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Partes de un Libro por clumsykitty

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Título: PARTES DE UN LIBRO

Autora: Clumsykitty

Fandom: MCU – AU (universo alterno)

Pareja: Stony

Derechos: Ja.

Advertencias: es un universo alterno, situado en años de la Segunda Guerra Mundial. No existe nada de Capitán América ni súper suero. Cero poderes o armaduras. Esta historia pertenece al #StonyFictime del grupo Multiuniverse Stony, eligiendo como temática el de bibliotecario, ávido lector, como punto de partida.

 

Gracias por leerme.

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PARTES DE UN LIBRO

Pie

 

Invierno 1940

 

Los primeros copos de nieve caían sobre las calladas aceras de Brooklyn, la guerra encrudecía, Alemania nazi tenía a toda Europa en un puño y los Aliados estaban cayendo igual que moscas. Inglaterra ya no podría soportarlo más, Francia tampoco. Refugiados llegaban en barcos que apenas si podían dar cabida a tantos, algunos desesperando al no permitirles el descenso en las ansiadas costas americanas. Temor por espías. El poderío militar alemán apenas si era rechazado, la ayuda que Estados Unidos estaba prestando no era suficiente, necesitaban algo más pero los planes del Führer parecían ir dos pasos delante de los políticos, particularmente porque aún no existía esa cooperación plena, aún buscaban beneficios propios. Divide y vencerás, a Hitler se le estaba dando espectacularmente y ahora tenía el apoyo de España con el dictador Francisco Franco expresando su claro apoyo a las causas de los nazis.

-¿Qué piensas, Anthony?

El castaño tenía su propia guerra interna. Su adinerado lector –y escucha- le había sorprendido con un gusto muy bien cultivado en literatura, con unas ideas que muy pronto le soltaron a él la lengua cuando charlaban para comentar sobre el capítulo, parte, tomo o simplemente hacen una recopilación de lo sucedido. Anthony no habría querido dar sus comentarios pero fue inevitable, dándose un coscorrón mental por abrirse de esa manera a un perfecto desconocido, ricachón de Manhattan, quien seguramente le encontraría divertido igual que un payaso de circo. Pero no. Steven resultaba una persona comprensiva, muy resuelto eso sí, que sabía lo que quería cuando lo quería pero sin ser un altanero por ello. Y Anthony comenzaba a preguntarse su necesidad de estar buscando las sonrisas de aquel rubio cuando él daba sus opiniones, como si la aceptación del millonario fuese necesaria en su ordinaria y apagada vida.

-Termina 1940 y comenzará 1941 con la misma guerra.

-No podemos pelear por siempre.

-¿Olvidas la Guerra de los Cien Años?

-Me parece que no duró tanto.

-Pero fue larga.

-Como tu terquedad.

-¿Soy terco?

Steve rió una vez más y el invierno parecía menos duro para el castaño. No quería hacer comparaciones pero le pareció que su situación era bastante cercana a la de la joven Marianela con su Pablo. Esperaba no terminar igual que Ana Karenina porque más de un viajero del tren iba a maldecir su nombre por largo tiempo. Anthony sabía lo que le estaba ocurriendo pero se negaba a aceptarlo como en las buenas disociaciones del subconsciente que Freud afirmara. No era algo nuevo, si tal cosa podía ser su consuelo, era probablemente algo inherente al ser humano pero a Oscar Wilde le había costado la felicidad como un buen tiempo en la cárcel. Una maldición, una enfermedad, un trastorno, una blasfemia. Jamás se le había ocurrido sino hasta que el rubio apareció en su vida pidiéndole lecturas de libros que eran también sus favoritos. Coincidencias que lentamente le hicieron sonreír al mirar la hora en que Steve llegaba, siempre educado, saludando a todos antes de ir al saloncito de lectura donde le esperaba.

Un tiempo entre los dos, sin que nadie les interrumpiera, sin que nadie preguntara qué podían charlar un bibliotecario venido a menos como él y un joven millonario invidente con más planes de vida que el propio castaño. Se había cuidado de que tales afecciones no se mostraran, no sería tampoco una Madame Bovary cometiendo sendos errores. Lo que estaba sucediéndole sería un secreto que se llevaría a la tumba de ser preciso, con la misma culpabilidad que Marco Junio Bruto Cepión luego de asesinar a Julio César. Nadie lo sabría, nadie se daría cuenta. E igual que las Morias con Orestes, el destino le probaba de lunes a viernes con esas visitas vespertinas y esa sonrisa que le hacía contener el aliento para no suspirar. Pero no eso no era todo, estaban esas muestras de bondad y caridad de parte de Steve que también le tentaban. Primero habían sido obsequios bastante nimios: bolígrafos, sujeta libros, separadores… luego cambiaron a cosas más personales y Anthony ya no supo cómo tomárselo.

Estaba perfectamente consciente de que los gestos del ojiazul eran meras muestras de agradecimiento y que ser millonario le hacía ver la vida de otra manera. Así aceptó una visita a Manhattan en Halloweeen a su lado, viendo a los jóvenes ricos, despreocupados de la guerra y la depresión ir y venir en sus disfraces algo escandalosos. O en Día de Acción de Gracias pasar la tarde cenando en lugar de la lectura. Lafayette no tuvo empacho en terminarse lo que sobró, prefiriendo guardar el resto para Malcom o Bertie que repartirlo a su odioso jefe que cada lunes le daba un discurso a Anthony sobre la importancia de mantener la atención del joven Rogers en la biblioteca, porque así terminarían los proyectos para el nuevo año. Se sentía una Aida de Verdi cuando le juraba que así lo haría, pero todo se olvidaba en esa hora mágica, lejos de tantos problemas y prejuicios que les separaban al abrir la puerta.

-No me has respondido, Anthony.

-… am… no sé.

-¿He hecho algo para ofenderte?

-No, no. No es eso. Bueno es que…

-Desde la muerte de mis padres, siempre pasé Navidad entre parientes y amigos. A veces en restaurantes cuando me hartaban sus presencias. Hoy es la primera vez que lo haré en casa desde aquel entonces.

-Supongo entonces que estará bien aceptar.

No sin remordimiento agradecía que Steve no pudiera ver, así no notaría el sonrojo en sus mejillas cuando le sonreía de esa manera tan franca y feliz que le recordaba a esos perros labradores de pelo dorado que los chicos paseaban por billetes de las señoras entretenidas en los salones de belleza. O cuando pasaba saliva en un roce accidental de sus manos. Su corazón latía tan aprisa, por aquel contacto y también por la emoción de compartir esa misma devoción por los libros, sentir su textura, el aroma del papel e incluso de la forma en que estaban encuadernados. El rubio ya le había obsequiado un par de libros japoneses –seguramente traídos de contrabando- de poetas clásicos con unas pastas que le quitaron el sueño unos buenos días. Con la misma firmeza que Hitler había invadido Escandinavia, Steve Rogers se estaba convirtiendo en algo que Anthony no creyó sentir por otro ser humano en su vida.

-Haré que Abraham pase por ti.

-No –atajó de inmediato- Preferiría llegar por mi propio pie.

-Pero, Anthony…

-Así conoceré mejor las calles de Manhattan.

-¿Estás seguro? ¿Qué sucederá si está nevando?

-Lo dudo, pero si es así, de todos modos llegaré.

-Sí que eres necio.

-Un poco, quizá. Confía en mí, Steve.

-Aún falta algo para que eso suceda –replicó éste con una ceja arqueada.

Anthony bajó su cabeza, apretando el libro recién leído. De sus autores modernos preferidos, Fitzgerald. El joven millonario tenía cierta manía que afirmaba le ayudaba a conocer perfectamente a las personas además de su tono de voz y movimientos que era capaz de percibir. Tocarles. Con esas manos gruesas y firmes que jamás titubeaban. Obviamente no estaba tocando el rostro de cada persona pero sí de aquellas cercanas a él, de esa manera se daba una idea de cómo eran tanto en físico como en personalidad. Habían ya discutido investigaciones al respecto pero el castaño se había rehusado a que hiciera esa prueba con él. Por comentarios del propio Steve se había dado cuenta que le estaba imaginando como su igual. Marianela, oh, Marianela. Si le llegaba a tocar, el encanto se rompería y estaba aferrándose a uñas y dientes de esa tonta esperanza que le proveía el anonimato dactilar.

-Un día –prometió como siempre, modulando su voz para que no percibiera su miedo.

-Entonces, nos veremos el martes –apuntó Steve, sacando su bastón al ponerse de pie- No te pierdas el fin de semana, Anthony.

-No lo haré. Hasta el martes, Steve.

Desde ese viernes comenzaba sus “vacaciones” que terminaban al día siguiente del primero de enero. Tenía que seguir presentándose en la biblioteca pero solamente para dar una inspección general y luego tenía todo el día libre. Eran los tiempos que más le causaban molestias al no poder estar en su rincón favorito, a salvo de señalamientos o de quejas de vecinos con diferentes idiomas en los pasillos. Se pasó el fin de semana prácticamente sacando lo poco que tenía en el clóset para seleccionar su atuendo para la cena de Navidad en la mansión Rogers. Para su desgracia la mayor parte de sus mejores trajes iban a parecer ropa de vagabundo en aquel sitio. El mayordomo de Steve, Abraham Erskine, tenía mejores atuendos. Recordó que, en un gesto de buena voluntad, su jefe les había dado un extra en su bono navideño. Salió a las calles concurridas en busca de un traje que usar para la ocasión, deteniéndose inevitablemente en los puestos de periódicos como el resto, leyendo las últimas noticias sobre la guerra.

Rusia parecía estar aliada con Alemania, pero ya no era algo claro como al comienzo del conflicto. Muchos esperaban que Stalin cambiara de opinión, saltando al lado de los Aliados. Decían que Churchill estaba haciendo lo posible por entablar charlas con el camarada. Tenían que hacerlo. Era la única frontera débil de los nazis, el único boquete que podían hacer para terminar con aquello de una buena vez. Roosevelt había ganado un tercer período de gobierno. Teddy iba a mejorar las cosas, tenía que hacerlo. Al final se compró un frac que estaba de descuento por las festividades y la falta de ventas con un par de zapatos. Nada mal cuando se observó al espejo, quedándose muy serio frente a su reflejo al darse cuenta de lo que hacía. Emocionarse por una cena con un joven que ni siquiera tenía idea de sus verdaderas intenciones. Por unos momentos estuvo tentado a bajar a la tienda de Rhodey y pedirle su teléfono público para cancelar la cita, la pena por el compromiso hecho le impidió abrir la puerta.

-En la lengua consisten los mayores daños de la vida humana –recitó al Quijote, negando antes de volver a su roído sillón y encender su radio para escuchar algo de swing navideño.

Llegar a la zona exclusiva de West Village no le fue sencillo, sobre todo porque el transporte escaseaba conforme se acercaba al barrio residencial de grandes casas de ladrillo con sus techos de adoquín y ventanas estrechas con herrería artística. Se acomodó mejor su sombrero y abrigo, en verdad que empezaba a nevar pero el clima de Nueva York estaba siendo piadoso de su pobreza, permitiéndole al fin llegar a la dirección que llevaba en una elegante tarjeta en mano. Anthony se quedó muy quieto observando la elegante fachada clásica de la mansión, con los jardines cubiertos por una capa de nieve del día anterior, las decoraciones navideñas, las fuentes semicongeladas. Debió pasar tiempo mirando cual tonto frente al portón porque un sirviente se acercó, extrañado de ver a un desconocido a pie en la entrada de la mansión de su señor.

-¿Puedo servirle en algo, caballero?

-Oh… am… el Señor Rogers me espera. Soy Anthony Edward Stark.

Recibió una mirada incrédula pero al fin entró, siguiendo el camino de piedra pulida que serpenteaba hacia el arco de entrada y la enorme puerta de madera con una corona navideña colgando entre listones y nochebuenas. Abraham Erskine le recibió, sonriendo discreto antes de tomar su abrigo y sombrero que puso en un perchero de caoba. Adentro era lo suficientemente cálido para olvidarse del frío afuera. Sus pasos apagados por la alfombra, siguieron los marciales del mayordomo con mentón en alto, llevándole por pasillos decorados con pinturas clásicas igual que las esculturas en un silencio propio del orden que una música alegre fue opacando. Un par de anchas puertas se abrieron para él, dejándole pasar a lo que era una salita de espera de dónde provenía la inconfundible música de Glenn Miller. Agradeciendo al que era el protector y guardián del ojiazul, Anthony entró a paso discreto a la sala.

-¡Anthony!

Saliendo de un sillón de respaldo alto, un Steve en impecable frac le saludó con una enorme sonrisa, tendiendo su mano enguantada de blanco para que la estrechara. Al castaño le costó trabajo hacerlo ante la impresión de aquella figura. Esos cabellos rubios perfectamente peinados, el cuello alto de su camisa blanca con su moño y chaleco en un azul que combinaba perfecto con el tono de sus ojos. Cualquier chica pasaría por alto que fuese ciego con tal solo verle. Estrechó su mano, siempre moderando su entusiasmo sin haberse percatado de que estaban a solas. Todo era nuevo y en tan buen estado que no rechinaba como sus ventanas o la puerta que a veces se atoraba al abrirla. El ojiazul le invitó a tomar asiento junto a un sillón a su lado, ofreciendo una bebida para abrir el apetito con una amplia sonrisa, seguramente experto anfitrión, pensó de inmediato Anthony al tomar la copa y darle un sorbo.

-¿Y bien?

-Muy bueno.

-Mañana será Navidad, hay que celebrar con lo mejor.

Charlaron sobre el romanticismo español, de las barroquerías francesas, el surrealismo contemporáneo, el racionalismo humanista. Anthony perdió la noción del tiempo cuando Abraham apareció llamándoles a la cena que ya estaba servida en el amplio comedor. Le sorprendió que solamente fuesen ellos dos, ya había escuchado de Bertie que tenía muy buenos amigos que estaban siempre para él, jovencitas adineradas que buscaban siempre su compañía. Aparentemente, eso de tomarlo familiar era algo en serio pero que agradeció, así nadie sería testigo de su torpeza ante la cantidad insana de cubiertos sobre la mesa igual que las copas. El aroma de la cena fue encantador, mágico si pudiera decir tal palabra porque era un hombre de ciencias como ya lo sabía Rogers, quien estaba atento a sus comentarios.

-¿Sucede algo, Anthony?

-No, ¿por qué la pregunta?

-Has estado tenso.

-Claro que no –resopló, aflojándose un poco su moño- Es que… bueno, jamás me había puesto un traje de éstos... un frac. Se siente bien.

-Y debe verse mejor.

-Sí, bueno… ¿Abraham no cenará con nosotros…?

-No, tuvimos una comida juntos pero su deber como mayordomo le impide estar aquí. Tendrá una nueva cana si lo hace, así me ha dicho.

Anthony rió un poco. –Tienes mucha gente que te cuida.

-No tanta como lo creerías, pero así es. Algunos todavía me tienen recelo por algunas travesuras mías de pequeño.

-¿En verdad?

-Fue algo de niños pero no lo han soltado.

-Y… -Anthony tomó un sorbo de vino para aclararse la garganta- ¿Algún interés romántico?

-¿Interés romántico? Eso es muy vago, Anthony.

-Pareja. Novia. Prometida.

-Eres bueno con los sinónimos –sonrió Steve- No.

-Leí en el New York Times… -el castaño cerró sus ojos, maldiciéndose por el error pero no ya no podía cubrirlo- Am, que hay una chica…

-Margaret.

-Sí… es linda.

-¿Por qué deseas saberlo?

-Por nada –replicó al instante, removiéndose de su asiento- Solo por hacer charla trivial pero soy pésimo en ello.

Se quedó callado, no le gustaba que los demás se dieran cuenta de esas torpezas suyas y justo tenía que hacerlo en una cena así frente a Steve. Éste ladeó su rostro, perdido en algún pensamiento antes de volver a sonreír, recargándose sobre sus codos para inclinarse hacia él, reposando su mentón sobre la palma de una mano enguantada.

-La tradición dicta que los obsequios deben ofrecerse mañana por la mañana pero quisiera darte el tuyo ahora mismo, si me lo permites.

-¿Regalo? –Anthony sintió el corazón en las sienes, lo había olvidado por completo. Palideció al darse cuenta que de todos modos no tenía nada que pudiera regalar a alguien como el rubio, cuya mano sobre su hombro le hizo respingar- ¿Qué…?

-¿Puedo?

-Claro.

-Bien, entonces, ¿puedes tomar esa caja debajo del árbol en la sala? –una mano de Steve señaló hacia la sala principal que se dejaba ver por puertas entreabiertas- Tiene tu nombre.

Anthony le obedeció, alisando su traje mientras caminaba al enorme y frondoso pino con luces blancas y adornos dorados y azules. Había varios obsequios en realidad, con su nombre. Pero solamente uno era una caja como le había descrito. Lo tomó, curioso, volviendo al comedor con la mirada brillante por la curiosidad. Steve asintió, animándole a que lo destapara. La caja era de madera pulida con pirograbados, ya era una maravilla por sí sola pero su contenido fue mil veces mejor. Un libro. El castaño jadeó, tomándolo entre sus manos antes de abrazarlo contra su pecho sin pensarlo do veces, olvidando la etiqueta de momento. No era cualquier libro, era El Gran Gatsby, edición de colección. El rubio sonrió complacido al escucharle tan emocionado, arqueando ambas cejas.

-Deberías leer la dedicatoria.

-¿Dedicatoria…?

En la portada, con esa pluma inigualable, estaban unas palabras que le dedicara el autor de la obra:

Para mi gran amigo Anthony Edward Stark, que sigue mis letras igual que un soldado pelea en el frente. F. Scott Fitzgerald.

El escritor había muerto no hace poco, debido al alcoholismo que se agravó los últimos años y que le había impedido terminar su última obra. Anthony tenía la mirada húmeda, incrédulo, boquiabierto ante las palabras escritas del puño y letra de su autor contemporáneo preferido. Steve lo había hecho de nuevo.

-¿Cómo…?

-Igual que Gatsby, tengo mis secretos.

-Yo… olvidé tu regalo.

-Sabes que eso entre nosotros no funciona así.

-Oh, no, tú eres mejor que un regalo.

El castaño miró su libro de nuevo, sin atender a la expresión del joven millonario por sus palabras, embobado de ver su nombre junto al de un gran escritor. No tenía inclinación por escribir una novela, prefería más bien difundir el conocimiento, debatir lo ya establecido y ver hacia el futuro sobre los hombros de gigantes. Pero eso no le restaba importancia a su obsequio que jamás iba a olvidar así llegaran los nazis y le torturaran. Las campanadas que anunciaban la medianoche comenzaron a sonar, ellos chocaron sus copas de champaña, brindando por la Navidad, pidiendo que aquellos en sus trincheras pudieran tener algo de paz esa noche nevada. Que sus familias pensaran en ellos, que hubiera una mano que les cobijara de sus heridas y cansancio. Eran inocentes de los juegos de hombres que tranquilamente bebían té en sus residencias de vacaciones, ordenando cuantos más arriesgar para tener la razón.

Fue la noche más especial de Anthony, llena de buenos deseos, un muy discreto abrazo de felicitación como despertar en la más cómoda de las camas que pudiera alguien haber creado. El resto de sus obsequios fueron igualmente generosos pero siempre tendría en primer lugar aquel libro firmado que no se separó de él ni un solo instante. Cuando el desayuno terminó, consideró que era hora de volver a casa, ya bastante tiempo llevaba en aquella enorme mansión. Seguramente Steve tenía parientes que visitar igual que sus demás amigos. Perdido en uno de los pasillos fue que escuchó una llamada atendida por Abraham, con el silencio de la mansión era inevitable no oírla. Cuando se mencionó el nombre de Margaret Carter es que se detuvo a punto de tocar la puerta. El rubio también estaba ahí, pues luego le escuchó tomar la llamada con voz alegre.

El castaño apretó sus puños, con su abrigo en mano como sus obsequios en otra. Por las palabras intercambiadas, se dio cuenta que había algo más entre aquella joven y Steve, cosa que no debía sorprenderle. Para el rubio, él era solamente una clase de mentor, un buen amigo con quien compartía el gusto por la literatura y que le tenía compasión ante su situación socioeconómica. En ningún momento podía haberle cruzado por la cabeza algo más. Anthony se fue alejando, ya no queriendo escuchar más de la conversación que fue como una ametralladora alemana en su corazón. Prefirió perderse otro poco más antes de dar con la salida de los sirvientes en la cocina, topándose con uno de ellos que recién llegaba y al que dio disculpas por su carrera abrupta pero no iba a poder fingir frente a Steve, tenía que irse y volver al mundo al que una cena de Navidad le había hecho olvidar.

No tuvo resentimientos contra el ojiazul, era imposible, no había hecho nada malo más que ofrecerle una linda amistad. Era él y ese sentimiento imposible como indecoroso que no pudo arrancarse durante los días siguientes, evadiendo más que nunca al resto del mundo. Pasó horas en la cornisa de su única ventana, mirando las calles estrechas, sucias y llenas de inmigrantes de su barrio. Peleas furtivas, parejas buscando un rincón donde besarse en secreto. Se sintió a si mismo igual que el Rey Lear en el exilio, esperando por cariño que no existía. Su padre siempre había tenido razón, había nacido con un corazón defectuoso, una mente retorcida. Había nacido en la época y lugar menos oportunos.

Las lágrimas vinieron una tarde y no se marcharon sino hasta Año Nuevo, cuando alguien tocó a su puerta con insistencia. Dejó que insistieran un par de veces más, creyendo que eran sus vecinos con las copas encima pero quien tocaba no se marchó. Arrastrando sus pies, fue a abrir de mala gana, en pijama sin haberse afeitado con los cabellos descompuestos. Una linda imagen para recibir 1941 y también a Steve. El castaño parpadeó varias veces no creyendo lo que veía, saliendo al pasillo antes de jalarle dentro por miedo a que uno de sus vecinos quisiera esculcar en sus bolsillos, olvidando el desastre que era su departamento.

-¿Q-Qué haces aquí?

-Estuve buscándote, te marchaste sin decir adiós. Fue poco cortés.

-Ya nada tenía que hacer ahí –replicó Anthony con amargura- Agradezco la cena pero…

-Prometiste que estarías conmigo en Año Nuevo.

-Steve, en verdad…

-¿Qué sucede? –el rubio siguió su voz- Dime qué está pasando.

-Yo… -pasó saliva, mirando alrededor. Ese viejo departamento, los obsequios caros que contrastaban en color y forma con lo opaco de los muebles- ¿Quieres saber qué sucede?

-Sí.

Anthony se adelantó, sintiendo nuevas lágrimas. –Toca mi rostro.

Llevó las manos de Steve a su cara, dejando que le examinara con el corazón latiéndole aprisa, sintiendo que se hacía pedazos. Pero quería que supiera al fin la verdad, que dejara de hacerse ideas, mejor dicho, él dejarse de hacerse ideas. El rubio frunció su ceño al sentir sus lágrimas, con sus dedos temblando al tocarle esas delgadas pero inequívocas líneas en sus ojos, su frente. Anthony se separó cuando aquellas manos se alejaron, bajando su cabeza. Así era mejor.

-Sé que tenías una idea de mí diferente, pero ahora sabes la verdad, soy un viejo bibliotecario lleno de cientos de citas de libros pero nada en su vida qué ofrecer. Me diste una amistad sincera, Steve pero creo que no la merezco, eres un joven con talentos y futuro que se vería muy perjudicado de ofrecer una mano generosa a alguien como yo. Tengo un corazón débil, por eso no pude seguir los pasos de mi padre en el ejército, soy demasiado sarcástico para las mujeres, por eso no tengo citas ni parejas. Soy pobre, sin más estudios que los de literatura inglesa que no sirven para nada en un mundo como éste, en tiempos de guerra. Viejo, con deudas y sin muchas esperanzas de vida. Lamento si te hice creer otra cosa, tendrás razón en negarme tu amistad.

Lloró de nuevo, ya sin importarle lo que Steve fuese a pensar, daba igual ahora que todo estaba dicho. O casi todo, pero lo que había en su corazón era un secreto que jamás diría, el rubio ya tenía una idea horrible de él, no la perturbaría con semejantes confesiones. Estando así, una vez más, no notó la tristeza que inundó la mirada de Steve, quien se adelantó para tomar su rostro por segunda vez, levantándolo hacia él, limpiando sus lágrimas con sus pulgares. Anthony le vio desconcertado, extrañado de su actitud. Tenía que rechazarlo, todos lo hacían.

-Tienes razón en algo, Anthony –dijo con firmeza el ojiazul- No mereces mi amistad.

El castaño cerró sus ojos.

-Mereces mi amor.

Las campanadas del Año Nuevo sonaron desde la iglesia más cercana, con los gritos eufóricos del edificio celebrando entre silbidos, aullidos y maldiciones acompañadas de alabanzas al Señor. Dos bocas se unieron, una más segura que la otra. Un par de brazos se entrelazaron, como si siempre se hubieran conocido. El mundo seguía en guerra aunque la Humanidad celebrara otro año más que veían llegar, sin la certeza de ver el siguiente en paz o vivos, pero entre ellos dos, empezaba algo más que prometía acabar con soledades, impedimentos y tristezas teñidas de circunstancias diferentes. Y si ellos habían encontrado ese obsequio pese a los obstáculos, tal vez la guerra también podía ver su final.

 


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