Deseo
Todo permanecía en calma, en inquebrantable paz. Solo la oscuridad y el silencio reinaban. En una ominosa reverencia a su señor, que ahí mismo había caído, hacía ya eones. Pero su creación, el abismo, permanecía imperturbable, expandiendo su territorio con pasmosa calma pero calamitosa seguridad.
El abismo no era nada más que oscuridad y silencio; que avanzaba por el mundo extendiéndose. Un cementerio perfecto, el final del mundo, tal como la gloriosa alma que lo había concebido deseaba que fuese.
Todo era silencio mortal, hasta que como hacía miles de años no ocurría, un murmullo comenzó a hacerse eco dentro de aquella inmensidad oscura. Uno que a diferencia de todos los demás, que habían tenido la intención de detenerle y por ende venían de su exterior, este nació dentó de él, como no pasaba desde que su creador muriese. La mismísima oscuridad que le conformaba tembló y rugió.
Polvo de huesos, hacía milenios olvidados y vueltos cenizas dentro de su basta oscuridad, se alzaron y arrastraron como una terrible criatura. Poco a poco las calaveras, las costillas, fémures, omoplatos y todos los demás huesos recuperaron sus formas y figuras, como si sus propietarios nunca hubiesen muerto, y armaron un nuevo cuerpo.
La misma oscuridad descendió sobre aquella figurita delicada, recientemente armada por aquellos huesos reconstruidos. La oscuridad se fundió con ellos, impulsada por el mismo inmenso poder que le creo, se convirtió en los órganos, músculos y piel del esqueleto recién formado, y un instante después el cadáver jadeó con fuerzas, impulsado por nada en especial, pues a pesar de haber existido y formado una conciencia desde el preciso momento en el que su padre fue acecinado, nunca había vivido, algo tan natural como el aire y vital para él era algo desconocido, y aun así era algo que su cuerpo apenas formado exigía para mantenerle en pie.
Se acostumbró a respirar, a sentir el corazón dentro de su pecho que palpitaba violentamente, el líquido caliente que le recorría por completo la anatomía. No tardo en realizar que por fin, después de miles de intentos, por fin lo había conseguido, había podido formarse un cuerpo nuevo y habitar con su pequeña alma en él.
La absoluta oscuridad no era ningún impedimento para él, podía ver perfectamente por lo que emocionado (aunque no sabría describir la emoción, que le había aumentado el ritmo cardiaco desde el primer momento y le hacía cosquillear ansiosamente las puntas de los dedos) alzó los brazos y observó, primero sus palmas, sus largos dedos, las delicadas muñecas, y hasta ahí podía atisbar pues la oscuridad se cernía entorno a su figura, en un manto hermoso y vaporoso que se sentía de maravilla contra su piel.
Jugueteó por un rato con su cuerpo, caminó vehementemente, giró sobre su lugar con mucha más gracia que cualquier bailarina, palpó su anatomía sobre sus ropas y acarició suavemente, familiarizándose con el tacto, las pocas tiras de piel a su alcance, terminando con el rostro y su extremadamente largo cabello.
Solo un instante después, con una velocidad alucinante, se detuvo, borrando cualquier expresión de sorpresa y alegría que apenas hacía no más de medio segundo llenaban su rostro. Miró detenidamente hacía el prado de huesos pulverizados, el oscuro cementerio del que había emergido, el sitio de su concepción.
No tardo en sentirles, pues a pesar de su mediocre existencia, las unas sabían de la existencia de las otras. Su alma, el fragmento cedido del alma de su padre, resonó con los demás y pudo ayudar a que sus hermanas tuviesen un cuerpo adecuado para habitar. Tenían mucho que hacer, mucho que planear, una venganza que consumar y, acabar con las obtusas y arbitrarias leyes naturales de su mundo.
Todas eran prisioneras de los anhelos y metas de su padre, de sus más profundos o superficiales sentimientos.
Nacieron de su alma fragmentada, cada una representando uno de los sentimientos que alguna vez habían conformado la psique de su padre, y él no era la excepción, aunque jamás se sintió delimitado por ello. Esos sentimientos ahora eran parte de ellos, parte tan suya como lo fue de su padre, el motivo primigenio por el cual nacieron, por el que comenzaron a existir.
El deseo de su padre le había concebido a él, la parte más pequeña, y aun así el más poderoso de sus anhelos y ambiciones. El deseo ardoroso, demoledor e imbatible de venganza, de poder, de lograr sus metas sin importar los costos o medios. Él era el prisionero del deseo de su padre, ahora SU deseo.
Continuará.