tenerlos más seguido por allí? Él no encajaba en ese esquema familiar, lo sabía, lo presentía en sus huesos. La forma distante en la que Diana le trataba le hacía entrever que algo no estaba bien, era cortés, era amable, pero distante, y era toda la prueba que necesitaba para saber que —quizás—, él había sido quien no debía ser. O quizás ahora era quien se suponía no debía ser.

—No me siento bien —explicó con toda la calma posible—. Iré un momento a mi habitación a descansar.

Plegó su bastón y caminó guiado por éste hasta su recámara. Chocó con Wyatt a mitad de camino y escuchó a Diana retar al niño, pero él solo le palmeó la cabeza que apenas si le llegaba a la rodilla,  siguió el camino a su habitación y se encerró.

Se sentó en la cama y suspiró con alivio que los sonidos fueron aplacados por la puerta de madera. Plegó su bastón y lo dejó en la mesita de la lámpara, luego se acostó boca abajo y se quitó los zapatos.

Pues vale, ya —le dijo una voz resignada—. Espero que seáis muy felices.

Tuvo la sensación absurda de caer desde un precipicio, pero luego notó que era desde un balcón: el suyo. Recordó cómo su cuerpo cayó al vacío y vio cómo lentamente el pavimento se acercaba a él. Extendió sus manos para aplacar el golpe y cuando sintió dolor saltó de la cama.

Su corazón parecía galopar en su pecho, su piel ardía como un vidrio expuesto al calor, que transpiraba y formaba gruesas gotas de sal. Tardó bastante tiempo en comprender que había tenido una pesadilla, pero era difícil decirlo... sobre todo porque no sabía si había sido un recuerdo o una pesadilla nada más.

Sin embargo, recordarla le angustió. La voz... la conocía de algún lado.

—Espero que seáis muy felices —repitió en un murmuro, tocándose el rostro—. ¿Quiénes?  

 

Notas finales:

Ludovico Einaudi - Nightbook (solo).

https://www.youtube.com/watch?v=4lYeRdtBoVw


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