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De la miel a las cenizas por Nayen Lemunantu

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Notas del capitulo:

¡Hola a todos los que aún leen! Les dejo como siempre una nueva actualización, pero quiero advertir que ya estamos en el desenlace de esta historia. Quedan sólo dos capítulos más, aunque son dos capítulos muy intensos.

¡Espero que lo disfruten!

Capítulo VII

Degradé

 

 

Pero existía un infierno, y a donde quiera que fuéramos, yo estaba en él.

Anne Rice, Entrevista con el vampiro

 

 

Eran pasadas las cinco de la tarde y el cielo ya había empezado a oscurecer. Quizá para las siete fuera noche cerrada. A esas horas ya había parado de nevar, pero la ventisca había dejado una acumulación de nieve de más de 30 cm en las calles. Ryota ya había resbalado en tres ocasiones, en dos de ellas había terminado de bruces en el suelo. Su pantalón de jeans estaba empapado y tenía un corte en la rodilla derecha, ahí donde se hirió la piel al caer sobre piedrecillas. La sangre hizo que la tela, endurecida por el frío, se le pegara a la piel herida y le incomodara al caminar, por lo que rengueaba un poco. Se abrazaba el cuerpo con ambas manos, porque el único abrigo que tenía era un sweater de hilo fino, ahora humedecido por la nieve.

Creía estar cerca de la estación de Kamiyacho, frente al Ministerio de Comercio e Industria, aunque no podría asegurarlo, sólo sabía que caminaba absorto y que los demás transeúntes se daban la vuelta para mirarlo. Murmuraba para sus adentros palabras ininteligibles con la mirada perdida. La gente lo dio por loco.

No había vuelto al departamento que compartía con Kazunari desde hace tres días, y las últimas dos noches las había pasado a la intemperie. Su aspecto era lamentable. Ahora las voces habían vuelto; peor que antes, mil veces peor. Kazunari estaba muy preocupado, lo sabía. Seguía sonriendo todo el tiempo, pero podía ver el miedo en sus ojos vivaces cada vez que lo miraba. Tal vez tenía miedo de que se suicidara. Y tal vez tenía toda la razón del mundo para temer. Si esos malditos sueños seguían por un día más, se buscaría una pistola y se volaría la tapa de los sesos de una buena vez.

—Daiki… ¿Dónde estás? —murmuró—. Ven a buscarme, te necesito. Ya no quiero soñar más.

Sabía que Daiki podía escucharlo. Él mismo se lo había explicado, lo recordaba bien, no era parte de su imaginación como las voces y los sueños, Daiki había dicho: «Ahora la sangre que intercambiamos crea un vínculo entre nosotros. Puedo sentirte. ¡Dónde sea!» Pero ahora que lo llamaba, ahora que lo necesitaba más que nunca, no aparecía. ¿Qué estaba pasando? ¿Se había ido tan lejos que no era capaz de oírlo? ¿Había cerrado sus oídos sobrehumanos para no oír su llamada? ¿O acaso todo había sido una mentira?

—¡Daiki responde! —gritó, sin que le importaran las miradas que atrajo sobre sí—. Tienes que venir. Tienes que parar las pesadillas.

No sabía con exactitud cuánto tiempo había pasado sin él. Sólo sabía que Daiki lo había abandonado, solo, a su suerte. Lo había dejado solo con sus pesadillas, y todo después de jurarle amor eterno e incondicional. Había creído que para un inmortal el para siempre duraría un poco más.

—¡Pero qué idiota eres, Ryota! ¡Mira que venir a confiar en un vampiro! Son mentirosos por naturaleza.

Se paró en seco frente al gran ventanal de uno de los restaurantes lujosos que abundaban por la zona de Chiyoda y miró patéticamente por la ventana. Tenía hambre y tenía sed, pero no de comida, sino de sangre; de la mágica y maravillosa sangre que le daba Daiki, de la poderosa sangre que podía borrar cualquier pesadilla. Aunque ya no importaba a esas alturas, no podía permitirse volver a pensar en los sueños que ahora lo inundaban, atormentándolo más que nunca, esos sueños que habían vuelto renovados y con mayor fuerza ahora que le faltaba la sangre.

Hace años que ni las voces ni las pesadillas eran así de intensas, no desde que era un niño. Porque habían parado, ¿no? Después de que sus padres se divorciaran y mamá se fuera con las chicas a Estados Unidos, y después de que papá y él se quedaran solos y lo llevara a conocer al doctor Toyoda y la cantidad monumental de pastillas que él le recetaba, las voces se habían ido, ¿o había sido después? ¿Había sido después de conocer a Daiki? Sí, luego de conocer a Daiki todo había cambiado. Había mejorado. Las pesadillas se habían ido por completo, ya no oía las voces, salvo los extraños episodios de déjà vu, por eso había dejado las pastillas… Ahora se daba cuenta que había sido un error. Los sueños y las voces habían vuelto y ya no lo dejaban en paz. Y lo peor de todo era que tenía el presentimiento de que aquellos sueños trataban de decirle algo, estaban tratando de hacer que recordara algo, ¿pero qué?

«Este será nuestro secreto.» Había susurrado la voz, ¿pero quién era? ¿Era papá? ¿No había sido Daiki quien le susurró esas palabras contra el cuello antes de morderlo? «Silencio… Nadie se debe enterar.» La misma voz le susurraba otra vez, ¿pero de quién era? ¿Cuál era ese secreto? ¿Era el secreto de la naturaleza de Daiki? No, no era eso. Estos recuerdos eran anteriores a Daiki, eran recuerdos de su niñez, de ese invierno.

Sacudió la cabeza a todos lados tratando de serenarse. Si lo permitía, las voces inundarían su cabeza y lo volverían loco.

—¡Ven por mí, Daiki! —gritó mirando al cielo oscurecido. Sentía que los ojos le escocían y la vista se le había empezado a nublar por las lágrimas—. Necesito respuestas. Necesito de ti. Necesito la sangre… La sangre tiene la respuesta.

Todas las miradas en el restaurante se fijaron en él después de ese grito. Un par de camareros salieron a la calle, tras él, pero antes de que pudieran acercarse a más de dos metros de distancia volvió a encaminarse a paso rápido y tambaleante hacia su aleatorio destino. Si dejaba que alguien se acercara a él, lo internarían otra vez. Aún en su estado de locura podía darse cuenta.

Rengueó a duras penas hasta la parada de autobús más cercana, incluso llegando a arrastrar su pierna lastimada. La gente le hacía el quite y le costó que los choferes le dejaran subir, pero valía la pena intentarlo. Después de horas de trayecto llegó hasta la vieja casa de su infancia; sabía que a nadie se le ocurriría molestarlo ahí y, lo que era más importante aún, tenía la secreta y profunda esperanza de que ahí se encontraría con Daiki, aunque no sabía bien porqué. Era como una especie de presentimiento, como si la casa lo estuviera llamando. 

Ya era noche cerrada cuando llegó. Esta vez tuvo que saltar la verja y forzar la puerta, porque no andaba con la llave en su mochila. ¡Ni siquiera tenía su mochila! No podía recordar dónde la había perdido, pero estaba seguro de haber salido del departamento con ella puesta.

Dentro, estaba todo exactamente igual que la última vez que la visitó, hace menos de cuatro meses, aunque ahora le parecía que había pasado una vida entera. Ni siquiera perdió el tiempo mirando el delicado retrato de mamá, se dejó caer en el sillón polvoriento y se abrazó a sí mismo; notó que temblaba. Las imágenes venían a su mente otra vez, como una ola que sacudía su cuerpo. Cerró los ojos y vio los cuerpos tendidos en la nieve que no dejaba de caer, como pequeñas y ligerísimas plumas blancas cubriendo sus delicados cuerpecitos. Dos ángeles caídos.

—¡Que pare, por favor! —gritó—. ¡Por favor!

Ya no quería soñar más, definitivamente no quería saber qué había pasado, ni mucho menos quiénes eran esas niñas. Su cabeza era un torbellino.

Las alucinaciones… Las voces… Mamá se fue, campeón… Nuestro secreto… Dos ángeles caídos… Las alas salpicadas de sangre… La nieve cayendo… Los brazos fríos… Olvidarás… Daiki… La voces… Olvidarás… Las voces… Las voces. 

Pasaron horas mientras permanecía ahí tendido en el sillón, el amanecer ya estaba cerca, podía sentirlo en la tenue claridad que inundaba la casa. Creía que dormía, o más bien había entrado en un estado de duermevela; soñaba... Los cuerpecitos eran como el de un par de querubines de Bouguerau, pero éstos tenían las diminutas alas rotas y salpicadas de sangre. La nieve caía, sentía su suave peso sobre la cabeza y los hombros, tenía los pies descalzos, enrojecidos y atrofiados por el frío. Se dio vuelta rápido, algo lo acechaba en la oscuridad, un peligro antiguo, una vieja y ancestral maldad. Una voz surgió de la noche más profunda, una voz burlona que decía en un siseo: «La luz del sol en el pelo.»

Abrió los ojos de golpe, sobresaltado, y vio por el rabillo del ojo una figura alta y encorvada que parecía un hombre, aunque Ryota conocía bien a los de su especie como para dejarse engañar; era un vampiro. La silueta oscura del ser era recortada por la claridad de la calle, así que no podía ver su rostro, pero si de algo estaba seguro era que no era Daiki. Este vampiro despedía un aura asesina innegable.

Ryota trató de levantarse, pero el vampiro se movió en una fracción de segundo y quedó justo frente a él, sin que sus perspicaces ojos pudieran detectar movimiento alguno; un viejo truco que ya conocía bien.

El miedo lo paralizó. No osó moverse, no osó ni respirar.

Ahora que el vampiro estaba a medio metro de distancia pudo ver un par de astutos ojos mirándolo fijo en medio de un rostro palidísimo sin una sola huella de vello facial. Sus ojos y su pelo despedían una iridiscencia sobrenatural, eran grises, como si se hubiese bañado en plata y sus largos colmillos le rozaban los labios desprovistos de color. En su mirada había algo frío, hastiado y maligno que dejaba entrever que su alma era un lugar glacial. Iba vestido con unas ropas viejas y raídas que casi se desarmaban sobre su cuerpo y un hedor insoportable lo envolvía; le provocó unas ganas de vomitar que apenas pudo contener. 

El vampiro habló, con una voz ronca y gutural, se lamió los labios antes de soltar una carcajada despectiva. A pesar de su buen oído para los idiomas, Ryota no pudo identificarlo, el vampiro hablaba en un idioma antiguo y bárbaro, muy parecido al germánico... ¿Acaso era una lengua muerta?

—La luz del sol en el pelo… —volvió a decir el vampiro, ahora en un perfecto japonés.

El ser estaba tan cerca que pudo darse cuenta que el insoportable olor no provenía de él, sino de las ropas que se deshacían sobre su cuerpo, pero él era completamente inodoro, incluso su aliento. Sus ropas en algún momento habían sido prendas de cuero de ante curtido, toscas pero atemporales, ahora eran un desperdicio que olía a humedad, putrefacción y barro.

Ryota se puso de pie de un salto y trató de huir, pero el vampiro lo atrapó con sus largos dedos blancos, fuertes como una tenaza de hierro forjado.

—Huelo sangre —dijo el vampiro. Ryota recordó demasiado tarde la herida que tenía en la rodilla—. Mmmm deliciosa sangre. —El vampiro se lamió los labios mientras sus fosas nasales se expandían, olfateando mejor; parecía un animal de caza—. Hace años que no pruebo ni una gota de sangre y ahora me temo que no me podré resistir.

—¿Quién diablos eres tú? —preguntó en un murmullo que apenas salió de su garganta—. No te atrevas a tocarme o tendrás que vértelas con Daiki.

En respuesta, el vampiro le dio una bofetada en pleno rostro que lo tumbó directo en el sillón, luego estalló en una nueva carcajada. Poseía una ferocidad animal, una fuerza ruda y primitiva. Tal vez más poderosa que la de Daiki debido a su virulencia.

Impotente, Ryota se puso de pie como pudo, tambaleándose debido al mareo que le provocó el golpe, trató de defenderse y le asestó un puñetazo en la cara con todas sus fuerzas. El golpe fue brutal, le entumió la mano hasta la muñeca y estuvo seguro de oír el crujido de sus huesos al trisarse; fue como golpear una pared de concreto. El ser no se movió un milímetro.

—¡Maldición! —gimió entre dientes mientras se sostenía la mano herida.

El vampiro lo volvió a apresar con aquellas manos monstruosas y lo acercó a su cuerpo. El hedor que despedía ahora era insoportable, tenía barro y hojas muertas enmarañándole el pelo y las ropas apestando a descomposición, como si ese ser viniera saliendo directamente de la tumba. Una de sus manos le apretaba la nuca con tanta fuerza que creía que en cualquier momento su cráneo explotaría, con la otra le sostenía la barbilla en alto, mirándolo en detalle.

—La luz del sol en el pelo —dijo el vampiro mientras deslizaba la mano por su barbilla y le acariciaba el pelo, hasta que su mirada gris y fría se detuvo en su pecho—. ¡No lo puedo creer! —exclamó. El ser había tomado entre sus manos el collar de plata que siempre llevaba consigo—. ¿Acaso Daiki te ha dado esto para que todos sepamos que te encuentras bajo su protección?

—¿Daiki? —Ryota lo miró genuinamente descolocado—. Pero si este collar me lo regaló mi madre. Fue su regalo de cumpleaños cuando cumplí diez.

El vampiro soltó un carcajada tan fuerte que se le fue la cabeza hacia atrás y estuvo a punto de tambalearse, pero no aminoró ni un poco la fuerza de su agarre. Cuando paró de reír se quedó mirándolo por varios segundos y silbó antes de responder, meneando la cabeza.

—¿Tu madre? Tu madre lleva muerta casi veinte años, idiota. 

—¿Qué…? —Aquello fue peor que una bofeteada. Lo paralizó. Se le puso a piel de gallina y un escalofrió recorrió todo su cuerpo.

No quiso creer lo que el vampiro había dicho. No podía aceptarlo. Y no podía ser tan iluso para confiar en la palabra de un bebedor de sangre; la mentira estaba en su naturaleza. Mamá no podía estar muerta. ¡No podía! Y de pronto fue consciente de lo horrible de la situación. La culpa le apretó la garganta en un nudo que le impidió respirar. Pudo ver las tres tumbas abandonadas, las tristes tumbas llenas de líquenes y hojas secas, sin nadie que les regara agua o prendiera el incienso o recitara las oraciones... ¿Tumbas? ¡Pero qué estaba pensando, si ellas no estaban muertas!

—Lo que dices no es verdad —balbuceó con la voz apretada—. ¡Mientes!

—No te preocupes, muy pronto te les unirás.

Ryota supo qué iba a pasar antes de que el vampiro se moviera siquiera. Trató de resistirse con todas sus fuerzas, gruñendo, golpeando, pateando, arañando, pero aquel ser era demasiado poderoso; era un monstruo, un demonio salido de sus peores pesadillas. Ya no había nada más que hacer, pero antes de aceptar su muerte inminente, le escupió en la cara para demostrar lo que pensaba de él.

—¡Niño malcriado!

El vampiro levantó la mano como si fuera a golpearlo otra vez, pero de pronto meneó la cabeza y se serenó. Sonrió con mucha lentitud, en un gesto que parecía de indiferencia, y abrió la boca poco a poco, para que viera con lujo de detalle aquellos colmillos letales. Se acercó hasta su cuello y hundió los dientes en su carne.

Ryota gritó, maldijo y lanzó puñetazos y patadas al aire, tratando en vano de liberarse, pero los colmillos se hundían firmemente en su carne y parecía que atravesaban todo su cuerpo. Poco a poco fue desvaneciéndose y perdió corporalidad, parecía como si flotara. Un hormigueo recorrió sus miembros y el dolor infernal se transformó en paralizante placer.

Oyó un sonido rítmico y ensordecedor, como el latir de su propio corazón aferrándose a la vida, y luego risas en la oscuridad, risas resonando en la habitación, risotadas ensordecedoras. Y tuvo una visión del vampiro como no lo había visto hasta entonces. Lo vio humano, más real que como lo veía en ese mismo instante, con el pelo gris resplandeciendo bajo la gélida luz del sol del norte. Tenía un hermano entonces, más menudo y joven que él, pero con la misma fiereza en la mirada. Estaban metidos en un meandro de aguas quietas, con el agua cubriéndole hasta las rodillas y la niebla espesa rodeándolos, llevaban un arpón en la mano derecha y una red en la izquierda, y aunque el agua estaba al borde del punto de congelación, ambos reían mientras apostaban quien cogería el pez más grande.

Y lo vio otra vez, con la furia desfigurándole el rostro y la mano firmemente apretada en torno a su hacha de guerra ensangrentada, mirando a las mujeres que lavaban el cuerpo inerte de su hermano. «Era débil. No era igual a ti.» dijeron los guerreros del clan y eso fue lo que desató su furia. ¡¿Cómo se atrevían a menospreciar de esa forma a su hermano, él, que no era todavía un hombre?! ¡Él no debería haber muerto así! En manos de aquel monstruo…

Las visiones terminaron de golpe cuando cayó al suelo, su cabeza rebotó sobre las baldosas, pero él seguía teniendo la sensación de estar en una caída libre ahora que las firmes y frías manos del vampiro no lo sostenían. Lo vio alejarse y darle la espalda, completamente tranquilo mientras se frotaba las manos y lanzaba risotadas al aire.

—¿Tú qué crees? —preguntó el vampiro dándose la vuelta para mirarlo, como si realmente esperase una respuesta—. ¿Qué será más terrible? Para Daiki, digo. ¿Matarte o… transformarte en lo que él más odia, en vampiro?

Cuando el vampiro terminó de hablar, se dio la vuelta muy lentamente y miró a Ryota sonriendo. Los afilados y blancos colmillos se veían a través de sus labios entreabiertos.

Ryota estaba tendido en el suelo, incapaz de moverse o de hablar, tiritando de frío y de miedo. ¿Ese sería su final, un final destinado a todos los humanos que tenían la mala fortuna de cruzar su camino con un inmortal? Si hubiera sido en los brazos de Daiki, no le habría importado terminar así, habría abrazado la muerte hundido en el éxtasis. Pero tal parece que ese no era su destino. Su destino era morir en manos de aquella criatura que era a la vez hermoso, monstruoso y siniestro.

Notas finales:

¿Qué les ha parecido? ¡Me encantaría saber su reacción con respecto a este capítulo!


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