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De ovejas y lobos por OneUnforgiven

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Notas del capitulo:

¡Hola a todos!


Al final me he decidido por escribir esta historia, tras haber visto todo el cariño que le habéis dado a PCPA ("Punto y coma, punto y aparte", menudo nombre más largo le tuve que colocar). Mientras escribía el final, Frederick empezó a acosarme por las noches, pidiéndome un espacio para poder expresar todo lo que le pasaba (y pasó). Así que aquí lo tenéis. Descubriréis más de él y de Joseph, también de Diana e incluso del antiguo James.


Para los nuevos que no entendéis nada de lo que hablo, os comunico que esta historia es una precuela de "Punto y coma, punto y a parte", que se encuentra finalizada en mi perfil y consta de una introducción y 10 capítulos. Podéis empezar a leer aquí si queréis, pero recomiendo que empecéis por PCPA porque tenéis más suspenso, más jugo; aun así, lo dejaré a vuestra decisión :) Eso sí, tened cuidado con los posibles spoilers en los comentarios, supongo será inevitable hablar sobre PCPA aquí.


Un saludo y gracias a todos por estar una vez más conmigo; vuestros favoritos y comentarios siempre serán más que bienvenidos, me ayudaréis a seguir adelante ♥


Disfruten de la lectura~


One.

Detrás de la comparación de la existencia de la oveja negra en una familia tipo, siempre hay una historia.

La oveja negra no es que sea rebelde por naturaleza, sino que le han forzado a rebelarse. ¿Acaso es tan diferente de los demás? La han tratado como tal y llegó a cierto punto que se ha convencido de ello, producto de oír siempre lo mismo y de boca de varios. Si son tantos quienes lo afirman, ¿por qué habría de no ser cierto, verdad?

Sabiendo que era indeseable y molesto, me rebelé contra todo aquello que me atacaba —aunque esto significó desvincularme de mis lazos sanguíneos— y detrás de mi imagen fuerte que nada le afectaba, estaba el verdadero yo, que no estaba tan seguro de mí mismo como aparentaba, que no lograba quererme porque nadie más me quería, que siempre intentaba hacerlo mejor, porque lo que hacía no era suficiente.

Tal vez no podría evitar ser la oveja negra, pero algún día saldría del rebaño en el que estaba encerrado y me convertiría en el dueño del establo. Quizás no de ese en particular, quizás lo sería del mío; o quizás simplemente sería libre y no pertenecería a ninguno, no volvería a formar otro, porque aquel sistema se me hacía poco ortodoxo, cruel, vacío.

Crecí en una familia amplia y de excelente bienestar económico; los títulos se remontan hace varias generaciones atrás y se inculcó el hábito del estudio, del conocimiento y la grandeza. Cada integrante en posesión del apellido Norris debía destacarse en un área, mostrar los dones innatos de la familia. Desde pequeños, nos recordaban que estábamos en este mundo para ser grandes, para ser sabios y respetados, para aportar algo a este mundo, algo de valor.

Mi padre había hecho un doctorado en medicina y ejercía su profesión en uno de los hospitales de más prestigio del país, como pediatra; mi madre, por su parte, consiguió una maestría en interpretación de música contemporánea, que —si bien a escondidas hablaban que no era algo por lo que enorgullecerse tanto— le había abierto las puertas a enseñar en una Universidad de nivel socio-económicos altísimos.

Si tuviese que nombrar y explicar las profesiones de mis siete tíos paternos, podría estar horas, y considero que no solo son datos irrelevantes, sino también aburridos de cojones, por lo que lo resumiré en que todos poseían un pedazo de papel con el que intentaban convencer que eran alguien importante en la sociedad —o al menos se jactaban de ello— y que merecían ser respetados como tal.

De los siete hermanos de mi padre, la mayoría tuvo de dos a cuatro hijos, por lo cual, estoy lleno de primos que intentan seguir los pasos de sus padres, y otros pocos que están en contra del sistema, como Mason y Abigail. Llevarme bien con ellos fue algo natural, entre ovejas negras nos entendemos.

No soy oscuro por naturaleza, los años y las situaciones vividas fueron transformando el color de mi lana, entre ellos, verme a la sombra de alguien más.

Joseph me lleva seis años de diferencia, y cuando yo cogí el violín para aprender a usarlo en mi búsqueda de aprobación de mis padres, él ya sabía utilizar varios instrumentos musicales, entre ellos, el contrabajo y el arpa. El violín era una zona segura, no tenía dueño, por lo que lo aproveché. Todos los Norris debían de tener una actividad extracurricular, era obligación, la preparación a los años que se venían y creí que había dado en el clavo.

Yo era bueno en lo que hacía, o al menos eso pensaba hasta que él lo cogió y demostró tener una habilidad innata con las cuerdas. Mis padres lo elogiaron, como siempre elogiaron todo lo que él hacía, y me sentí desplazado. ¿Para qué esforzarme en destacar en el violín si en todo lo que ejecutara, sería más valorado lo de él que lo mío?

Lo abandoné y mis padres no me dijeron nada al respecto, supongo que ellos también pensaron que no valía la pena que desperdiciara mi tiempo en algo en lo que ellos consideraban que no era lo suficientemente bueno.

Tras esto, me encontré en una búsqueda de identidad cultural; me volqué al piano y la pintura, pero me sentí lo suficiente presionado con que no era bueno en las teclas y que los lienzos eran demasiado grandes a mi talla, que tampoco lo intenté demasiado.

Pasé por la pintura, el dibujo y el esculpido, por la literatura y los deportes, pero nada encajaba conmigo, y los años pasaban, alimentando la duda de mis padres respecto a mis capacidades.

Empecé a ganarme la fama de no acabar ninguna de las cosas que empezaba, y lo comprendí, acepté el título de indeciso. En un tiempo no supe realmente qué hacer, pero la presión de mis padres a que tuviera una actividad extracurricular era algo de lo que no se discutía, simplemente se hacía. Ellos no iban a permitir que uno de sus hijos vagara después de clases, era inaceptable.

Fue justamente que asistiendo a clases de música que comprendí lo que estaba hecho para mí. Descubrí mi pasión a la música y quería que mi infancia y próxima adultez fuera dominada por ésta, ¿cómo o con qué? No lo sabía, pero al menos tenía una dirección en la que seguir.

Fue Mason quien me acercó al mundo de la guitarra y el rock, él tenía dos años más que yo y ya estaba marcado completamente como un parias, un caso perdido. Mason gustaba de música que jamás había oído ni imaginado y me enamoré de la guitarra eléctrica, los sonidos, las voces, el ambiente. Me embriagó con Pink Floyd, Led Zeppelin, Jimi Hendrix, Deep Purple... los grandes.  

Era algo completamente distinto a lo que se habituaba oír en casa, lleno de música clásica no solo por mi madre, sino por Joseph, que aspiraba a ser un gran violinista.

Cuando les comuniqué a mis padres lo que quería, éstos se indignaron por completo y se negaron a ser partícipes de lo que consideraban una barbarie. La guitarra no me llevaría a ningún lado, decían, era un instrumento utilizado por los fracasados que no podían aspirar a ser artistas.

Quizás el hecho que enfatizaran tanto su asco fue que me alentó a seguir, pues, después de todo, yo era el extraño, el diferente, pero sospecho más que me rebelé porque amaba la música, el género, y no pensaba pasar un día más lejos de todo aquello.

Mis padres se volvieron reticentes y discutieron con mis tíos respecto a la influencia de Mason en mí, pero no me importó. Mason fue quien me enseñó que no estaba mal ser diferente, que no estaba mal ir a contracorriente por algo que te gustaba y apasionaba; mejor tener identidad y ser quien eres en realidad a fingir ser algo que no eres, sólo por encajar.

Mis padres no iban a pagarme las clases de guitarra ni mucho menos a comprarme una, por lo que a mis diez años tuve que salir a realizar pequeños trabajitos para poder ahorrar.

Mason se reía de eso, decía que era gracioso que unos niños ricos tuvieran que transpirar trabajando para juntar monedas y comprarse algo, yo le dije que a mi me daba igual siempre y cuando pudiese conseguir el dinero. Entonces me presentó ante un anciano llamado Norbert Austen, que era el abuelo de un amigo suyo, Dominic, que era el que le había instruido a él en la música, gracias a su abuelo.

Éstos poseían la música en discos de vinilo y tenía una gran colección, bastante variada, que la oía en su gramófono antiguo. Mason me llevó hasta allí con la idea que yo ayudara al abuelo en su hogar, haciendo labores que él ya no podía hacer, como cortarle el césped y podar arbustos, entre otras labores menores, como limpiar y organizar algunos objetos en su ático. Fue así como empecé a ganarme mi propio dinero y el amor de un adulto.

Mason me pasaba la música en cassettes y yo me guardaba grabaciones de una radio también, así me iba armando mi propia colección. Mis padres la encontraron una vez y me despojaron de ella, pero aquello, lejos de desalentarme, fue el motor que impulsó a rebelarme; que ellos consideraran que algo no era bueno, no significaba que tenían la verdad, y que se enojaran conmigo por conseguirme las cosas que me gustaban por mérito propio, decía más de ellos que de mí.

Terminé de ser marcado como otra oveja negra en la sangre Norris, así como Mason y Abigail, y comprendí un poco la libertad que éstos buscaban, la sentí propia. Les debo mucho a ambos, a pesar que con Abigail no conecté tanto, pues con ella nuestra diferencia de edad era una brecha más grande y yo no me sentía cómodo, ella era la más grande y era intimidante, la rebeldía en estado puro.

Con once años, yo ya estaba dispuesto a hacer caso omiso a las miradas desaprobatorias, a rechazar la costumbre de seguir al rebaño sólo para encajar, estaba decidido a ser yo mismo y a aceptar las consecuencias.

¿Arrepentido de mi niñez? No, jamás. Soy lo que soy gracias a todo lo sucedido, por todo lo aprendido.

No tenía la capacidad innata de hacer amigos, todos los que asistían a clases eran más o menos así, similares al entorno en el que crecíamos: engreídos, orgullosos, déspotas, viles, juzgadores. Así que mis primeros amigos fueron Abigail y Mason, principalmente.

Siempre voy a agradecerles por haberme abierto los ojos y enseñado las ventanas por las que podía huir en vez de pelear contra las puertas cerradas con llave por los adultos.

Así fue como todo comenzó, y no me sentí atraído ni curioso por el extraño mundo en el que vivían mis padres y mi hermano... hasta que conocí a James.

Nos conocimos en la fiesta de cumpleaños número 17 de Joseph. Había invitado a toda la familia de Diana —su mejor amiga—, a cenar. Para nuestros padres fue algo genial y estaban complacidos; les escuché hablar por lo bajo que seguramente era una manera muy informal y discreta de presentar a su novia y a la familia de la misma, en una misma velada. A mi esto me dio náuseas.

Me obligaron a usar smokin y a fingir una sonrisa toda la puta velada, pero obviamente eso no lo hice, prefería que me azotara mi padre con el cinto de nuevo antes de fingir alguien que no soy. Y no, no era simpático, me volví ácido.

Luego de la cena, cuando los adultos conversaban tranquilamente, me escabullí a mi habitación y me desahogué en la guitarra que me había comprado tras tanto esfuerzo.

Mis padres no me despojaron de ella porque ya sabían lo que era capaz de hacer si no respetaban el espacio personal en mi habitación —digamos que aprendí que no les gustaba “pasar vergüenza” frente a sus amigos y familia, por lo que no me tentaban a que rompiese más cosas ni les faltase el respeto delante de todos— por lo que pude hacerme mi huequito, mi lugar.

No sabía muchas canciones por ese entonces, como mis padres se negaban a pagarme clases me compraba libros y revistas del tema, con mis ahorros, y aprendía por mi cuenta y por lo que me enseñaba Mason.

Si algo aprendí de todo esto fue a conocer el valor de las cosas y no su precio. Las cosas no me cayeron del cielo como caprichos cumplidos como suelen sucederle a todos los niños de padres con gran poder adquisitivo, tuve que esforzarme para conseguir lo que quería, lo que necesitaba, y mientras trabajaba, comprendía cuánto anhelaba tener ese instrumento en mis manos.

Sinceramente, no sé en qué momento James entró en mi habitación, pero para cuando terminé de tocar y saqué la vista de las partituras de práctica lo vi ahí apoyado contra una de las paredes junto al armario.

—Tocas bien —me dijo con su voz neutra.

—Me confundí en siete acordes —admití con rabia y evité mirarlo.

—Se han notado los errores, pero has sabido seguir adelante y eso es algo de mucho valor en este ambiente.

Sus palabras me hicieron arder la cara, aunque no tenía del todo claro por qué, era un cumplido medio extraño.

—Gracias, supongo —dije intentando esconder mi vergüenza.

James se rió y no supe por qué, pero tampoco intenté siquiera averiguarlo.

—¿En qué año vas?

—No tengo profesor, estudio por mi cuenta, mis padres no quieren pagarme las clases —James hizo un ruido raro y se subió a mi cama, con excesiva confianza, como si fuese libre de hacer lo que quisiera, como si fuese dueño del lugar. No me dio demasiado malestar aquello, sino más bien curiosidad.

—¿Y en la escuela?

—Quinto.

—Yo estoy en séptimo —respondió a la pregunta que nunca le hice. Torcí mis labios y le miré analítico, pues casi que teníamos la misma estatura, pero era delgado y pequeño, tenía el cabello castaño y lacio, peinado hacia un lado, y poseía unos curiosos ojos marrones. Su estado parecía de un niño frágil y más débil que yo.

—Pareces muy chico para estar en séptimo —le dije con sinceridad— , ¿te adelantaron de año?

Era común que en escuelas como a la que asistía, aparecieran niños prodigio y los adelantaran de año para probar sus cualidades, así que la teoría se me apareció en mi mente con rapidez.

—No —rió él—. Tengo una enfermedad del crecimiento o algo así —se encogió de hombros con despreocupación y empezó a curiosear mi habitación con la mirada—. Nunca recuerdo el nombre, pero es de esas en la que no creces a la misma velocidad que los otros de tu edad.

—Vaya... eso apesta.

James sonrió de lado y asintió, luego se levantó de la cama y se acercó a la estantería llena de libros, fotocopias y revistas que tenía junto al escritorio donde solía estudiar. Analizó en detalle el título de los mismos, con las manos tras su espalda para no tocar nada, inclinando el cuerpo para un lado para leer mejor.

Se desenvolvía en mi habitación sin pudor, como si ya me conociera de hace tiempo para poder husmear en mis cosas, pero no me molestó, solo me pareció extraña su actitud. Quizás era porque lo veía como un chico de edad similar a la mía, pero por dentro era mucho más maduro, al menos eso supuse en ese momento.

—¿Vas a la misma escuela que Joseph? —me preguntó mientras se trasladaba a la zona del armario, daba la vuelta y curioseaba entre los estantes cerca de la televisión, frente a la cama, en donde guardaba mis cassettes con música.

—Sí, ¿y tú?

—Sí.

James se detuvo a donde estaban los cassettes, me los señaló, preguntándome sin palabras si los podía coger y yo le asentí, así que agarró uno y lo observó en detalle en la parte de atrás, donde indicaban qué canciones tenían.

—Nunca te vi antes en los intervalos —le comenté, solo para seguir la conversación.

—Suelo esconderme de la gente, es fastidiosa —me pareció un comentario algo bastante peculiar, juzgando su actitud desenfrenada—. Siempre se burlan de mí por cómo me veo. Eso se me hace muy hipócrita, por eso prefiero estar solo.

Me encogí ligeramente de hombros, sin saber qué decirle. Me gustaba un poco que coincidiéramos en eso de no encajar ninguno de los dos en algún sitio, me hacía sentir algo conectado a él, aunque recién comenzara a conocerle. Uno de joven empieza a rodearse de gente que comparte sus gustos y aficiones, es más sencillo de establecer comunicaciones.

—No conozco este estilo de música —comentó con interés, dejando en su sitio el cassette que tenía en sus manos, para luego coger otro y analizarlo como el anterior—, ¿de qué año es?

—Depende de qué tienes en tus manos ahora.

—Aquí dice... “Santana, Black magic woman”.

—Es de 1970 —dije intentando recordar, pero luego recordé de cuál cassette hablaba—, no, 1971, creo —terminé dudando de la fecha y me quedé pensando, pero sacudí mi cabeza y le comenté lo importante—. Esa grabación es de un concierto, pero la canción fue compuesta por Peter Green en 1968, Santana la modificó y mejoró, volviéndola más popular y mejor que la original, en mi opinión.

James se me quedó mirando con curiosidad, no sabía si el tema de conversación le entretenía o si, para variar, estaba tirando al garete mis oportunidades de establecer una nueva amistad.

Él al final se sentó en la cama de nuevo y me señaló la guitarra con la cabeza.

—¿Te la sabes?

—Diablos, no —le sonreí—. Eso quisiera.

James se rió y yo sentí algo de timidez, por lo que bajé mi cabeza.

—¿No vas a seguir practicando?

Fue en ese momento que me di cuenta que James tenía algo, como una capacidad innata de establecer conversaciones y llevarlas a su antojo —o quizás era que yo me dejaba llevar por él—, pero luego también percibí que podía ser el más callado del universo y ser muy solitario.

Empecé a notar su presencia en los intervalos de descanso en la escuela, puse más atención y lo busqué con la mirada. Jamás estaba en compañía de nadie, siempre leía cosas de piano o música, arte, historia o ciencias.

Le comenzaron a llamar “El lobo”, porque era solitario, no le gustaba estar en grupos grandes —manadas—, y cuando se acercaba a los demás, era para dirigir al montón, para llevar las cosas a su modo, y que cuando veía que, o bien nadie quería o él se aburría, regresaba a su cueva solitaria, a instruirse con cosas que a nadie le interesaba, excepto a mí, de vez en cuando.

Tocaba el piano, pero no se unía a la orquesta de la escuela por su afán de ser solitario, de no depender de nadie.

Todos se burlaban de él por ser pequeño, por ser diferente, por tener problemas de crecimiento —los más crueles solían decir que lo del problema de crecimiento también estaba arraigado a su cerebro—, por interesarse en temas complejos como la química y las ciencias, por competir en las olimpíadas matemáticas, por disfrutar del arte y la música.

Supuse que lo comprendía, también me sentía parecido a él, diferente, que no lograba encajar en ningún lado. Me tomó tiempo comprender que estaba equivocado.

James podía pasar a mi lado y saludarme sólo con un asentimiento de cabeza, o podía detenerse  y sentarse a mi lado para leer uno de sus libros en silencio, y quizás hasta cruzar algunas pocas palabras. A veces era tan hablador como mi madre, pero decía cosas de interés y perdíamos el tiempo conversando.

Nuestras diferencias musicales empezaron a notarse con el pasar de los años, pero construimos una amistad duradera, una de verdad que, a pesar de nuestras diferencias, sabíamos respetarlas sin que nos fuera una barrera.

Pasábamos horas debatiendo, comparando metas, intentando comprender el instrumento musical del otro, riéndonos de la gente en la televisión y las películas, escuchando música del otro, recomendándonos tal o cual artista.

Éramos los mejores amigos, al menos hasta que ambos llegamos a la pubertad, hasta que empezamos a crecer demasiado.

Y el lobo dejó de ser cachorro. El lobo empezó a tener hambre.


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