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Mi delito por Jerrow

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CAPITULO 1

 

 

 

 

Mi cuerpo no para de temblar a causa del frio aire que me rodea en esta celda oscura y húmeda en la que aquellos policías me dejaron. No tengo fuerzas para moverme y ni quiero hacerlo, a pesar que casi todo el lugar está en penumbras, ligeras trazas de luz provenientes de luna se escabullen en los pequeños resquicios de la muy malgastada ventana superior y dejan entrever las masas de heces putrefactas esparcidas por toda la celda.

El olor nauseabundo me habían provocado más de tres vómitos desde esta mañana desde el momento en que me trajeron a este lugar, ahora ya solo tengo la intención de vomitar de nuevo pero mi estómago ya está vacío, no hay nada que devolver.

Hace menos de una hora que me trajeron un par de panes pero no los comí. Desde las rejas los lanzaron justo en una zona donde se hallaba un charco de orina, desde luego, soltaron una risa burlona acompañado de un par de insultos, mientras yo solo los observaba con indiferencia. No iba a darles el gusto de verme suplicar, pues no me arrepiento, no hice nada malo, de eso estoy seguro.

A pesar de que todos me lo digan, a pesar de que me hayan golpeado, gritado y escupido mil versos en mi contra, sé que nada de lo que dicen es verdad.

Para ley soy peor que la peste misma, un ser que avergüenza la cultura no solo de este país sino del mundo. Y por ello, estoy condenado a morir.

¿Y cuál es mi delito?

¿Violación? No.

¿Asesinato? Tampoco

¿Narcotraficante? No, no y no.

Mi delito, o más bien mi supuesto delito es ser homosexual. El peor pecado para la sociedad es amar a alguien del mismo sexo, y es por ello que debo de pagar, porque según los designios de Dios yo soy un sodomita que debe ser ejecutado para preservar los valores de la sociedad.

Las lágrimas comienzan a caer por mis mejillas, me pregunto cuántas veces habré llorado el día de hoy, cuántas veces habré levantado la cabeza y observando el techo en busca de respuestas del porqué de todo esto.

Yo no pedí ser así, simplemente lo soy y por ese simple motivo debo de morir. Pero yo no quiero morir, tengo tantas cosas que quiero hacer, tantos lugares que quiero conocer, tantos atardeceres que quiero contemplar…y en todos mis pensamientos se encuentra él, ese joven muchacho tímido que conocí y del cual me enamoré profundamente.

Y es ese amor lo que los demás no entienden, según dicen no es más que la influencia del demonio en mi interior, que es posible rehabilitarse de esto, pues la naturaleza es tan sabia que los hizo varón y mujer para que pudieran multiplicarse y en donde la relación entre dos varones o dos mujeres no está tan siquiera contemplado. Es prohibido y aquellos que atenten en contra de las leyes naturales deben de pagar, pues infestan a los demás como si de un virus se tratase.

Sin embargo, ellos no saben lo que mi ser siente, lo que mi corazón siente, lo que yo siento.

Es real, nadie puede decirme lo contrario, nadie puede prohibirme amar, de amarlo a él.

Escucho pasos aproximándose hasta mi celda, son los policías. Uno de ellos, es un hombre robusto de unos cuarenta años más o menos, mantenía una sonrisa irónica mientras introducía su brazo izquierdo entre los espacios de las rejas.

—Oye, marica. Quizás quieras ver esto.

Me lanzó un objeto en el lado opuesto de donde me encontraba,  a pesar de la densa oscuridad pude distinguir lo que era y donde había caído.

—Tu noviecito te lo manda —Dijo el otro policía, casi escupiéndolo, un joven de no más de veinticinco años.

Apenas escuchar esas palabras, junté todas las fuerzas que tenía y me levanté a buscar el objeto, no me importo que mi cuerpo tuviera contacto con la orina o las heces y mucho menos de las alimañas muertas que estaban por el lugar. Solo quería tener en mis manos aquel bolígrafo de pluma que le regalé por su cumpleaños.

Cuando por fin lo tuve en mis manos me di cuenta que estaba rota, toda la caña se encontraba destrozada.

— ¿Qué le hicieron? —Les exigí, poniéndome de pie y lanzándome hacia ellos.

No pude acercarme mucho, un golpe directo a mi cabeza me hizo caer al suelo quedando justo frente a las rejas. El policía más joven sostenía entre sus manos su cachiporra, danzándolo por los aires.

—La próxima vez que vuelvas a levantar la voz te juro que te arranco la lengua, marica —Habló con desprecio el policía mayor.

—Esto es inhumano, no hice nada malo para que me traten así, tampoco lo hizo él —volví a levantar la voz inconscientemente a medida trataba de ponerme de rodillas —, ¡no nos merecemos esto, tenemos derechos!

Un nuevo golpe me hizo caer al piso.

—Ahí tienes derechos, puto de mierda —Me gritó el mayor. Aunque no podía verlo, estaba seguro que en su rostro había una completa satisfacción —, y mañana tu sentencia y la de la otra porquería esa será dictada y créeme no hay derechos que te salven de esta.

Y con esto, ambos policías se marcharon no sin antes soltar: “Pronto tendremos dos putos menos en el país”.

Y así era, el delito más grave que era penada con la muerte, imposible de perdonar, era la que yo cometí.

Amar a una persona del mismo sexo.


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