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La segunda cristalización por Senior Perrito

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Notas del fanfic:

¡El Señor Perrito aprueba esta publicación con sus dos patitas!

Notas del capitulo:

Habré de levantar la vasta vida

 

que aún ahora es tu espejo:

 

cada mañana habré de reconstruirla.

 

 

 

“Ausencia”, Jorge Luis Borges.

 

 

Ocurrió en un instante: Kanrath dio un paso hacia él sólo para desvanecerse bajo la simple caricia del viento. Había escuchado su llamado, en su voz pesaba el tormento de un dolor desconocido, cuando cruzaron sus miradas descubrió lágrimas en sus ojos y no fue hasta que el estruendo terrible de su vida al extinguirse le heló la sangre que lo entendió: Kanrath sabía que iba a morir. Todo lo que amaba se hizo polvo. No volvería a ser rodeado por sus brazos fuertes que lo sostenían para protegerlo ni encontraría el destello violáceo de sus ojos cada mañana, jamás volvería a oírlo decir un “te amo”. Cuando lo comprendió, él también murió. Kanrath no le dejó explicaciones ni restos en los cuales pudiera encontrar consuelo; la corriente de aire se elevó y continuó su camino por el bosque, arrastrándolo a un sitio donde no podía ser alcanzado. El mundo se había terminado para él. De rodillas se desgarró la garganta en un lamento cargado de angustia, lloró como nunca por el amor de su vida.

 

Su luto no duró más que un par de sollozos, luego, un chillido horrendo lo paralizó de miedo. La tierra se estremeció y por primera vez prestó atención a su alrededor, el bosque se había convertido en un caos completo: bandadas de aves atiborraban el cielo, en ocasiones eran tantas que llegaban a cubrir el sol por completo; por tierra, los animales huían despavoridos sin otro objetivo que abandonar el bosque y los peces se arremolinaban en sus estanques, o bien, nadaban en apretados cardúmenes saturando la corriente del río; sólo permanecieron las fieras. Un oso rugió a lo lejos, lo acompañaron el aullido de los lobos, pronto, el bramido de más animales se hizo escuchar por encima del escándalo; luchaban, le bastó un segundo descifrar contra qué. Las criaturas amorfas que circundaban el castillo eran un recordatorio constante para los demonios de más bajo nivel sobre su ignorancia y falta de poder. Mezclar dos especies opuestas, como lo son animales y humanos, requiere un profundo conocimiento de alta hechicería antigua a la que muy pocos demonios pueden tener acceso; comprenderla toma cientos de años, y muchos más dominarla. Aun así, había quienes intentaban crear vida y era entonces que surgía un nuevo monstruo. Abominables seres desalmados, imperdonables pecados de sangre, espíritu y carne; condenados a vagar por el Infierno durante la eternidad, habían encontrado un punto de reunión en ese bosque y en el corazón del mismo se encontraba el castillo de Kanrath.

 

El terror se le clavó hondo en los huesos cuando encontró un par de ojos amarillos acechándolo. Por instinto se llevó la mano al vientre, encontrándose con la otra parte de su corazón que no había muerto, sino que vivía dentro de él. Desplegó sus pequeñas alas blancas, dándole la espalda a la bestia que, entre gruñidos y dentelladas, se le echó encima; rodó demasiado tarde sobre uno de sus costados. Le destrozó un ala con el hocico. Mientras se retorcía de dolor el lobo no daba tregua, arremetió una vez más, pero antes de volviera a alcanzarlo sus ropas se empaparon con algo viscoso. Una criatura colosal había detenido el frenesí del animal al aplastarlo entre sus tres únicos dedos; miraba con curiosidad sus despojos. Aproximó sus labios gruesos para emitir un jadeo extasiado al probar la sangre. El gigante era más alto que todos los árboles del bosque, su ojo nunca parpadeaba, su piel poseía un tono azulado-grisáceo y despedía el mismo olor que el de un cadáver en descomposición. Tan menudo como era, se escurrió silencioso entre las raíces del árbol más cercano. El ojo lo vio. Al saberse descubierto, huyó en dirección a la entrada principal del castillo tan rápido como sus piernas se lo permitieron. Dos pasos del monstruo bastaban para que se pusiera a su altura, sin embargo, él era demasiado pequeño y su cuerpo se ocultaba bajo de las copas de los árboles con tanta frecuencia que la criatura perdió muy pronto todo interés en perseguirlo.

 

Atravesó la puerta con el corazón hecho un nudo. La barrera que protegía al castillo de ese nido de monstruos había caído. Sin Kanrath no había nadie que los mantuviera apartados, sólo bastarían un par de horas para que esas criaturas transitaran libremente por el jardín y quién sabe cuántos días les llevaría tomar el castillo. Estaba rodeado, no tenía salida. Estremeció ante la simple idea. De pronto su intento por poner a salvo a su pequeño hijo le pareció vano; las lágrimas quemaban sus mejillas mientras el desconsuelo lo consumía por dentro. Nunca había estado así de perdido, jamás se había sentido tan solo. Tuvo que aferrarse a esa pequeña esperanza que crecía dentro de él para evitar enloquecer de dolor. Cruzó el corredor corriendo, una vez en la sala común subió una larga escalinata en forma de caracol, ahí dio vueltas hasta perder el aliento; cuando por fin alcanzó la cima, con el corazón martilleando furioso, abrió la única puerta de salvación que conocía. Ese día, igual que los siguientes, lloró hasta desfallecer.  

 

Había pasado tres meses viviendo de los recuerdos y esa habitación estaba llena de ellos. Ahí donde antes habitara el amor sólo quedaba tristeza y una enorme pena que no paraba de atormentar su corazón deshecho. Entre tanto dolor, aún conseguía tranquilizar a ratos su alma. Todo ahí permanecía intacto, igual que el último día que despertó junto a él. La habitación de Kanrath, aunque austera, era espaciosa y poseía una vista privilegiada; ubicada en la parte más alta del castillo, ofrecía un paisaje maravilloso que se extendía a los pies del balcón. Los ríos que discurrían entre la espesura del bosque brillaban como listones de oro líquido cuando el sol los tocaba cada mañana, el cielo poseía un color azul puro por las tardes; las cimas de las montañas siempre estaban espolvoreadas de nieve y durante las noches las estrellas brillaban con tal intensidad que daban la impresión de poder ser alcanzadas con sólo estirar los dedos. Atesoraba cada uno de los momentos que había vivido ahí junto a Kanrath, tanto como adoraba sentir esa tierna esperanza creciendo dentro de su cuerpo. Su hijo se había convertido en su única motivación para seguir con vida.

 

¿Su vientre creció un poco o era él quien adelgazó demasiado? No había probado bocado ni bebido nada, tampoco lo necesitaba: de la comida sólo obtenía suficiente energía para utilizar magia y la bebida era más bien una costumbre; él era un ángel, un ser inmortal, no moriría de inanición y la sensación de tener el estómago vacío pronto pasaría, sólo era cuestión de tiempo. En cambio no podía decir lo mismo del niño, él sí que necesitaba alimentarse con urgencia; había comenzado a consumirlo muy lentamente a falta de un sustento constante. También utilizó una parte de sus poderes al sanarse el ala rota y cada día estaba más débil, sin embargo, aquello no tenía remedio. Las bestias invadieron el castillo a las pocas horas de que encontrara refugio ahí y cada vez los escuchaba acercarse más; chillaban, gruñían y bramaban al pie de la escalera, se acercaban y con ello disminuían sus posibilidades de descansar aunque fuera un poco. El horror, aunado a una terrible impotencia, simplemente lo atormentaba. No existía un lugar en ese mundo para él o su hijo; se hizo un ovillo en la cama, abrazando su vientre sin poder detener el temblor de su cuerpo.

 

Fue en una noche sin luna cuando apareció en el corazón del bosque sembrando el terror entre las criaturas que lo rodeaban. Las hizo desaparecer con el destello que abandonó su cuerpo. De inmediato, sus almas convertidas en hermosos haces de luz se dirigieron hacia él, pero las rechazó con el movimiento de una mano. —Son demasiado asquerosas —dijo con desdén. Avanzó hasta el castillo, formando la barrera nuevamente. Sus cabellos platinados, tan largos como él, acariciaban el aire con cada paso, tras ellos se mecía la noche aterciopelada. Anduvo como una sombra hasta la entrada derruida del castillo. Se detuvo a escudriñar el lugar con detenimiento. El salón principal era ruinas, el mármol un reguero de sangre salpicado de cuerpos deformes destazados y la escena se tornaba cada vez más atroz conforme iba adentrándose. Aunque no quedaba rastro de la sobriedad característica de Kanrath, ese ambiente caótico le recordó al que hasta hace poco fuese un querido amigo. Su muerte fue inevitable, algo previsto que iba de la mano con la naturaleza propia de su origen. Kanrath fue moldeado gracias a la hechicería más oscura y la ambición, no poseía un alma sino que su creador sacrificó una cantidad abominable de almas inocentes para formar una sola, definitiva, feroz, terrible. Kanrath nació del sufrimiento por lo que no era capaz de sentir dolor, a Kanrath lo criaron con desprecio y lo alimentaron con odio, fue un hijo del terror por lo que se convirtió en un demonio formidable. Sin embargo, Kanrath nunca estuvo más alejado de ser perfecto; lo efímero de su vida fue una prueba fehaciente de ello. Cuando el amasijo de almas que le permitían vivir se extinguió, él también lo hizo. Zarek encontró muy pronto lo que estaba buscando. Colocó una mano sobre la perilla, sus garras emitieron un fulgor carmesí cuando la giró. La puerta crujió al abrirse.

 

Lo devolvió a la realidad el sonido de la puerta. Se tensó en su lugar y aunque el miedo le cortaba la respiración terminó por incorporarse. Un mareo le recordó lo débil que se encontraba; había pasado todo ese tiempo en la misma posición, demasiado asustado como para atreverse a cerrar los ojos a sabiendas de que en las estancias más cercanas aguardaban esas monstruosas criaturas, sólo dormía durante un par de horas cuando el llanto lo dejaba agotado. Estaba entumecido y no podía huir. Pasó una mano por su vientre, ahí encontró fuerzas, en la tibieza bajo su piel, con esfuerzo se ocultó en un rincón oscuro de aquella habitación, rogándole a Dios porque ocurriera un milagro.

 

La alfombra amortiguó el sonido de sus botas, mientras caminaba las llamas se encendían y bailaban en lo más alto de la estancia. Aunque no pudiera verlo sabía perfectamente dónde se escondía el ángel. Echó un vistazo a sus alrededores. Las paredes eran adornadas por mosaicos en color crema y oro, cada uno poseía su propio diseño, se trataba de piezas independientes, distintas del resto pero que en conjunto armonizaban a la perfección, convirtiendo la habitación en un jardín de flores. El techo era una cúpula en cruz que se alzaba sobre su cabeza, sobre un fondo negro estaban incrustadas turmalinas amarillas, diamantes y zafiros que brillaban como la luz de mil estrellas. Se detuvo delante de un cofre, se trataba de una pieza sencilla, sin grabados ni color, por su tamaño diminuto cualquiera lo hubiera tomado por un objeto insignificante. Levantó la tapa y lo encontró arrinconado. —Segen. —Se acercó a él.

 

Por más que abrazara su cuerpo no podía parar de temblar. Conforme escuchaba el andar amortiguado, pesado, aproximándose a su nuevo refugio se estremecía a tal punto que llegó a pensar que era el castañeo de sus dientes lo que atraía a aquella criatura, así que terminó por morderse la lengua. Contuvo la respiración cuando se detuvo frente a él, su corazón latía con tanta fuerza que lo lastimaba. Iba a morir, lo sabía. Se abrazó a sí mismo, volvió a convertirse en un ovillo sollozante y ciego cuando la luz se derramó dentro del baúl. Con el cuerpo pegado a la madera, acariciándose el vientre, las lágrimas le quemaron las mejillas. No tenía fuerzas para gritar, tampoco tenía sentido. Esperó un chillido feroz que le congelara el alma, esperó a que el dolor lo partiera por la mitad, esperó en otra vida reunirse con Kanrath… en respuesta sólo escuchó una voz. Reconoció ese sonido, tan claro como tranquilizador, que de inmediato esparció serenidad por todo su ser. Lo miró incrédulo cuando levantó el rostro.

 

La apariencia que el ángel daba de sí mismo era lamentable. Lucía aún más frágil de lo que ya era, la piel se le pegaba a los huesos y había adquirido una tonalidad ceniza que suponía tenía su origen en el enclaustro vivido durante los últimos meses. Usaba una túnica raída, sucia —en otro tiempo fue de un color más claro, aunque no supo descifrar cuál—, con jirones negros sobre la espalda que despedían un olor repulsivo. Le costó reconocer el tierno rostro infantil de Segen en esa criatura de mejillas hundidas, labios resecos y cabello quebradizo como el cobre corroído, pero sus ojos, del mismo color que las aguas de un tranquilo río, eran inconfundibles. Su mirada estaba llena de nerviosismo y desvelo, no era para menos dada su condición; lo veía protegerse el vientre abultado desesperadamente. —Ven —indicó extendiendo una mano hacia él.

 

Su cuerpo agarrotado tardó un momento en responderle, los dedos le temblaron cuando rozó la piel cálida del demonio y, sin más, rompió en llanto. Lloraba de alivio y de dolor, por fin el nudo que le estrangulaba el corazón había cedido un poco, brindándole una bocanada de felicidad. Zarek le había ayudado a levantarse, para Segen era más fácil encontrar refugio en sus brazos que mantenerse en pie por su cuenta, al notarlo, Zarek rodeó su cintura y lo levantó del suelo, manteniéndolo con cuidado cerca de su pecho. —Vámonos —le dijo sin esperar una respuesta; los dos se desvanecieron al instante.

 

Sin mayor anuncio que una ligera bruma esparciéndose por sus ropas, aparecieron en un corredor iluminado por un fuego inextinguible que reposaba en la nada. A Segen el corazón se le encogió de pena, la tristeza le inundó el alma; los recuerdos que había vivido junto a Kanrath quedarían por siempre resguardados en aquella habitación, así como perdurarían intactos en su memoria. Más que nunca sintió el peso de su pérdida. Se hubiera derrumbado ahí mismo de no ser porque Zarek lo cargaba. Entre sus brazos cálidos lloró abiertamente, dejó escapar la angustia tan grande que venía atormentándolo desde hacía meses. Él se limitó a estrecharlo todo el tiempo que lo necesitara, cuando terminó lo dejó en el suelo con cuidado.

 

—¿Estás herido?

 

Se aferró a la gabardina negra de Zarek, lo miró al escuchar llamarlo con aquella voz serena que lo tranquilizaba; aún tenía las mejillas cubiertas de lágrimas pero negó en silencio. Pese a la herida de su ala, no podía decir que se encontrase lastimado, lo que más resentía era la fatiga. Las piernas le temblaban mientras jadeaba exhausto. Un brazo le rodeó la cintura y Zarek volvió a cargar con él, cruzó la estancia y el salón principal, luego cortó hacia la derecha por un pasillo largo, subió por una escalera a la izquierda y de nuevo a la derecha. Anduvo por un corredor espacioso y se detuvo en la última habitación. La chimenea desprendía un calor acogedor que los recibió al entrar; Zarek lo dejó descansando sobre la cama. —Espera un momento —le dijo al salir del lugar.

 

Era la primera vez en mucho tiempo que se sentía así de seguro, la presencia de aquellas criaturas monstruosas aunada a el sonido hórrido que emitían —aún esperaba escuchar un chillido o pisadas rondando fuera de la puerta— eran más que suficientes para helarle la sangre. Ahora descansaba sobre un lecho cómodo, la tibieza del fuego le acariciaba la piel, secaba sus lágrimas y le trasmitía paz. La habitación también era muy acogedora: él descansaba sobre cojines que le ayudaban a mantenerse sentado a medias, Zarek lo había cubierto con sábanas blancas de satén cuya sencilla línea de bordado azul en el reborde realzaba su elegancia, la sobrecama tenía el mismo diseño, aunque en colores invertidos; los muebles estaban tallados en madera blanca, fragante; un tapiz muy fino cubría las paredes con un patrón intrincado en blanco y plata. El dosel no le dejaba ver más allá, donde el viento mecía las cortinas grises de terciopelo. Se llevó las manos pálidas hasta el vientre para acariciarlo, lo sintió suave y sonrió. Segen se esforzó por mantenerse despierto tal cual le había pedido Zarek, sin embargo, sus ojos amenazaban con cerrarse en cualquier momento.

 

—No te duermas —Lo miró cabecear, pero el ángel no parecía haberse dado cuenta del momento en que llegó ahí. Había rebuscado en los estantes de su habitación para por fin poder entregarle una pequeña botella—. Bebe, te sentirás mejor... y el pequeño también. —El contenido se agitó, desprendiendo un brillo dorado. El vidrio estaba frío cuando Segen lo tomó entre sus manos temblorosas. Sólo necesitó la última indicación de Zarek para terminar de despejarse, la llevó a su boca y bebió de un tirón—. Gracias.

 

El demonio tomó el frasquito vacío de entre sus manos y con un poco de ayuda pudo recostarlo sobre los cojines —Descansa —le dijo esperando a que durmiera. Lo miró hacerse un ovillo, parecía estar demasiado acostumbrado a esa posición, vio cómo el dolor le ensombreció el rostro—. Kanrath... —Al susurrar su nombre sus ojos azules se llenaron de lágrimas nuevamente, no pasó mucho tiempo antes de que el cansancio lo venciera, fue entonces que Zarek abandonó la habitación en silencio.

 

Durmió profundamente, por primera vez en mucho tiempo, durante tres días con sus noches. Resentía tanto el cansancio, la tristeza y el miedo constante que no despertó hasta el cuarto día, después de pasada la mañana. Entreabrió los ojos y no pudo evitar temblar aterrado al descubrir ese sitio completamente desconocido; tuvo que pasar angustiado un minuto entero antes de que recordara cómo había llegado ahí. De a poco recuperó la compostura y se dejó envolver por esa sensación de seguridad que toda la habitación desprendía. Bajó la mirada al sentir el estómago vacío, se encontró vistiendo una bata lisa de algodón blanco, estaba seguro de que Zarek había dispuesto de sus ropas mientras dormía; turbado, hizo un intento por incorporarse pero su cuerpo se negó a ello. Tal parecía que la poción le había ayudado a recuperar sus energías pero aún seguía estando demasiado débil.

 

No pasó mucho tiempo antes de que Zarek volviera a acompañarlo. Cuando regresó llevaba consigo una bandeja con comida, algo ligero: huevos cocidos, una hogaza de pan recién horneado y sopa; como postre, rodajas de naranja, trocitos de duraznos sin piel y un tazón de miel y hojuelas para acompañarlos. Se acercó sin hacer ruido, colocó una mesa pequeñita encima del regazo de Segen junto con su desayuno.

 

—Come.

 

Siguió con la mirada cada uno de sus movimientos: él se desenvolvía con natural elegancia, la mesura delicada de cada uno de sus gestos era hipnotizante, como si pasar por alto a Zarek fuese imposible; lo contempló con sus grandes ojos azules hasta que el delicioso aroma de la comida atrajo toda su atención. Miró con detenimiento la bandeja y su estómago rugió con fuerza, haciéndolo avergonzarse de sí mismo. —Gra... Gracias —dijo comenzando a pelar un huevo. Dejó que sus lágrimas rodaran por sus mejillas al pasarse el primer bocado —... Gra... cias... gra... cias... —repetía sin dejar de sollozar.

 

—¿Conseguiste descansar? —Zarek había tomado asiento a su derecha, sobre un sofá pulido en plata, cuyo recubrimiento de oro blanco y marfil hacían destacar su figura; usaba un abrigo de terciopelo negro bordado con hilos de plata en los puños, un patrón sencillo que se intercalaba con aplicaciones de diamantes pequeñísimos, una fresca camisa de lino claro, pantalones oscuros y botas de cuero negro que llegaban hasta sus rodillas. El negro resaltaba el carmín de sus ojos.

 

Segen asintió sin dejar de comer. Cada bocado le resultaba más delicioso que el anterior, la fruta era la más dulce que hubiese probado nunca y la sopa caliente lo reconfortaba por dentro, en el pecho. Muy pronto terminó con la comida, quedó satisfecho y tranquilo, dos cosas que no había sentido en días. Se pensó incapaz de poder compensar un gesto tan amable como ése.

 

—¿Deseas un poco más?

 

—Con esto es suficiente, pero no sabes cómo te lo agradezco —murmuró devolviéndole un gesto sereno mientras limpiaba su rostro; el llanto era renuente, no lo abandonaba, aunque se encontrara feliz—. Nunca podré agradecerte lo que has hecho... tú... tú… nos salvaste. —Llevó sus manos al vientre, sintiendo el calor que anidaba bajo sus ropas—. Te debo nuestras vidas, Zarek. —Inclinó la cabeza, intentando recuperar la calma.

 

—Segen, ¿tienes algún otro lugar a donde ir?, ¿otro que no sea aquí en el Infierno?

 

Esa pregunta le atravesó el corazón, sintió nuevamente el dolor de la soledad y negó muy despacio. —Mi único hogar ha sido el que tuve al lado de Kanrath... —susurró sin poder evitar que su voz se quebrara, el cuerpo menudo se estremecía presa del llanto.

 

—Ya veo —dijo mirándole llorar—. Te quedarás aquí entonces.

 

Entre los sollozos pudo escuchar aquella afirmación y sintió cómo Zarek, con sus palabras, era capaz de aminorar la pena tan grande que habitaba en su alma —¿Cómo es posible? —murmuró sin poder comprender aquello—. ¿Por qué? ... ¿por qué me ayudas de esta manera? —Con cada palabra el cuerpecillo menudo del ángel se estremecía de dolor.

 

—¿Acaso no deseas mi ayuda?

 

Tembló apresurándose a negar. —Perdóname si te he ofendido, agradezco tu amabilidad, pero... no hay nada que yo pueda ofrecerte a cambio de lo que estás haciendo.

 

—No necesito nada de ti.

 

Esa sensación de alivio y tranquilidad le resultaba abrumadora. Miró un segundo a Zarek y se encontró con sus ojos rojos, le transmitían tanta seguridad que se sintió sobrecogido por ellos; no pudo más y bajó avergonzado la cabeza. No dudaría más de sus intenciones. —Gracias... I-Intentaré no ser una carga o una molestia —dijo sin poder evitar derramar unas lágrimas más de agradecimiento al decir aquello. Con sus manos se cubrió el vientre y lo sintió cálido.

 

—Puedes descansar un poco más, lo necesitas —Retiró la bandeja de porcelana vacía, antes de cruzar el umbral de la puerta se volvió para darle una última indicación—. Vendré por ti a la hora de la cena.

 

Asintió y obedeció a las palabras del demonio, recostándose con cuidado sobre la cama; él tenía razón, su cuerpo aún resentía el poco descanso y la angustia vividos en días pasados. Pronto sus ojos fueron pareciéndole cada vez más pesados hasta que terminaron por cerrarse —Kanrath... —suspiró antes de volver a quedarse dormido.

 

Zarek caminó por el corredor hasta su propio dormitorio, una vez dentro se desnudó para lavarse el cuerpo. El color níveo, casi delicado, de su piel contrastaba con una complexión muscular bien definida: espalda ancha, brazos y piernas fuertes, un pecho torneado, lampiño, sobre el que habían descansado innumerables amantes; también era más alto que la mayoría de los hombres. A pesar de que gran parte de las criaturas sobrenaturales poseían una belleza extraordinaria, la de Zarek destacaba de entre todas por el aura de magnificencia que irradiaba, luminosidad con la que atraía a sus víctimas.

 

El baño era una caldea que se extendía por todo lo largo de la estancia, en sus cuatro esquinas gruesos pilares de mármol ascendían en forma espiral para terminar inclinados sobre la superficie vaporosa y desde ahí vertían un grueso chorro de agua caliente; el suelo era una lámina de oro fundido delimitado por vetas de marfil negro de dragón; en las paredes recubiertas de un fino papel tapiz color crema se encontraban incrustados todo tipo de diamantes y colgaban ornamentados espejos de bronce, los ventanales de cristal estaban pulidos de manera tal que daban la apariencia de ser invisibles. A Zarek se le enrojecieron los labios cuando entró en el agua, por fin pudo cerrar los ojos al recostarse en los escalones. Sus cabellos se extendieron como un manto de plata alrededor suyo, enmarcaron su delicado rostro que parecía tallado con todo el cuidado y finura posibles, poco después, un suspiro abandonó sus labios húmedos cuando se quedó dormido.

Notas finales:

Continuará...

 

¡Gracias por leer!

 

¡Si te gustó, no te olvides de comentar, perrito!

 

*La frase de Stendhal seguramente es apócrifa, da igual, porque queda muy mona ahí.


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