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Los chicos lloran lágrimas celestes [en REEDICIÓN] por DianaMichelleBerlin

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Notas del capitulo:

¿Qué tal los trata el sábado, cosas lindas? Espero muy bien :D

Continúa lo feo. 

 

Va!...


El padre lo golpeó.

 

Definitivamente, lo golpeó con dureza. Pero no tanto como para dejarlo herido. No por fuera.

 

Empero, a pesar de la suavidad del tono de voz que usó una vez terminó el castigo corporal y de mirarlo como la cosa más deforme del mundo… a pesar de no haber usado palabra peyorativa salida del rango de anormal, maricón, adefesio, castigo… lo que pronunció en aquel momento serían las palabras más funestas para el muchacho rubio. Marcarían su vida entera.

–(Tenemos que curarte).

 

Amaba a su hombrecito.
Si no lo amara, no le habría ofrecido una cura.

 

El padre de familia había hecho tratos alguna vez con un tipo, una persona que, además de ser un buen empresario y un hombre de cierto poder, era un hombre devoto, servidor de la palabra de Dios. Por ello, ante la observación de la decadencia del mundo en manos de la peor de las moralidades, había aportado su propio grano de arena a la corrección

Tenía fundado un lugar. Le había contado con detalle de él.

 

La primera vez que oyó el nombre “Jóvenes en misericordia”, relató el paciente, supo exactamente a la clase de lugar que iría. Pero poco sabía de lo que allí le esperaría. No le tomó demasiada importancia; estaba mucho más agobiado por el rechazo familiar, que por cualquier alternativa que plantearan para su futuro.
Después de contactar a la persona y que ésta le comunicara con algún administrativo del dichoso lugar, el padre le ordenó a la mitad del hijo que tenía (así fueron sus palabras, detalló el joven) que empacara toda su ropa y nada más que su ropa, así como sus objetos personales. Mientras hacía esto, el señor se vistió para salir y la madre le gritaba con furor a la hermana que había salido en defensa como un lobo para su hermano, mientras ésta todavía estaba bañada en llanto ante el impacto de haber presenciado la paliza de su defendido.

 

El joven apenas pudo empacar un par de mudas antes de que su padre le indicara que era el momento de subir al auto y partir hacia su curación. Apenas y tuvo tiempo para voltear y echar un vistazo a su recámara, a su hermana implorando que no se fuera, y a su madre mirándolo con desprecio, callando a la melliza.

 

Durante el trayecto al punto de destino, el señor padre no le dirigió una sola palabra al hijo. De hecho, iba conduciendo bastante normal.
Sin embargo, el chico, que apenas iba tomando conciencia de que no volvería a su casa ni a ver a Ian en mucho tiempo, lo llamaba; le pedía atención, le imploraba, le lloraba.

Después de un largo rato en el que el muchacho estuvo insistiendo, el señor terminó por agotar su paciencia y lo lanzó de un puño contra la puerta del auto.

De ahí todo se volvió negro, hasta que despertó mucho después.

 

Su padre ya no estaba, sí sus maletas. Estaba acostado en el sillón de una habitación blanca y estrecha, con nada más que un escritorio con su asiento, un par de sillas, unas imágenes religiosas en la pared y una oración pintada arriba del marco de la puerta metálica. Parecía la recepción de algún lado.
Parte de la cara le dolía por el golpe, pero ahora tenía una pequeña vendita en la zona. Se la tocó un par de veces, antes de que la primera persona entrara al cuarto.

Una señora entrada en años, de cabellos blancos y marrones recogidos, con un vestido gris hasta debajo de la rodilla. Le indicó que era la señora Piña.
Le indicó también que su padre lo había traído esa mañana, explicándoles a ella y su gente que él (el chico) había manifestado “grandes síntomas de conductas perversas”. Le explicó además que había llegado a un lugar donde podían ayudarlo a arreglar su problema. Le contó que estaban allí para darle los cuidados y las atenciones necesarias para que se deshiciera de todas las malas conductas y que, al cabo de un periodo estimado de uno o dos meses, sería un jovencito totalmente nuevo.

 

Relata el muchacho, inmóvil en el diván de otro músculo aparte de los labios y los párpados, que en el momento en el que tuvo de frente a la mujer, con el rostro comprensivo y a través de palabras lindas, supo que en un lenguaje más simple y directo, estaba diciéndole, por medio de una máscara, que estaba enfermo y sucio y que lo iban a limpiar.

Decidió, empujado por la maraña de emociones negativas en su cabeza, que ya había pasado mucho tiempo con la cabeza escondida, llorando, implorando comprensión.
Habría de pasar varios meses allí sin poder hacer nada.

Tenía que ser fuerte.

 

Cambió su cara a una burlona, y se echó a reír en la cara de la señora.

–Señora Piña, yo estoy muy orgulloso de ser un lastre. Va a tener que usar piedras para lavar toda mi porquería. Me caigo de sucio. Y me encanta.

 

La señora no pasó de suspirar por paciencia, pero en aquel momento, entró un sujeto.

El tipo, gordo, calvo y con cara de diablo, de un nombre que no quiso recordar, intercambió un par de palabras con la mujer, la cual salió luego de unos minutos. Después, el hombre y el recién llegado quedaron a solas.
Ante la nueva actitud respondona e insolente del pequeño ruso, este nuevo individuo tuvo mucha menor consideración. Ni siquiera le habló de Dios, ni de nada. Sólo lo interrogó un poco y le escupió que estaba enfermo. Y era un mocoso idiota. Igual de idiota que los pendejitos nacionales que le llegaban.

 

Pero el jovencito hizo bien su papel y ni se inmutó. Al contrario, se puso al tú por tú de palabrería con el hombre con olor a perro. Harto, el sujeto le pidió que tomara sus asquerosas maletas y lo acompañara hasta donde dormiría.

 

Durante el camino, el chico pudo darse cuenta de que estaba en un lugar que no existía a los ojos del mundo. La recepción (donde estaba) se situaba en un cuarto anexo pegado a la puerta de entrada al lugar. Un rótulo del nombre de la institución en la fachada del edificio principal junto a un patio, indicaba una clínica para atención de jóvenes con adicción. De hecho, a través del mismo edificio, que parecía una casa enorme, pasando por un par de oficinas y salones, había unos carteles de prevención de drogas y paz mental en las paredes. También un par de mensajes hermosos bellamente pintados, perfectos para motivar a alguien. Edificio bien cuidado, con buenas instalaciones y equipo, mantenido y con olor a limpio. Pero no se detuvieron allí.

Pasando por un pequeño jardín lleno de matorrales descuidados, arribaron a otro edificio muy diferente; de arquitectura idéntica al anterior, pero de apariencia más vieja. En éste no había cartel alguno, ni siquiera imagen religiosa. Las paredes eran de un amarillo mugriento y el amueblamiento del lugar era mucho más austero. No parecía tener equipo especial, como en el anterior. En uno de los cuartos (donde parecía el espacio para una sala) vio a un grupo de chicos en ropas blancas, con los pelos cortos y sentados en círculos, alrededor de una señora en vestido blanco y holgado, sosteniendo un libro en su mano.

 

El edificio era igualmente muy amplio y tenía tres pisos. El hombre le dijo que se quedaría en la planta de abajo. La planta de arriba (el primer nivel) era para mujeres. El segundo nivel eran oficinas y salones varios.

Lo condujo a un pasillo que daba a varias puertas, como el interior de un edificio departamental de las películas. Se detuvieron frente a uno y el hombre abrió la puerta. Allí, en ese minúsculo cuarto de paredes de tablaroca y que sólo constaba de una cama sencilla de tubos, una mesa de noche sin cajones y un armario sin puertas (para que todo estuviera a la vista), el rubio dormiría todas las noches, durante ese tiempo.

El tipo le arrebató las maletas y revisó sus cosas, tirando en un cesto cercano toda la ropa del ruso que no fuera interior. Tomó de encima de una repisa del armario un paquete con ropa blanca y le dijo que, luego de ducharse (y le indicó dónde hacerlo), tendría que portar esas ropas y una vez hecho eso, le traería unas sandalias y otras mudas más de ropa exactamente igual. Y también irían a cortarle el cabello. Esas greñas rubias de nena que su madre le había dejado conservar por moda y orgullo de su lindura, se habían acabado, tendría cabello de hombre.

 

Sin embargo, pasó apenas una media hora. El muchacho apenas acababa de regresar de la desierta ducha a su habitación, cuando un sujeto igual de panzón pero de canas, piel blanca y ya arrugada, un poco más alto y cara horrible se presentó a darle sus mudas y calzado.

El chico esperó diez minutos a que el hombre se fuera, pero entendió el punto y tuvo que vestirse ante la supervisión del viejo.

 

No podía hablar con otros chicos; sólo con chicas, sólo una a la vez y sólo si algún supervisor estaba escuchando. El horario del día se dividía en “clases” particulares, horas de ejercicio en grupo, horas de baño, de Biblia colectiva, de comer y dormir. Ciertas veces, en el patio durante las horas de hacer ejercicio, escuchó la hora de la Biblia de algún cuarto de la casa de adictos.

Ésta era, hasta cierto punto, inspiradora, llena de aplausos y gentil. La suya era más bien un sermón acerca de lo enfermos que estaban él y sus compañeros, y de cómo si no hacían lo que se les decía el diablo se los tragaba; más o menos así.

Es una curiosidad gigante que el tipo de personas que alegan que la homosexualidad es una enfermedad no traten al homosexual como un enfermo, sino como un delincuente. ¿Enfermedad o no enfermedad?

 

Las demás horas, salvo la de ejercicio, a veces las de comida y las de dormir, se pasaban mal. Muy mal.
Clases de actuar como hombres, de hacerse los machos, de tener que ver prostitutas en tanga y tocarse y lanzarle palabras sucias ante supervisión, de cosas por el estilo, todas humillantes, pero que tenían a todos actuando más pasivos que peces betta en un acuario. Sin vida. Sin emociones, más que la pena ajena. Sólo mostraban algo cuando lloraban al aplicárseles los castigos, si no hacían las cosas de buena gana. Golpes, patadas, humillaciones varias, entre otras. Las falsas paredes y la angosta distancia entre cuartos permitía escuchar todo de uno a otro.

Y luego, frente a todo eso, estaba él.

 

El joven de ojos azules no lo mencionó directamente, pero para el psicólogo, era obvio que los compañeros de los que hablaba eran homosexuales, todos recluidos en una clínica de reparación, de esas que nunca había conocido pero sí escuchado un par de veces.

 

Pero él no era gay.
De hecho, le encantaban las chicas también.

¿Y cómo fue su proceder entonces, si con cada clase, con cada actividad, el objetivo final era ser un joven masculinamente normal que amara a las mujeres… como él?

La cara del joven, ante el terapeuta, se volvió otra. De nuevo.
Se quebró.
Con la boca y la voz temblorosa, pasando saliva, un montón de pausas y los ojos cristalinos, el paciente narró.

 

Más que la presencia de un pequeño idiota que, lejos de apantallarse ante las actividades, se burlara de ellas y lograra cumplir con la mano en la cintura y a punta de risas los objetivos de cosas que involucraran tocarse con mujeres o sentir algo sexual por ellas, lo que les irritaba a los aplicadores de clases era sentirse impotentes e inútiles ante un jovencito que, en su carácter plenamente bisexual y fastidioso, no se veía afectado en su parte homosexual por ninguna de las clases y actividades regulares. No estaban preparados para eso.

El joven ruso pasó las primeras dos semanas de su estancia en su papel más molesto para los encargados de sesiones. Se ponía una máscara perfecta, escondiendo su asco y su miedo; nadie notaba que tenía algo de eso. Lo único que sabían, era que el chico extranjero acababa bien todas sus actividades y, después, se burlaba de los aplicadores y los insultaba; en las horas de Biblia, vivía dándoselas de ateo (aunque en realidad era ortodoxo), criticando y cuestionando pasajes bíblicos y personas, haciendo mofa de todo eso. Lograba, con sus chistes, su sarcasmo y la demostración de su enamoramiento homosexual intacto, que los demás compañeros se rieran, susurraran y aguantaran la carcajada al ver las caras de su maestra.

 

Indiscutiblemente, ésta y otros aplicadores no le tuvieron una paciencia ilimitada. Al cabo de aquellas dos semanas dejaron de ser pasivos con el nuevo chico y decidieron ponerlo de ejemplo ante la insolencia. El extranjero pecoso acababa de terminar exitosamente una actividad que consistía en tocarse viendo a una compañera lesbiana desnuda cuando, al llevar un minuto de sus habituales chistes, el aplicador presente, rojo de furia, se quitó el cinturón de su pantalón en el acto y lo latigueó hasta el cansancio, llamando a todos los chicos de sus aplicaciones particulares de la actividad, sólo para que vieran. Se quedó toda la noche en el piso, adolorido y agotado, pero se aguantó las lágrimas hasta que nadie lo veía. Al día siguiente, simuló que estaba fresco como lechuga y como si nada, aunque el cuerpo le estallara.

Así fue ganándose el odio de todos los encargados.
Y ese odio se sentía. Se sentía mucho.

 

El muchachito rubio no se rindió fácilmente, dio mucha batalla, demasiada para lo que debía y que era prudente. Poco a poco, sus instructores le tenían menos paciencia. De hecho, en cuanto veían que podía terminar la actividad con gloria y podría volverse a burlar plácidamente, procedían a darle un golpe, atarlo con correas de perro a la pata de un mueble, insultarlo de forma demoniaca, hacer que algún otro muchacho le hiciera algo humillante o, el favorito de una instructora en particular, convocar a los chicos y ponerlo contra la pared trasera justo en medio, para obligarlo a desnudarse y aturdirlo con el chorro a potencia máxima de una manguera de agua traída desde el matorral. Y todo mundo estaba obligado a verlo. Era una lección de disciplina. A veces ni siquiera llevaban la mitad del ejercicio y ya procedían con la tortura, a causa de puro rencor.

 

Los compañeros que una vez se rieron de sus chistes e ironías, comenzaron a verlo no tanto como ejemplo de valentía, sino como con curiosidad que rayaba en el morbo para ver o escuchar, clase con clase, qué tipo de suplicio se ganaría esta vez.

Esto pasó por cerca de mes y medio, por lo que obviamente se le dijo a los padres que se prolongaría la estancia de su crío.

 

 

No hubo ni un día de descanso, ni una hora desaprovechada, hasta que el chico empezó a enfermar con mucha frecuencia; habían climas fríos y recibir los manguerazos y otros castigos de agua helada lo hicieron contraer una severa influenza, varias fiebres, gripes y un par de tos. Dejó de comerse bien el potaje dudoso que servían para comer, así que también enfermó de diarrea y de agotamiento por falta de alimento.

El papel de enfermo no mejoró mucho su situación. Seguido pasaba algún instructor por ahí y entraba a su cuarto a reírse de él y lanzarle monólogos construídos de insultos, maldiciones y lo que se les ocurriera que podría hacerlo sentir peor. A veces el joven se reía y contestaba; los adultos menos pacientes le propinaban un golpe.

 

Sin embargo, los administrativos superiores de la casa empezaron a darse cuenta de su estado de salud y pidieron explicaciones a los aplicadores; contestando éstos que lo castigaban porque las clases no le servían y sólo se reía de ellos.

 

Si el terapeuta, en aquel punto, pensó que eso sería un alivio para el sufrimiento del muchacho del diván que ahora hablaba y se veía como un enfermo terminal (y rogó al aire porque así fuera), se equivocó.

 

Y se equivocó porque, claro, los administrativos decidieron que el rusito hijo del gran señor Lébedev sería su caso especial…
Pero no para bien.

Si adaptarlo para que le gustaran las chicas no servía porque, de hecho afirmaba que le encantaban, entonces, el camino estaba en atacar directamente sus tendencias anormales.

Para él, decidieron desempolvar un viejo manual de terapia especial de aversión.

 

Un día, después de que el enfermero le diera el alta para regresar a sus actividades, el chico ruso se topó con la novedad de que ya no asistiría a las clases. En lugar de eso, tendría unos tres o cuatro instructores particulares, en una zona de poco uso de la clínica.

 

Estas nuevas clases consistirían en mostrarle documentales desagradables y explícitos acerca de enfermedades venéreas contraídas por actos homosexuales, algunas de las viejas lecciones de cómo ser un hombre y la acostumbrada hora de Biblia, pero ahora particular; además, había cierta sesión en la que le proyectaban un rollo de fotografías homoeróticas. Si él reaccionaba favorable a las fotos, no hacía caso o empezaba con chistes vulgares acerca de que “se veía bueno” o cosas por el estilo, le aplicaban un castigo corporal. Dicho castigo podía variar entre un golpe, un choque eléctrico o permanecer cinco minutos en posiciones terriblemente incómodas, que a veces hacían que se lesionara.

Efectivamente, el chico, al cabo de un mes más, comenzó a reaccionar de forma negativa ante la pornografía gay o cosas del estilo. Concluyeron que al fin lo habían hecho repelente a los actos sexuales con un éxito que los entusiasmó en demasía.

 

No obstante, aquel entusiasmo se desvaneció cuando, en entrevista de valoración, dijo sentirse atemorizado porque relacionaba la “clase” del material gay con los golpes y le desagradaba. No conforme con eso, afirmó que lo que sentía por “el amigo enfermo” (así llamaban a Ian ahí dentro) era algo mucho más afectivo que sexual. No le interesaba tanto llegar a tener relaciones con él, como sí adorarlo como si fuera una esposa. Claro, esto lo dijo con su característica actitud retadora.

 

Así, cuando faltaban ya otra vez días para que el padre pasara a recoger al muchacho, le dieron la noticia de que, a pesar de que iba progresando, su estancia se alargaría otros cuatro meses; en total de ésos pasaría tres y daban seis meses de estadía en total.

 

 

El primero de aquellos meses continuaron con lo de la aversión, que cada vez tenía resultados más deseables: los castigos y el sufrimiento por fin consiguieron profundizar en su mente: Se volvía cada vez más débil, más callado, más dócil, mejor portado. Había resistido mucho, pero hasta la mente más fuerte tiene cierto límite. Comenzaron a abatirlo por dentro, desde las acciones externas. Dejó de hacer chistes. Ahora sólo gritaba que quería irse de ahí.

Para el segundo mes, decidieron que ya tenía la conducta y el aprendizaje adecuados para volver a las clases normales, lo cual hizo. Sus compañeros dejaron de mirarlo con respeto o morbo, porque ya era más parte de ellos. Aún así, para los instructores seguía siendo frustrante saber que en realidad no estaban aportando nada; el chico eslavo seguía cumpliendo fácil todos los objetivos, aunque estos le dejaran marcada su integridad.

 

Entonces, estando en una clase parecida a donde usaban prostitutas y lesbianas para verlas desnudas, a un aplicador se le ocurrió una idea. Él también trabajaba con las chicas del piso siguiente.

Lo que hizo sería el fin de la resistencia y la cordura del ruso.

 

Una noche, lo llamaron y condujeron a un cuarto sombrío. Una vez allí, le dijeron que tendría una especie de examen. El instructor le señaló una esquina de la habitación, donde había puesta una cama y aguardaba paciente una chica sentada en la mitad del colchón, vestida sólo con su ropa interior. La chica estaba sonriente y el hombre le dijo que ella sería su aplicadora. Era obvio de qué se trataba el examen.

 

Esto iba más lejos de lo que había hecho. El chico se entristeció en gran manera: iba a perder la virginidad en un mugroso colchón, con una prostituta seguramente, en el mugriento lugar que más odiaba en el mundo. No es el sueño de nadie.
Pero como estaba amenazado de experimentar un castigo corporal grupal, procedió.

El instructor lo dejó solo con la chica sonriente y ella se acostó. Él tuvo que quitarle la ropa y hacer todo lo que sucedió a continuación. Ella alcanzaba a verse sonriente por la escasa luz y soltaba sonidos, pero no se movía.
Él trataba de olvidarse dónde estaba y por qué estaba haciendo eso, para aunque sea tratar de hacerlo un poco más “memorable”. Hizo lo que pudo como pudo y con base en lo poco que sabía. De todas formas, a ella parecía no importarle.
Fue cuando terminó el acto, que de repente, la luz de un auto se coló por la ventana y pudo ver claramente la verdadera cara que tenía su compañera.

Nunca olvidaría esa cara.

Era la cara descompuesta de una chica que, desde que había comenzado, había rogado a gritos en su mente que él se detuviera.

 

Se trataba realmente de una chica lesbiana del piso superior. A base del mismo truco del examen, había sido moderadamente sedada para que estuviera quieta. Amenazada de sonreír o si no, el mismo instructor le aplicaría el examen él mismo.
Esto fue lo que ella le contó a susurros, una vez que el chico se dio cuenta y se quedó paralizado del horror, mirándola fijamente.
Él le pediría perdón a gritos y lágrimas, hasta que el instructor volvió por el escándalo y se llevó violentamente a la chica.

No era un examen para él. Ella reprobó.
Y él había perdido la pulcritud de su cuerpo, obligado a arrebatársela a una chica.

 

Desde aquel día fue otro pez betta en el acuario.
Uno muerto.

 

Ningún instructor volvió a tener queja de él. No volvió a pasar a la enfermería. No volvió a dar signos de individualidad. No dio nada.

Se volvió invisible, el corregido ejemplar.

Se volvió el centro de atención de nadie.

 

Excepto el de una persona.

 

Había un instructor en particular, el anciano que le había traído las ropas en su bienvenida. Él lo trataba “bien”, hasta cierto punto. Pero un día, el joven ruso no aguantó más y se puso a llorar en medio de la “clase de ser un hombre de verdad”.
Nunca había fallado en esa clase, y el castigo por la falla era una noche de encierro en un pequeño cuarto oscuro, sin ventanas y apenas con una cama de metal. Esa noche, como castigo, el chico debía dormir allí.

Cuando llegó el horario de dormir, el hombre ayudó al jovencito ruso a cargar sus edredones y sus objetos de aseo a la habitación de castigo. El muchacho iba un tanto nervioso; pero más allá de estarlo porque era ya un poco claustrofóbico, estaba muy de nervios porque, en el trayecto, el anciano le había acariciado las caderas de una forma muy inusual, sin necesidad aparente.

 

Ya el terapeuta se estaba dando una idea de a qué tipo de caso se estaba enfrentando…
Había sabido de esa clínica en una nota de pasada en un periódico, y como artículo en una página de publicaciones gay. Gracias a quienes estaban detrás financiando su existencia, el escándalo que se destapó nunca tuvo mucho revuelo.
Pero sí había escuchado de él. De la voz de unas víctimas que no callaron el horror de ese lugar.

 

A pesar de que contaban con un considerable financiamiento, la clínica en cuestión tenía un pésimo sistema de reclutamiento de personal. Habían comenzado contratando a voluntarios expertos en la palabra del Señor y miembros aguerridos de organizaciones antigays, pero poco a poco, confiados en su buena fe, los reclutadores habían dejado de revisar a detalle los historiales de los nuevos instructores.

El del anciano fue su error más desafortunado.
Era un ex presidiario.
Y no por cualquier delito.

 

Le gustaban mucho las chicas especiales. Aquellas que destacaban por su carisma, su gracia, su originalidad o por su belleza particular. Ése era su fetiche, los ángeles especiales.

Sin embargo, con el chico que condujo esa noche hacia la habitación, se había hecho una excepción especial. Le había llamado la atención desde que llegó, porque ninguna de las ya magulladas lesbianas era tan singular como él. Cabello rubio y rizado, mejillas rosas, cara dulce, pequitas, ojos azules, “hermoso”… Lo había seleccionado desde el principio. Se lo fijó como meta. La meta de un cerdo asqueroso.

Y aquella noche, el joven caucásico lo sabría.

 

La peor noche de su vida entera comenzó cuando, aterrado, se dio cuenta de que a pesar de que ya era hora de dormir, el hombre no se iba.

Aterrado. Él se estaba metiendo con él en la cama. Cerró la puerta antes de darle oportunidad de escapar.
Torturado…

Le hizo sentir el infierno en carne propia, por donde pudo.

 

–Esto te gusta. Por eso estás aquí, ¿no?...

 

El terapeuta estuvo tentado en llamar para que le dieran un tranquilizante. Sentía que el control del muchacho se le iba por momentos. No hallaba forma de parar los quejidos de dolor, producto del llanto doloroso que estaba presenciando. Lo protegió del par de golpes contra la pared que se dio, como si quisiera morirse ahí mismo en el diván.
Había visto casos especialmente espantosos en esa labor.
Este podía ser uno de ellos.

 

 

 

El infierno le duró horas que se le hicieron siglos de tortura, de abuso, de destrucción.

Algunas veces sucedía que los chicos castigados en ese cuarto gritaban; tenía paredes aislantes del ruido.

No tuvo defensa alguna.

 

Lo único que lo salvó, irónicamente, fue la costumbre madrugadora de la señora Piña. La mujer de los cabellos blancos se levantaba a eso de las cinco de la madrugada. Al no encontrar al tercer instructor al que le tocaba quedarse de guardia esa noche, acudió a la habitación aislada para preguntarle de él a su paciente, el último chico que se sabía lo había visto.

Así encontró al decrépito anciano en la cama de aquel cuarto de castigo con el chico ruso, dormido con su aplastante peso sobre el cuerpo del jovencito. El viejo se había dormido más de la cuenta.

 

Piña pegó un sonorísimo grito y el sujeto se despertó; salió corriendo del cuarto, desnudo y sin voltear para atrás, con el propósito de escapar.

La mujer, horrorizada, gritó a otros instructores que se encontraban por ahí para que atraparan al abusador. Ella se quedó con el chico. El ruso había estado despierto todo el tiempo.

Le quitó las sábanas de encima y se dio cuenta que sangraba por su parte trasera y lloraba desesperadamente, pidiendo a sus padres.

Lo llevaron a la enfermería y lo sedaron, para llevar a cabo la curación sin problemas por los gritos del joven. No eran por gusto ni para menos. El tipo no había tenido consideración alguna. Lo rompió.

 

Cuando él despertó, se encontró de nuevo con la señora Piña y el hombre que lo habían recibido el primer día. Tenía todavía el dolor abajo, estaba acostado espalda arriba en la camilla de la enfermería. Tanto la señora como el señor tenían semblante de nervios.

El señor Lébedev les había autorizado a usar todo método que creyeran necesario para llevar a cabo la total cura de su vástago.

Pero una violación…
Eso definitivamente no iba en el trato. Por ningún lado.

 

Le llevaron un desayuno digno del hijo de un rey. Le preguntaron cómo se sentía y si podían hacer algo por él. El chico sólo los miró con odio.
Sabía exactamente por qué lo estaban tratando así.

 

–Cuando mis padres sepan esto, se van a largar al infierno.

 

La señora Piña al parecer adoraba el lugar y lo que hacía. A causa de eso, le ofreció un trato que se imaginaba que no querría rechazar.

Su silencio, total y absoluto, hablando maravillas de la clínica y la forma en la que lo trataron.

A cambio, llamar a sus padres ése mismo día, contarles que se había curado milagrosa y exitosamente de todos sus males. Pintarlo como el mejor de los rehabilitados en la historia del lugar. Conseguir que jamás tuviera que regresar allí.

 

A la mañana siguiente, luego de descansar toda la tarde en la enfermería, ducharse, obtener toda su ropa de vuelta, comer como un humano verdadero y descansar sin molestias en su habitación, el niño fue devuelto a sus satisfechos padres en la recepción. La señora lo recibió con una sonrisa enorme y el padre dudó sólo un par de minutos para volverlo a llamar “hijo” y estrecharlo entre sus brazos.

 

Durante el camino a la nueva casa que habían comentado que sería pronto su hogar una semana antes de su reclusión, preguntaron qué había aprendido el chico durante aquellos meses y él, recordando justo lo que debía decir, so pena de volver a un lugar como ése, contestó:

–Aprendí a no ser un desviado. Gracias por mandarme allí. Ya soy una persona normal, no una aberración.

 

 

Al llegar a la nueva casa, descubrió que su hermana había arreglado para él su habitación lo más parecida a la de la casa anterior. Los padres tuvieron una charla de victoria en familia y se retiraron unas horas después, dejando a los hermanos solos en el cuarto.

Allí la hermana lo abrazó fuertemente, y él se deshizo de la máscara que traía desde que salió de la clínica.

 

Se quebró y lloró hasta que se quedó seco, y le contó a su hermana toda la clase de monstruosidades que había pasado durante aquellos meses, justo como ahora lo había hecho con el terapeuta.

 

El siguiente año y medio, por lo menos, vendrían las secuelas.

Orinarse en la cama. Pesadillas diarias con los castigos y con la violación. Asocialidad. Tendencias suicidas. Calificaciones y desempeño escolar en picada. Depresión. Unos brotes de anorexia y un intento de suicidio con tres pequeños trozos de vidrio en sábado de soledad, ambos parados a tiempo y que su hermana, como todo lo anterior, tuvo que atender en la discreción absoluta, o los padres sabrían que en realidad no se había curado de nada. El miedo a tener relaciones lo trató una novia a sus quince años; al menos, a tener relaciones con mujeres.

 

También había agarrado un desprecio exponencial hacia Ian. Lo culpabilizaba de haber sacado a flote ese germen de homosexualidad en él. Sobre todo, lo odió después de averiguar qué había pasado con él: un contacto que aún habían tenido en común le dijo que lo último que supo de su moreno era que tenía un noviecito y que se veía bastante normal. El muchacho ruso se imaginó que aquel chico sería del que Ian había hablado en su confesión.

 

Mientras Ian había seguido con su vida, él había pasado todo aquello, por algo que, pensaba, ni siquiera había sido correspondido nunca.

 

Su hermana, de nuevo, fue quien lo hizo desprenderse de esos sentimientos. Fue una suerte de terapeuta sin título. La campeona de las hermanas, dijo el joven.

Gracias a ella, recuperó de a poco su vida. Entendió que la culpa de sus males habían sido las personas que lo dañaron, y no tenían derecho alguno en hacerlo.

Eso, desafortunadamente, tuvo consecuencias tanto buenas como malas.

 

Por un lado, dejó de sentir aquel odio irracional hacia el chico que había dejado atrás. A la vez, había reflexionado en compañía de sí mismo y, para su tristeza permanente, descubrió que, a pesar de las malas experiencias y las decepciones, sus sentimientos frustrados hacia Ian, habían quedado congelados, suspendidos, en búsqueda de una solución.
Seguían allí.

 

Lidiaba con esa verdad cubriéndose de una coraza, una máscara de homofobia repentina que le costó un par de pérdidas de amigos y algunos altercados con chicos y personas contrarias a él. Dolía cuando la gente cercana a él llegaba a tacharlo de “retrógrada” y violento, pero no importaba.

Estas actitudes le traían tres recompensas: una, protegerse de toda sospecha en cuanto a su orientación heterosexual a pesar de su pasado; otra, convencerse a sí mismo que dicha orientación era verdad; y otra más, hacer que pararan todos esos gays y demás raros que le estrellaban en la cara la libertad que él nunca tendría, cuando los veía siquiera de lejos, por comer pan frente a quien se muere por un pedazo.

En cuanto a la sexualidad entre hombres, se le había hecho muy fácil repudiarla, pues el miedo a las escenas eróticas de ese corte se le quedó siempre grabado, producto de la conductista terapia de aversión. El único pensamiento de ese tipo que no le trajo miedo fue el de sus quince años al fantasear con Ian; desgraciadamente ese episodio, más que miedo, le trajo vergüenza y remordimiento. Desde esa ocasión reprimió todo sueño de esa clase.

 

Tuvo que cargar con eso, incluso durante sus noviazgos. Su novia más querida lo comprendió. Tenía pendientes en su mente y su corazón. Así siguió su vida normal.

 

Normal… hasta que volvió a ver a Ian. Y el impulso de hablarle y tenerlo en su vida de nuevo, fue todavía más grande que sus ganas de quitarse los sentimientos que, aún después de años, traía todavía pendientes hacia el que había sido su amigo.

 

Su situación actual era que había cometido muchos errores, por el miedo y por callar lo que nunca tuvo el valor de contarle. Ahora había roto relación con él y su inestabilidad emocional lo había llevado a una recaída en las pesadillas, las cuales habían estado afectando su estado las últimas semanas.

 

Estaba allí para curar sus traumas.

 

 

 

Terminó la sesión. Habían sido cuatro largas horas hasta entonces.

 

–¿Este chico sabe aunque sea un detalle de lo que te pasó? –fue la pregunta que marcó el fin de la narración.

El paciente le negó con la cabeza. Ya se había tranquilizado lo suficiente.

 

–No.
–¿Y por qué no, Mijaíl?
–Nunca quise que nadie supiera. Si estoy aquí, es porque mi hermana abrió la boca, antes de que yo pensara en hacerlo siquiera…
–…
–Es todo.
–¿Por qué este chico te afecta tanto? ¿Es sólo por lo que sientes por él?
–Es que él es todo para mí.
–…
–…
–Pero… eso te hace daño. ¿Por qué no poner la solución en ti mismo, o buscar alguien más?
–…
–Dime.
–…¿Usted cree que, aún haciendo eso, tendría tranquila la conciencia?

–…Puedes intentar algunas cosas. Puedes escribir una carta, con todo lo que tengas que decir, y deshacerte de ella como mejor te parezca. Eso te ayudaría a aliviar tu carga.
–…Para eso, tendría que hablar con él –el paciente suspiró– Voy a vivir mi vida sin tener su perdón. Esa es la carga más pesada que tendré. No el hecho de guardarme las cosas.
–…
–Estoy aquí por otras cosas.

 

El terapeuta lo miró por unos momentos antes de decir una palabra.


–Vale, está bien, Mijaíl, pero por hoy la sesión terminó –el psicólogo se levantó, al igual que el joven.
–Gracias.
–Quiero que sigas obedeciendo a tu hermana y comas a tus horas. Antes de dormir, lee, mira o escucha algo agradable y la próxima sesión empezaremos a accionar sobre lo de los sueños.
–De acuerdo.

 

El psicólogo asintió. Abrió la puerta y esperaron unos cinco minutos a que sus acompañantes femeninas llegaran por el muchacho.

 

El psicólogo había marcado muy bien uno de los primeros pasos a seguir para la sanación.

Este chico no sólo estaba marcado por muchos dolores, sino que también llevaba una tonelada de remordimientos que no le habían permitido estar bien consigo mismo. Y no tendría paz ni avances hasta que se desarmara de ellos.

 

 

Cuando todos los chicos iban saliendo por la puerta de la clínica, el terapeuta, de nombre Iván, pidió unos minutos a Ariadna. Sabía que ella era la líder detrás de la iniciativa de la terapia de su amigo.

 

–¿Qué pasa, Iván? –preguntó ella, al ver al profesional en esa actitud tan confidencial.

 

Luego, él le dio unas instrucciones precisas, necesarias para el progreso de Misha. Muy necesarias. Y le dijo que no le comentara a él, porque comprendía que por él mismo intentaría detenerla. No estaban para eso. El chico rubio, de las pesadillas monstruosas y el corazón roto, necesitaba deshacer sus cargas.

Ella tenía que lograrlo. Ella podía.

 

Él realmente necesitaba esto.

 

Notas finales:

¿Cómo ven, bellos?

 

Tal vez con esto puedan entender a Misha un poquito más. A veces las personas son como son porque tienen algo en su alma que no los deja ser de otra manera. 

¿Tú qué opinas? 

 

Recuerden que ando en Instagram como dianamichidaiiann. ¡Ya tengo colores nuevos! :3 los voy a andar estrenando. 

 

Que tengan una bella semanita, pues ésta viene muchísimo más bonita (me odiaron esta semana pero me amarán en la otra, ya verán xD)

 

¡Bonitos días! <3


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