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De la miel a las cenizas por Nayen Lemunantu

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Notas del capitulo:

¡¡Hola a todos!!

Vengo a dejar el segundo capítulo de esta historia.

Voy a estar actualizando cada domingo.

Capítulo I

Susurros en la Oscuridad

 

 

Usa el infortunio como otros usan el terciopelo; el sufrimiento lo favorece como la luz de las velas; las lágrimas le sientan como alhajas.

Anne Rice, El ladrón de cuerpos

 

 

«Shuuu… Silencio… —susurró una voz de hombre en su oído—. No hagas ruido, no queremos que nadie más nos oiga. Este será nuestro pequeño secreto.»

Ryota dio un brinco en su asiento y abrió los ojos de par en par. No sabía qué hora era ni dónde estaba hasta que en medio de parpadeos frenéticos divisó el letrero de la calle a través de los vidrios nebulosos del autobús y ahí lo recordó: eran cerca de las cuatro de la madrugada, había terminado su turno en el bar y regresaba a casa. Se pasó la mano por la frente para comprobar su temperatura, sentía que la tenía pegajosa de sudor y el dolor de cabeza le taladraba las sienes. Rebuscó entre las cosas de su mochila y sacó el frasco naranjo de píldoras, eran las que su psiquiatra le había recetado sólo en casos extremos, y se tomó dos de una vez sin necesitar ayuda de agua.

Soltó un suspiro cansado y volvió a fijar la mirada en las luces de la ciudad, no quería recordarlo, pero el sueño que acaba de tener había sido tan real que todavía tenía erizado el vello de los brazos. Había sentido el tacto del hombre a sus espaldas, cómo su mentón sin afeitar le había rosado la piel del cuello cuando se pegó a su oído para susurrarle y el olor a ajo y especias que despedía su aliento. Pero lo que mejor recordaba era la sensación paralizante de terror que había sentido antes de despertar.

No era la primera vez que soñaba cosas por el estilo. A veces, incluso oía esas voces estando despierto. Por eso tenía sesiones con el doctor Toyoda una vez a la semana. Ryota no podía recordar cuándo ni cómo habían comenzado, pero las voces y los sueños no parecían haber estado desde siempre, al menos no cuando vivía con mamá. Aunque eso ahora era irrelevante, tenía diagnosticada esquizofrenia en grado leve. No era que se quejara por ello, era consciente de que era afortunado: tenía la suerte de poder llevar una vida casi normal, salvo por las píldoras.

Cuando el autobús giró a la izquierda y se adentró en un pasaje estrecho, reconoció el viejo y nostálgico paisaje de su niñez. Se vio a sí mismo jugando de niño junto a las chicas bajo la abrasante luz del sol al medio día por aquellas mismas calles. Distinguió el vetusto arce del que se cayó cuando tenía cuatro años y tuvo que pasar casi un mes en reposo debido a que se había fracturado la fíbula. Y al doblar la esquina, reconoció la ahora desvencijada casa de la señora Takahashi, la vecina que nunca les dejaba sacar las pelotas que caían en su jardín. Y finalmente, divisó la que había sido la casa de su niñez. En el muro del antejardín aún podía verse la pintura del bosque encantado que habían hecho los cinco antes de la navidad y todavía eran perceptibles las nubes doradas que él había insistido tanto en pintar.

Esos eran recuerdos de aquel verano, del último que había pasado en casa. Después había llegado el invierno. Y papá y mamá se divorciaron y nada volvió a ser igual. Ryota esbozó una más de sus típicas sonrisas condescendientes y bajó del autobús en la próxima parada.

Se paró frente a la casa y se dio cuenta más que nunca que se encontraba en el más completo abandono. Ellos se habían mudado y papá nunca había querido arrendar la propiedad, así que había permanecido sin ocupantes por casi veinte años.

Deslizó la llave oxidada que traía en el bolsillo de su abrigo y la puerta de hierro forjado de la verja se abrió después de un breve forcejeo. Sacó la linterna que llevaba en su mochila y su luz pálida le dio un mejor vistazo. El césped había crecido en los años sin podar hasta transformarse en una maraña de hierbajos que le llegaban hasta la altura de la cintura, la pintura estaba agrietada y descascarada, la madera había cedido ante la podredumbre y todos los cristales habían sido hecho añicos a piedrazos. Se encaminó con mucha cautela y subió los tres escalones de la escalera sintiendo el crujir de la madera bajo sus pies. La llave de la puerta de entrada aún funcionaba y no tuvo que ejercer tanta presión para abrirla, pero el chirrido que lanzó fue tan horrible que lo obligó a taparse los oídos.

Una vez adentro, probó encender los interruptores, pero la luz eléctrica había sido cortada mucho tiempo atrás. El aire olía a polvo y moho, aunque se obligó a sí mismo a seguir adelante. Caminó por el pasillo hasta llegar al living; los muebles estaban cubiertos por una gruesa sábana blanca y por una capa aún más gruesa de polvo, pero salvo eso, todo estaba tal y como lo recordaba.

Ryota no había vuelto a casa desde aquel invierno, pero ahora sentía las terribles garras de la nostalgia cerrándose sobre su garganta y además, estaba ese presentimiento, como si se hubiera olvidado de algo muy importante, algo que estaba relacionado con esa casa, con esas fechas y era mucho más terrible que mamá yéndose con las chicas en vísperas de navidad. Muy en el fondo, sabía que algo más había ocurrido; algo que de verdad nunca quería recordar.

Por eso estaban las voces.

Y por eso estaban las pesadillas, ¿no?

Pero ya estaba harto de los misterios, de las pastillas y de las voces. Y sabía que estando ahí, podría recordar. En ese lugar sus recuerdos afloraban con más fuerza que nunca. 

Ya había texteado a Kazunari para que no se preocupara por si llegaba más tarde de lo usual.

Se sentó en uno de los sillones de tres cuerpos, ignorando la nube de polvo que se levantó, y dejó caer la cabeza hacia atrás. La linterna aún estaba en sus manos y mientras la paseaba por la casa, imágenes del pasado cobraban vida frente a sus ojos.

Pudo ver, como si estuviera pasando en ese mismo instante, la espalda de mamá en la cocina americana. Tenía una contextura muy delicada y su pelo rubio, lacio y largo, estaba amarrado en una coleta alta. Ryota sonrió y paseó la luz de la linterna por el comedor. Junto a la puerta estaba Ryoko con la espalda muy bien apoyada en la pared mientras Yui hacía una marquita con lápiz morado junto en el punto que marcaba su altura. Las tristes marquitas aún eran visibles a pesar del polvo y la humedad. Rojo para Yui, morado para Ryoko y verde para él. Las marcas habían sido interrumpidas de un momento a otro, como si de la nada, los tres hubieran dejado de crecer.

Lo único que extrañaba era la mesita de centro. ¿Nunca habían tenido una? No. Recordaba los desayunos que había tomado junto a las chicas alrededor de esa mesita mientras mamá preparaba los hotcakes en la cocina. Siempre le ponían un pequeño mantel a cuadros en rojo y blanco. Todavía recordaba lo desgastado que se veían los cuadros rojos. Había sido una mesa de vidrio, por eso mamá siempre la cubría con un mantel mientras comían. Pero, ¿qué había pasado con la mesa?

En la pared del fondo del living aun colgaba el pequeño retrato a mano que papá había dibujado de mamá. Lo había hecho con grafito sobre un papel texturado de tonos sepia y se veía el perfil derecho de mamá con su largo pelo cayendo como una cascada por uno de sus hombros desnudos. Ryota aun podía recordar esa expresión enternecida en sus ojos cuando éstos se ensanchaban en medio de una sonrisa. Esa sonrisa provocaba que incluso en ceño severo de papá se suavizara. 

Mommy… —dijo en el inglés que había hablado desde siempre con su madre—. I miss you… so much

Tenía la mirada fija en el retrato, tan finamente dibujado, capturando la vivacidad de la mirada, la insinuación de sonrisa en la comisura de los labios, la suavidad de su pelo y las pecas casi transparentes que le rociaban la nariz. ¡Qué gran dibujante había sido papá! Después de que mamá se fue, no había vuelto a tomar un lápiz en la mano. Ryota creía que era porque lo entristecía demasiado.

—Han pasado muchas cosas desde que te fuiste, ¿sabes? —Esbozó una ligerísima sonrisa triste mientras miraba la luz de la linterna que jugueteaba en sus manos—. Ya estoy a punto de graduarme. Te envié una invitación para asistir a la ceremonia, pero no me has respondido aún. Supongo que has estado muy ocupada. —Se encogió de hombros y volvió a mirar fijo los ojos del retrato. Sólo obtuvo silencio como respuesta—. La ceremonia de graduación será en menos de un mes. Kazucchi y yo ya tenemos arrendada la limusina. ¡Será espectacular, ya verás! Además, te va a encantar Kazucchi. 

Ryota había estudiado periodismo. En realidad ya se debería haber titulado, pero había tenido que congelar su segundo año después de la última recaída. Ese había sido un año malo, un año para olvidar. Las voces habían vuelto más fuertes que nunca y había terminado internado otra vez. Nunca había estado tan mal desde la primera crisis, cuando sólo tenía seis y un policía lo encontró vagando por las calles del vecindario a pies descansos en pleno invierno. Durante su último año malo había tenido que volver al hospital. Aya, su novia, terminó por dejarlo. El único que estuvo siempre a su lado y que lo visitaba todas las tardes sin falta había sido Kazunari Takao, su mejor amigo. Y después de que le dieran el alta se mudó a su departamento. Ahí todo mejoró. En realidad no podía quejarse, esos tres años habían sido buenos, se había divertido como nunca y por primera vez sintió que realmente pertenecía a un lugar.

Aunque nada de eso podía llenar el vacío que tenía dentro del pecho.

—Tampoco me has enviado ninguna foto de las chicas como te pedí. Ahora deben estar irreconocibles. Tan grandes, tan adultas… ¡Quizá hasta sea tío muy pronto! —Soltó una carcajada súbita que resonó por las paredes de la casa vacía—. Supongo que me invitarán a conocer a mis sobrinos, ¿no? Siempre he querido tener muchos sobrinos, supongo que es porque tengo el presentimiento de que yo nunca seré padre. Tal vez porque no quiero tener hijos que vivan lo que yo viví cuando tú y las chicas se fueron…

Papá se lo había contado mientras lo arropaba en la cama grande de la casa nueva. «Mamá se ha ido, campeón… —le dijo sin dejar de acariciarle el pelo—. Se ha ido y se ha llevado a las chicas con ella.» Después se acurrucó a su lado y lo abrazó con fuerza, Ryota no se dio cuenta de que estaba llorando hasta que los sollozos fueron demasiado fuertes para poder acallarlos. Papá lloró hasta que se quedó dormido sin dejar de abrazarlo, pero él no pudo dormir nada esa noche ni las noches que siguieron. ¿Qué había dicho papá? ¿Mamá lo había abandonado? ¿Se había llevado sólo a las chicas y a él lo había dejado atrás? ¿Pero por qué? Cuando le preguntó a papá, él dijo que habían decido repartirse todo, incluyendo a los hijos. Sonaba perfectamente lógico, ¿no?

De todas formas, no era como si hubiera perdido todo el contacto con ellas. Estaban siempre comunicados a través de cartas. Aunque jamás se habían visitado o se habían llamado por teléfono.

Y hasta el día en que conoció a Kazunari Takao, toda su vida había parecido tan perfectamente normal. Sólo Kazunari había llegado a conocerlo lo suficientemente bien como para darse cuenta de lo extraño que era todo a su alrededor.

La primera vez que lo vio enviándole una carta a su madre y supo que sólo se comunicaban de esa forma, lo miró con la expresión más aterrada que le había visto en la vida. «¡Esto no es más que una jodida patraña! —le había gritado enfurecido mientras le quitaba la carta de las manos y la hacía pedacitos—. ¡No tienes ni puta idea de con qué maldito enfermo estás intercambiando cartas, idiota!»

Pero Kazunari no entendía… Nadie lo hacía. ¡Por supuesto que la persona con la que intercambiaba cartas era su madre! Sólo ella podía saber esa asombrosa cantidad de cosas sobre él, cosas que nadie más sabía, cosas que sólo podía saber por su instinto materno, cosas que incluso parecía que adivinaba, como si mamá fuera capaz de leer su pensamiento. En sus cartas parecía que no hacían falta las palabras para comunicarse con ella, porque lo entendía mejor que cualquier otra persona en la tierra. Sabía cómo se había hecho la cicatriz en el párpado izquierdo cuando tenía dos años. Ella misma le contó cómo tuvieron que correr con papá en medio de la noche para llegar a la clínica. ¡Hasta sabía la cantidad exacta de puntos que le habían hecho para cerrar la herida! También le había contado de la primera vez que habían ido al circo, de cómo le habían gustado los leones africanos saltando en el aro. Ella no lo sabía, pero ese era uno de sus recuerdos más antiguos. Cuando cumplió diez ella le había enviado de regalo un magnífico collar de plata, con antiguos grabados, irreconocibles para él. En su carta decía que era un amuleto, que serviría para su protección, y desde ese día no volvió a quitárselo jamás. ¡Por supuesto que era su mamá! No podía tratarse de ninguna otra persona en el mundo.

Aunque saberlo no simplificaba las cosas para él; habría dado lo que fuera por una vida normal. Primero trató de aferrarse a papá para llenar el vacío de la familia inexistente, luego quiso acabar de una vez por todas con las voces y las alucinaciones con un verdadero cóctel de pastillas. Pero sin importar sus intentos, todo siguió exactamente igual.

Kazunari era el único que lo veía todo con cierto grado de humor. Lo llamaba El Hechizado entre carcajadas, aunque en más de una oportunidad él mismo se vio beneficiado por el aura sobrenatural que lo rodeaba.

La primera vez fue cuando estaban de vacaciones en Kyoto. Esto había sido sólo semanas después de que le dieran el alta médica en la clínica psiquiátrica y habían decidido ir durante una semana completa a las aguas termales de las montañas. Al tercer día, Ryota se despertó gritando en medio de la noche, asustado por el último sueño que acababa de tener, una voz que le gritaba «¡Peligro!». Estaba seguro que era la voz de mamá. Obligó a Kazunari a salir a la intemperie bajo plena nevada invernal. A los veinte minutos el hostal había ardido hasta los cimientos. «¡Maldición! Cada día me gustan más tus voces…» le había dicho Kazunari con la mirada entre vacía y perpleja, tratando de sonreír, a pesar de estar aterrado ante la posibilidad de haber muerto, y más aterrado aún de haberse librado de esa manera.

Esa era sólo una de las tantas voces que podía oír, y había de todos los tipos: las aterradoras, las de las pesadillas, las neutrales, las de advertencia y las tranquilizadoras.

Dentro de todas, había una voz muy especial, una que Ryota estaba seguro que no era ninguna alucinación. La voz grave y tranquilizadora de un hombre. «Estarás bien. Lo olvidarás.» le había dicho mientras lo cargaba en sus brazos y sentía que el contacto con él era tan glacial como la nieve que caía a su alrededor, pero era por el frío de aquella noche, ¿no? ¿Qué más podía ser? «No existe la más mínima razón para tener miedo.» Le había sonreído con tanta dulzura que el frío ya no importó.

¿Pero quién era aquel hombre? Ahora estaba seguro de que no era un producto de su imaginación, él había estado ahí, lo había ayudado en medio de… ¿En medio de qué? ¿Qué había pasado esa noche?

Una vez, estando con un grupo de amigos de la universidad en las mesas de la calle de un pub en Shinjuku, su cuerpo se había puesto en un estado de alerta automático por la sensación de estar siendo observado, y cuando giró la cabeza hacia la izquierda, su mirada se fue directo hacia un joven de pie en la esquina contraria. Su silueta era tan familiar… como si fuera la de alguien que había conocido durante toda la vida, y en un chispazo, su cerebro le envió una imagen más clara que ninguna anterior, el recuerdo de un hombre joven de brazos fuertes. Él había estado caminando descalzo sobre la nieve hasta que el joven lo encontró y lo cargó en brazos, arropándolo mientras le susurraba aquel terrible mandato: «Olvidarás.» y él lo había mirado hacia arriba viendo cómo la nieve se derretía sobre su pelo. Aunque por más que lo intentaba, no lograba sacar a flote el rostro del joven de las lagunas de su memoria. Ahí se puso de pie de golpe y cruzó la calle a la carrera, esquivando apenas los autos que corrían en ambas direcciones, pero cuando llegó al lugar, no había ni señas de él. ¿Se había esfumado en un parpadeo? Ryota había quedado helado y vacío, mirando en ambas direcciones sin saber si alucinaba otra vez.

Ese era uno de los tantos fragmentos de memoria con los que jamás podía construir un todo. A veces sentía que la mitad de su vida estaba en esta nebulosa de incertidumbre entre la realidad y la locura.

¡Qué cosa más terrible era la mente humana! Podía ser tu aliada y, a la vez, tu peor enemiga. En sus sesiones con el doctor Toyoda habían discutido muchísimas veces el tema. El médico le había explicado, con una paciencia y calidez casi paternal, que lo que él sentía se llamaba paranoia sicótica y que no era correcto pensar en su mente como una entidad diferenciada y autónoma. Pero Ryota seguía sintiendo, hasta el día de hoy, que hubo un punto, un punto de inflexión, donde su cerebro tuvo que tomar una decisión crucial: borrar parte de su memoria para protegerlo o dejarlo recordar todo y ver cómo se desmoronaba. Estaba claro qué decisión había tomado su mente. Lo único que no podía entender aún era cuál había sido ese punto de inflexión. ¿Qué había pasado para que su cerebro decidiera borrar parte de su memoria?

Nada de eso se debía a su esquizofrenia, no eran alucinaciones, lo que él veía eran recuerdos, ahora estaba seguro, eran recuerdos fragmentados, como pequeñas partes aisladas de un enorme rompecabezas.

Levantó la linterna y volvió a iluminar el retrato. Los ojos de mamá parecían llorar bajo la luz azulina y fría.

—Kazucchi tiene razón, ¿verdad? —preguntó en un susurro, y las lágrimas cayeron de sus ojos sin que las pudiera contener—. Tú no eres la persona que responde mis cartas…

Notas finales:

Comentarios, críticas y sugerecias son bienvenidos

Muchas gracias por leer.


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