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Los chicos lloran lágrimas celestes [en REEDICIÓN] por DianaMichelleBerlin

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Notas del capitulo:

Gracias por pasar a leer

Aquí la introducción. 

Gracias, gracias gracias!

 

 

Viernes, 19 de octubre.

 

En el parque del corazón de la gran Colonia Pintores, en alguna parte de la Ciudad de México.

O bien, ubícala donde quieras, donde sea, si no te gustan las quesadillas sin queso.

También puedes ubicarla en cualquier parte de Latinoamérica, con la comida o los antojos más odiados por tus compatriotas. Cambia modismos en tu mente y todo el escenario; una sólo lo cuenta de una manera. La esencia de la historia es lo que te voy a contar, no las locaciones.

Precisamente, es a unos tres metros de un puesto de antojos varios, en la jardinera con la sombra más rica, que comienza todo esto.

 

La jardinera de la sombra más deliciosamente refrescante del parque Brochas era el punto de reunión para el que se estaba dirigiendo Ian Lima Valdés; a toda velocidad, por cierto. Su siguiente clase comenzaba en veinte minutos.  

 

Ian, a simple vista, no tenía nada nuevo que ofrecer al mundo, al menos a esta parte del planeta. Adolescentes morenos, de ojos grandes y negros, cabello un tanto largo, delgados como una astilla, con brazos y patas de fideo y bajos de estatura, de esos que parecen un pequeño esqueleto con una untada de carne, son los que más abundan por aquí. Tal vez lo único que destacaba era la dulce carita que a veces tenía y la linda sonrisa que dejaban ver sus labios cuando estaba contento, pero de ahí, nada demasiado interesante. La gente sólo lo estaba viendo porque corría como si detrás de él viniera la epidemia del siglo o una madre furiosa con la chancla en la mano. En realidad, era que Ariadna, su mejor amiga, lo estaba esperando pacientemente en la jardinera mencionada.  

 

Te habría dado tanta risa mirarlo pegar esa carrera. Llegó sacando y metiendo aire de sus pulmones como si éstos le fueran a explotar, chorreando gotas de sudor. Ya estaba completamente arrepentido de haber citado a Ari en medio de las horas de clase. Con todo eso, llegó y le puso la sonrisa encantadora y la saludó con mucho gusto, pero ella venía algo desanimada. Las cosas dentro de su relación no estaban saliendo bien.

 

-Qué puntual -exclamó ella, en cuanto lo tuvo de frente- Ja ja ja.

-Hola -saludó él, limpiándose con un pedazo de pañuelo que sacó de la bolsa pequeña de su mochila, que ya de tan desgastada, parecía casi un morral malhecho.

-Ja ja ja, no era para tanto. También podía verte en la tarde.

-Mmm... neh -Él volteó los ojos- Era esto o esperarme hasta Inglés, y ya sabes qué pasa en esa pinche clase.

-Ah bueno. Entonces bien.

-Sí... ¿Qué tienes? -Ya la conocía lo suficiente para notar que no andaba tan contenta.

 

Ella sólo encogió los hombros. -Qué te digo...

-Una pelea...

-Le acabo de hablar y bueno...

 

El aire les sopló en la cara.

Si había un buen lugar para hablar tranquilamente de la vida, era ese parque. Todo mundo iba cuando necesitaba un respiro del contacto agitado con la gente de cerca. Había niños cerca de una fuente, gente leyendo y algunos chicos platicando y pasándola bien.

 

Fuera del enojo de Ariadna, aunque ya era otoño, todo se veía como las tardes de verano en las películas. Todo, hasta el airecito, era bonito y agradable.

 

-...Y te colgó. ¿Verdad? - le preguntó Ian, cuando ella comenzó a detallarle los sucesos-Oye...

-Creo que debo empezar a analizar mejor las cosas si quiero que por fin una relación me dure- suspiró ella. Ya se le había arruinado el día.

-Pues, tal vez un poco. Oye... -Insistió él.

-Dime.

–¿Segura que estás de humor ahorita? 

 

La chica se compuso de repente y mostró una sonrisa. No quiso verse mal. 

 

– ¡Ah no, sí! Yo estoy bien ¿Y tú?  

–Bueno, Ariadna, más te vale– el chico se descolgó la mochila y abrió el cierre principal– Te traigo un regalo.  

 

La cara desinflada de Ari ahora sí se transformó de verdad y le brillaron los ojos. 

 

- ¡Ehhh! -Hizo como niña pequeña- ¡Dameee! ¿Es comida?

–No, Ari.

–Ay… bueno, gracias, te acordaste de mi dieta, ja ja ja. ¡Dame, dame, dame! 

 

Realmente, Ari era mucho más que una amiga para Ian… 

 

…No. Eso no. Ahora verás por qué. 

 

Era su salvadora. Su defensora. Lo había salvado de la parte más desdichada de su vida… La segunda más desdichada. 

 

La morena de piel blanca y cabello rizado cerró los ojos y extendió los brazos y el moreno le dio en sus manos la pequeña prenda que le había comprado con mucho cariño. 

 

–Bueno, amiga –empezó el pequeño y delgado pelinegro– Ésta es mi forma de agradecerte por todo lo que me ayudaste. No hay forma de pagarte eso, pero, al menos puedo empezar pagándotelo con algo que sé que te gusta mucho. 

 

Ari abrió los ojos y en sus pequeñas manos había un gorrito de bolsa azul índigo. Efectivamente, ella era coleccionista y amante de ese tipo de gorros. Le faltaba el azul.

–¡Ay!! –Exclamó ella, con un dejo de ternura– ¡Es tan hermoso! ¡Sabes que me encantan! 

–Qué bien que te gustó.

–Sí…aunque… –Ari extendió el accesorio con las manos, calculando su tamaño– Creo que me va a quedar un poco apretado.

–¡Nooooo! –se lamentó Ian. Creía haber calculado bien las dimensiones de la cabeza de Ari. 

–Pero, poquito nada más –lo animó ella. 

Fuck… –Ian hizo una mueca. 

 

El viento estaba soplando un poco más. El cariñoso amigo trató de acomodarse los cabellos que le volaban y Ari se rio. Así se le ocurrió algo. 

 

–Oye, Ian.

–Mande. 

–¿Puedo ver cómo se te ve puesto a ti?

–¡Ah! ¡No lo quieres! Ja ja… 

–¡No! No es eso, sólo que se me ocurrió ver. A ver, inclina la cabeza. 

 

Ian se inclinó como saludando a un honorable asiático, mientras Ari acomodaba el gorro y lo colocaba y arreglaba en su cabeza. Quedaron sueltos un par de cabellos. Se veía adorable. 

–¡Ay!! ¡Te ves tan lindo! Quédatelo puesto– sentenció la pelinegra. 

 

Ante el halago, el pequeño y delgado moreno se sonrojó. 

 

–Ja ja ja… ¡Pero era tu regalo! 

–¡Ay! –Ari estaba encantada con la carita de niño de Ian– Mi regalo es que tú la uses.  

 –Ah, bueno, ja ja. 

 –Pero es prestada, ¿eh? 

 –Ja ja ja, está bien. 

 

La estaban pasando tan bien, que Ian dudó en entrar a la clase siguiente. Inglés era la clase menos relevante para él. Sólo tendría una clase rutinaria que podía poner al corriente y no había nada que entregar.  

 

–Y oye, Ian –dijo su amiga. 

–¿Qué pasó?

–No tienes que agradecerme.

–…Sí tengo. Gracias. 

–Ian –le sonrió ella– Lo que hice no fue un favor, fue de corazón.

–Tienes un corazón muy grande, Ari.

–Je je, gracias. Pero es cierto, no me debes nada. Al contrario, me hace más feliz la vida ver que ya por fin puedas vivir bien y en paz.  

–…Gracias.

–Ian, no des gracias. Nadie merece lo que tú pasabas. Y menos tú. Tú mereces ser feliz.

–Estar ése día ahí y encontrarte fue un regalo del destino, je je. 

 

Se sonrieron el uno al otro.  

–Ja ja ja oye, no te pongas heterosexual conmigo– rio ella al final.

–¡Ja ja ja ja ja! ¡Ni muerto! –contestó Ian. 

–No, no manches, ja ja ja… 

Se rieron al unísono. 


Ari era lesbiana y pertenecía a un pequeño grupo de chicas feministas que estaba unido con otro de ayuda a la comunidad LGBT. Ian era lo más reciente que se había encontrado en materia de acoso escolar. Al pobre le había ido muy mal durante años y, un día, después de sufrir otro ataque, se encontró con ella y la solidaria chica lo ayudó a salir de sus problemas. No descansó hasta darles una lección ejemplar a los abusones de Ian. Él se sentía en deuda hasta la médula. Ya eran mejores amigos. Era una historia como de programa de televisión optimista, con el final más optimista y cancerígeno para quienes aborrecen estos temas.  


Pero éste es un principio, no un final.  


–Bueno, y… hablando de ser feliz…–comenzó a decir Ari. 

–¿Qué? 


Ella lo miró inclinando una ceja.  

–¿Ya me vas a decir quién te gusta? –Ari había venido insistiendo mucho con esa pregunta. Ian siempre le ponía cara de fastidio. 

–Que no, Ari. No me gusta nadie. 

–Que no me quieras decir es diferente de que no te guste nadie, ja ja. 

–Ariadna, estoy más solo que un perro hace meses. 

–Ja ja ja, a ver. Yo no te pregunté eso. Mi pregunta fue muy clara… 

–Ariadna…

–¿Hay algún guapo que te guste? 

–Ariadna…

–¡Ah! ¿Soy yo? 

–¡No! ¡Tú no! ¡Guácala!

–Ja ja ja, tu cara. 

–… 

–¿Es alguien que yo conozco? 

–No hay nadie, Ariadna. 

 

Ian hizo una mueca triste, con el fin de que dejara de molestarlo. 

 

No le mentía. Pero le incomodaba mucho hablar del tema. Sucedía que siempre que le hacían esa pregunta, a su mente siempre le llegaba una persona en específico. Una que odiaba recordar, pero su mente la relacionaba automáticamente con esa pregunta, porque por años así fue. Ya no lo era más, pero aún así, la molestia seguía allí como si no pasara el tiempo. 

Pero Ari no sabía eso. 

 

–Ian, no te creo –ladeó ella la cabeza– Y no te creo porque tú mismo pones una cara como si me estuvieras diciendo “no es cierto, no me creas”, es como si tuvieras un letrero en la frente. 

–Oh…

–Ay, Ian. 

–Oye… –su amigo ya estaba molesto en verdad– Si te digo que no hay nadie, ¡es porque no hay nadie y ya! Si lo hubo antes o lo habrá no importa. Es algo que me importa muy poco ahorita ¿me puedes dejar de preguntar esas cosas?

–…

–…

–Ian.

–…

–Oye, así habla una persona resentida.  

–Ay… 

–Y no creo que sea por Joaquín, ¿o sí? 


Joaquín había sido el último novio de Ian. Pero ellos dos se llevaban de maravilla. Ariadna también lo conocía. También había sido “uno de sus niños” (así se refería a las almas casuales a las que ayudaba, junto con sus amigas). 

 

–Quiero pensar que por ahí no hay alguna bestia que haya sido capaz de lastimarte a ese grado, Ian –agregó ella– Pero como sea, en eso no quedamos. 

–¿Y en qué quedamos? 

–Quedamos –alzó la voz ella– en que te vas a deshacer de todos los rencores que tengas. Todos. Es parte de tu sanación interna. Eso te lo dijimos el día que terminó lo de las denuncias. ¿Lo estás cumpliendo? 

–Sí, lo estoy cumpliendo –suspiró el moreno– Pero hay cosas que me cuestan más que otras. 

–Bueno, pero lo vas a hacer. 

–Sí, sí… 

–¿Quedó cla…? 


Antes de terminar su pregunta, Ariadna miró hacia atrás de Ian. Puso una cara como de haber visto al Grinch llevándose la navidad. Más o menos, porque se llevó su buen humor. 


–Oye, Ian –sopló con fastidio– hablándote de bestias… 

–¿Qué? 

–Necesito que me aclares algo. Hay un tipo que ya van tres veces que me causa dolores de cabeza. 

–¿Un tipo?

–Y quisiera que me dijeras tú. 

–¿Qué cosa? 

–Mira, voltea. ¿Me puedes decir si ése tipo sentado también te molestó alguna vez? Para de una vez partirle su mandarina en gajos. 

–¿Cuál?  

 

Ian volteó hacia su derecha. 


–No, a tu izquierda, Ian. ¿Ése te ha hecho algo? 


Ian volteó a su izquierda entonces, hasta poder ver bien la jardinera de enfrente. 


Hasta ahí se le acabó el verano feliz. 

 


 – – – – – – – – 

 

 


Tres años y un poco más atrás.  

 


–Ian. 

–¿Eh? 

–…Ian, oye. 

–… ¿Qué? 


El aire siempre sopló bien en aquel parque, pero nunca como en esa época. 

Desde aquel día de paseo, parecía ya más tiempo del que pasó en realidad.  

 

Hubo una época en la que el parque Brochas no tuvo ninguna jardinera, Ian lo recordaba muy bien.  

El parque tuvo alguna vez una treintena de bancas blancas en diferentes pasillos más angostos, que llevaban a uno por un agradable paseo a su interior. No había fuente, ni sombras de jardinera, pero había ardillas en los árboles y tramos extensos de pasto, que aunque estaban cercados para evitar el paso de personas, no eran impedimento alguno para los niños traviesos, ocultando sus planes y sus bromas bajo el cobijo de las hojas, con los animalitos como únicos testigos.  

 

¿Era una travesura lo que estaban haciendo? 

 

–Ian…

Le hablaba la voz temblorosa del niño, ya casi el jovencito, que gustaba de sostener su mano caminando por aquel parque. El niño de los cabellos rubios y rizados, las cientos de pecas, el acento extraño y los ojos grandes y azules, tan vivos cuando lo miraban.  

Por él, el azul era su color favorito.  


La voz aún no se atrevía a decirle nada.  


–Oye –le dijo Ian, al niño de la piel blanca y mejillas rosas, que lo había tenido en vela desde tiempo atrás. 

–¿Eh? 

–…Ya repetiste mucho mi nombre, ¿Qué te sucede? 

 

El niño rubio, que entonces le llevaba menos de media cabeza de altura, lo miró a los ojos y le apretó aún más la mano. Miraba al cielo, como buscando una respuesta entre las nubes.  

Buscaba una respuesta, pero las ardillas no iban a decírsela.  


–Ian –se aclaró la voz el de los ojos azules– ¿Esto te gusta? 

 

El niño de la piel canela, con la mano sudada y las mejillas rojas, ya sabía a lo que se refería él.  

Ése agarre tan singular de sus manos.  

Ahora no estaba Inessa para soltarlos.  


Ian sabía que su amigo se refería a eso, y todo lo demás que hacía que su propio corazón se revolucionara, aunque tuviera once precoces años. Y el güerillo apenas trece.  

Intentó ser gracioso. 


–Ja ja… ¿Sólo me trajiste hasta la sombra por eso? 

–No… 

–… 

–Bueno, sí.  

–… 

–Tú sabes. 

–…

–Por favor, no te hagas tonto, Ian. Sabes tú bien.  

–Sí entendí. 

–… 

–…

–¿Esto te gusta, Ian?

 

Con todo y las mejillas rojas con las manos sudadas, tenía que disimular. Para alguien más grande es más obvio, pero él creía que todavía podía fingir que no sentía mucho. 

No lo hacía. Aunque no era como si el otro pareciera darse cuenta.  


 –Sabes que sí, mi Misha. Bueno, no estamos haciendo gran cosa. 

Así respondió el pequeño latino, por fin.  


Latino.  

 

Su amor, ese primer amorcito de la niñez, era un pequeño chico venido del otro lado del mundo. Una cosa muy rara en la vida de un niño, de no ser por los estudios en Traducción y el empleo de su mamá. La admiraba por ello. Le agradecía por ello, cada vez que veía a Misha, el chico nacido en la nación más mágica y nevada de Europa del este, sonriéndole mientras abría sus emociones con él, como nunca vio que se atreviera con nadie más.   

Eran mejores amigos, los mejores, los más apegados.  

Empero, a pesar de que la amistad del pequeño extranjero le hacía bien también, la verdad era que, desde que esos ojos del color del mar y del cielo en verano se habían cruzado con los suyos, un mundo totalmente distinto se le abrió, fuera de lo que pasa un niño promedio.  

El destino quiso que Misha lo llevara de la mano hasta debajo del cedro, lo viera y le sonriera, en medio de las hojas y las ardillas de los árboles. 

 

–¿De verdad? –sonrió Misha. Las pecas embellecían sus gestos.  

–De verdad. 

 

El rubiecillo sopló un poco, como si una sensación muy agradable le recorriera el pecho, o eso parecía. 

–Mi Ian… 

–Je je… Mi Misha. 

–Saber eso me hace feliz. 


Cualquier otro niño se habría sentido extraño con esas palabras, o como mínimo habría preguntado por qué.  Pero para Ian, bastaba una sonrisa, y saber que Misha estaba feliz, para que todas las explicaciones sobraran.  

 

Aún así, le hubiera gustado tenerlas... Unas más allá del concepto de lo que Misha llamaba cruelmente (y quién sabe por qué) "mariconadas".

 

Sobre todo, cuando Misha ponía esa cara, inmediatamente después de su expresión de felicidad. Como si supiera que no debía comportarse de esa forma. Como si estar feliz en ese momento condujera a un castigo.  

 

¿Por qué lo hacía, si sólo era un juego? 

¿Era una travesura lo que estaban haciendo? 


–Ian… 

–¿Eh?... 

–Oye… 

–…

–Entonces, si me siento tan bien… ¿Por qué estará tan mal? 

 

Ian se quedó callado

No encontró una respuesta certera para darle a ese niño.

 


 – – – – – – – – 

 

–Sí te hizo algo, ¿Verdad??  

 

Ni siquiera había logrado salir completamente del shock de aquella vista y Ari ya estaba hecha una furia de antemano.  

Pero él no lo notaba.  

Porque estaba totalmente impactado con esa odiosa presencia.  

Deseó estar en la clase de Inglés.  

 

–¡¡AJONJOLOVSKY!!!  

 

Una chica le gritó a lo lejos a esa tan nefasta figura, y nefasta para Ian fue también la reacción de ésta última.  

 

La presencia alzó la cabeza del libro voluminoso que estaba leyendo, justamente al otro lado de la jardinera donde estaba (¡Todo aquel tiempo le estuvo dando la espalda!).  

Ojalá Ariadna no lo hubiera visto, ni la chica gritado ese apodo.  


Lo miró fijamente, con una mezcla punzante de sorpresa y odio. La sensación que sólo una persona detestada produce en los intestinos.  

 

 

Odió enterarse de que la adolescencia tardía no pudo con esas invasivas y "asquerosas" pecas que le cubrían por completo las mejillas y hasta un poco la barbilla, la nariz y encima del ojo derecho; pero ya sin ese rosa como ruborcito que se le veía tres años atrás, se le hizo que la cara le había cambiado y convirtió al dulce niñito de sus recuerdos en un tipo con mucho menos chiste. Se concentró en eso y no en la maduración de sus facciones, porque obviamente el treceañero (ya diecisieteañero) ahora se veía bastante más masculino.

El rusito de sus memorias ya no era un niño delgadísimo; tenía un cuerpo más bien en forma, ni muy delgado ni muy musculoso. Ya era bastante más alto, su piel era de un blanco un tanto pálido típico de un ruso y esa maraña de rizos ruios dorados seguía exactamente igual. Antes la llevaba un poco más larga, pero ahora los chinos se le alborotaban uno sobre otro, esponjados y moviéndose con el soplo del viento.

 

Pero lo que más le despertó el odio, además de los rizos y las pecas, fueron los ojos.

 

Esos ojos. Poderosos, intensos, puros ojos celestes, que aunque más chicos por la maduración, aún permitían ver a lo lejos esa tonalidad de gama azul que alguna vez le produjo sueños y ahora le daba no sabía qué... le daba algo como repelús.

Y los ojos parpadeaban para humedecerse, como si le guiñaran a la vida, con todo y sus rubias pestañas, a bella voltuntad del aire.

Pinche aire.

 

Y pinche incapacidad de Ariadna de no explotar en automático con las cosas que más la enfurecían.  

De pronto… 


–¡OYE!! ¡Pinche bestia!!! ¡Tú, pendejo!!! 

 

Al siguiente segundo, Ian sintió que Ariadna se acercaba y se ponía frente a él dando pisotadas como titán agresivo y alzando la voz en el tono justo por el cual muchos a los que se había enfrentado le decían que era el ejemplo de feminista “moderna”, prepotente, odiosa e insoportable.  

Ian sabía que pocas cosas la ponían así, pero sabía también que cuando ella gritaba de esa forma, no había poder humano que la hiciera parar.  

Deseó que lo hubiera, porque al instante también, Mijaíl Pávlovich Lébedev, el ruso que pasó de causarle mariposas a un ardor de cien hormigas picándolo, volteara rápida (y lógica) mente en la dirección en la que se encontraban los dos.  

 

–Mierda… –pensó para sus adentros. No quería que le hablara, ni que lo reconociera. Ni siquiera quería que lo viera. Maldito temperamento de Ariadna. Pero él había tenido la culpa por quedarse como piedra cuando ella le preguntó si lo conocía; ni modo.  

Inmediatamente de que el ruso volteó, Ian se escondió tras de Ari, retrocedió casi un metro y se tapó la cara con el gorro y los cabellos… como si con eso se pusiera mágicamente en un punto ciego de la vista del rubio. Cómo no.  

 


Mientras tanto, la pelinegra seguía alegando.  

 

-¡¡Pendejo cara de pizza, te estoy hablando!!! -vociferó la de pelo rizado y gorrito negro - ¿¿Otra vez te voy a poner en tu pinche lugar???


Misha se le quedó viendo como a un espécimen, con ojos de plato… igual que varias personas que pasaban.  

Y Ariadna siguió y siguió.  

 

–¿¿Por qué te encanta andar jodiendo a los que son diferentes, mastodonte??? 

 

Y la cara del ruso se fue transformando en una de ira y hastío.  

Al parecer, a favor de Ian, Misha parecía sentir el suficiente repudio a su amiga para ignorar al mundo por completo, incluido él. 


-¡¡¡Las vas a pagar, odioso de cuarta!!! - la oyó. "Ya cállate, Ariadna" rogaba por dentro el moreno -¿¿Qué te pasa???

 

En realidad, toda esta escena cómica como de historia barata duró apenas medio minuto, todo pasó muy rápido. Pero como en todo, a un escondido los segundos se le hacen horas.  

Pero no horas tardó el ruso en responder. Y lo primero que escucharía Ian de esa madurada boquita rosa que tanto quería probar en la pubertad fue… 

 


–¿¿AHORA QUÉ TE PASA, MACHORRA DE MIERDA?? 

 

Hermoso… simplemente hermoso. No en verdad.  


Las personas que transitaban apenas y querían cruzar por allí, cual las miradas de Ariadna y de Misha fueran rayos láser apuntando a quemarropa. Uno se detuvo a grabar discretamente a ver qué pasaba. Otros vieron a Ari y se murmuraron “feminazi”, aguantando la risa.  

 

–¡QUE OTRA VEZ TE VOY A PATEAR EL TRASERO, IMBÉCIL!! 

–¿POR QUÉ LADRAS?? ¿QUÉ, YA TE OFENDE QUE HAGO MI TAREA?? 

–¡YA ME TIENES HARTA!! 

–¡¡PUES LÁRGATE, PENDEJA!! 

–¡¡YA TE VOY A DENUNCIAR, TE LO ADVERTÍ!! 

–¿QUÉ PUTAS TE HICE?? –El ruso señaló a algún punto– ¡YA LÁRGATE A HACERME UNA TORTA, FEMINAZI ESTÚPIDA!! 

 

Al menos el acento le había mejorado para hablar español. 

Algo muy malo habría hecho el pecoso, para irritar de esa manera a alguien tan calmada como la pelinegra, adivinó Ian mientras seguía escondido en su gorro.  


Haber hecho algo muy malo…

O tener ideas muy incómodas... 


 ¿¿Él?? 


–¡Yo te grito cuando quiera… –continuó gritando Ariadna– porque no sabes portarte como la gente, acosador idiota!! 

–¿Cuál acosador??? ¿¿Ya soy acosador??? –Increpó el ruso– ¡Nadie te querría acosar a ti!! ¡¡Ni que tus pendejos asuntos le importaran a alguien, pinche desviada asquerosa!!! 


“Desviada asquerosa”. 

Sí… Él. 

 

Se había vuelto homofóbico. La cereza del pastel.  

La Tierra se había tragado al niñito especial de Ian, y en su lugar había escupido “eso”, pensaba el de ojos negros.  

Lo odiaba desde hace mucho, pero ver eso era especialmente decepcionante. En demasía.  

Algo en su corazón se quebró.  


–¡¡A mí qué me importa la vida puerca de una lesbiana, cagada humana tonta!!! ¡Ya déjame!! –le oyó Ian a su antiguo amor. Ya sólo faltaba que lo viera, para terminar de completar la escena cliché del reencuentro fatal; pero entre más palabras le escuchaba, menos ganas tenía de verle la cara. Era lamentable lo que oía.  

¿Cómo pudo haber amado alguna vez a alguien como eso? 


Ya debían traer mucho problema desde atrás. La pelea entre feminista y extranjero ya se había prolongado lo suficiente y ya rayaba en el morbo del ridículo; le hacía falta nada más la música de fondo.  

Eso no iba a concluir pronto. Y al fin y al cabo, era obvio que terminaría viéndolo.  


Fue entonces que, casi como si Ariadna misma le hubiera leído la mente, ella se dio cuenta de que su defendido no aportaba nada al contraataque y giró hacia él.  


–¡YA DILE ALGO TÚ TAMBIÉN, IAN!! –Gritó, haciendo ademanes con las manos.  

 

Ahí fue donde, definitivamente, el cuadro del cliché se completó. El ruso volteó hacia el moreno.  

Y sí, tal y como estos típicos cuadros dictan tanto en la ficción como en la espontánea realidad de uno en diez mil, la cara de Misha el ruso cambió completamente. 

Y él pudo ver asimismo, por primera vez en años, esos ojos negros como ventanas a la noche, pero bañados en desprecio…Como nunca antes los vio.  

 

Se vieron a los rostros, se recorrieron con la vista, volvieron a sus ojos y se quedaron como tontos plantados como árboles; en especial Misha. Ian pudo tener el minúsculo consuelo, desde su percibir, de haber tenido el impacto suficiente en él para callarle la boca y dejarlo pasmado con su presencia.

Y es que, pensaba el moreno mientras todo ocurría, el encuentro con una persona tan importante del pasado siempre tiene que causar impresiones de ese tamaño.  

Aunque, sinceramente, después de aquel pasado, también se hubiera esperado morir ignorado por ese ruso traidor.  


No sería la primera vez.  


Ariadna los contemplaba con cara de interrogación, la gente se aburrió y dejaron de grabar; los labios de Misha temblaron un par de veces e Ian supo que quería decirle algo. Era como si viera un fantasma.  

 

Le temblaban los labios y la gente empezó a pasar de nuevo normalmente. Los de Ian permanecían inmóviles, porque para él, después de aquel pasado, no había otra cosa que pudiera decirle a ese mentiroso.  

Sólo deseaba que se fuera, que los labios dejaran de temblarle… 


Supo que quería decirle algo. 

 

Pero no pudo.  

 

 

Misha rompió el contacto visual, sus labios se calmaron, se dirigió a su jardinera a tomar el libro y su mochila verde militar y se marchó, con el mismo misterio con el que había empezado todo el asunto.  

Se fue. Y no miró atrás.  


“No debí venir para acá” se dijo Ian mentalmente. Quería que Misha se fuera, pero en el fondo, sólo un poco, hubiera querido escuchar algo de su boca. 


Algo como una explicación.  

Quizá debió preguntar “¿Por qué?” 


-Ian- Ariadna lo llamó, casi rascándose la cabeza para tratar de entender lo ocurrido- Oye...

-...

-Oye, perdón que sea insistente pero... ¿¿Qué fue eso??? -exclamó ella.

-...

-Ian... ¿De dónde lo conoces?

-Era mi amigo- respondió en seco.

 

Los recuerdos salieron de sus tumbas; salieron semejantes a un chorro de agua helada del grifo.  

Pero no salieron los recuerdos hermosos, ésos que le gustaba demasiado repasar hasta hacía dos años, para poder torturarse mejor arrinconado en su recámara.  


No. Salieron los pútridos. Salieron los peores recuerdos del ruso y su paso por la vida del moreno, los que ahora eran sus favoritos; los que le habían ayudado a salir del agujero.  


Misha soltando su mano a los diez años, atento a las órdenes de su madre, sin importarle él.  

Misha soltando su mano a los trece años, en un encuentro con sus amigos: 


“¿Se estaban agarrando la mano?” 


Govno! (¡Mierda!) Ja ja ja, no somos maricones”.  


Misha soltando su mano cuando esto, cuando eso, cuando aquello. Misha doble cara. Misha mentiroso. Misha que se retractaba de lo que le decía a escondidas, para quedar bien.  

Misha rodeándose de niñas, jactándose con el grupo de amiguitos de las cartas que le daban. 

Misha huyendo de su vida, cobardemente, después de una tarde sin explicaciones.  

Misha desapareciendo, no estando en su casa de repente un día, viajando a quién sabe dónde para no volver, dejando atrás esa bella amistad.  

 

La cruel madre de Misha, Inessa, dándole ése punto final, la última vez que le preguntó por él.  


“Ian. Se fue. Sigue tu vida. Se fue.” 

 

¡Se fue!! ¡Se fue!! ¡El pendejo se fue!! 

Se fue otra vez, sin darle una explicación sobre nada.  Una vez más, como se prometió a sí mismo que otra vez no pasaría. 


–¿Era tu amigo?? –lo interrogó Ari, boquiabierta de sorpresa. 

–Era. 

–¿Y qué pasó? 

 

Agarró aire para dar un punto final:

–Se le olvidó.  


Ian no lo sabía, pero muchas cosas estaban a punto de cambiar en su vida. Y no todas serían necesariamente agradables.  

Un chico como él, un quinceañero homosexual, ya está acostumbrado a que su destino le juega difícil en ocasiones.  

Y lo que Ian tampoco sabía, era que las jugarretas apenas estaban empezando. Muchas lecciones serían aprendidas. 

 


Misha se había ido de nuevo.  Pero esta vez no se iba para no volver en años.  


Aquellos ojos celestes se cruzarían en su camino más pronto de lo que pensaba.

 

  

 

Notas finales:

Editado: Recién he visto que muchas personas se detienen en esta parte y no continúan leyendo. 

No es obligatorio, al contrario, gracias por darse el tiempo de leer
Te invito a que sigas. Esto sólo es un inicio :)

 

Hasta entonces <3

 


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