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De la miel a las cenizas por Nayen Lemunantu

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Notas del capitulo:

Penúltimo capítulo con grandes revelaciones

 

Capítulo VIII

El Despertar

 

 

Deja que el diablo venga a por ti. No te dejes intimidar. No entres en el infierno temblando como un cobarde. ¡Ánimo!

Anne Rice, Memnoch el diablo

 

 

Qué tranquilo aquel lugar, qué paz inundaba su corazón. Habían desaparecido el hambre, el frío, el dolor, la angustia y la pena, y en su lugar sólo había quedado una estática quietud. Sentía su cuerpo flotar, sus miembros sin peso alguno, como si fuera sólo un muñeco de trapo, no tenía fuerzas para mover un solo dedo; estaba muriendo.

Yacía acostado en una cama esponjosa, pero todo a su alrededor olía a la desagradable mezcla de polvo y moho. Le tomó varios minutos darse cuenta de dónde estaba, hasta que al fin reconoció el viejo camastro, las paredes desgastadas, las fotografías desteñidas... Era el dormitorio de sus padres.

Las luces estaban apagadas, pero por las cortinas ya raídas por el paso del tiempo se colaba la luz pálida y mortecina del alumbrado público que iluminaba con un resplandor azulino hasta el último recoveco de la habitación. Se encontraba solo, o al menos sabía que no había otro ser vivo ahí, pero tenía miedo, sabía del peligro que lo acechaba en la oscuridad.

Trató de moverse, de ponerse de pie y salir de ahí lo más pronto posible, pero sus fuerzas no le dieron y apenas pudo levantar la cabeza. Entonces lo vio, a aquella hermosa y brutal criatura; el nórdico. Estaba a los pies de la cama, con el cuerpo levemente inclinado hacia adelante y los dos brazos colgando del respaldo, la mirada grisácea, feroz, la tenía fija en él. ¡Qué familiar era esa escena! ¿No había sido exactamente igual para Daiki la noche en que murió?

—Daiki. —El vampiro escupió el nombre en un bufido—. Me dan náuseas escuchar ese nombre.

Ahora, en la tranquilidad de la casa de su niñez pudo contemplarlo con calma. Un gigante nórdico había sido al morir; el pelo rubio ceniciento alborotado le caía suelto sobre la frente y los hombros, los grandes ojos grises que se entrecerraban cada vez que lo miraba concentrado, la piel palidísima, la sonrisa de bufón bailando en sus labios. Su rostro tenía un aspecto fiero y distante y la luz pálida que se colaba por la ventana resaltaba sus rasgos fríos. Parecía sólo un muchacho, no más viejo que él mismo, sólo sus ojos lo delataban como el experimentado y astuto bebedor de sangre que era. Estaba seguro que se trataba del vampiro que Daiki había descrito como su hermano.

—Tienes razón, Daiki es mi hermano —dijo el vampiro. Su voz era ronca, grave; habría sido bella si el desagradable tono burlón no la tiñera en todo momento—. O al menos ambos tuvimos un mismo creador.

El vampiro se enderezó, arrastró la mano por el marco superior del respaldo de la cama y caminó hasta quedar a la altura de su mirada, desplazándose con pasos firmes y lentos, como si fuera un humano. Una ola de terror le recorrió el cuerpo y lo dejó estaqueado.

Mi nombre es Shogo. —El vampiro le habló con una nueva voz, sin mover los labios, con una voz que resonaba en su mente—. Te estás muriendo, ya lo sabes. Imagino que no quieres morir, ¿verdad?

—No... —confesó en un susurro apenas audible. ¡Qué cobarde era! Cuántas veces había pedido antes la muerte y ahora con cuánta desesperación se estaba aferrando a la vida—. No quiero morir...

—Como imaginé.

Shogo se sentó sobre la cama con mucho cuidado, su cuerpo pétreo como el de una estatua parecía no ejercer nada de peso en el viejo colchón. Se inclinó hacia adelante hasta que su figura encorvada fue lo único que Ryota podía ver y le sonrió con sus dientes largos y afilados de depredador, complaciente y retorcido, como si se alegrara por algún triunfo secreto que sólo él conocía.

—Pide, hijo —dijo estirando ambas manos a sus costados, sonreía divertido; para él era un juego—. Pide y recibirás.

—Ayúdame, por favor.

Shogo se acercó a su garganta y Ryota pudo sentir el cosquilleo de su respiración en la piel, erizándole cada vello del cuerpo. Y luego vino aquel quemante dolor, sus dientes le perforaron la piel y se sintió penetrado; gritó, con toda la fuerza que le quedaba en sus pulmones. La herida de su cuello ardía como si estuviera en contacto con un fierro al rojo vivo, como si lo estuvieran marcando. Todo se oscureció y de pronto ya no podía ver nada, aunque sabía que tenía los ojos abiertos de par en par. Ahora sólo podía sentir; las manos de Shogo apretando sus hombros con suavidad, su pelo alborotado desparramado sobre su rostro, sus colmillos clavados en su cuello, la sangre correteando por sus venas y escapando fuera de su cuerpo, el ronroneo de Shogo al tragar y aquel sonido ensordecedor, un ritmo vertiginoso que reverberaba en sus músculos y que era el latido de su propio corazón deteniéndose.

Recordó su niñez, cuando dormía sobre el pecho de papá, aterrado por su arritmia cardíaca y por la posibilidad de que su corazón algún día se detuviera sin previo aviso; sintió deseos de llorar. ¡Oh, después de todos aquellos larguísimos años, su recuerdo aún seguía doliéndole así! ¿Dónde estaría papá ahora? ¿Podría ver, donde quiera que esté, lo que le estaba ocurriendo en ese momento? Tal vez ahora por fin podrían volver a reunirse, a encontrarse en el otro lado.

No hay ningún otro lado —dijo Shogo—, sólo oscuridad.

Suspiró, tal vez estaba exhalando su último aliento de vida, porque ahora sí estaba al borde de la muerte, lo podía sentir.

Shogo se despegó de su cuello y aquello lo hizo sentir vacío y frío, una sensación de pérdida que crecía en su interior hasta anularlo. Luego le levantó la cabeza con una de sus manos y con las uñas de la otra se hizo un pequeño corte en la garganta.

—Bebe —ordenó mientras le presionaba el rostro contra la herida de su cuello.

Y aquella piel pétrea, fría y dura como el mármol, se abrió para él con una suavidad imposible de imaginar. Ahí vino la sangre. Igual que la deliciosa sangre que Daiki le había dado a probar, pero mucho más intensa ahora, un dulce néctar que se desparramaba como una fruta madura dentro de su boca, y su garganta, que creía no podía mover, tragó con ansias aquel líquido espeso, frío y ardiente. La sed que sentía ahora sólo podía ser saciada con sangre.

Lentamente fue recuperando las fuerzas. Sintió cómo los huesos de su mano rota se recomponían y la vida volvió a recorrer los miembros de su cuerpo. Todo dolor humano que hubiera sentido alguna vez, desapareció.

Gimió de placer y pronto sus manos tuvieron la fuerza suficiente para aferrarse a los despojos de ropa de Shogo. En segundos desgarró los harapos y éstos resbalaron por sus hombros desnudos hasta caer sobre la cama. Ya no estaba tendido, se había incorporado sobre una rodilla y se había dejado caer sobre Shogo, aplastándolo contra el polvoriento colchón, bebiendo de él, pegado a su cuello y lamiendo la herida. En ese momento, notó la íntima cercanía que había entre ambos y con qué docilidad se entregaba Shogo ante él.

Sus cuerpos estaban pegados, abrazados, como si fueran uno solo. Podía notar los brazos de Shogo firmemente cerrados en torno a su cintura, la dura forma de sus huesos, tendones y músculos, palpitando al mismo ritmo que los suyos. Se sintió tan unido a él como no se había sentido con nadie más antes, ni siquiera con Daiki. Shogo era su monstruoso y magnífico creador.

Por un instante oyó un suave arrullo, una antigua canción de cuna que al crecer había olvidado, la nana que mamá le cantaba antes de hacerlo dormir. Volvió a estar en la vieja casa donde una vez fueron felices, muchos años atrás. La nieve caía, pero los cálidos brazos de mamá lo sostenían con un amor incondicional. Pero no estaban ahí y no era mamá la que cantaba, era Shogo. Ambos yacían sobre la cama, unidos en un abrazo, su cabeza reposaba sobre el pecho de Shogo, su pelo se mezclaba con el pelo de Shogo; oro contra plata en una aleación perfecta.

Y en medio de ese momento de éxtasis puro, sintió el cuerpo de Shogo debilitándose bajo él, su boca jadeando trabajosamente, gimiendo suave, hasta que sus manos de una fuerza inconmensurable se aferraron a sus hombros y lo apartaron.

Ryota gruñó al verse alejado de aquella fuente de poder y éxtasis, se tambaleó y cayó de rodillas al suelo, temblando. Estaba ciego, embriagado de sangre, de sonidos y de nuevas sensaciones. Podía oír las voces de cientos de personas a su alrededor, como un murmullo débil pero constante, que iba y venía como el oleaje tranquilo de un lago en calma. Cuando abrió los ojos fue como ver el mundo por primera vez. La noche resplandecía con iridiscencia sobrenatural, todo estaba teñido de una bruma añil y las tinieblas resonaban con su propia musicalidad.

Y Shogo, simplemente era extraordinario. Verlo con sus nuevos ojos vampíricos fue una auténtica visión. Tenía la belleza fría y dura de un diamante cuando atrapa un halo de luz. Era aterradoramente bello, de una perfección sobrehumana; sus ojos grises encendidos, su pelo suelto vagabundo… Vio que le sonreía y él sonrió en respuesta. Sintió deseos de acariciarlo, de decirle cuánto lo quería, que sería su tutor en las tinieblas, su padre oscuro, pero Shogo se dio la vuelta y se alejó.

Esa actitud distante tan súbita lo descolocó. ¿Por qué le dolía tanto su indiferencia? ¿Cómo podía explicar esa súbita atracción que sentía por él? Debía tratarse del vínculo del que le había hablado Daiki; el hilo invisible que ata a padre e hijo, creador y neófito. Ahora su carne y la de Shogo eran idénticas, hechas del mismo material imperecedero. Los dos eran seres terribles y mortíferos. La ciudad, todo el mundo, les pertenecía, y ahora iban a vivir para siempre.

Shogo estaba de pie en la puerta del dormitorio, lo llamó con un gesto sutilísimo de dedos largos. ¿Habría podido percibir ese movimiento si no fuera por el poder de la sangre mágica que ahora corría por sus venas? Estaba seguro que no. Quiso unirse a él y con sólo este pensamiento en la cabeza, su cuerpo se movió como si se teletransportara. Fue tan abrupto el movimiento que se sintió mareado y tuvo que tomarse más de un par de segundos para recomponerse. Fue aquel olor lo que lo despabiló.

Comenzó sutil en un principio, apenas perceptible, y más intenso a medida que era consciente de él. Un olor como nada que hubiera sentido antes, denso, turbio, exquisito.

Era un humano, sentado en uno de los polvorientos sillones de la sala de estar, apenas un chiquillo de no más de 15 años. Usaba pantalones rasgados en las rodillas y las converse, que alguna vez fueron negras, estaban rotas y desgastadas por el uso; era un fugitivo. Tenía la piel morena, quemada por el sol, sudorosa y polvorienta, y el cuello largo y delgado como el de un cisne. Lo miró con sus grandes ojos curiosos e infantiles un segundo antes de seguir devorando su sándwich barato. Ryota se preguntó qué había pensado de él al mirarlo, ¿se habría dado cuenta que él ahora formaba parte de esa manada de monstruos?

El olor de su sangre lo distrajo, un olor tan intenso y seductor. Notó que salivaba de sed y tuvo que tragar forzado antes de lamerse los labios. Los instintos se apoderaron de su cuerpo. El apetito lo dominaba, era un hambre voraz y despiadada, una sed que le quemaba las entrañas. Podía oír el latido del corazón del chico, tenue, pausado, tranquilo, sin temor alguno.

—Mátalo —ordenó Shogo. La transformación no estaba completa hasta que cazara por primera vez, Shogo lo sabía—. Y hazlo ahora.

Ryota se abalanzó sobre él, pero ni siquiera en ese momento el chiquillo mostró signo de alteración alguna. Siguió sonriendo, hechizado, mirándolo con una mezcla de curiosidad y fascinación, como si estuviera frente a una especie de milagro; lo dio por un ángel. Ryota lo estrechó en sus brazos y en ese momento le llegaron sus pensamientos, alborotados y aturdidos. Tuvo una visión de cómo lo veía el chico; con la piel palidísima de un lustre nacarado, con los ojos dorados refulgiendo con iridiscencia de brazas encendidas, como si sus ojos se hubieran transformado en oro líquido y tuvieran ahora una consistencia acuosa y dúctil, con el pelo rubio cayendo en un perfecto orden sobre su frente, enmarcándole el rostro, resplandeciente y cálido, como la luz del sol en pleno verano. El chiquillo soltó el sándwich y se entregó, dejándose caer en los brazos del ángel, sólo que él era un ángel de la muerte.

El chico le pasó los brazos por el cuello y su suculenta y húmeda carne humana lo envolvió. Ryota aún no tenía colmillos. Tuvo que desgarrar la carne con sus propios dientes, la piel suavísima se abrió ante él y la sangre brotó, bramando, a su boca, como un delicioso torbellino. Lo poseyó con una fuerza que no sabía que tenía, en cosa de segundos le sorbió hasta la última gota de su sangre y le desgarró la tierna garganta.

Terminó aturdido, sin poder procesar el violento efecto que tuvo la sangre al inundar su cuerpo. Cuando volvió a ser consciente del mundo material a su alrededor, vio el cadáver desparramado sobre la alfombra y la sonrisa complaciente en el rostro de su creador.

—Ahora recuerda —dijo.

Aquella orden tan simple, provocó un verdadero torbellino en su memoria, como las aguas agitadas de un estanque al lanzar una piedra. Su corazón trató de resistirse a la cantidad de imágenes que lo abrumaban en ese momento, pero fue en vano. La orden de Shogo fue como si de la nada dejaran caer un velo que había estado cubriendo su memoria, anuló de un manotazo aquel antiguo dictamen de «Olvidarás.» y derribó por completo el hechizo que Daiki ejercía en él.

Ahí fue cuando lo recordó todo. Él sólo tenía seis años en ese entonces, cuando supo lo que era el verdadero infierno.

Los tres estaban en la pieza de las chicas cuando sintieron los gritos, eran papá y mamá. Últimamente gritaban mucho, todo el tiempo que papá estaba en casa, pero esa noche fue diferente, el odio que había en las palabras de ambos era palpable, incluso para ellos que no eran más que unos niños.

Ryoko fue la primera en salir corriendo por el pasillo y él la siguió, como hacía siempre. Las chicas se habían puesto sus esponjosos tutus y las alas de hada para jugar, y ahora las alitas de tono pastel con brillantina se agitaban suavemente con el trote de su hermana. Se detuvieron justo en la entrada del pasillo. Papá gritaba furioso, estaba fuera de sí y comenzó a patear la mesita del living hasta hacerla añicos, sin importarle cuánto lloraba mamá. Fue Yui quien los abrazó y tiró de ellos hacia atrás, para dejarlos protegidos en las sombras. Y fue Yui también quien les peinó el pelo con los dedos y susurró palabras suaves en sus oídos para tranquilizarlos. Papá se fue dando un portazo y mamá se desmoronó en el suelo, llorando sin parar, desesperada. Él no podía soportar verla en ese estado, no a su mommy, a su preciosa y delicada mommy... Salió corriendo y se encerró en el cuarto, no le abrió la puerta ni siquiera a Yui. Se metió debajo de la cama y se tapó los oídos con ambas manos, porque no podía soportar los sollozos de mamá. 

Nunca supo cuánto tiempo pasó ahí, escondido, pero sí se dio cuenta del momento en que dejó de oír a mamá llorar y empezó a oírla gritar. «¿Quién es usted y qué hace aquí? —gritó mamá. Una risa burlona por respuesta y no hubo necesidad de preguntar nada más— ¡Yui, llama a la policía!» En ese momento quiso salir a ver qué pasaba, pero tuvo demasiado miedo para moverse, sobre todo después de que empezaron los chillidos. 

Sintió a mamá gritar otra vez mientras jadeaba, como si estuviera haciendo algo que le contara mucho esfuerzo, y la voz de un hombre que lanzaba maldiciones al aire. Los pasitos de las chicas corriendo por el pasillo y después la puerta del dormitorio de mamá cerrándose con fuerza. Un breve silencio hasta que se oyeron los pasos lentos y pesados por el pasillo, la patada que hizo añicos la puerta del dormitorio de mamá, los grititos de Ryoko, el ruido del cristal rompiéndose, los gritos ahogados de las chicas ahora más lejos, en el patio, y luego nada. La quietud más absoluta.

Le costó trabajo moverse, arrastrándose por el suelo de su dormitorio logró llegar hasta la puerta. No entendía porqué tenía las piernas como agarrotadas, tal vez era el miedo, pero no estaba seguro, porque nunca había sentido nada igual. En el resto de la casa todo era silencio, excepto por un goteo incesante que venía de la cocina. 

Cruzó el pasillo y se encaminó al dormitorio de mamá. No había nadie ahí, la ventana estaba rota y el aire frío invernal se colaba a través de los fragmentos de cristal. A cada instante tenía más miedo, pero sabía que no podía quedarse ahí, tenía que encontrar a las chicas. Se deslizó por entre los cristales rotos y salió al patio. Había estado nevando desde la noche anterior, así que a esa hora el patio estaba cubierto por una esponjosa capa blanca. Las pequeñas huellas de los piecitos descalzos de las chicas podían verse con facilidad sobre la nieve, y detrás de ellas, las huellas enormes de unos zapatos militares masculinos. No tuvo que caminar mucho para hallarlas, estaban a sólo pasos del portón, tumbadas boca abajo, con las alas de sus disfraces rotas y salpicadas de sangre, la nieve caía sobre sus cuerpos como suavísimas plumas blancas.

Se puso a chillar, con los oídos tapados y la mirada fija en sus cuerpecitos, sin poder dejar de mirarlas aunque era lo único que quería.

Fue ahí donde lo encontró el hombre. Lo abrazó por detrás y le susurró al oído «Shuuu... Silencio... No hagas ruido. No queremos que nadie más nos oiga —dijo. Y pudo sentir el ardor de su piel sin afeitar en su mejilla—. Este será nuestro pequeño secreto.» Luego sacó el puñal. El acero brilló frío en la taciturna luz de la noche, el hombre apretó el agarre de su mano enguantada en cuero y él no había dejado de gritar. Fue cosa de segundos, mordió el brazo del hombre y corrió con todas sus fuerzas, lo oyó maldecir a sus espaldas antes de salir persiguiéndolo y en ese instante estuvo seguro de que moriría, pero su final no llegó. Cuando alcanzó la esquina y se dio la vuelta, el hombre estaba tirado sobre la acera y había otro... un hombre, ¡No! Un ser, una criatura con cuerpo de hombre, pero que no podía ocultar su naturaleza inhumana, inclinado sobre el cuerpo del hombre y que parecía beber de él. Ryota se tapó la boca con las manos y se arrolló sobre sí mismo hasta formar un pequeño bulto oculto tras los basureros de la esquina. 

Fue ahí donde lo encontró el ser. Tenía el rostro y el cuerpo de un hombre joven, con la piel acaramelada y los ojos y el cabello del azul profundo del mar al anochecer. Se sacó la chaqueta y lo envolvió con ella antes de cargarlo en sus brazos, fríos y duros como los de una estatua. «Todo está bien —le dijo—. No hay razón para tener miedo. Estarás bien. Lo olvidarás.» Y le sonrió con tanta dulzura que fue imposible no creer en sus palabras.

—Fue Daiki… —susurró. Ahora lo recordaba, lo que su mente le estuvo bloqueando todo ese tiempo—. Él estaba ahí esa noche, mató al asesino, fue él quien me salvó.

—Ahora recuerda la muerte de tu padre —ordenó otra vez Shogo—. Recuerda lo que viste ese día en el forense. Tú sabes qué fue lo que lo mató.

Y era cierto, lo sabía, siempre lo supo, sólo que no lo quería aceptar.

Ese día habían ido a buscarlo a la universidad, la policía lo había sacado de la clase frente a la mirada atónita de sus compañeros y profesores, y lo habían llevado al departamento forense gubernamental. Le habían explicado todo mientras viajaban, pero él había quedado tan choqueado con la noticia que perdió hasta el habla. La policía le había dicho que habían encontrado el cuerpo de papá muerto en su habitación privada del hotel de Kyoto. Había una mujer con él, una prostituta, que ahora estaba en tratamientos intensivos producto de una sobredosis. La policía creía que papá había muerto debido a una vendetta entre traficantes; habían encontrado restos de cocaína por toda la habitación. Lo extraño fue que al momento de hacer la autopsia, se dieron cuenta que su cuerpo había sido drenado completamente de sangre y que tenía las costillas y el cuello rotos. 

Ryota tuvo que reconocer el cuerpo. Lo hicieron entrar a una sala gigantesca llena de cubículos en las paredes donde la temperatura ambiente era de tres grados bajo cero. El forense abrió uno de esos cientos de cajones exactamente iguales y extendió la bandeja que contenía una gruesa bolsa negra con el cuerpo de papá. Él mismo abrió el cierre con dedos temblorosos, suplicando para sus adentros que todos ellos estuvieran equivocados, pero no era así, papá estaba muerto, aunque ese cuerpo frío y tieso dentro de la bolsa no se parecía realmente a él.

Los sujetos de la policía no paraban de hablar. «Hemos iniciado una investigación por la muerte de su padre —le habían dicho—. Pero en medio de esta investigación hemos encontrado evidencia extra. Creemos que su padre cometió fraude a distintas escalas. Todos sus fondos quedarán congelados mientras dure la investigación, a la cual usted también se someterá en calidad de…» Siguieron hablando, pero él ya no escuchó más, a duras penas pudo entender todo lo que le contó el forense.

No había llorado. No había mostrado ningún signo de pena o dolor. Se había puesto a gritar sin parar, preso de un ataque de pánico, y sólo lo pudieron silenciar cuando los tranquilizantes que lo obligaron a tomar en el hospital psiquiátrico hicieron su efecto. Su mente necesitó de un año entero de hospitalización y un cóctel de pastillas para olvidarlo.

—Fue un vampiro y lo sabes —dijo Shogo, volviéndolo a la realidad—, siempre lo has sabido.

Era verdad. Antes no lo recordaba, porque todo lo que sucedió ese día se borró por completo de su memoria. Otra de sus tantas lagunas mentales. Pero ahora lo recordaba, con tanta claridad, que le parecía un chiste que lo hubiera olvidado alguna vez. Fue cuando el forense le estaba explicando con palabras técnicas que papá no era más que un maldito drogadicto y que las vendettas eran cosa de todos los días en el medio en que él seguramente se había movido. Pero ahí lo vio, la casi invisible herida en el cuello, esa herida que explicaba perfectamente por qué papá no tenía ninguna gota de sangre en su cuerpo. Shogo tenía razón, eso lo había hecho un vampiro.

—Esta no es toda la verdad. Es sólo el principio —dijo Shogo de pronto, como si pudiera leer sus pensamientos, aunque sabía que eso era imposible ahora que lo había convertido—. ¿Sabes quién fue el que realmente mató a tu padre? —Esperó unos segundos, para que el peso de sus palabras hiciera efecto, y luego continuó—: Fue Daiki.

 

 

 

 

 

 


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