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Los chicos lloran lágrimas celestes [en REEDICIÓN] por DianaMichelleBerlin

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Notas del capitulo:

¡Bellezaaas!

¿Cómo estuvo su semana? ¿Todo bien? ¿Cómo van sus clases o sus ocupaciones? Espero que todas hayan tenido una buena semanita y si no... 

No les digo que se alegren, porque los capítulos de esta semana son unos de los más tristes. 

Anuncio parroquial: Me da nervios afectar el contador de leídas y no entraba a ver los capítulos una vez ya subidos; esta semana los ví y pude comprobar que mi Word es un maldito >:v así que ya revisaré los capítulos al punto. Una disculpa si tuvieron complicaciones. 

 

Va!...

 


Le habían advertido que iba a ser una sesión algo larga, así que, en cuanto le pagaron la sesión doble (aproximadamente unas tres horas, una extra porque no le incomodaba en la agenda), puso todos sus asuntos laborales y personales en orden, para el día que vendría.

 

El profesional de la salud mental y emocional, un joven todavía, con la licenciatura terminada hace no mucho, se tomó más temprano su taza de café y avisó a uno de sus colegas que no iba a poder atender por ese día el proyecto de investigación que estaban realizando en equipo con unos ex compañeros de la carrera, acerca de unos nuevos detalles de los perfiles psicopatológicos de las personas en situación de violencia intrafamiliar.

 

Como en las películas, tenía un consultorio especial para él en la enorme clínica donde trabajaba, especializada en el apoyo a las víctimas de maltrato y abuso infantil y juvenil. Había visto casos especialmente espantosos en esa labor, todos de niños y jóvenes sustancial y brutalmente agredidos, lastimados, castigados… Ari y sus amigas simpatizaron rápidamente con él, no sólo por ser el confiable hermano mayor de una de ellas, sino porque tenía el suficiente amor por su profesión como para, más que cobrar por una consulta cruda que lo dejaba a veces en vela por la noche, buscar ayudar lo más posible a los casos que llegaban a él, fuera cual fuera la ayuda que necesitaran. Amaba lo que hacía, a lo que se dedicaba, porque sabía que ayudaba a reconstruir una vida. Eso es lo que marca a los grandes psicólogos. Se habla desde la voz de la experiencia.

 

Cuando miró al chico alto y caucásico que avanzó desde la puerta hasta su diván, acompañado de Ariadna, su propia hermana, otra amiga y la que parecía ser la hermana del muchacho, pensó por un momento que tendría que hablar mejor en inglés durante la terapia; su sorpresa fue mayúscula cuando los extranjeros manifestaron su orgullosa nacionalidad rusa (y que comprendían a perfección el español). También la sorpresa fue
grande cuando pidió el teléfono de contacto de los padres de los chicos y, con caras de horror, le fue negado y se le pidió que todo se mantuviera en la más absoluta de las discreciones. En el momento protestó, no se imaginaba porqué. Había escuchado que los rusos eran muy familiares y ocupados de sus hijos; no obstante, al acabar su sesión, entendería el porqué de tanto secretismo.

Necesitaba un contacto adulto de todos modos, al cual dirigirse para darle las indicaciones correspondientes; le dijeron que no había ningún pariente que pudiera saber del caso. Se tuvo que conformar con los teléfonos de las chicas del colectivo que eran mayores de 18 y se encargaban del entrego del pago, y la promesa de que le conseguirían un responsable pronto; no sabían a qué maldito adulto se iban a dirigir para decirle cómo tratar al rubio, pero él les hizo prometer que lo obtendrían.

 

Ellas se marcharon en silencio, mientras el muchacho rubio trataba de ocultar su evidente vergüenza de tener que estar allí, mirando al piso. Las pecas que cubrían poco menos de dos tercios de su rostro lo hacían ver un poco adorable, pero tenía ya facciones de joven dejando atrás la adolescencia. Sus ojos azules apenas lo vieron en dos ocasiones, mientras él lo saludaba y el joven rubio sólo respondía con sílabas aisladas, y una que otra oración.

Diez minutos pasaron para que el terapeuta terminara de apuntar datos básicos del paciente y le pidiera pasarse de nuevo del escritorio al diván. El chico no quiso acostarse, pero con un par de persuasiones típicas del buen profesional, logró que se relajara a lo largo del mueble.

 

Y así empezó.
Entre preguntas, descripciones, métodos de análisis, dibujos y una salpicada de peticiones de más detalle en algunas cuestiones, recopiló y reconstruyó la historia completa de aquellos ojos que todo el tiempo evitaban verlo, aún cuando le pasó la caja de pañuelos.

Más o menos así…

 

 

 

Nació y creció sus primeros diez años en Nóvgorod, de la Federación Rusa, entre nieve en los inviernos y muchos amigos. Su infancia fue muy normal; no fue tanto un niño travieso como sí lo fue muy bromista y burlón. Le hacía bromas pesadas a su hermana y ella a cambio lo golpeaba. Su familia era muy tradicional, la madre alternando épocas de trabajo y de ama de casa, y el padre, ex militar, rígido, líder incuestionable de la casa y muy trabajador. Nunca tuvo problemas con su padre ni con su madre. Su desarrollo emocional, psicológico y social había sido totalmente normal, común y corriente. Su primera novia se llamaba Larissa y ellos tenían nueve y ocho años cuando él, con los nervios a flote, le propuso pasar de ser su mejor amiga a su primera chica. Se querían mucho pero a ella le daba pena todavía besarse y tomarse de la mano; era más un noviazgo de regalar flores, ser un caballerito y abrazarse que de otras cosas más adelantadas. Todo típico, estándar… normal hasta allí.

 

¿Dónde había comenzado su problema? ¿Por qué estaba allí?

El germen de sus desgracias había comenzado ahí mismo, a los nueve y casi diez años, cuando empezó a emigrar a los primeros vestigios de pubertad, aunque le terminaría de llegar en otro par de años más.

 

Tenía un mejor amigo, Kristian, apenas dos años mayor que él. Era primo de Larissa y tenía una novia a distancia, radicada al otro lado del mundo. Un componente de su árbol genealógico era de Europa nórdica, así que tenía un llamativo cabello pelirrojo encendido, ojos azul un tanto turquesa y un par de pecas regadas, aunque no tanto como él. Al chico de apellido Lébedev siempre le pareció muy curioso observar ese color vivo de la cabeza de su amigo, que hacía un bonito juego de hielo y fuego con su propia melena rubia pálida y sus ojos azul océano, cuando se sentaban juntos. Con él se sentía protegido, muy bien. El rubio no detalló en eso, lo contó lo más rápido que pudo.

Sucedió que un día, estando en las primeras charlas que germinaban sobre chicas y sobre lo bonitas que empezaban a verse, quién sabe cómo, salió a flote una particular curiosidad que ambos tenían en común, y que de no haber sido tan buenos amigos, se hubieran llevado a la tumba.
La curiosidad comía al muchacho de rizos amarillos, según se atrevió a contarle (ya iba agarrando confianza). También al pelirrojo; a éste evidentemente más, porque fue él quien se acercó al rubio, se fijó en que la puerta estuviera cerrada y, una vez que oyó que nadie venía y suspiró largamente, de un segundo a otro, le dio la señal para que acercaran sus tiernas boquitas y se dieran el primer antecedente de revoltura mental que el ruso caucásico se había ganado, en lo que llevaba de vida.

 

¿Y le gustó?

¿Y le gustó?

Sí.
Le sacó la respuesta después de darle dos minutos para contestar.

 

En el momento no dijo nada, se quedó como experiencia. Sin embargo, a partir de entonces viviría cuestionándose por sus sentimientos y reacciones, ora por ese pequeño e infantil beso…
Ora por lo que se aproximaba en su camino.

 

A unos cuatro meses de cumplir los once, en principios de junio, su padre le dio la peor de las noticias para él en aquel entonces: se iban a mudar. Y no a la ciudad vecina. No al país vecino. No al continente más cercano. Irían a América. Y no a América anglosajona; a un lugar en el que jamás había planeado estar, ni cuando su hermana y su mamá se habían mudado para allá un año antes. Qué terror.

El motivo del cambio era el nuevo trabajo de sus padres, que les aseguraba una mejora colosal en sus ingresos; la economía estaba tratando mal a la familia Lébedev y había vacantes por expansión de su empresa, al otro lado del mundo. La convocatoria estuvo abierta para el trabajador capacitado y talentoso que se postulara, y había sido elegida primero la señora Lébedeva. La sorpresa le había llegado al señor cuando él, casi un año después, también fue aceptado.
A su hermana Galina le habían avisado meses antes y había tomado clases de español para acompañar a su mamá y no dejarla sola; a él le avisó su papá un día llegando a la casa y faltaban ya días menos que un mes para la mudanza. Él odió esa decisión. Partió a tierras mexicanas de mala gana y con mucho calor, extrañando muy fuerte a sus amigos y a Larissa.

 

Aquí, conoció a Ianina…
No. Era ridículo mentir en una terapia.
Ian.

Si el amigo pelirrojo le había causado cierta curiosidad, lo de Ian merecía un nombre aparte, un grado más allá. Le intrigaba. Mucho. Desde que lo conoció.

 

Piel morena, baja estatura, cuerpo de palito, sonrisa bonita y ojos de tesoro… Para el terapeuta, desde la descripción quedó claro que no le estaba contando de un amigo irrelevante… ¿Le estaba contando de un amigo? Más tarde, concluyó que nunca había sido un amigo como tal.

 

Ian tenía algo en él, algo que describió con muchas palabras pero parecía que ninguna lo tenía conforme. Ian revolucionó su mundo, su mente y sus emociones. A los once años, lo que le causaba eran simples destellos del caballerito que era con Larissa, porque así sentía su mente que debía ser con el chaparrito. Sentía ganas de revolver su pelo y fastidiarlo para ver sus muecas. A menudo fingía que no escuchaba sus inocentes clasecitas de español para que la rutina variara y ver todo el abanico de sus expresiones. Le parecía un niño especial, no porque fuera racialmente diferente a lo que estaba acostumbrado; niños morenos había muchos e iba conociendo más. Pero él trascendía en esa multitud de pieles y sonrisas canela. Si él era océano y el frío, el pequeño Ian era el calor y la tierra. Fue su nuevo mejor amigo.

El joven no hablaba nada de español, ni sentía deseos de aprenderlo. Ian entonces comenzó a ayudarlo a motivarse y se convertiría para él en un mini profesor de lengua; no le enseñaba gramática como en la escuela, sino que lo motivaba, lo ayudaba a practicar su entonación y conversación y a afinar el oído para traducir al momento. El pequeño fue un éxito como maestro. La madre misma del eslavo lo reconoció, ella fue quien invitó a Ian a pasar todas las tardes con su hijo.

 

Pero de nuevo, otra vez, vino un cambio a otra etapa: la pubertad.
Así, al tiempo en que abandonaba la apariencia de niñito pequeño y comenzaba a sentir curiosidad por las chicas y por las mujeres de los anuncios, el mismo interés creció por Ian. Ya no simplemente era el chiquito especial que se le figuraba. Era un imán.

Comenzó a mirarlo como sus amigos miraban a las niñas que les gustaban y como ellos describían que miraban a sus primeras novias. A veces no podía controlar ese impulso ya tampoco de molestarlo o de ver sus caras, sino de abrazarlo, fijarse en su aroma y verlo sonreír sólo para imaginarse, tal vez, qué se sentirían esos labios que, para su mala suerte, todavía eran de niño pequeño. Y de niño pequeño aún era la mirada ingenua con la que Ian lo veía, aunque no por eso libre de un tanto de curiosidad y de cariño también. A su perspectiva, Ian se dejaba consentir. Podía sentir una buena confianza entre los dos.

 

Había un problema con esos sentimientos. Ian era un niño. Un minúsculo hombrecito.

Al paciente de ojos azules no le preocupaba su condición de género o la de Ian, ni tampoco era tener que repensar su orientación sexual lo que lo agobiaba. Lo que siempre lo frenó, fue darse cuenta de que, con el paquete de atracción hacia el pequeño Ian, también venían cosas muy malas. Tomó conciencia de ello cuando sus mismos amigos comenzaron a burlarse de sus especiales muestras de afecto, a espaldas de Ian y en la cara de él. De Ian se lo medio imaginaban, lo notaban raro. De él no. Para él eran casi todas las burlas.

 

¿Le vas a llegar?
Ay… tu novio.
Él ni me preocupa, pero tú si te ves hombre.
El ruso gay.
Las mellizas Lébedev.
Te va a cargar el Putin.
Rubia enamorada.
Pinche rubia, ya hazlo tu hombre.
Oye, ya dinos… ¿Por ti se fueron de tu país?

–A mí me gustan las chicas.

Reían de su respuesta.
Sí, cómo te gustan, princesa.

 

Le decía medias verdades a Ian para suspender sus cariños frente a familia (como siempre había sido, porque si no lo regañaban) y ahora también frente a sus amigos. Notaba que él se ponía triste, pero de verdad, además de que le irritaba cuando se metían directamente con su morenito, estaba cansado de que le dijeran “rubia”, como a su hermana. Era por los dos.

 

Desafortunadamente, conforme la pubertad avanzaba, lo hacían también sus pulsiones de adolescente. De adolescente despierto. De chico enamorado.

Chico enamorado.

Lo aceptó a sus trece años, luego de una noche en la que, escuchando la canción favorita de los dos, jugaron rudo y rodaron por el colchón, y estuvo a una delgada línea de su cordura, de tomar a Ian de las manos y besar esos labios tiernos que tanta fascinación y fantasías le habían creado en su cabecilla.

 

Los protectores de la familia argumentarán y discutirán sobre el porvenir de los chicos, de los niños y los jóvenes, pero la descarada realidad que destruye sus consignas, es que uno se da cuenta de esas cosas antes de que, siquiera, se aprenda a freír un huevo y lavar sus ropas, y se vea el primer signo de cosa anormal en la vida.

El mayor error de una sociedad estúpida, es creer que sus chicos son igual de imbéciles.

 

Fue gracias a las burlas y a las opiniones que sabía que sus padres y varios conocidos tenían acerca de aquellos temas, que el joven le puso mejor el nombre de “mariconadas” a sus muestras de amor disfrazadas; para que nadie pensara en nada más que en juegos sin seriedad. Tal vez para qué él mismo se convenciera de ello y, de algún modo, sus sentimientos comenzaran a cambiar.

Pero, lejos de cambiar, sus impulsos fueron creciendo.
A su vez, mientras Ian iba creciendo también, comenzó de igual forma a llamar “mariconadas” a los juegos cariñosos… sólo que gradualmente, él comenzó a participar de forma más parecida a la del ruso. Comenzaron los besos en la frente y las mejillas, las cortesías aumentaron, además de que fueron apareciendo apodos cariñosos. Le decía “mi Ian” y el morenillo, a cambio, le llamaba “mi Misha”.

 

Lo poco que el muchacho del país euroasiático alcanzó a ver de la maduración de su amigo, le permitió ver cómo su miraba cambiaba también; menos ingenua, más cariñosa. Era una conexión de amor muy blanca, por la edad que tenían. Eran como novios de manita, inocentes; por otro lado, el ruso comenzaba a explorarse… y de vez en vez, su chico favorito era el protagonista. Le daba mucha pena después. La experiencia se repitió a sus quince, pero con mucho más culpa.

 

Sabía que estaba haciendo y sintiendo algo que en su entorno cercano, al menos, sería rotundamente rechazado. Se sentía como marcado. Le contó a su hermana melliza por la insistencia de ella, y sólo cuando estuvo seguro de que ella no lo repudiaba; al contrario, lo apoyaría a partir de aquel momento, guardando y siendo cómplice de sus secretos.

El pequeño Ian tampoco supo nada nunca, ni siquiera porque los sentimientos del rubio eran muy notorios. Nunca le dijo nada, siempre negó todo, aunque también siempre hizo promesas de amor. La más significativa, al parecer, implicaba la eterna protección de él hacia el moreno. No había afecciones explícitas, pero sí implícitas. Cosas que no se dicen pero de alguna manera, se sobreentienden; al menos, de parte suya.

 

Si bien el cariño también era obvio en cierta forma por parte del chiquito, el chico ruso nunca se atrevió a afirmar que lo de su amigo fuera otra cosa más que seguirle la corriente a sus propias atenciones. Nunca quiso ver que el pequeño Ian sintiera más que una amistad, un sentido de dejarse querer y un impulso de imitación que correspondiera cordialmente las adoraciones del joven de las pecas. Hasta allí…

Tendrían que pasar varios años y un montón de situaciones para venirse a enterar que Ian sentía también todo lo que el extranjero sentía por él. Bastante tarde, bastante mal.

¿Y era ése el motivo por el cual el muchacho estaba ahí en su consultorio, cada vez más alterado?
A partir de que se hizo este cuestionamiento, el relato, como el estado del paciente, iría de mal en peor.

 

El último cumpleaños que pasaría al lado de ese niño tan significativo, serían los doce años de éste. Hubo una pequeña reunión de amigos y el joven Lébedev le regaló un disco de Green Day y unos chocolates. Se los comieron juntos en su habitación en un espacio del día. Pasó algo muy significativo en ese lapso, pero el joven quiso guardárselo y sólo dijo que había sido evidentemente romántico; pero los detalles los atesoraba para sí. Como el terapeuta no pudo hacerlo cambiar de opinión, siguió con lo demás.

 

Al momento de despedirse, sin saberlo, se dieron el último abrazo y se besaron con mucha pena las mejillas por última vez.

Luego de los cariños, Ian guardaría el álbum musical en una pequeña mochila que ocupaba para la escuela y para seguir practicando el español con el rubio. No contaba con que la misma ya estaba muy gastada de las orillas de la bolsa delantera y, al guardar el regalo, provocó que una serie de papelillos doblados cayera en la alfombra de la sala rusa.
Aunque su paciente se ofreció a ayudar a recoger, el pequeño moreno se lanzó al piso a colectar todas las hojas y se despidió rápidamente, avergonzado, para salir disparado a la puerta. El ruso adolescente pasaría el resto de la noche cuestionándose aquella actitud y decidió que hablaría con él al día siguiente.

No habría tal.

 

Al momento de irse a dormir, el asombro del rubio fue mayúsculo al encontrar uno de esos papeles puesto sobre su edredón, justo donde la mochila de su chico había estado toda la tarde. No le dio mucha importancia en el momento. Se acostó y les dio las buenas noches a todos como de rutina y, sólo hasta que se vio sumergido en la soledad de su habitación y la quietud de la noche, desdobló la hoja.

 

Cuando el paciente le contó aquello, el especialista pudo observar el cambio de actitud. A partir de ese punto, sacarle el relato ya no sería tan complicado, al menos por un rato. El caucásico se soltó a hablar, como si filmara un video–diario. Como si volviera a vivir todo eso. No era para menos, porque habría de narrarle un momento icónico de su vida. El último previo al problema.

 

La hoja en cuestión no era más que una cuartilla de libreta, doblada en varias secciones y no tanto sucia como sí arrugada. Al desplegarla, encontró una carta, del puño y letra de su amigo, su amor desesperado, joven y condenado.
Era una confesión.

El pequeño Ian, de unos tiernos y puros once años, con palabras adorables por su inocencia, pero con la huella de su pena plasmada en su torpe caligrafía, le decía al chico de un diálogo imaginario, que creía que estaba enamorándose de él. Que le gustaba, que adoraba sus ojos. Que sabía muy bien que ambos eran hombrecitos, pero que eso era lo que sentía y no le importaba otra cosa. Que nadie era tan especial como él.

Pero le daba otro nombre. Un nombre que no era ruso.
Un nombre que al instante, el jovencito ruso odió en el fondo de su alma.
Ahora ni siquiera recordaba qué nombre era, pero recordó que en aquel momento, fue lo que más había perforado su corazón decepcionado.

No sabía que era un pseudónimo para él.
Ahora sabía que sí.

Lo supo muy tarde.
Tal vez, sólo tal vez, las cosas hubieran sido diferentes de saberlo.

 

Después de tirar aquella carta a la basura, el ruso adolescente permaneció quieto un rato, tieso de pena, regando las sábanas, pensando en qué tan tonto había parecido todo ese tiempo, adorando a su amigo, regalándole su afecto, metiéndose en problemas por él. Y sin aviso, posiblemente, sin esfuerzo alguno, alguien, un intruso maldito, se lo había quitado.
A Ian le gustaba un chico. Pero ése no era él.
Había tenido una posibilidad, pero alguien se la había ganado en algún momento de la historia.

 

Entonces decidió hacer su propia confesión.

Se levantó hasta su pequeño escritorio, tomó una hoja de color azul de una carpeta y un lápiz. Así, por un espacio de media hora, se dedicó a descargar sus sentimientos frustrados en aquel pedazo de papel, que luego tiraría igualmente al botecillo; donde nadie nunca los vería, donde nadie podría lastimarlos, donde no llegaran a manos equivocadas, como los de Ian.

 

Pero él no corrió con tanta suerte.

Cuando terminó de escribir el último punto de la revelación, se detuvo unos minutos a sellar el propósito del escrito con sus propias lágrimas, empapando el papel. La gran parte de las palabras quedó borrosa, pero aún legible. El muchachito lloró sus primeras lágrimas de amor sin correspondencia en su producción, por un espacio de una hora.
Hasta que se durmió.

 

No se dio cuenta de su error, hasta la mañana siguiente.

 

Cuando se despertó, desde el primer segundo, supo que su vida estaba a punto de dar un giro aterrador; porque lo que lo despertó, alrededor de las siete de la mañana, no fue el sonido habitual de su alarma del domingo…
Era la voz encolerizada de su madre, gritando su nombre, con su papel azul en la mano, que antes de verlo despierto y, sin esperar a que cobrara totalmente la conciencia, le dirigía la mirada más horrendamente despreciativa que le había dado en su vida.

Antes de que pudiera darle la primera cachetada, el chico ya se había paralizado del terror.

Ante los gritos de la madre, el padre y la hermana corrieron al cuarto. Al entrar, encontraron al chico en el suelo, cubriéndose la cabeza y recibiendo palabras de su madre que parecían de todo, menos de una madre.
Padre y hermana leyeron el escrito.
La hermana se apresuró a defender al mellizo…

 

El padre…
El avergonzado y deshonrado padre…
Dejó de ser padre en el mismo momento.
Se transformó en verdugo.

 

La sesión había llegado a la mitad, y el comprometido terapeuta supo que apenas habían llegado al principio de la verdadera historia.

Llamó a la administración del lugar y pidió, además de una grabadora, que luego de entregar el aparato no le pasaran llamada ni recado alguno durante lo que quedaba de tiempo.

 

Lo que siguió, a partir de este otro punto, el paciente lo narró temblando. Se puso pálido, tardó mucho más en responder y seguir contando.
Había de narrar la peor pesadilla de su vida.

Una que lo habría de perseguir como un monstruo.
Un monstruo horrible.

 

Un monstruo que fue real.

Notas finales:

¿Cómo ven? 

 

Era hora de ver el lado de Misha. 

Después de todo, Pavlovna tuvo razón. Nadie se había acercado lo suficiente para saber la otra parte de esta historia. ¿Qué opinan?

 

Nos vemos mañana, bellas <3 amanezcan rico y con muchas energías :D


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