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El lenguaje de las Flores por Dragon made of Fullmetal

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Notas del capitulo:

Escrito como continuación de «Vacío». 

El lenguaje de las Flores

 II. NO-ME-OLVIDES

 » no me olvides; anhelo de ser recordado y evocado.

 .

A veces, Roy se pregunta (casi añorando el dolor que le provoca, casi sintiendo que se lo merece, de alguna forma enfermiza y mezquina, pero auténtica) cómo habrían sido estos cinco años de haberlos vivido al lado de Alphonse… Al lado de su Al.

Alphonse… Alphonse.

Esa es una pregunta por demás estúpida. Una pregunta por siempre necia, inútil, sin respuesta; que jamás podrá tenerla.

Porque Alphonse ya no está desde hace mucho.

Y Roy lo sabe: sabe muy bien que no hay a quien culpar por ello.

No, joder: no hay a quien culpar por el hecho de que ese tren se descarrilara sin explicación alguna. No hay a quien culpar por el hecho, por la maldita casualidad, de que Alphonse fuese el único pasajero que resultó herido. Así como no hay, tampoco, a quien culpar ante el hecho de que esa maldita pieza de metal lo atravesase justo a él, justo el vientre de Al y no el vientre de Roy, quien iba sentado justo a su lado en el tren…

No.

Pero, a veces, en noches que eran particularmente duras y borrosas y confusas por el alcohol en su sangre, Mustang deseaba que existiese alguien, un ser, un algo en concreto o cualquier porquería de este maldito mundo (maldito desde que Alphonse ya no existe en él) al que pueda asesinar a sangre fría, al que pueda tomar en sus manos y apretar hasta oír cómo le crujen los huesos y gritarle todo aquello que llevaba guardado en el alma desde que Alphonse expiró, en un mar de su propia sangre y con la cabeza apoyada en su propio regazo, mientras que dicho ente se desangre miserablemente en el piso. Haría eso y más.

Pero no hay a quien culpar.

Cinco años han pasado ya sobre él desde el deceso de Alphonse y, según lo que sus allegados le comentan, no sin tristeza y compasión infinitas, Roy parece haber envejecido diez. Pero, ¿a quién demonios le importaba eso?

A él no, ciertamente.

Roy piensa en esto y en mil cosas más (todas arremolinándose en su cerebro al mismo tiempo, naciendo sin orden ni coherencia, pero logrando lacerarle sin falta) mientras, inexpresivo por completo su rostro, observa a Tama mientras éste come. Tama: el adorado gatito mascota de Alphonse, otro más de los seres que él dejó atrás. Otro más de los seres que, jamás en sus terrenales vidas, dejarán de añorar y desear con todo lo que son que un día de estos él vuelva a entrar por la puerta y que venga a ellos y que les sonría como siempre lo hacía mientras hablaba con esa voz, esa que le pertenecía sólo a él.

Esa que Roy asesinaría por volver a escuchar, aunque sea una última vez, unas últimas palabras empujando oxígeno a través de su garganta, materializándose en su voz de ángel.

Roy se encuentra a sí mismo haciendo una mueca de dolor y teniendo que llevarse una mano al rostro para impedir que esas palabras, las últimas que Alphonse profirió, se reproduzcan en su cabeza por la millonésima vez; aunque sea por hoy, por favor, quiere descansar de ellas.

Pero Roy jamás pensó, jamás imaginó que un «te amo» pudiera doler como los mil demonios.

Suspira, dándole un respiro momentáneo al dolor infinito que yace en su pecho, aquel que le ha dejado mil agujeros en carne viva en el corazón: un milisegundo después, el bastardo dolor vuelve a aparecer, punzante y dejando sólo ardor a su paso y Roy se siente en el mismísimo infierno, aquel al que seguramente estaba condenado por lo hecho en Ishval.

¿Y qué podía hacer al respecto, te preguntarás? Nada era la puta respuesta. Gracias por preguntar.

Se inclina para acariciar la cabeza de Tama mientras éste yace, flácido, sin ánimos, sobre el suelo habiendo terminado de comer; lo toma en brazos y lo deposita en su regazo.

Roy tiene muy presente que Tama nunca volvió a ser el mismo, nunca volvió a comer con la misma avidez ni a jugar ni a ser todo lo feliz que un gato puede serlo desde aquella mañana tan lejana en que Alphonse y él se despidieron del minino, planeando ir a Rizenbul de visita; desde aquel último día en que lo vio con vida, aquella última vez en que Alphonse murmuró contra su oreja con amor infinito: «Te amo, pequeño. Sé bueno mientras no estamos. Volveremos mañana mismo, ¿de acuerdo?».

La empatía fluye en Mustang, feliz de alguna manera lejana (pues la felicidad ya no es algo que pueda permitirse sentir en plenitud) por no estar solo en su tormento; con ojos particularmente brillosos, deposita un beso, corto pero altamente significativo, en su cabecita blanca. Se le ocurre que Alphonse se abría derretido de dulzura de estar presente en esa escena y una vez más se siente al borde de la locura.

Materializa en voz aquello que se repite todos los días, sin falta. Sin falta: a pesar de saber perfectamente lo mucho que ese pensamiento y sentir en su pecho lastimarían a Alphonse.

―… Debí ser yo. ¿Por qué maldita razón no fui yo, Tama?

Le habla a nadie y a todos al mismo tiempo.

Como sea: suficiente auto-compasión por hoy, se dice Roy.

Suficiente de ser un pedazo de inservible y débil ser humano: pues sabe lo que, hoy, tiene que hacer; lo siente en cada fibra de lo que es.

Es tan extraño todo, se dice, tan aleatorio y sin razón: se ha despertado esta mañana, de la nada, deseando hacerlo con un ímpetu que no sabía que aún le quedaba y Roy sabe bien que no estará tranquilo (bueno, todo lo tranquilo que puede estar al volver a un hogar en el que Alphonse ya no está) hasta sacar su maldito trasero de la casa y hacerlo.

Rizenbul quedaba a una buena cantidad de horas de Central, pero lo va a hacer, joder: sin ningún motivo en especial mas que su tranquilidad de alma, visitaría la tumba de Al hoy.

Así lo demandaba, ese día, lo que le quedaba de corazón.

.

Al llegar a la entrada del cementerio en que descansaban Alphonse, su madre Trisha, su padre Van y, si él no recuerda mal, también los padres de la chica Rockbell, Roy todavía siente en todo el cuerpo la punzante incomodidad y (debía admitirlo) ligero pánico de haber venido hasta Rizenbul en tren.

Otro consecuencia más para la lista: jamás volverá a verlos igual, ni a sentirse seguro abordándolos. Pero daba igual, ¿a qué no? Porque desde hace cinco años, no es como si su propia seguridad tuviese mucha importancia para él.

Segundo suspiro del día que libera de su pecho: se impone control sobre sí mismo mientras camina, sorteando mil lapidas que para él no podrían importar menos, con dirección hacia el lugar donde descansaba el amor de su vida. Aquel que siempre lo será.

Llega, bajo un cielo tan descolorido como él se sentía: por un efímero pero poderoso momento se arrepiente con creces de haber venido.

No había nadie a su alrededor y por un motivo que va más allá de esto, Roy se siente más solo que nunca en el epicentro del mundo y todo era dolor.

Recuerda, entonces, algo que siempre experimenta en este preciso lugar pero, que, a su vez, siempre olvida cuando ya no está en presencia de ese trozo de piedra con el nombre de Alphonse grabado en él: sus deseos de seguir respirando se evaporan en el aire frente a él. Puede verlos, literalmente: puede verlos emanando de su ser como si fuese él un témpano de hielo y los ve ascendiendo, ascendiendo, ascendiendo y ascendiendo y, después, la nada. Él mismo se vuelve nada.

Y en el medio de su locura, pasa; Roy lo escucha con claridad siendo susurrado en su oído: debiste ser tú, malnacido.

Roy mira a su alrededor, desesperado, demente casi: se sentía como si, repentinamente, hubieran aparecido mil entes a su alrededor que lo juzgan con crueldad, riéndose como si estuvieran contando el chiste más gracioso del universo (riéndose de él), repitiendo aquello mismo que Roy se decía a diario, pero no por ello lastimándole menos; su deseo más vehemente materializándose a su alrededor.

Debiste ser tú, risas, debiste ser tú, más risas lacerantes, debiste ser tú, risas, risas, risas, ¡DEBISTE SE…!

Entonces, ocurre: el viento se alza repentina, dulcemente, al ritmo de la melodía más apacible de todas, de esas que arrullan el corazón y el alma en los momentos necesitados y dicha briza se estrella contra Roy. Pero es un golpe que no lo hiere ni duele, no; él jura que casi lo acaricia.

Roy vuelve en sí como puede; analiza lo que ha pasado, lo que ha sentido. Porque sí: ha sentido algo. Mira a su alrededor sin saber qué esperar.

Ésta caricia en particular, la otorgada por el viento en este momento, misma que levanta marchitas y tristes hojas consigo, se asemeja mucho (increíblemente, pero era verdad, eso él lo jura) a las caricias otorgadas en su piel por las manos de A…

Roy se calma definitivamente. Sus ojos oscuros permanecen fijos en el nombre grabado en piedra de Alphonse, como esperando algo; ¿qué? No lo sabía con certeza, no tenía forma de saberlo.

Pero lo hizo, esperó, abriendo el corazón y el alma que ya de por sí cargaba en carne viva para así poder sentirlo a plenitud.

Nada sucedió, obviamente; el mundo a su alrededor continuaba girando, indiferente.

No obstante Roy sintió algo (cálido, verdadero, rejuvenecedor) en las raíces mismas del alma.

¿Qué…?

― ¿… Alphonse? ―Roy fue incluso incapaz de reconocer su propia voz.

¿Qué mierda pretendía que pasara al llamarle?

Nadie le respondió. Por supuesto.

¿Se había vuelto loco ya?

Luego, Roy desvía sus ojos a su mano derecha; en ella sostiene un ramillete de flores, diminutas y sumamente preciosas. Las mismas son azules unas y moradas otras: no-me-olvides.

Roy se siente un tanto avergonzado, a decir verdad, por estar alucinando con que Alphonse pudiera estar, de alguna demente forma, allí, con él, por sentirlo presente, pero si hubo algo que aprendió gracias a todo el preciado tiempo en que convivió al lado de Alphonse fue a nunca ignorar aquello que nacía del corazón.

Porque lo que viene del corazón, decía él, era lo que había que escuchar, jamás cuestionar.

Dios santo, cuánto lo extraña…

Por primera vez en quién-sabía-cuánto, Roy se permite esbozar una sonrisilla ligera, casi apenada de nacer, en sus labios (sonreír se sentiría, eternamente, como una traición sin Alphonse alrededor. Ésta era, quizás, una de las cosas que más amenazaban con volverlo loco).

Roy sonríe porque sí, porque puede, porque, al final del día, amará a Alphonse hasta el extinguir de su propia vida y eso es todo lo que importa. La sonrisa no era la gran cosa, pero se sintió bien en su rostro. Se sintió más que bien, de hecho.

Pronto, no obstante, su rostro volvió a adquirir la apesadumbrada inexpresión acostumbrada, como recordando su propio destino de soledad y habló con una voz medio normal:

―Yo… lamento que no sean girasoles, Al. Pero… ―su voz se descarrila de la misma forma en que lo hizo aquel maldito tren. Mil veces maldito… Se esfuerza por mantenerse de una pieza; lo logra. Continúa, mas ahora habla en voz baja, como queriendo preservar sus palabras como un secreto entre dos seres, uno que ciertamente permanecería como tal, pues uno de ellos ya no vivía―. No quiero olvidar, Alphonse. No quiero.

» Aunque me haga pedazos recordarte, no quiero olvidar que estuviste en mi vida.

» Porque no sé qué haré… si ni siquiera me queda eso de ti.

Roy ha dicho todo lo anterior observando con fijeza las tan simbólicas flores en sus manos; esboza una sonrisa un tanto más amplia, entonces, sintiendo que lo embarga alguna clase de paz, de tranquilidad proveniente de lo desconocido, quizás porque sincerarse con valentía, al fin, sobre aquello que le hacía sentir el alma pesada le ha ayudado a respirar con menos dificultad; siente como un implacable ardor hace acto de aparición tras sus ojos y sus labios se tuercen como pétalos infames, pero él no se permitirá derramar lágrima alguna. No ahora. En presencia de lo que quedaba de Alphonse siempre intentará ser fuerte; su recuerdo se merecía eso y más. La pequeña sonrisa en su boca lo hizo sentir vagamente mejor, aunque no supiera por qué.

Suspiró, y esta vez (¡esta vez!) el dolor lacerante en su pecho sí se mitigó un poco. No demasiado, pero sí lo suficiente como para sentirse agradecido.

Hoy, al parecer, era un día bueno: uno de esos en que extraña a Alphonse de una forma en que no lo ahorca con sus manos frías, volviendo imposible el respirar siquiera; sino que, más bien, una añoranza medianamente tolerable se apoderaba de él, una con la que podía moverse durante el día a día poniendo un poco de su esfuerzo. Hoy, sí, era un día de los buenos.

Había sido una buena idea, después de todo, visitarle.

Sí.

En un arrebato de devoción, Roy acerca las flores a su rostro; las besa con delicadeza, deseando por millonésima vez poder tocar con sus labios la piel de Alphonse, esa piel que siempre, siempre, siempre era cálida, dulce y que lo invitaba a perderse en ella.

Luego, arroja las mismas a la capa de tierra en imitación de cobija sobre Alphonse. Después oculta sus manos en su grueso abrigo negro. Asiente, sin saber bien por qué; lo hace como dando a entender, haciéndolo, que ya todo estaba hecho en ese lugar.

Lastimosamente los cementerios son lugares que, por su naturaleza lúgubre, demandan visitas breves.

―Nos vemos pronto, niño. Te… extraño tanto… ―susurra.

Nada más había por hacer. Ha dicho todo lo que ha anhelado y le ha nacido decir y ahora sólo queda seguir.

Por Alphonse, por sí mismo. Por los dos.

Estaba a punto de girarse y comenzar a marcharse del lugar cuando, de pronto, su corazón da un brinco contra su pecho, en estado de pavor, ante la voz que, tras él, pronuncia su nombre.

―Mustang ―lo llama la voz.

Roy obviamente reconoce la voz y a la persona que es dueña de la misma desde el instante mismo de pronunciar la «M» de su nombre, pero se obsequia a sí mismo, aunque sea por lo que dura un latido, el bálsamo para el alma de imaginar la voz que realmente quiere oír: oh, que no daría en pos de que Alphonse estuviese detrás de él en lugar de…

―Acero ―responde Roy con idéntica seriedad.

Voltea; ve a Edward de pie a unos metros de él.

Ambos hombres se miran de hito en hito; ninguno dice nada. Son lo suficientemente listos para saber que no hace falta; francamente, también, ambos son demasiados orgullosos y están demasiado rotos como para dar su brazo a torcer.

Se inspeccionan mutuamente; Roy nota que Ed no luce mejor que él, no, pero sabe también que teniendo una esposa y dos hijos en quienes apoyarse, de alguna forma, vuelve su dolor más lejanamente soportable; sabe que ha tenido que ser más fuerte por ellos, también.

El dolor de ambos era un espejo, exacto en cada retazo.

La empatía envuelve su corazón de nuevo. Y Roy comprende que, muy a su manera, Edward también la siente por él ante lo que éste dice:

―Luces fatal, anciano. ¿Conoces algo que se llama afeitadora? No te vendría mal.

Roy siente que desea rugir de la risa, aunque no comprende por qué; aunque quizás sí lo hace, sí, quizás se deba a que sabe muy bien que Edward ha derramado tanta sangre del corazón como él en estos últimos cinco años. Quizás sea porque, muy en el fondo, desea hablar por días enteros con él sobre eso único que los unía a los dos: el amor que sintieron por Alphonse Elric.

Estaba ante un igual en dolor, al final, aunque a ninguno de los dos les acabase de agradar. No del todo. No a pesar de lo mucho que Alphonse lo hubiese querido así: era inevitable, quizás, para ambos el resistirse.

Pero qué par de…

Mustang, en realidad, no siente muchos deseos de quedarse. Ya no.

Por alguna razón que desconocía, todo él se sentía más ligero ahora. Menos… gris.

Sí: menos gris.

A pesar de haber perdido el preciado dorado en su vida, hoy, por algún motivo, deseaba sonreír aunque sea un poco.

Ojos clavados en el cielo en el que el sol comienza a bajar, Mustang le habla a ese muchacho aguerrido del que solía ser superior, ese muchacho revoltoso y ruidoso, a ratos insoportable, pero al que, irónicamente, le debía el haber conocido a Alphonse. A lo mejor que le había pasado en la vida, maldita sea.

Roy ríe para sí mismo; ciertamente, jamás pensó que le agradecería algo a Edward Elric.

Cosas de la vida.

―Adiós, Acero. No te quedes acá demasiado tiempo o tu mujer se preocupará ―asiente una vez más, comenzando su camino hacia la salida del cementerio.

Edward nada dice; Roy lo escucha caminar con dirección hacia la tumba de Al. No lo puede ver, más intuye acertadamente lo que hace, justamente porque ya lo ha visto tomar esa posición cientos de veces; Edward se acuclilla frente a la tumba de su hermano menor.

Edward siempre anhela aproximarse lo más que pueda a Al, aunque ya nunca pueda ser suficiente. Aunque ya nunca pueda chocar su puño, símbolo máximo de su hermandad, contra el de Al, esto tendrá que bastarle. Esto tendría que ser suficiente.

Justo cuando Roy piensa que esto ha sido el final de todo, la voz de Edward lo frena en seco; todo Roy se estremece ante sus palabras.

―Por cierto, Mustang: eres un completo imbécil, ¿sabías?

» Jamás podrías olvidarlo: nadie podrá olvidar a Alphonse. Jamás.

» Jamás: porque ninguna de nuestras vidas volverá a ser la misma, no después de haberlo conocido. No después… de haberlo perdido.

No se miran y aunque ambos se dan la espalda saben perfectamente lo que el otro siente, lo que piensa, lo que se refleja en sus rostros. El silencio se adueña del mundo entero. Entonces:

―Y, de todos modos, si algún día llegases a olvidarlo por lo viejo que estás te patearé el trasero con mucho gusto.

Y pasa: Roy Mustang, el Roy Mustang-pos-pérdida-de-Alphonse-Elric sonríe abiertamente, sonríe de verdad, sonríe y todo parece iluminarse.

Al fin. Al fin…

Cuánta verdad, dulce y resplandeciente y tranquilizadora, había en sus palabras.

Roy casi siente que quiere abrazar al frijol iracundo.

Se limita, no obstante: pero confía y desea, con todo su corazón, que Edward sienta la sonrisa y el agradecimiento eternos en su voz. Lo espera en verdad.

―Cuídate, Edward. Hasta el próximo año.

Y Edward lo hace, le entiende bien, cómo no. Él también esboza una sonrisa muy necesaria, una que no asomaba en su rostro con tanta honestidad y ligereza desde hace un tiempo, de igual manera.

Lo musita cuando está seguro de que Mustang está lo suficientemente lejos para que así no lo escuche.

―Cuídate, bastardo.

 .

Es increíble que el sólo intercambiar un par de palabras, rebosantes éstas de un significado oculto que ambos entendían a la perfección, con el ex-enano haya obrado un cambio tan grande, pero así es; al viajar en tren con dirección a Rizenbul Roy se había sentido a punto de vomitar, pero, ahora, volviendo a casa, se encuentra a sí mismo relajado, casi indiferente, al abordarlo. No, indiferente no era la palabra: estaba… absorto, más bien, en lo que pensaba. Descubre que tiene mucho que rememorar, todos y cada uno de los recuerdos de naturaleza dulces y que importaban y significaban más que el dolor, en lugar de pensar en temores tontos.

Quizás, fue el significado de lo dicho por Ed lo que le ha dado una paz mental sin precedentes; no está seguro, pues la realidad seguía siendo infernal, seguía siendo que Alphonse, que su otra mitad, ya no estaba.

Roy había descubierto, hace mucho, que nada podría llenar ese vacío en él, en cada parte de su vida. Nada.

Pero ahora…

Ahora, mirando el cielo de la tarde, con su infinita extensión naranja y sus estrellas que comienzan a asomar, a través de la ventana del tren en marcha, viendo los preciosos paisajes de Rizenbul, aquellos que Alphonse tanto adoraba… Siente que podrá, por primera vez en interminables años, ser capaz de seguir.

Ya era hora, quizás. Ya basta de regodearse en dolor, maldita sea.

Eso era lo que Alphonse había querido de corazón, era lo que le había dicho aquella última vez, después de todo.

Al…

Cuánto dolía saber que su vida nunca volverá a ser la misma sin él, cuánto dolía saber que vivirá hasta el último de sus días añorando una parte de su ser.

Roy desvía sus ojos de la ventana al puesto vacío que yace a su lado; reflexiona en esa soledad que siempre le acompañará.

Recuerda la forma en que Alphonse lo había besado en aquel último viaje en tren, infinitamente dulce, apasionado y tan él, aprovechando que los demás pasajeros no estaban mirando. Su timidez era una parte tan inherente de él… La dulzura de Alphonse era algo que lo abrigaría por siempre, protegiéndole como una coraza, cada vez que lo recordase.

Roy recuerda bien el amor que había recorrido todo su cuerpo en ese momento, al verlo a los ojos de oro después del contacto de sus labios, como cada vez: la forma en que lo amó en aquel entonces y la forma en que lo ama en este mismo instante no ha cambiado, no ha derivado ni mutado en lo absoluto. En lo más mínimo.

Alphonse siempre estaría con él, sí.

Nunca lo podrá olvidar, era verdad. Jamás. Sonríe y siente en todo su cuerpo que éste, de alguna forma, es un nuevo comienzo. Roy siente, por fin, que vale la pena el intentar levantarse. El lograrlo no será una traición a todo lo que él fue.

―Por ti, Alphonse ―y cierra sus ojos y se entrega a él en lo que dice, a aquel que ya no está pero que siempre vivirá en él―: todo vale la pena si es por ti…

Y aunque la soledad a su alrededor en la actualidad fuese aplastante, su lado aguerrido brota al fin y Roy piensa que sí: que estará bien.

Porque haberlo conocido y jamás olvidarlo le darían la fuerza necesaria para encarar la adversidad y pelear contra el dolor con todo lo que era, con todo lo que tenía en las heridas manos.

Y, se jura él, que ganará esta vez. Lucharía en pos de toda la felicidad que sea humanamente capaz de conseguir luego de su irreparable pérdida.

En nombre de Alphonse y de sí mismo; pues ambos se lo merecían. Sí.

Iba a triunfar, maldita sea. Sonrisa de esperanza.

―Un nuevo comienzo…

...

«Tarda en llegar,

y al final, al final,

hay recompensa».

 

(Gustavo Cerati, Zona de promesas)

Notas finales:

Una vez más, ¡GRACIAS por llegar hasta acá! ♥

Bueno, como menciono al comienzo esto es una continuación de mi otra historia, «Vacío». Y soy feliz al haber podido escribirle a Roy el final feliz que se merecía luego de tanto. Soy feliz... :')

La esperanza en la vida es algo muy importante para mí. 

Sé feliz, Roy, por favor. 

:')

♥ ¡GRACIAS POR LEER! ♥


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