Caminó entre las tumbas, con un ramo de madreselvas en las manos, aquellas que dejaba todos los años en la misma tumba, y con la típica mirada perdida.
El rubio paró su caminata cuando la lápida de su hermano apareció ante él, se arrodilló y dejó las flores suavemente, se quedó en esa posición y siguió observando el nombre tallado en el cemento.
-Otro año más, hermano...-una sonrisa ladina se pintó en su rostro, la tristeza que los años nunca pudieron borrar hizo presencia y luego se levantó-Aún te extraño, todos lo hacemos... ¿sabes? Es raro ya no verte cruzar por esa puerta...
Una risa amarga salió de su garganta adolorida por el llanto de esta mañana, el llanto que tenía cada vez que llegaba ese día del año y se daba cuenta que el tiempo pasaba y su hermano no estaba ahí para verlo creer, para crecer con él.
—Te extraño... no sabes cuanto—un pequeño sollozo se escapó de los labios del menor, y cubrió su boca con su mano, tratando de detener el llanto, cerró los ojos—Te amo Akiteru, y yo... yo no quería que esto pasara...
Y ahí estaba, recordando sus doce años, esos dolorosos doce años que marcaron por completo su vida.
Tsukishima se acordaba a la perfección de aquel día, no era algo que pudiera olvidar; primero fue la gran depresión que su hermano le dio, fue como si bajara precipitadamente del pedestal donde lo tenía su hermano pequeño.
Luego vino la depresión, aún se acordaba de las orejas de su hermano, de las notas malas que traía a casa, de los sollozos que de vez en cuando lograba escuchar desde su habitación.
Y dolía, dolía pensar que Kei sólo pudo ser orgulloso y negarse a hablar con su hermano...
Porque si él lo hubiera sabido, si Kei hubiera sabido que la última conversación con su hermano sería unas simples sílabas, que la última imagen de Akiteru en su mente sería aquella tan desgastada y deprimida... no se hubiera quedado allí, acostado en su cama y con la música obstruyendo el mundo real.
El día que todo pasó, Tsukishima se había quedado practicando recepciones en el club, y no supo de nada hasta que su madre fue por él, con su rostro bañado de lágrimas, con ojos rojos y mirada ausente.
"—Kei, hijo... Akiteru, él... se fue, se fue y ya no volveremos a verlo"
Cuando su madre lo dijo, cuando le dijo aquello que marcó su existencia... Tsukishima lo supo de inmediato. Supo que era su culpa, que a sus doce años de edad había matado a su hermano, a la persona más querida en su vida.
Sabía que era culpa suya que aquello le pasara a su hermano y que decidiera saltar a las vías del tren. Por eso, no pudo volver a tocar una pelota.
Ya no podía recordar la última vez que entró en una cancha de vóley, o que vio un partido, el sólo pensar en voleibol le traía de regreso la cara de su hermano en las gradas, tan sorprendido como él.
Muchas veces se había preguntado, ¿por qué él? ¿por qué tuvo que irse? ¿por qué tuvo que morir?
Y al final de cada día, su llanto inundaba su cuarto, con el tiempo comenzó a cesar, pero siempre seguía allí; la sensación de la habitación vacía al lado suyo.
Tres años largos habían pasado, pero Kei todavía no podía despertar en las mañanas y saber que su hermano no entraría en su cuarto sin tocar y lo despertaría con sus gritos mañaneros.
Una solitaria y fría lágrima resbaló por su pálida mejilla.
Luego se levantó y se fue de allí, a sabiendas de que sería igual el año siguiente, y el siguiente a ese y así por siempre, hasta que Kei no respirara más en este mundo.
Akiteru era su hermano, la persona que tanto amó y ama, la persona por la cual jamás podría dejar de llorar su muerte, sin importar todos los años que pasaran.
—Nos vemos, hermano...