Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

De la miel a las cenizas por Nayen Lemunantu

[Reviews - 20]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del capitulo:

¡¡Por fin!! Hemos llegado al capítulo final.

Espero que lo disfruten (y no me odien)

Nos leemos abajo~

Capítulo IX

Infinitud

 

 

¡Oh, iremos juntos a las estrellas! Nada podrá detenernos. ¡Todos los fantasmas que corren por la calle son inmortales!

Anne Rice, La reina de los condenados

 

 

Estaba de vuelta en Japón. La noche anterior, justo antes de abrir los ojos en su guarida diurna en Estambul, había despertado con la sensación de que un grave peligro acechaba a Ryota, algo maligno que se movía en la oscuridad, acorralándolo, una fiera que se cernía sobre él. Había despertado bañado en sudor sanguinolento, temblando como un chiquillo.

Esa misma noche había cruzado Asia al vuelo para encontrarlo, pero era como si se hubiera esfumado. Trató de usar su don telepático, pero no lo podía sentir por ninguna parte. Sabía que no se había aparecido por el departamento que compartía con Kazunari por varios días, y que éste, temiendo lo peor, había interpuesto una denuncia por presunta desgracia, pero ni así habían encontrado señal alguna de él.

Confiaba en que Shogo no estuviera detrás de todo aquello, pero no podría asegurarlo. La cosa apestaba a su malévola intervención.

Ahora caminaba de vuelta a su mansión, indiferente del murmullo del fresco arrollo que bajaba a un costado de la calle, del suave golpeteo de la llovizna sobre los tejados de madera y del rocío que se acumulaba como un velo transparente sobre el musgo que parecía cubrir cada una de las rocas del lugar. Estaba furioso y no lo podía ocultar, caminaba con el ceño fruncido y los labios apretados, pero aunque le pareciera frustrante, no había nada más que pudiera hacer además de rogar que Ryota fuera a buscarlo ahí. No era ninguna locura, sabía por sus sirvientes que había ido muchas veces durante su ausencia, pero él había dejado órdenes estrictas de informarle que se había ido de viaje al extranjero y de no dejarle entrar en la mansión. Había leído la mente de sus sirvientes y había captado unas imágenes preocupantes del estado psicológico de Ryota; parecía próximo a la locura. Sus sirvientes lo habían mantenido informado sin levantar juicio alguno, pero Daiki sabía que todos lo culpaban a él por el estado lamentable en que se encontraba el muchacho. Y en su fuero interno, él también se culpaba.

Le bastó con dar la vuelta a la esquina para darse cuenta que algo andaba mal. Divisó los grandes ventanales de la mansión abiertos de par en par y con todas las luces encendidas, como si toda la casa estuviera en llamas. Aguzó sus sentidos y prestó atención, no se percibía sonido alguno, salvo por el perro que no paraba de ladrar dos casas más allá. De pronto, el fuerte olor a sangre lo chocó de frente; toda la calle apestaba a muerte, y comprendió con precisión pavorosa que el olor provenía de su propia casa.

Corrió con todas las fuerzas que tenía y se detuvo en la puerta de entrada, no detectó la presencia de ningún ser vivo. El antejardín estaba desierto, aquí y allá no se oía otra cosa más que el murmullo suave de la llovizna que cubría de una bruma plateada todo el lugar y los lastimeros aullidos del perro en la lejanía. Al entrar se fijó en la cerradura, las puertas no habían sido forzadas y por el reluciente suelo de madera no se veía ni una sola huella de agua, barro o sangre que delatara la presencia del asesino. Lo que sí era claramente visible eran los cuerpos de los cuatro sirvientes que atendían la casa, desperdigados por la sala, con sus cuellos destrozados y sin una sola gota de sangre en el cuerpo.

—Shogo. —Fue lo primero que cruzó por su cabeza.

Daiki paseó su mirada inquisidora, escrutando las sombras, los objetos, aspirando el aroma, y sólo le llegó el pesado olor a sangre y el suave balbuceo de la televisión encendida en la cocina. No pudo captar ningún sonido humano o algún asomo de pensamiento. Avanzó con cautela hasta el jardín posterior, los ventanales estaban abiertos y le llegaba el frío y la frescura del exterior, el olor a lluvia y a tierra mojada, podía sentir el hielo en la piel de su rostro y cuando puso los pies en el sendero, la gravilla crujió bajo el peso de sus botas.

Estaba a punto de avanzar hacia el estanque cuando sus movimientos quedaron congelados, estático, con una pierna levemente levantada, suspendida en el aire antes de terminar de dar un paso. En el fondo del patio, bajo el bosquecillo de bambúes que delimitaba la parte posterior de la propiedad, había un vampiro.

Daiki se puso pálido de furia. Sus ojos, del azul del mar mediterráneo durante una noche de verano, centellearon. Sintió tanta indignación por el asesinato de sus sirvientes como porque el otro vampiro lo hubiera pillado así de desprevenido. No era Shogo, de eso estaba seguro.

—¡¿Cómo te atreves?! —masculló indignado—. ¡Debería matarte ahora mismo! Cortarte en pedacitos como has hecho con mis sirvientes, sin molestarme en quemar tus restos, para ver si aun así, desmembrado y desangrado, continúas viviendo.

El inmortal estaba de pie en la penumbra creada por el espeso bosquecillo, oculto por las sombras móviles que creaba el eterno mecimiento de los tallos verdes de bambú. El aire a su alrededor estaba enrarecido con un hálito de muerte y todo su cuerpo olía a sangre y al perfume de sus víctimas. Daiki notó al instante que se trataba de un neófito; olía a humano todavía y si se concentraba, podía oír la vibración de la sangre sobrenatural correteando por su cuerpo, transformando la suave composición humana en la pétrea coraza sobrenatural. ¡Por supuesto que aquella masacre la había creado un demonio inexperto!

A pesar de ser un recién nacido a las tinieblas, este vampiro tenía una fuerza y un poder extraordinarios, sin ninguna duda era el neófito más fuerte con el que se había cruzado y eso sólo podía significar que su creador era uno de los viejos. Sin embargo, no oyó ni percibió la presencia del anciano en los alrededores.

Afinó la vista y aguzó el oído, pero no detectó sonido alguno proveniente del vampiro, sólo la vibración involuntaria de su corazón inmortal, y por más que forzó la agudeza de sus ojos sobrenaturales, sólo detectó distintas densidades de sombras en la penumbra. Lo que sí sintió sin lugar a dudas fue el poderoso intento del vampiro de leer sus pensamientos. Daiki quedó tan sorprendido de la fuerza de aquel neófito que estuvo a punto de dejarle la puerta abierta, pero se recompuso enseguida y cerró su mente.

Ahora estaba más que indignado, estaba furioso. ¿Cómo se atrevía aquel mocoso a retarlo así? Entrar en su propia casa y masacrar a sus sirvientes con total impunidad, sin plantearse la posibilidad de huir de su ira. ¿Acaso no sabía quién era él? ¿No sabía que era uno de los Hijos de los Milenios? ¿No sabía que era capaz de matarlo en tan sólo segundos?

—¿Quién eres tú? —preguntó con voz ronca de ira, ladeando levemente el rostro para oír mejor—. Muéstrate, o prepárate a enfrentar mi furia.

Oyó su risa primero, suave pero sonora, con ese toque travieso y atrevido característico de los jóvenes de este siglo. Después oyó sus pasos, tranquilos y despreocupados, apenas rozando el suave césped húmedo, hasta que salió de las sombras que lo protegían y se quedó de pie bajo la luz rojiza de uno de los numerosos faroles de papel que colgaban en el jardín. El neófito tenía las manos en los bolsillos traseros de sus pantalones rasgados, el cuello del abrigo oscuro levantado y una sonrisa traviesa bailando en sus ojos y en sus labios. Era Ryota Kise.

Daiki contuvo el aliento, cerró los ojos sólo para comprobar que aquello no era una ilusión. Cuando los abrió, siguió viendo la tranquila y quieta belleza de Ryota que le devolvía la mirada, como el agua de una fuente en calma. Tenía la cara blanca, inmaculada y tersa, con la palidez característica de los de su especie, pero a la vez su rostro estaba encendido producto de la matanza reciente, con las mejillas arreboladas y los labios rojos.

La inmortalidad había resaltado con exuberancia la belleza que siempre tuvo, la perfecta simetría de su rostro, la delicadeza de sus facciones que ahora parecían cinceladas en mármol blanco. Su pelo resultaba asombroso incluso para un vampiro, parecía tener vida propia, con millones de finísimas hebras doradas refulgiendo con cada movimiento, agitándose alrededor de los contornos de su rostro y cuello de un blanco impoluto. En su frente lisa conservaba sus finas cejas con su arco alto, sus pestañas oscuras se habían multiplicado y hacían resaltar ese par de ojos dorados que refulgían como llamas vivas. ¡Oh, sus ojos! Eran como globos de cristal que captaban la luz y la reflejaban en infinitos tonos de oro bruñido y ahora producían una rara sensación de vivacidad cada vez que parpadeaba con rapidez sobrehumana.

—¿Qué fue lo que te hicieron? —atinó a preguntar en un murmullo, aturdido—. ¿Quién fue? Shogo no se atrevería a tanto… ¡¿Quién fue?!

Pero de los labios de quien había sido su Ryota sólo salió una risa estática y hueca, desprovista de vida, como el eco de una carcajada que reverbera, repitiéndose, en las paredes de una caverna. Daiki sintió que la furia le nublaba la razón y lo consumía todo; estaba literalmente viendo rojo. Quiso leer su mente para confirmar sus sospechas, pero la mente de Ryota estaba firmemente cerrada y no le permitió entrar. 

Estaba impactado. No podía hacer nada más que permanecer ahí, inmóvil, mirándolo extasiado, con la boca ligeramente abierta y los ojos nublados, como si lo viera a través de un velo. Podría haber permanecido la noche entera observando los sutiles y significativos cambios de su transformación. Pero sentía que su alma se estaba partiendo en dos y el dolor era insoportable. Una parte de él quería estrujarlo entre sus brazos y cubrirlo de besos, susurrarle que de ahora en adelante estarían juntos por siempre, y la otra parte temblaba de indignación y furia mal contenida al ver que después de todos aquellos años en que lo había protegido, el destino funesto que siempre había perseguido a Ryota Kise por fin lo había alcanzado.

Su Ryota, transformado en aquel monstruo temerario y furioso. Daiki aún se negaba a creerlo. Negó con la cabeza y cerró los ojos.

Ryota avanzó por el sendero a su encuentro, se detuvo junto al pequeño estanque, miró a su alrededor con sus sorprendentes pupilas de oro y Daiki sintió que por un instante se le detenía el pulso. Estaba al alcance de su mano, limitándose simplemente a mirarlo, mientras permanecía erguido y silencioso, dejando que el viento le alborotara el pelo. Tenía algo entre las manos, el collar que años atrás le había regalado, el amuleto que le servía de protección.

—El regalo de mi madre —dijo irónico, y lanzó la cadena de plata hasta que cayó a sus pies.

Daiki lo miró a los ojos, hasta ese instante no había advertido que era la furia lo que encendía su mirada de oro. Pero ni siquiera el odio podía restarle belleza; el brillo de sus ojos era como si la luz del día bailara en ellos, su rostro, luminoso, era tan bello que lo turbaba.

—¿Te divertiste jugando conmigo todo este tiempo? Fingiendo ser mi madre, enviándome regalos, respondiendo mis cartas… ¡¿Era un juego para ti, verdad?! —masculló Ryota. Y le dirigió una mirada de desprecio puro—. Mentiroso. ¡Embustero despreciable!

Daiki sólo pudo negar con la cabeza, porque ya no le salía la voz. ¿Cómo era posible que todo se hubiera torcido así? Ryota lo miraba fijamente, con un odio y un desprecio que era difícil de camuflar debido a su pureza. A Daiki le pareció que no podía ser su Ryota, no podía ser la misma persona que había dicho amarlo y que ahora lo miraba con el más absoluto desprecio. El recuerdo de su viejo amor era sólo eso, un recuerdo, y su inhumano corazón volvió a comprimirse de dolor dentro de su pecho.

—¿Tú asesinaste a mi padre, Daiki?

Oírlo hablar así… Daiki sintió que se partía el corazón.

—Ryota...

—¡Responde a mi pregunta! —gritó. Su corazón joven aún latía con la pasión de la vida humana y el asomo de locura que siempre lo rodeó ahora otorgaba una expresión distante, casi cruel, a su mirada. Sus ojos reflejaban que no le tenía miedo a nada—. ¿Fuiste tú quien asesinó a mi padre?

Se había caído el velo, era eso, ¿no? Shogo tenía razón, por eso nunca había contemplado la posibilidad de convertirlo, para evitar que Ryota lo recordara todo. Para evitar que se enterara de la verdad. Fuera como fuera, él se lo había buscado, nunca debió haberse acercado a él en primer lugar. Era demasiado riesgoso, el hechizo se podía romper en cualquier momento. Aunque hubiera mantenido sus sentidos embotados con sangre sobrenatural, su simple presencia lo empujaba a recordar los traumáticos eventos de su infancia en todo momento, y además, siempre estaba la posibilidad de que otro vampiro lo atacara o lo convirtiera. ¿Cómo diablos no había previsto que algo así podía pasar? A pesar de hacer que llevara un collar con su símbolo para que todo inmortal supiera que se hallaba bajo su protección. El riesgo siempre había sido tan alto, pero… lo amaba, sin importar razones, por eso se arriesgó a romper el delicado equilibrio.

Daiki sintió que su corazón había dejado de latir por un par de segundos. No quería creer que el que lo miraba con ese odio en ese momento fuera su Ryota. Se mordió el labio inferior con fuerza y sintió la sangre brotar. Tragó duro y la saliva sanguinolenta apenas pasó por su garganta. Si se lo decía, si le decía la verdad, aún habría esperanza para ellos, pero… ¿Cómo?

Era verdad. Daiki había conocido a Ryota cuando éste era sólo un niño. El olor a sangre lo había atraído a esa pequeña casa en los suburbios. Encontró al ladrón cuando estaba a punto de matar a Ryota, el último miembro de la familia que quedaba con vida. Pero al beber de la sangre del asesino, supo que no era un vulgar ladrón, sino un sicario contratado por el propio padre de Ryota. Esa noche, después de rescatarlo, Daiki había lanzado un hechizo sobre él, una orden que gracias a sus poderes telepáticos había podido cumplir sin problemas «Estarás bien. Lo olvidarás.» Y así había sido. Esa noche perdonó la vida del padre de Ryota por el sólo hecho de no dejarlo huérfano en este mundo, y desde ese entonces, permaneció a su lado, protegiéndolo desde las sombras, por veinte años. De pura casualidad se había encontrado con el padre de Ryota cuatro años atrás, en una de sus tantas estadías en Estambul, y supo que el momento había llegado; la manzana había madurado con los años hasta volverse pútrida. Ryota ya no lo necesitaba más y el momento de que aquel cerdo repugnante pagara por sus crímenes había llegado. Así que sí, lo había matado…

Y ahora Ryota quería saber la verdad. Quería que le dijera que su padre, el ser que más amaba en este mundo, era el responsable de la muerte de toda su familia. Daiki cerró los ojos con fuerza y volvió a morderse el labio inferior; el sabor de la sangre le supo a hiel. E hizo lo había hecho desde el día en que conoció a Ryota Kise, protegerlo.

—Sí. —Qué pura y tierna había sonado su voz. Con qué pena había respondido a su pregunta—. Todo es verdad —reconoció Daiki con voz ronca y monótona—. Yo maté a tu padre.

Ryota se quedó un instante como si no supiera qué hacer, mirando en todas direcciones, con la mirada de oro perdida. Sólo en ese instante Daiki se dio cuenta que él no lo había creído, que había ido en su búsqueda por una confirmación.

—Él era lo único que yo tenía en este mundo… ¡Tú lo sabías! Tú estuviste allí la primera vez —gritó, y la rabia le espesó la voz—. Lo único que yo tenía era a mi padre. ¡Y tú me lo arrebataste!

—Sí, lo sabía.

—Entonces… entonces, ¿por qué?

—Esto es lo que soy. Un asesino. Y ahora, tú también lo eres. Las víctimas que mataste esta noche, tenían hijos, padres, hermanos… alguien que los esperaba en casa y que llorará su pérdida. —A Daiki le temblaban las manos de indignación—. ¡Tú los conocías! Esos sirvientes te atendieron a ti cuando viviste en esta casa. Lavaron tu ropa, prepararon tu comida, cuidaron de todas tus necesidades, y aun así, los masacraste como si no significaran nada para ti.   

—No significan nada para mí —reconoció.

Ryota afiló la mirada y sus ojos se empequeñecieron, el rictus de su boca se volvió un poco más cruel y su indiferencia ante la muerte fue como un látigo para Daiki. Su frialdad lo impactó. Por un segundo quiso convencerse de que se debía a la influencia de su creador, pero en el fondo sabía que no era así, sabía que el alma de Ryota Kise siempre había sido desprendida, egoísta y frívola.

—¿Por qué te acercaste a mí? —quiso saber, insensible a las recriminaciones moralistas de Daiki. Giró el rostro, y el aro de plata de su oreja izquierda brilló en la oscuridad—. ¿Para qué enamorarme después de todo lo que había pasado? ¿Era parte de un juego? ¿Esas son tus técnicas de cacería? 

—No. Es sólo que… No pude resistirme, Ryota.

—¿Qué clase de explicación es esa?

—Tenía miedo. ¡Tengo miedo! —reconoció Daiki, y evitó mirarlo a toda costa, aunque era lo que más deseaba en el mundo—. Tengo miedo a la soledad infinita de esta vida inmortal.

Cada vez que lo miraba sólo podía pensar en hundir el rostro en su cabello y besarlo hasta que le dolieran los labios. Un único pensamiento venía a su cabeza una y otra vez; el mundo era de ambos, estaban juntos y ya nada los separaría jamás. Se lo imaginó paseando a su lado, recorriendo el mundo, juntos, su propio sol de medianoche. Él estaba ahí, a su lado, ¿qué más podía importar? Tenía a su Ryota, las noches ya no serían oscuras y la soledad no existiría más. Pero era sólo un sueño, ¿no?

—Ya no es posible… Un tú y yo, ¿verdad?

—La consideración que has tenido conmigo en el pasado, Daiki, y lo que queda del amor que un día te tuve, es lo único que mantiene a raya este sentimiento de venganza que me quema las entrañas.

Ryota acortó la distancia que los separaba, avanzó hacia él con la dignidad de un príncipe, con su caminar reposado de depredador marcando los límites de su territorio, le pasó un brazo por los hombros y le dio un beso largo en la mejilla. Daiki pudo sentir el rencor que le transmitía con el contacto.

—Te desprecio —declaró—. Pero he terminado contigo. Ahora alguien más me ha dado el poder que tú me negaste. Ahora, en las tinieblas, seremos por fin iguales. No volveré a olvidar nada nunca más. No tengo que vivir bajo tu hechizo y por fin tengo control sobre mi vida, sobre mi pasado y mi futuro. No intentaré destruirte por lo que has hecho, pero tampoco volveré a dirigirte una sola mirada. Será como si hubieras muerto para mí.

Luego de decir esto, Ryota trató de alejarse dando grandes y rápidas zancadas, como un rayo dorado en medio de la noche, pero Daiki fue más rápido, lo alcanzó y lo retuvo sosteniéndole el brazo derecho. El sólo contacto con él hizo que su corazón se expandiera por un segundo, le puso ambas manos en los hombros y lo obligó a mirarlo a la cara.

—No te puedes ir así —suplicó—. No permitiré que me digas adiós con este rencor creciendo entre nosotros.

Lo apretó contra su pecho con fuerza para que no pudiera desasirse y le besó las sienes, los ojos y los labios. El contacto con él ya nunca sería igual, había desaparecido para siempre su calidez de sol en verano, ahora su piel era como frío terciopelo. De pronto, sintió que su odio se retraía, lo sintió perder corporalidad, como si su voluntad de hierro hubiera tambaleado. Se apegó contra su cuerpo y apoyó la frente blanquísima en su mejilla, exhaló un suspiro y se rindió. Daiki bajó el rostro y lo besó en los labios una última vez. En un beso que supo a sangre, dolor, rencor y amor al mismo tiempo.

—¿Qué vas a hacer? ¿A dónde irás? —quiso saber Ryota. Había cerrado los brazos en torno a su cintura y escondía el rostro en su cuello.

—A buscar mis raíces. A Grecia y luego a Roma, a la ciudad eterna —respondió—. No necesito preguntar a dónde iras tú. Debes ir con él ahora, tu lugar es junto a tu creador.

No se atrevió a mencionar su nombre, pero no tenía dudas de quién se trataba. Ryota asintió, pero no dijo nada más. Pasados unos minutos volvió a tomar distancia, pero su expresión había perdido la frialdad de tempano y antes de hablar lo miró largo rato, como si se estuviera derritiendo de amor.

—Lo único que ha sido real en mi vida es tú y yo —reconoció Ryota. Sonrió y se apartó el pelo de la frente.

Daiki no pudo hacer otra cosa más que contemplarlo, dejándose envolver por un hechizo que no supo si se lo lanzaba de manera consciente. Aunque ninguno de los dos se movió ni un milímetro, sentía que el poder de su atracción lo arrastraba a él, como si estuviera siendo atraído por unos brazos fuertes e invisibles, aprisionado por un lazo indestructible, y tuvo la súbita sensación fatalista de que no volvería a conocer la paz si permanecía alejado de la vivacidad de esos ojos trasparentes.

—¡Amo esa expresión de picardía que tienen tus ojos! La inmortalidad te sienta bien.

Ryota Kise le sonrió una última vez, se dio media vuelta y se alejó, hasta que la noche se tragó toda su luz. Daiki se quedó inmóvil, oyendo el ahogado sonido de sus pasos cada vez más débil, más lejos.

Notas finales:

Ok~ Antes que me tiren de tomatazos en la cara, les recuerdo que este FanFic forma parte de una serie llamada “Sangre y Fuego”, esta sólo es la primera parte.

Quiero adelantarles que la segunda parte es la continuación inmediata de esta historia, aunque se centrará en la historia de Haizaki y Kise. Se titulará “El tedio, el vicio y la sangre” y relatará la forma en que se construirá el vínculo entre ambos y es fundamental para entender los hechos que se desarrollarán en la tercera parte de la serie.

Les dejo una invitación cordial para leer y aprovecho de dar los agradecimientos correspondientes a todas las chicas que me hicieron llegar sus valiosas opiniones, siempre necesarias para comprender si la historia tiene coherencia y verosimilitud.

Finalmente quisiera declarar que en el desarrollo de esta historia me sirvió de inestimable inspiración toda la saga de “Crónicas Vampíricas” escritas por Anne Rice. Así mismo, quiero dar las gracias a Pinterest por existir, pues las maravillosas imágenes que vi me inspiraron al describir de manera detallada en esta historia y crear la portada.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).