Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Partes de un Libro por clumsykitty

[Reviews - 14]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Título: PARTES DE UN LIBRO

Autora: Clumsykitty

Fandom: MCU – AU (universo alterno)

Pareja: Stony

Derechos: Ja.

Advertencias: es un universo alterno, situado en años de la Segunda Guerra Mundial. No existe nada de Capitán América ni súper suero. Cero poderes o armaduras. Esta historia pertenece al #StonyFictime del grupo Multiuniverse Stony, eligiendo como temática el de bibliotecario, ávido lector, como punto de partida.

 

Gracias por leerme.

&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&

 

 

PARTES DE UN LIBRO

Lomo

 

Verano 1941

 

-Tienes una muy mala percepción del autor, Steven.

-Escuché que varios críticos así opinan.

-Los críticos dicen lo que su frustración les dicta, no pueden entender a un hombre que vivió hace más de cuatro siglos.

-Pero los gobernantes de ahora siguen tomando en cuenta sus enseñanzas.

-El Príncipe no es un libro de enseñanzas. Es una crítica al poder.

-Como usted diga, experto bibliotecario.

-¿Estás dándome por mi lado?

-No, te alabo.

Anthony rió, rodando sus ojos pero dejando que Steven recorriera con besos su mandíbula antes de escaparse de sus brazos, levantándose de la cama para robar algo de la fruta dejada en la bandeja del desayuno.

-Deberías leer algo de literatura hispánica. Te gustará.

-Conozco muy poco, a decir verdad. ¿En Brooklyn tienen contacto con varias de esas bibliotecas, cierto?

-Nos costó muchas llamadas y algunos regalos de por medio pero lo conseguimos.

-¿Qué me recomendarías? –Steven se estiró en la cama, cruzando sus brazos detrás de su cabeza, con una expresión complacida.

-El Periquillo Sarmiento, te encantará. Ya que tanto admiras a héroes, quizá Martín Fierro.

-¿Los leerás para mí? –preguntó coqueto el rubio.

-No –fue la divertida réplica.

-Anthony…

Éste sonrió travieso, comiendo todavía un pedazo de fruta entre sus labios al volver junto a Steven quien bajó sus brazos para atraerle hacia él, besando su frente al tiempo que cepillaba sus cabellos castaños con reverencia.

-¿Qué hay de los poetas?

-¿Quieres una poesía?

-Seguro que sabes alguna.

Consentido de esa manera, Anthony recitó un trozo de un poema.

No pidas paz a mis brazos
que a los tuyos tienen presos:
son de guerra mis abrazos
y son de incendio mis besos;
y sería vano intento
el tornar mi mente obscura
si me enciende el pensamiento
la locura.


Steve sonrió, buscando sus labios que probó con tranquilidad. -¿Quién?

-Rubén Darío. Que el amor no admite cuerdas reflexiones.

-Muy de acuerdo.

-Detén eso.

Se besaron de nuevo, sin prisas, sobre aquella cama descompuesta en un hotel de Los Ángeles. Habían aprovechado que Anthony había conseguido el contacto para la hemeroteca y que su jefe le había dado permiso para viajar a la biblioteca de California en busca de terminar con los acuerdos y tener más complementos para la de Brooklyn. Era fascinante como una obra clásica la manera en que habían llegado tan lejos en su relación, de roces discretos a veces tímidos a esos momentos de intimidad propia de los buenos amantes. Anthony llegaba a tener esos momentos de inseguridad una que otra vez pero Steven había sido increíblemente cariñoso con él, ganándose su confianza como alimentando su propia estima. Por ello había ganado ese viaje ante su inflexible jefe, estaba más seguro de lo que hacía y la manera en que lo hacía.

-¿Has pensado sobre lo que hablamos, Anthony?

-Sí –suspiró éste, recostando su cabeza sobre el pecho cubierto por una suave tela de pijama del rubio- Es buena idea.

-Quiero un lugar donde nadie nos moleste, estemos en paz.

-¿Abraham está de acuerdo?

-Él fue quien me lo sugirió.

-Oh –el castaño se sonrojó ante el pensamiento.

-Anthony –una mano buscó el mentón de éste que acarició distraídamente- Sabes bien que él te estima.

-Que me amenace con esconder mi cadáver en tu jardín privado no es precisamente lo que llamaríamos una ofrenda de amistad.

-Me cuida, siempre lo ha hecho, esa vez solamente estaba afirmando su lealtad.

-Señor, sí, señor.

-¿Entonces? No evadas el tema.

-De acuerdo, señor millonario. Dejaré mi empleo de años por un trabajo desconocido en la Biblioteca Pública de San Francisco para soportarte el resto de mi vida.

-¿Y…?

-¡Steven!

-Dilo.

-Haré ese maldito examen.

-No maldigas.

-Estamos en 1941, puedo maldecir cuanto quiera.

Steve quería mudar la oficina de su corporación hacia San Francisco donde habían investigado podían tener más tolerancia a su relación, menos preguntas y más tranquilidad. No era que al rubio le perturbara en lo más mínimo la opinión de los demás pero sí que atacaran a Anthony quien le veía como un celoso posesivo por lo mismo, más agradecía aquella protección aunque le preocupaba aquel cambio no por su empleo sino por la enorme decisión que implicaba. Una cosa era que las mujeres comenzaran a usar faldas más cortas y trajes de baño más pegados, y otra muy distinta que las relaciones del mismo género fuesen aceptadas como las noticias de la guerra. Quizá ya hubiera cine a todo color con bandas sonoras, teléfonos o empezaran a conocer el universo microscópico de los átomos pero la sociedad no era tan abierta a temas incómodos por no decir tabú. Era una jugada peligrosa para Steve, el castaño no quería exponerle, ya le amaba demasiado para hacerle daño.

-De nuevo te pierdo en esa mente inquieta.

-Lo siento.

-Deja de preocuparte por lo que no ha sucedido, señor futurista.

-Hey, hay que tener prospectiva.

-Pero más sentido del presente, amor mío.

Regresaron días más tarde, luego de que Steven le consintiera una vez más con regalos que Anthony ya no sabía dónde cabrían en su pequeño departamento que se había llenado de color gracias a esas muestras de afecto. El rubio iba a ausentarse una larga temporada, negocios y asuntos que atender de manera urgente que el otro no importunó con preguntas, sabía que tenía pendientes. Dado que la biblioteca ya estaba terminada, que las lecturas privadas se hubieran detenido no le causó problemas. Mientras tanto, tenía mucho qué hacer, ordenando el nuevo catálogo de obras, peleando con los jóvenes asistentes que no tenían idea de la importancia del cuidado de los libros y la vigilancia del orden dentro de la biblioteca, especialmente la sección de la hemeroteca por los periódicos y revistas con el tema de la guerra. Alemania ya tocaba África y en un movimiento temerario, el suelo soviético. Países de Europa Oriental se adherían al Eje mientras que en Latinoamérica las cosas no eran mejores.

Con tal situación era claro que hombres con negocios multimillonarios como Steven debían tomar las medidas precautorias ya que se rumoraba tanto en las calles como en la radio y la televisión sobre la probabilidad de una invasión alemana, un ataque en la costa del Pacífico por parte de los japoneses. Eran tiempos muy tensos. Lobos de las finanzas seguramente querían un trozo del patrimonio Rogers pero Anthony estaba confiado en las habilidades y voluntad de hierro del rubio para salir airoso de aquellos lances. Siempre de forma discreta, leía en los periódicos alguna noticia relativa a Steven, asegurándose de que seguía vivo o que no había viajado a Europa como le mencionó en broma una vez. El exilio de los judíos estaba siendo cosa seria, algo estaba sucediendo en el Viejo Mundo que no le gustaba, gitanos y otros grupos minoritarios también dejaban sus hogares en la búsqueda de paz.

Ya no podían tener más tirajes europeos, los periódicos habían dejado de imprimir, al menos aquellos que informaban de la guerra de primera voz. En la radio, las cosas no eran mejores. Lo único entretenido era la televisión con sus deportes, programas familiares y espectáculos que le seguían los pasos al cine del recién construido Hollywood. Un día, Anthony escuchó el nombre de Steven en la radio, como uno de los jóvenes neoyorkinos que apoyaba al presidente Roosevelt en la resolución expedita del conflicto, noticia que le hizo sonreír mientras se vestía para ir a una jornada más de trabajo. Estados Unidos seguía con un apoyo discreto de arsenal y víveres al Reino Unido, muchos alegaban que era ya una muestra de apoyo mientras que otros que seguía siendo un acto neutral pues fuerzas armadas no habían pisado tierra alemana. Jugadas políticas. El castaño salió a paso alegre hacia la biblioteca, saludando a Rhodey de paso antes de echar a correr para alcanzar el autobús.

En la parada, le llamó la atención de un grupo de personas alrededor de un puesto de periódicos. Con los movimientos de Alemania en contra de la Unión Soviética y la merma en las fuerzas británicas, Estados Unidos consideraba armar buques con el fin de repeler los submarinos nazis de moverse a aguas internacionales. La tensión crecía y las charlas con Japón tampoco eran buenas, todos estaban comprando los diarios para informarse mejor. Anthony esperó su turno para leer los titulares, no necesitaba comprarlos porque seguramente la biblioteca ya había recibido los suyos, pero quiso adelantarse un poco del material. Detrás de tres jovencitas, su mirada cayó en la sección que una de ellas abrió, dejando a un lado la guerra para deleitarse con fotografías de la crema y nata de la sociedad neoyorkina. Una de esas fotos era de Steven. El castaño pidió de inmediato aquel periódico para leerlo camino a su trabajo, no iba a esperar más.

Varias emociones cruzaron por su rostro, quedándose a mitad de la acera con el diario entre sus manos temblorosas. Rabia, desconcierto, temor, angustia… Rogers había viajado a Europa contra lo que le había recomendado, pero según el reportaje, para traer de vuelta a su gran amigo de toda la vida, James Buchanan Barnes, quien aparentemente se había visto envuelto en una de las redadas nazis cercanas a la Francia de la resistencia donde ayudaba en labores con la Cruz Roja Internacional. La foto era en un lobby de los exclusivos hoteles de Manhattan donde además se había reunido con la hermosa Margaret Carter, a los ojos de la prensa, su interés romántico. Hubo cosas que Anthony comprendía porque el rubio se las había explicado en aquel hotel en California, pero otras escapaban a su comprensión. Y la charla de aquellas tres jovencitas que pasaron a su lado solamente vino a empeorar su naciente turbación.

-… seguramente se van a casar, por eso es que se reunieron…

-… él siempre deja claro cuando algo es serio al presentarse así…

-… las citas al otro lado de la costa son el entremés…

-… seguro la boda es en diciembre como la de sus padres…

No había muchas maneras de comunicarse, y Anthony estaba consciente que tampoco sería un adolescente persiguiendo a Steven. Confiaba en él, tenía que. Pero todo esto le estaba causando una crisis como nunca antes, estrujando el periódico al retomar sus pasos, más lentos hacia la biblioteca. Apenas si saludó a Malcom o a Bertie. ¿Qué si solamente había sido el intermedio antes de sentar cabeza? ¿Dónde quedaba lo de San Francisco? ¿Iba a ser como las chicas lo mencionaron, un entremés? ¿Un amante casual? Fue directo a su pequeña pero nueva oficina, dejando el maltratado diario sobre su escritorio siempre desordenado con pilas de libros alrededor. Le inquietaba la foto, la manera en que el joven millonario abrazaba a la Señorita Carter, como ella se inclinaba en su hombro. Se veían felices, sus sonrisas así lo declaraban, igual que las del joven Barnes, con un pulgar arriba en símbolo de victoria.

Su memoria le hizo recordar la llamada en Navidad, la forma en que Steven siempre había evadido hablar de Margaret Carter cuando estaba con él. Ciertas cosas parecían tener sentido, otras dejaban de tenerlo. Debió perderse bastante tiempo en sus pensamientos que Lafayette fue a verle, cerrando la puerta tras de sí y dejando una taza de café caliente frente a él, momento en que levantó su mirada. La mujer frunció su ceño, acariciando sus cabellos antes de jalar una silla y quedar a su lado, palmeando su muslo en el típico gesto suyo que reclamaba le contara sus más íntimos secretos. Anthony intentó sonreírle pero falló, comenzando a llorar frente a ella, cubriendo su rostro con sus manos ante la vergüenza. Lafayette chasqueó su lengua, abrazándole con la ternura propia de una madre como ella, calmándole hasta que le sintió más tranquilo, sacando su blanco pañuelo almidonado para limpiar su rostro.

-Por el Dios en las alturas que nos vigila, ¿qué te ha sucedido?

-Lo siento… es que…

-No me vengas con mentiras, señor bibliotecario –le cortó la mujer, levantando un dedo acusador- Que no seré tan inteligente como tú pero sé cuando quieres desviar el tema. ¿Qué pasa? ¿Es por ese dandi que dejó de venir?

Anthony abrió sus ojos de par en par, alarmado. Lafayette arqueó una ceja, seria.

-Sabrá esta negra que sí es, mira que te conozco desde antes de entrar a trabajar aquí por tu recomendación. Cuando visitabas a mi Rhodey. Y desde aquel entonces siempre te vi serio, andando callado de aquí para allá. Llegó ese rubio rico y comenzaste a sonreír de una forma que jamás te había visto, Anthony, que el Padre en los Cielos es mi testigo de lo feliz que me sentí por ti.

-Lafayette… no, confundes…

-¿Confundir? Ni que fuera yo la Francia nazi, querido. Mentir es pecado, señor bibliotecario y esta mujer humilde no está juzgándote, que el amor no tiene rostros, si eso te anda robando la sangre del rostro. De todos modos no me interesa, me preocupan ahora estas lágrimas tuyas.

-Lo siento.

-¿Ah? Santa Virgen María, ¿y por qué? Que si fue el condenado riquillo, tengo dos que tres palabras que decirle, sus dólares no me asustan.

-Es mejor así.

-¿Qué es mejor, eh? Dime qué ha sucedido, porque no estoy dispuesta a verte así cuando ayer todavía sonreías como el sol cuando le acompaña el arcoíris.

Con un suspiro resignado, el castaño le tendió el periódico, haciéndole una breve reseña de lo que había pasado entre ellos. El rostro le ardió al contar algo así a una mujer como Lafayette pero ella pareció de lo menos perturbada, escuchando atenta, palmeando su hombro o acariciando su mejilla.

-Ya me lo sospechaba. Que Jesús resucitado me libre de soltarle unas cuantas frescas.

-No es su culpa.

-Eso estamos por averiguarlo.

-¿Lafayette?

-¿Qué? ¿No es lo más lógico? –ella se puso de pie- En estos precisos momentos tú y yo vamos a ir a ver ese dandi presuntuoso. Le vas a preguntar directo qué se trae entre manos, pero no vas a llorar por él que nadie merece tus lágrimas por más guapo que esté.

Anthony no pudo evitar reír, confundido y algo asustado. -¿No hablas en serio, o sí?

-¿Estoy riéndome?

-No podemos salir así del trabajo.

-Yo hablaré con el jefe después. Toma tus cosas que vamos a Manhattan.

Cuando Lafayette se proponía algo, era peor que la Blitzkrieg alemana. Anthony no tuvo más remedio que salir con ella del brazo, tomando un autobús para Manhattan sintiendo que el corazón le golpeaba el pecho con fuerza. Jamás se había parado en las oficinas de Steven, más por temor a cometer una indiscreción que otro motivo. El rubio jamás le mencionó que estuviera prohibido hacerlo pero tampoco le escuchó una invitación formal. Cosas de mantener oculta su relación. Miró a su compañera, de mentón en alto y muy resuelta a aclarar las cosas.

-Eres una gran amiga, Lafayette.

-Me debes una cena de Acción de Gracias.

-Todas las que quieras.

Los discretos pero austeros edificios de Brooklyn se convirtieron en elegantes construcciones y edificaciones clásicas del exclusivo Manhattan. Caminaron un tramo por las calles del barrio financiero donde se localizaban los pisos correspondientes a las Corporaciones Rogers. Era una fachada de color azul con ventanas de herrería blanca y una alfombra de bienvenida en color rojo. Hombres en trajes caros con sombreros nuevos entraban con portafolios en mano. Todos ahí iban muy bien vestidos, ellos dos desentonaban a todas luces pero eso tampoco le importó a Lafayette, quien se ajustó su velo sujeto en su adorno de flores en su peinado, jalando del brazo a un cohibido castaño que iba perdiendo valor conforme se acercaban a las puertas de vidrio que un portero abrió para ellos no sin mirarles con curiosidad.

-Lafayette –susurró discreto, entrando al lobby directo a la recepción- ¿Y qué se supone qué vamos a decir? Esto es una locura.

-Pues sí en verdad eres importante para él, tu solo nombre hará la magia.

-Es el peor plan desde la invasión de Napoleón a Rusia en invierno.

-Probemos, señor bibliotecario.

La recepcionista, una mujer madura de cabellos rubios casi blancos peinados elegantes, con un maquillaje impecable como su traje, arqueó una ceja al verles acercarse a su barra, bajando apenas sus lentes de armazón grueso negro.

-¿Puedo ayudarles en algo?

-Puede, señorita –habló Lafayette sin un ápice de duda- Queremos ver al Señor Steven Gran Rogers si fuese tan amable.

-¿Disculpe? –la recepcionista no dio crédito a sus oídos.

-Haga lo que tenga que hacer, pero dígale que Anthony Edward Stark desea verlo de inmediato.

Anthony apretó una sonrisa, con su sombrero a nada de terminar aplastado de los nervios contra su pecho. Probablemente por la mirada amenazante de Lafayette, el titubeo de la recepcionista al fin le llevó a levantarse, buscando uno de los nuevos teléfonos que marcó, observándoles por encima del hombro mientras hablaba con alguien más del otro lado de la línea. El castaño intercambió una mirada con su amiga que palmeó su brazo, ignorando las miradas del resto en el lobby quienes seguramente se preguntaban que hacía un par tan disparejo como ellos en uno de los edificios financieros más solicitados de la Costa Este de los Estados Unidos. Para sorpresa de ambos, la recepcionista volvió con una expresión de incredulidad bien disfrazada de desdén al señalarles el ascensor a tomar.

-Último piso.

Ninguno de los dos había entrado a una cosa de ésas, así que tuvieron que pedir ayuda a uno de los empleados. Lafayette estuvo a nada de maldecir en su conocido acento de Brooklyn cuando el ascensor se movió. El castaño, por su parte, simplemente se limitó a hacer conjeturas sobre el mecanismo de aquella innovación tecnológica, aunque no se movió ni un centímetro de su lugar hasta que las puertas se abrieron, dejándoles pasar a un piso de lo más callado pero increíblemente elegante. Como la mansión Rogers, pensó Anthony de inmediato al reconocer cierto estilo decorativo en el ancho pasillo que les llevó con una secretaria de avanzada edad pero con una mirada fiera cuando les examinó de pies a cabeza, sin decirles nada más que indicándoles que le siguieran, abriendo una ancha puerta de madera hacia lo que debía ser la oficina principal.

Por supuesto que aquella oficina ocupaba la mayor parte del espacio, con una esquina de ventanales dejando pasar la luz de un mediodía citadino con una vista increíble. Había pocos muebles pero de buen gusto. Steven no se encontraba ahí, en su lugar estaba un hombre de sonrisa cordial, ojos azules y cabellos castaños oscuros, mismo que les sonrió, sentado en la esquina de un enorme escritorio perfectamente ordenado. Tanto Lafayette como Anthony se detuvieron en su camino, quedando a mitad de la oficina, desconcertados de no encontrar al rubio más esa persona que el castaño reconoció como el mismísimo Barnes, les tendió una mano cordial que estrechar al tiempo que se presentaba formalmente.

-James Buchanan Barnes, un gusto conocerles. Usted debe ser Anthony Stark, ¿cierto?

-Señor Barnes… sí, ella es mi amiga…

-Lafayette Rhodes –se presentó a sí misma la mujer- Esperábamos encontrar al Señor Rogers.

-Lo lamento, tenía un compromiso inevitable –James se volvió al castaño- Una comida con los Carter en su mansión.

Eso fue una cuchillada para Anthony pero resistió mostrar cualquier expresión.

-Entiendo.

-Justamente Steven estaba pensando en usted, Señor Stark. No me dijo que vendría, pero ahora que está aquí, las cosas son más fáciles.

-¿Fáciles?

Ese joven regresó al escritorio de donde recogió un sobre que tendió al castaño con una sonrisa cordial de quien está cumpliendo con su deber.

-Esto es para usted, de parte de Steven.

-¿Qué es? –Anthony lo tomó, notando que solamente tenía un papel dentro. Un cheque por una cantidad generosa.

-El pago por sus servicios, por supuesto, no tuvo tiempo de hacerlo cuando fue por mí a Europa. Me dijo que eso le ayudaría y daría por terminado lo que tenían pendiente. Como mencioné antes, Steven deseaba hacerlo pero yo me ofrecí en su lugar, aunque más bien pensaba buscarle en la biblioteca, se me hacía más sensato…

-Un momento, un momento –Lafayette le arrebató el sobre a un pálido Anthony- ¿Está diciéndome, Señor Barnes, que su amigo está pagándole al Señor Stark por todo? ¿Absolutamente todo?

-Creo que es lo justo, y así…

-¿Un cheque con un gracias?

-¿Debía ser algo más? –James frunció su ceño, mirándoles por turnos- Luego de los servicios ofrecidos por el Señor Stark, siempre debe haber una compensación monetaria. ¿La cantidad no es la correcta? Puedo hacer otro cheque si…

-No, déjelo así –rugió la mujer, estampando el sobre en el pecho de un desconcertado Barnes- Y dígale al Señor Rogers que no necesitamos sus limosnas. Brooklyn no será Manhattan pero tiene dignidad, cosa que parece que ustedes no conocen. Y que no se le ocurra pararse de nuevo en nuestra biblioteca porque va a perder más que su estilo de niño rico. Un cheque… vámonos, Anthony.

-Pero…

Lafayette estaba rabiosa, caminando aprisa y llevándose consigo a un Anthony que no sentía sus pasos. Así de fácil lo habían desechado. Se había visto más ingenuo que cualquiera de las chiquillas que vivían en su edificio al esperar a su prospecto en una esquina a media luz. Con la misma destreza usada para cerrar una transacción, así le habían tratado, un bien que pagar, un servicio que… un servicio. Eso era todo. El castaño sintió que los ojos le ardían pero su amiga le abrazó con fuerza en el ascensor, susurrándole que todo estaría bien, le llevaría a la casa Rhodes donde le cuidaría. Salieron a toda prisa, casi empujando a los ejecutivos que deseaban tomar el ascensor. Las calles de Manhattan se le antojaron de lo más hostiles a la pareja que permaneció en la orilla de la acera, tratando de recuperar la compostura, de mantenerse serenos.

Varios de los transeúntes comenzaron a murmurar algo y las personas fueron reuniéndose en grupos numerosos. Sucedía algo que ni siquiera en ese estado ellos pudieron ignorar, acercándose a uno de los grupos alrededor de un radio en un puesto de periódicos. El presidente Roosevelt hablaba en cadena nacional, Estados Unidos se consideraba atacado, entraría formalmente en el conflicto. Todos murmuraron entre sí las implicaciones de aquello, algunos echando a correr para ir a informar, esa noticia tendría consecuencias en todos los sentidos. Le habían declarado la guerra a Hitler. Anthony prestó atención por unos minutos pero luego se alejó, sintiéndose vacío y perdido, mirando una calle desconocida, autos Cadillac relucientes pero ajenos. Rostros que jamás había visto en su vida. Solo había sido un servicio para Steven. Nada más.

El aire comenzó a faltarle, sintiendo con mayor fuerza un aguijonazo en su brazo izquierdo que le hizo quejarse, llevando una mano a su hombro, llamando a Lafayette. Su sombrero cayó a la acera, haciendo que más personas se fijaran en él. Su amiga llegó a su lado, asustada al verle perder todo color en el rostro, jadeando pesadamente sin enfocar la vista en punto alguno. Todo comenzó a moverse rápidamente, a perder brillo. Tan débil y patético como su padre había dicho, ilusionado con algo que jamás iba a ser realidad, sirviendo de entretenimiento a quien ahora tendría una vida ideal con alguien seguramente mil veces mejor que él. Algo normal y no abominación. El dolor en su pecho se agudizó y cayó al suelo con el recuerdo de esa sonrisa, esos ojos azules que una vez le hicieron creer que era especial.

-¡ANTHONY! ¡ANTHONY! ¡UN MÉDICO! ¡ALGUIEN LLAME A UN MÉDICO!

 


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).