Recordaba el invierno con dulzura, un inmenso sentimiento me invadía y era inevitable sonreír ante eso que cosquilleaba en mi interior, la sensación que es la perdición para todo ser humano: el amor.
Él fue el único que me abrazó para envolverme en su calor y ayudó a dormirme cada noche estrechándome entre su cuerpo a pesar de que el suyo se volvía cada vez más frío. Constantes respiraciones mezcladas nos acercaban y me permitían distinguir el decadente ritmo de su corazón.
Ciertamente lo amé más que a cualquier otra cosa; él fue mi adoración, su nombre, que pronunciaba con suavidad, entonaba a la perfección con el mío.
—Akira –repetía su nombre mientras contemplaba su perfil—, te amo.
Sabía que no obtendría su respuesta, una voz en mi interior me gritaba que dejara de humillarme de esa forma, pero no podía reprimir mis sentimientos y no permitiría que él viviera sin haberse sentido amado; fue incapaz de superar su primer amor, alguien más se había ganado su latente corazón, pero al recibir nada más que indiferencia, ese órgano vital y en riesgo natural comenzó a rasgarse lentamente. Su dolor era mi tortura.
Sin importar que la despedida se acercaba, me aferré a él, egoístamente lo convertí en mi razón para vivir cuando su propia vida se extinguía a igual que mis esperanzas por ser correspondido a tal sentimiento. Estaba muriendo, con cada abrazo que me daba sentía su cuerpo temblar. Jamás le falte. Jamás lo desprecié y estaba consciente de ello, así que cerraba los ojos y me apretaba con sus pocas fuerzas.
—Esta noche estaré bien –susurraba al sentir mis manos sujetar su chaqueta—. Gracias por seguir a mi lado.
Pasaba el tiempo y continuaba marchitándose, como una bella flor nacida en el prado de verano, sus pétalos caían poco a poco y yo estuve ahí para recoger cada uno de ellos, guardándolos como tesoros.
El día de su partida fui yo quien lo estrechó hasta dormir, hasta escuchar sus últimas palabras en medio de la primavera de tristeza. Algo dentro de mi pecho hacía que la presión se volviera insoportable y con cada palabra que pronunciaba me llenaba más de esa horrible depresión. Lo repito, fue a quien más amé, a quien le entregué mi entera devoción a lo largo de los años. Lo vi crecer y en ese momento, lo vi morir.
No fue porque la primavera terminara, sino que las flores se marchitaron antes de tiempo y los pétalos de las rosas cayeron a lo largo de ese camino que solíamos recorrer.
Los sueños y promesas que formamos tiempo atrás ya no prevalecían más.
La primavera aún no terminaba, pero esa historia había llegado a su fin.
Las hojas se secaron, al igual que nuestros sentimientos, en aquel prado donde lo conocí.
Los constantes “Te amo” desaparecieron y un “Adiós” floreció entre el capullo de nuestra soledad.
— ¿Este es el final?
—No, porque esto nunca comenzó… Porque nunca seré tuyo, nunca serás mío y esto... esta historia no será nuestra.