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El Trámite por Dedalus

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Notas del fanfic:

 

 

Notas del capitulo:

***

No estaba del todo seguro si era él, sus facciones con el pasar de los años se habían opacado en su memoria, lo cual no dejaba de sorprenderle cuando de pronto iba haciendo las compras o esperando el tren y una estela venía a su mente regando imágenes intermitentes de aquellos días que en perspectiva se veían tan lejanos. Esa misma distancia, aquella que los separaba, había poco a poco eliminado sus facciones de sus recuerdos; con el transcurrir de los años estos rasgos a través de los cuales lo evocaba se habían convertido en características cada vez más abstractas hasta llegar al punto de reducirse a detalles tan aparentemente irrelevantes como la manera en que se paraba o la forma en que el abrigo del colegio le caía sobre la espalda.

Pero aquel día esa imagen sin ningún tipo de interferencia apareció frente el, caminando con el mismo ligero balanceo y con la chaqueta cayendo de sus hombros de la misma forma. Aún así, si bien el tiempo, así como su memoria habían opacado las facciones que alguna vez encontraba en todos lados, ahí lo veía, como si no hubiera pasado ni un día en esos veinte años que los alejaban de una calle oscura empalagosamente perfumada a hierba y humedad.

Los folios de John resbalaron ligeramente de entre sus dedos y se apresuró a sujetarlos contra su muslo, el polvo del anticuado edifico de pequeñísimas ventanas se suspendía y resplandecía atravesado por la luz del lamparín que colgaba del techo bajo cuya luz sus ojos lo observaban vidriosos, como irritados, reflejando la silueta de la secretaria batallando con una de las minúsculas ventanas.

—“¡John! ¿eres tú?”— exclamo desvaneciendo a la secretaria en sus ojos y el polvo en su entorno, pestañeando dos veces mientras sonreía. Y John en ese momento lo supo, la realidad del peso de aquel “John”.

De la misma manera que las casas se aglutinaban infinitas frente a él camino al campo de marte, de la misma manera en que jugaban en el césped excesivamente crecido y reían a carcajadas porque nadie los escuchaba, nadie los veía, a nadie le importaba ver a dos muchachos jugando.

—“Dos muchachos jugando” — pensó, después de todo, a eso se reducían, a dos niños dejándose arrastrar por la inexperiencia, por incertidumbre de un después o la negación de un futuro que se cernía amenazante sobre sus cabezas.

Hasta que el temporal llegó, lanzando rugidos y brillantes zarpazos como un gato, agitando los arboles de aquel único rincón privado que tenían, lanzándolos al sendero haciéndolos correr. Y, aun así, ahí lo tenía, a tres pasos de él, con los brazos ligeramente levantados y una media sonrisa incrédula sesgando su rostro y fragmentando la luz que le daba de lleno en la cara, así, de la misma forma que las marquesinas daban contra sus rostros cruzando el boulevard principal.

En casi todo momento por aquellos días su figura se erigía frente a el —en todo momento— su silueta enhiesta lo acompañaba, incluso mientras dormía, un miedo crecía poco a poco rodeando su sonrisa honesta de cara al sol de mediodía. Algo no lograba encajar; él corría cruzando la cancha deportiva con el cabello mojado y los músculos tensos y John pensaba “la vida no hace este tipo de concesiones”.

Por lo que colgarse de sus hombros despreocupadamente no era suficiente, ahogarse en su pecho lo angustiaba, le dificultaba la respiración y los dientes le castañeaban. ¡Basta! —pensaba—¡Basta! Deja de pensar; pero la inquietud no desaparecía. Así que la sepultó en lo más profundo de su cabeza, lo perdió entre números telefónicos y recuerdos infantiles.

 —¿Cómo has estado? —dijo John, bajando la vista raudamente hacia los folios y subiéndola nuevamente como retomando una vieja solemnidad perdida.

—No has cambiado nada, estas igualito—le respondió mientras le daba dos palmadas en el hombro y un fugaz abrazo que lo trajo nuevamente al presente, vio la situación casi ridícula en la que se encontraba allí; en medio de un banco al medio día, rodeados de malhumoradas caras que pedían a gritos el receso para el almuerzo.

Es así que los cubiertos tintineaban sobre platos despostillados ornamentados con flores rosadas que se enroscaban en sus contornos, los vasos eran dejados apoyados sobre las mesas con un sonido seco y todos los aromas se mezclaban en el ambiente embriagando a los comensales con ese aroma a comida caliente. La brisa fresca hallaba su camino entre las cortinas y su voz se elevaba, haciendo un cortísimo eco al coro de murmullos que se imponía en el salón, solo opacado por la interferencia del televisor que colgaba ignorado de una pared lateral entre un cartel publicitario y un reloj de madera.

Qué curioso—pensaba John— es volver veinte años atrás en una tarde como esa, donde uno solo espera mirar por la ventanilla del bus y llegar a casa; que particular era el barullo de la gente y la corbata de él, que ya no recordaba la última vez que vio un patrón como aquél, un nudo tan perfecto. Y ahora, ya llegaba el almuerzo, y el cielo se había despejado iluminando— literalmente— los rostros de todos, suavizando los semblantes de la gente que se enrollaba las mangas y desabotonaba los cuellos de las camisas, ahora se veía ahí, con él al frente, y no podía dejar de pensar.

¿En qué momento había terminado todo? Fue acaso aquella tarde, la única tarde de la semana en la que salían a las tres, luego todo el día en el taller de carpintería. Así, hambrientos, con los cuerpos cubiertos por el sudor, bajaban la avenida. Él miraba la alameda del centro y los árboles se movían curiosos a lo que él le susurraba al oído, las mismas groserías que incluso hasta aquel momento llegaban a su cabeza y era inevitable que los colores se le subiesen a las mejillas. Su sonrisa de dientes largos, su aliento a chiclets y su abrazo rudo y tosco. El solo recordar aquel tacto se le escarapelaba la piel, expectante a la orden del plato de arroz que acaba de pedir mientras él lo observaba desde el otro lado de la mesa, contándole todo acerca de sus hijos, no hacía falta que mencionase a su esposa, sabia por algunas amistades que se había casado con una bella mujer que conoció en la universidad.

Aquella tarde, sin embargo, solo existían los dos dentro los márgenes de todo lo posible para sus reducidas conciencias de quince años. Y él parecía tenerlo más claro que nadie, sobre todo cuando empezó a reclamarle por una tonta conversación con los muchachos en la que habían mencionado haberlo visto con Paula, una delgada muchacha que iba en otra clase. Ella era hermosa, a menudo la veía salir con su grupo de amigas pisando la tierra de calle como si caminara por el malecón más bello de la ciudad. Era un espectáculo ver como la falda caía sobre sus caderas y la blusa se le ceñía en la cintura y los brazos. De eso sus amigos no paraban de comentar, además de las extensas jornadas onanistas que realizaban durante las noches. Plegarias con su figura en la mente y el falo rígido en la mano.

Pero Gabriel nunca había hablado de ella, nunca había hecho tan solo un comentario que le hiciese pensar que le excitaba el cuerpo de Paula tanto como a los demás muchachos. Y así, el saber que ellos habían vuelto a casa juntos unos días antes para John supuso una traición más grande que el hecho de que él se hubiese masturbado pensando en los volúmenes de la falda de Paula. Se sentía herido, y aquella tarde no pudo contener aquel dolor atragantado, contenido adentro. Él arrojo todo aquel miedo a los pies de Gabriel quien asustado por su reacción no dudó en hacerse el desentendido. ¿Qué tenían ellos, después de todo? Eran solo amigos y nunca habían sido más de eso, porque no había otra forma de querer a un hombre más allá de la amistad, eso John lo había tenido bastante claro y pasaría mucho tiempo, muchas vidas por delante hasta que lograse comprender lo reducido que se encontraba en aquellos años.

Así que no dudo en atacar a Paula, no dudo en decir idioteces sobre ella, en usar el mismo tono asqueroso que oía en sus compañeros, y a cada palabra sentía que la boca le ardía, que las lágrimas asomaban peligrosamente. Pero no se detuvo y notaba el rostro de Gabriel cada vez más irritado, sorprendido por lo que decía, horrorizado del despliegue de celos que había soltado sin ningún miramiento. Llegó un momento en el que no soportó más aquel descontrol y lo empujo violentamente hacia la acera, él cayo apoyado en la puerta de fierro de una de las casas, se sujetó como pudo de los ornamentos oxidados, Gabriel se había ido y él solo se quedó  allí, incapaz de llorar bajo el sol de la tarde.

— ¿Cómo estás tú, John? Sabía que fuiste a la UNCR—él tomo el vaso de gaseosa y dio un sorbo. —Abogado, ¿eh? Estaba claro que de los dos tú ibas a llegar más lejos.

John sonrió incómodo y trato de desviar la plática a otro tema que evada su vida personal la cual por alguna razón le avergonzaba contarle. No se sentía avergonzado de lo que había logrado o lo que no en todos aquellos años, pero algo en él se negaba  compartirlo con alguien que hasta aquel momento había permanecido encapsulado en sus recuerdos de adolescencia. Sin embargo, Gabriel, no se detenía.

—Sí, estoy trabajando en el ministerio—le dijo sin mucho alarde. — Entré hace algunos años luego de que cerraran el estudio en el que me inicie haciendo prácticas. No, nunca pensé terminar en este trabajo de oficina (¿Le había dicho eso?) No, lo cierto es que siempre quise enseñar, conseguir una plaza en alguna facultad, una publica de preferencia, ya sabes, retribuir en algo todos los años  en la UNCR (¿Nuevamente, porqué le contaba todo eso?) además de poder seguir investigando sobre teoría de derecho, algo que casi no se hace acá en el país…

El verdadero hecatombe sin duda alguna fue poco antes de los exámenes de fin de año. Ellos no habían vuelto a mencionar a Paula desde el incidente luego del taller de carpintería. Gabriel se había disculpado y le juró nunca más agredirlo de aquella forma, incluso vio sus ojos humedecerse mientras le revoloteaba el cabello como si fuese una adulto contemplando a un mocoso vulnerable. Todo había permanecido igual, las tardes en el campo de marte, los fines de semana viéndolo jugar futbol en el módulo deportivo de municipio, sus escarceos en los vestidores, en los baños de la escuela y en la huaca del cerro donde la vegetación frondosa los cubría de toda la ciudad extendiéndose bajo ellos.

Fue en una de aquellas tardes que las que la escuela organizaba una aburridísimas reuniones de catequesis en la capilla. Como siempre, .las canciones cristianas eran el marco perfecto para instalar el sopor perfumado a flores dentro del templo rodeado de un enorme jardín excesivamente ornamentado con geranios, claveles y hortensias tan grande como la cabeza de alguno de los estudiantes de primaria que integraban el coro. Gabriel, desde la otra fila de bancas le hizo una seña que cruzó los rostros somnolientos de media docena de sus compañeros. John entendió inmediatamente y se deslizó despacito, casi contando  cada centímetro que avanzaba hacia la salida. Los profesores, igual de adormecidos, no se percataron de nada, mientras que las monjas, ocupadas dirigiendo al coro y acomodando todo para la misa posterior, no le prestaron la menor atención. Unos minutos después Gabriel salió con la mayor frescura del mundo, invisible a todo el que siquiera hubiese pensado decirle algo, los pasos largos, la risa pendeja mostrando los dientes, el hoyuelo en el cachete y el paquete prominente en los pantalones grises de colegio.

Ambos se dieron encuentro en los aseos cuando este entró cogiéndose el bulto, tieso como un fierro horizontal en su cadera, inmediatamente se desabrochó el cinturón con un tintineo que le escarapeló los  brazos, John lo miraba como tanteando el acercarse, cada pisada resonaba a lo largo de los cubículos haciendo eco, su miembro erecto presionando contra su muslo y sus manos sujetándolo de las nalgas firmemente, parecía divertido con la consistencia de estas. La capilla llena y ellos dos allí metiéndose mano, no recordaba en qué momento dejó de sentir vergüenza, ya no rezaba en las noches, ya no se sentía culpable cuando entraba dubitativo a la iglesia y su madre lo hacía persignarse con una venia dramática, todo era teatro para la vieja, siempre alhajada, dos anillos en cada dedo y el carácter siempre al filo, al borde de la desesperación. Ah pero para ir a trabajar al consultorio del Doctor Alexis, había que ver  a la vieja  como le cambiaba el semblante, ya ni a los berrinches de Daniel le prestaba atención, ya ni lo agarraba a manazos cuando veía su agenda llena de faltas, ahora andaba toda atontada escuchando las melosas baladas de la nueva ola que ponía en la radio  durante el lonche.

Gabriel seguía consumiendo el olor de su cuello, de la transpiración católica que la sofocante jornada pastoral le ocasionaba, la necesidad de sentirlo arrinconándolo allí, dentro del cubículo, sus manos de dedos largos, él girando y aquel dolor que le estrellaba la cabeza contra las losas, él entrando; el desgarro, la boca cubierta por sus manos y el continuo bombear de su ímpetu adolescente, de su inocencia llena de malicia, sexualidad desbordada, John intentaba hacer silencio, trataba de no gritar, pero el dolor allí, luego el placer, el goce de su pelvis huesuda contra sus muslos, los pantalones del uniforme en los pies, las trusas en la rodilla y el chorro de orina afuera de los cubículos los sacó de del anonadamiento anal. Gabriel la sacó asustado y se levantó los pantalones con tal velocidad que su miembro quedo atrapado en la cremallera. Se mordió la lengua, dio golpes al aire, mientras John, con la boca abierta se había arrodillado en una esquina evitando los zarpazos descontrolados de Gabriel, ahora con el miembro flácido cayéndole a través del ojal inútilmente forzado por la desesperación.

Afuera los pasos se dirigieron a la puerta del cubículo, los golpes los hicieron salir avergonzados, la figura alta los miraba allí, de pie acomodándose aun el buzo. ¿Qué están haciendo ahí, carajo? ¿Qué acaso entran a mear juntos? El profesor Javier los quedo observando, tomó a Gabriel del pescuezo y lo saco empujándolo del baño. Ah, ¿pendejo eres tú?, cacherito te crees. Gabriel solo se cubría con los brazos como esperando un golpe ¡Sal de ahí, carajo! Le había gritado a John quien salió pensando en la sacada de mierda que le daría su madre cuando la llamasen de la dirección. “Señora, a su hijo lo estaba penetrando otro alumno en el baño”. Ya lo imaginaba todo, estaba claro que los expulsarían del colegio, estaba clarísimo que no lo aceptarían en ningún otro lugar a aquellas alturas del año.

El profesor Javier los mandó hacia la capilla y les dijo que hablarían luego, ambos ni se miraron todo el camino de regreso, permanecieron en silencio lo que quedó de la jornada pastoral y los días siguientes no se tocaron ni siquiera para saludarse. John sin embargo aún seguía tenso por lo que pensaba hacer Javier. El profesor no había dicho nada, ni una sola palabra desde aquel día en que los había encontrado en los baños. Pero ahora sentía que lo veía distinto. Era una suerte de combinación entre lastima y condescendencia, lo trataba diferente que a sus compañeros, hasta había dejado de exigirle tanto durante los rudos calentamientos al iniciar su clase.

La clase de educación física nunca había sido su preferida, no era el mejor durante los largos entrenamientos, era escogido al último al momento de dividirlos en dos equipos para los partidos de futbol. Lo mareaba aquél ir y venir del balón, pero se sentía embelesado por aquella majestuosa ola de piernas y torsos desnudos fluyendo por el campo con un ritmo exasperante, se le iba el aliento, sobre todo cuando Gabriel corría hacia él sentado en las gradas, hacía algún gesto payaso, los hombros relucientes bajo el sol, tostados como dos corazas, los brazos angulosos y el torso flaco con el vello púbico ya asomándose al borde de sus shorts deportivos. Él ahí, apretando los puños, estirando las piernas y respirando hondo para no tener una erección durante el juego. El profesor Javier los observaba desde el otro lado del patio, siempre los observaba, aun así no veía desaprobación en su mirada, era otra cosa. Y no tardaría mucho en descubrirlo, no se imaginaba, en aquel momento, el alcance de aquella mirada, algo en él le advertía ¡Corre! Escapa ahora que tienes tiempo, pero por aquellos años qué hubiera sabido de peligro o de miradas, apenas conocía las puntas filosas del césped cubriendo todo el Campo de Marte, el torso de Gabriel se tendía sobre este y las piernas firmemente flexionadas, el rostro cubierto de sudor, el cabello revuelto mojado con tal despreocupación… lo envidiaba por ello.

 Ambos jugaban allí hasta tarde, se tocaban entre los arbustos, aprovechaban los esporádicos momentos en solitario para satisfacer la urgencia exhibicionista, él mostrando su orgullo, John allí esperando su llegada, enseñando tímidamente la nalga deslumbrante a plena luz del día, apenas un asomo con los shorts a medio bajar, él se abría la bragueta, contemplaba su miembro duro, como calculando su tamaño, como preguntado ¿sorprendente, eh? Es toditito para ti, quiere tu culito. Y lo hacía mover, el falo subía hacia arriba y caía como asintiendo. John allí sonrojado pero atraído por aquella obscenidad, excitado por la bajeza de la mamada que le daba entre los arbustos, cuidando que algún pensionista no los viese mientras alimentaba a las palomas, que los niños nos los divisasen retorcidos ahí en los arbustos ralos, tumbando todas las flores podridas débilmente sujetas a las ramas cubiertas de smog. Qué más bajo que aquella lujuria, después de todo,  no era una bajeza denigrante, todo lo contrario, era revitalizante, era éxtasis y calor, eran todas las ganas de vivir allí en aquél rocío blanco en la punta de las hojas, las ramas y su rostro tan claro como si no fuesen las seis y tuviese que volver a casa. ¡Que iba a saber de peligro, Gabriel! Si desconocía a las personas, apenas palpaba ciegamente a mis amigos, apenas jugábamos futbol los domingos— a pesar de que era pésimo— e íbamos a nuestros barrios con tal estruendo, como una corte de arlequines ridículamente orgullosos de nuestra inocencia, erotizados por nuestra ingenuidad.

“Pero es que por ti no pasan los años, de verdad que te veo y tu rostro está tal como aquel último año que estuvimos en el colegio, vaya Johnsito, si me hubieran dicho que iba a esta acá almorzando contigo no me lo hubiera creído. Claro que me habían hablado de ti, sí te había seguido el rastro, ‘mano, pero ya vez que entre el trabajo y la familia uno no se da tiempo de llamar a los viejos amigos. Claro que tampoco es del todo mi culpa, ¿No? Apenas te cambiaste de escuela en el último año cortaste comunicación con todos nosotros, los chicos del grupo no supieron de ti hasta la universidad y yo pues, ahora, ¿veinte años después? Vaya estoy viejo, pero tú, tu estas idéntico…” ¿Y es que acaso iba a obviar todo lo que paso? ¿Iba a anular todos aquellos recuerdos excusándose con el tiempo?

“Así que te ha ido genial ¿eh? Me alegra mucho por ti, de verdad…” No podía dejar de sentir cierto resentimiento en su voz. Era casi imperceptible detrás de aquel tono de confianza, de aquella sonrisa amigable que tontamente el mostraba como obviando que habían tirado por casi todos sus años de secundaria. Y ahora se servía más gaseosa espumosa, casi desbordando el vaso transparente de cara a la venta, afuera la gente pasaba sin parar, decenas de siluetas y Gabriel no le despegaba la mirada de encima, la misma sonrisa artificial y los ojos dolidos. ¿Qué pensaría? Qué es lo que se lo podría estar pasando por la cabeza de aquél Gabriel veinte años más viejo, maduro —al menos eso aparentaba— Ya tenía aquella solidez que los hombres de su edad adquieren y que John seguía aun esperando, incluso se le habían formado dos graciosas arrugas entre las cejas y algunas patas de gallo, algo normal considerando que ya se acercaban a los cuarenta  y que, por lo que sabía, tenía tres hijos, uno por cada pata de gallo pensó.

Parecían una familia modelo, una que fácilmente podía aparecer en la portada de cualquiera de aquellas revistas sosas que uno ve sin interés en la sala de espera del dentista. Ella era una mujer bella, ciertamente, el cabello claro largo, los ojos pequeños, nariz respingada boca pequeña  y las caderas anchas. Hasta podía imaginar su voz con ese matiz sexual que tanto enciende a los hombres. Sus hijos eran todos de cabello claro y rostros inocentones, parecían tres querubines saltando alrededor de la virgen, al menos en aquella foto que Gabriel le mostraba entusiasmado. “No te dejes engañar, son igual de jodidos que yo cuando éramos niños” sonrió— esta vez honestamente—  John hizo lo mismo.  

“¿Pero por qué, John, por qué desapareciste?” insistió nuevamente, esta vez mas demandante, incluso había dejado de gaseosa a un lado y guardado la billetera en la anticuada casaca de cuero. John no supo que contestar ante aquella honestidad tan cruda. “Yo no te odiaba, John, nunca te odié. En aquel  momento estuve muy molesto, era un mocoso impulsivo, tu más que nadie lo sabía…Pero nunca te odie”. Ahora y no lo miraba al rostro, parecía hablar con dificultad, hasta con vergüenza. Enfrentar de frente la relación de ambos en aquel tono debía ser espeluznante para un hombre de su edad, un hombre con esposa e hijos. Hasta que al fin se dignó a mirarlo, la abyección de su expresión se desvaneció en el brillo del reflejo de los platos de comida siendo servidos por una desinteresada mesera. “No sabes cuánto te extrañe…” le dijo apenas en hilo de voz opacado por el tintineo de los cubiertos y el constante murmullo de la calle entrando por las mamparas, los gritos del cocinero chino como salmos en una iglesia.

¡Y ahora le decía que no lo odiaba! Vaya alivio. Lo había dicho con tanta convicción que hasta le sacó una sonrisa, no del todo bien recibida por su confusión. John lo quedó observando incapaz de responder, lo vio detenidamente, seguía siendo tan atractivo como cuando eran adolescentes, otra clase de atractivo, claro, pero en el fondo parecía ser el mismo machito impulsivo que había conocido desde la infancia. Aquel mismo tipo de hombre que por tanto años la había mantenido escondido en las esporádicas visitas nocturnas y las llamadas de última hora, lo besos solo en hoteles perdidos en medio de suburbios desconocidos, en medio de carreteras tan transitadas que uno se perdía como anónimo entre la multitud. Y ahora le quería extender la mano. Darle su venia de perdón, “nunca te odie” huevonaso, ¿tenía razón alguna para haberlo odiado acaso? ¿No fue él quien lo trato como un pedazo de mierda luego de lo que ocurrió? Fue él quien dejo de hablarle desde aquello, fue quien lo abandonó en un primer lugar, el que empezó a salir con Paola, la carroñera esa que lo rondaba todos los días, a toda hora, y lo desplazaba a él como el tonto amiguito de su idolatrado futbolero estrella. Pero no podía hablar así de la muchacha, por lo que sabía ya se había casado con uno de los compañeros de la promoción, un sujeto que nunca conoció y ahora tenían una vida tranquila, siempre iban a las reuniones de la escuela, obviamente, las mismas a las que John no había ido ni una sola vez.

Por supuesto que él parecía no saber nada, no haber entendido ni siquiera con el paso de los años lo que para él fue una de las épocas más horribles en sus entonces quince años de existencia. Pero cómo había podio ser tan idiota, tan despistado… Aunque pensándolo bien qué muchacho a esa edad no lo es, solo recordaba que paraba pendiente de su trasero y su pito, eso era todo lo que le importaba; ah, y la pelota, porque era inevitable terminar los fines de semana viéndolo jugar en el polideportivo para luego pasar a premiarlo con sus gemidos exagerados y su inseguridad cuando él lo levantaba sujetándolo de las piernas como un trofeo secreto, como un premio del cual  solo él gozaba y cuyo placer todos sus compañeros de equipo desconocían. Allí lo desfloraba, en los baños de los vestidores, nuevamente una vez llegaban a su casa y él se duchaba quitándose el sudor impregnado en la piel de cara a su ventana con las cortinas descorridas y su sonrisa pendeja nuevamente “¿No te daría morbo hacerlo en la ventana?” hasta que ambos caían exhaustos sobre los muebles y la alfombra, apenas respirando y recobrando a la vida con un par de vasos de gaseosa y la conversación casual de dos amigos, solo dos amigos. Suponía que eso lo hacía sentir mejor, John, por otro lado prefería simplemente irse.

Fue en aquel momento que el profesor Javier comenzó a fastidiarlo. Primero eran solo comentarios incómodos, fuera de lugar, algunos hasta graciosos pero no por ello menos intimidantes. John  lo ignoraba, apenas respondía, se hacia el tercio y continuaba corriendo o se incluía en los partidos de basquetbol, “al menos acá si puedo usar las manos” pensaba, pero Javier no dejaba de molestarlo, pronto no solo en las clase, luego en los recesos, en la salida, camino a su casa él se acercaba en su conjunto de chándal y su maletín deportivo, casualmente se lo topaba en el paradero de buses, por un momento incluso llego a sentir que lo seguía a todos lados, ya no podía ni ir a comprar el pan tranquilo, era aterrador escuchar el chirrido de las suelas de sus zapatillas por los corredores del colegio. Gabriel no sospechaba nada, apenas le hablaba del tema este parecía incómodo, “no quiero meterme en problemas con ese tío” le decía literalmente mirando hacia otro lado, “déjalo que se haga el pendejo, se va a cansar”.

Luego los tocamientos comenzaron. Como todo con él, la situación escalo poco a poco hasta lo insoportable. Ya no eran escuetos roces durante las clases en el patio, los abrazos por el hombro forzados, las bromas incómodas cuando le soltaba un golpe en el muslo mientras reía. Todo se fue tornando más serio y cuando se percató aquella risa había desaparecido y el tono de broma de la misma forma había sido desplazado por la sensación de peligro erizándole los vellos del antebrazo cuando una tarde apoyó la mano sobre su muslo en plena parada de autobuses.

El punto de inflexión llego una tarde luego del entrenamiento. Los exámenes finales se acercaban  y el bimestre final del año terminaba en medio del entusiasmo general que opacaba la sordidez de lo que le ocurría y el martirio diario de saludar al profesor Javier, contestare a sus bromas o hacer como que no lo incomodaba su presencia cuando se quedaba conversando casualmente con ellos junto al quiosco.

Aquella tarde luego de su clase, la última del día, él lo llamó desde el otro extremo del patio. El silbato sonó y su apellido seguido de aquella expresión lasciva le dio la certeza de lo que iba a ocurrir. Siempre había un alumno que se encargaba de guardar los aros, balones y colchonetas que se usaban en clase, este estudiante usualmente rotaba todas las clases por orden de lista, aquél día le tocaba a él. Al entrar al almacén el ataque fue inmediato, la prisa y confianza con la que él avanzo no le dio tiempo siquiera a pensar en cómo reaccionar, ya se lo había dicho antes, él podía hablar en cualquier momento, podía contarle todo a la madre superiora y ella no tendría ninguna duda en expulsarlos a Gabriel y él.

Y ahora el sujeto lo manoseaba de forma tosca, le decía al oído que le iba a enseñar  a ser hombre, que lo iba a convertir en un machito y le tocaba el trasero, le separaba las nalgas colando sus manos dentro de su buzo de deportes. Nuevamente la amenaza, el miedo “como se te ocurra andar de soplón carajo, la hermana se va a enterar de cómo te dejabas cachar por Medina ahí en los baños. ¿Te gusta la pinga, no? Ahora vas a conocer lo que es la pinga de un hombre grande de verdad, se la sacó tomándolo del cuello, quería llorar, pero su orgullo  lo impidió, él le restregó el miembro por todo el rostro y le ordeno que lo chupe. Le recordó lo que podía contar, lo que dirían sus compañeros sobre ellos… se metió el falo a la boca y comenzó a succionar, lo veía mordiéndose los labios y John sentía el odio escurriéndose de los ojos, no lloraría, no lo iba a hacer, al menos no frente a ese hijodeputa que lo tomaba de la cabeza y lo hacía venirse en arcadas. En aquel instante la puerta se abrió pesadamente y Gabriel se quedó de pie allí, el rostro furioso y el balón de futbol en la mano. Javier no se detuvo y tomó a John del cabello mientras observaba fijamente a Javier, este resistió tan solo por unos instantes hasta que arrojó el balón y salió raudamente del almacén donde John vio cerrarse la puerta y la penumbra, el olor a utensilios de limpieza y el barniz del taburete se mezcló con el hedor que desprendía Javier, aquella loción asquerosa en la que enfocó todos sus sentidos para no recordar nada más, no sentir nada más de lo que le hizo en tan solo media hora hasta que lo mandó a su casa con el alma rota y el cuerpo lleno de marcas.

Los platos sobre la mesa ya se hallaban tibios. El restaurant se vaciaba poco a poco a medida que la luz de la tarde se hace cada vez más tenue. El rumor de las conversaciones se había disipado incómodamente. “Nada de eso importa ya, ¿no crees? Qué sentido tiene remover lo que ya paso hace tanto tiempo.” Le había dicho John, pero Gabriel se entercó en lo mismo. Continuaba preguntándole el motivo por el cual desapareció así, sin siquiera hablar con él. “¿Qué esperabas? Que me hubiese despedido de ti y de Paula, por favor Gabriel, tu habrás sido muy impulsivo, pero yo tampoco era ningún sonso.” Él pareció descolocado. “Y eso que tiene que ver— respondió— ¡tú eras mi amigo!” John lo quedo observando incrédulo, sujetó su maletín con sus folios y recordó todos los tramites que debió haber realizado antes de que los bancos cierren, pero allí estaba, discutiendo con Gabriel una vez más. “Un amigo que te daba el culo cuando querías, ¿no?”

Luego de aquel día Gabriel ni lo miraba a los ojos, cada vez que él se acercaba este lo evitaba sin importarle la vergüenza en su rostro, John lo miraba incapaz de comprender, y es que no había sido su culpa, él no había querido. Se sentía horrible por todo lo que le habían hecho, pero Gabriel nunca lo escuchó, nunca le dio siquiera la oportunidad de decirle algo, este solo se escabulló como un animal asustado a las faldas de Paula, quien durante las dos semanas siguientes no se despegaba de su lado en ningún momento. El profesor Javier, no se detuvo en sus ataques, luego de aquella ocasión John se las ingenió para evitarlo todo lo posible. En los corredores, en el comedor, en la parada de autobús, pero era inevitable el verlo para su clase. Dos ocasiones mas soportó sus vejaciones, dos ocasiones en las que resistió el llanto tragando la saliva dolorosamente y pensando en aquella asquerosa loción y  en las marcas que le dejaba por todo el pecho.

Aquella última semana de exámenes fue intolerable, había momentos en el día en los que miraba la escalera de su casa, y se imaginaba subiendo hasta la lavandería del último piso, ver el atardecer que rozaba con el verano y lanzarse sintiendo el vacío bajo sus pies, toda la rabia estallar de su cuerpo. Nunca se atrevió a cumplir esta fantasía. Faltaban dos días para que terminasen las clases, dos días para no ver a aquel sujeto por tres largos meses, y a pesar de lo cerca que veía las vacaciones de verano, el saber que al día siguiente tendría que soportar nuevamente sus asquerosos escarceos lo ponía mal. Aquella noche su madre llego más contenta que de costumbre, tenía noticias. Se mudarían con el doctor Alexis.

Para él esto fue una señal, una pequeña gracia que le daba la vida para no darse por vencido. Alguien arriba parecía decirle, “aun no, John, aguanta un poco más” y él recobró el entusiasmo, pensó en el largo verano frente a él, en el anonimato de la nueva escuela, el  nuevo barrio, los nuevos muchachos que conocería… solo dos días—se dijo a sí mismo—solo mañana lo verás, y debes ser valiente, debes ser fuerte, porque luego de esto al fin serás libre (ja ja iluso) y al fin podrás ser un chico normal, sin tener que esconderte con Gabriel, sin andar constantemente preocupado, porque cada día era más alto y cada día parecía exudar con mayor descaro su hombría, su sexualidad, al fin lo dejaría atrás (a él sí, pero vendrían muchos más) y aquella noche durmió impaciente por al fin culminar aquellas dos últimas fechas y decirle a su madre que no quería saber nada más de la escuela mariscal Castilla de Santa Ana, que nunca más pensaba hablar con sus compañeros, y que le alegraba la idea de que al fin formalice con el doctor Alexis, un hombrecito panzón ciertamente muy simpático.

Así que al día siguiente fue a la escuela más calmado, la distracción que lo mantenía adormecido todos los días desde lo que había sucedido al fin se disipó y ya no se vio pendiente de la hora, implorando porque no llegue la clase de educación física y tener nuevamente que aguantar el cuerpo del profesor Javier agrediéndolo con su peso, con su asquerosa afición por humillarlo. Ya nada de esto le preocupaba, solo quería terminar aquel día y no volver a pisar aquellos corredores, no tener que tragarse el llanto nunca más, ni por ser manoseado contra su voluntad, o por ver a Gabriel de la mano de Paula.

Llegada la hora la clase transcurrió de forma normal, ninguna eventualidad, ningún “John, anda busca esto al almacén” o “John, ven ayúdame a acomodar estas colchonetas.” Javier pareció dejarlo tranquilo durante toda la clase. Ningún comentario asolapado, o metida de mano, ningún pellizco en sus muslos, la evaluación de su última clase terminó y todos se apresuraron por sus cosas. John sabía que allí había acabado su tranquilidad y, tal como lo había previsto, él lo llamo para que ayudase a guardar los balones.

Una vez en el almacén ya sabía lo que ocurriría, pero ahora no se sentía intimidado, solo quería que todo ocurra de una vez, que el sujeto termine, que haga ese asqueroso ruido como si se le fuese el aire, que se suba los calzoncillos junto al buzo y lo dejara irse al fin. No se resistió a que lo tomase del cabello, a que lo escupiese, a que lo mordiese, ya ni siquiera trataba de distraerse enfocándose en el olor de su loción, sólo quería que acabe, pensaba en el verano, en los días de playa con Daniel y su madre, incluso en las tardes en el polideportivo junto a Gabriel y los muchachos. De pronto le dio tanta rabia que todo aquello hubiese terminado, que Gabriel no lo pudiese ver a los ojos, y le daba tanta rabia que por culpa de aquel malnacido tenga que alejarse de todos, así que dejó de cerrar los ojos, él aun lo sostenía del cabello mientras le metía su falo en la boca. John lo miraba iracundo a medida que él lo hacía bajar por la base de su pene. No lo pensó dos veces, abrió la boca y en un rápido movimiento se prendió de uno de sus testículos clavándole los dientes.

Afuera nuevamente el ruido de los autos y las cientos de voces los envolvió tranquilizándolos. Gabriel parecía más clamado, metió las manos en los bolsillos del jean mientras esperaba que John termine de arreglar su maleta, una vez este se pasó el morral por el hombro ambos avanzaron hacia la avenida repleta. La esquina de la biblioteca nacional se asomaba con sus enormes cornisas y una gigantesca escultura al borde del abismo miraba hacia la calle. Era un gallinazo de negras plumas, observándolos a todos, como a punto de lanzarse sobre su presa, el animal artificial se encontraba allí en aquella posición expectante, incapaz de poder al fin atacar. John se percató por primera vez de aquella escultura y le pareció tenebrosa, pero no la odio. Después de todo, qué más representativo para ciudad de los Reyes que aquel feo animalejo carroñero. El centro estaba lleno de ellos, muchos de ellos incluso no tenían plumas, vaya que él los había conocido a lo largo de todos sus años de practicante y luego como empleado en su antigua oficina. Sujetos que le devoraron hasta el orgullo, la capacidad de querer. Había tardado tanto en sanar al fin, y una parte de él temía que aquel encuentro lo lastimase, pero al ver a Gabriel supo que no sentía el mínimo rencor por él o por el muchacho de quince años que nunca más volvió a ver luego de aquel último día de clases.

Renato llegaría a casa a las nueve, un poco más tarde de lo usual—le había dicho—sería bueno que encontrase el lonche listo, verían televisión hasta las once muy probablemente hasta que el cansancio los hiciese caer dormidos uno sobre el otro en el sofá de la sala. Llevaría algún pastel para acompañar con el té, algo de hojaldre, definitivamente o alguna tarta. John sonrió sintiendo el humo de los buses y el griterío de los cobradores acercarse cada vez más. Los faroles se encendieron, Gabriel le contaba que aun iba al campo de marte, ahora llevaba a sus hijos allí jugaban voleibol o les enseñaba a manejar bicicleta, claro, la mayor ya sabe pero José es un caso, le decía sonriendo. El rostro con la barba incipiente se veía azul frente a la luz agonizante de la tarde infernal de la que ya se libraban, Ahora hasta había una brisa ligera agitándole los cabellos, ya el humo negro de la avenida no los sofocaba y los recuerdos parecieron al fin perder el peso que tenían entre ambos.

Ya iban a doblar cada uno al respectivo paradero donde tenía que esperar el transporte y la avenida Abancay se veía tan enorme que John por un instante la desconoció distraído por el rostro de Gabriel dubitativo frente a él. Este se acercó con la boca apenas abierta, el gallinazo  sobre sus cabezas y el cielo apagado, los postes destellando “¡Suben, Suben, suben!” gritaban los cobradores colgados en las cousters y la gente renegando por el tráfico, la vida y el trabajo. “Perdón, John, perdón por no haber podido protegerte.” habló Gabriel con la voz quebrada, el rostro se comprimió en cuestión de segundos y  rompió en llanto desplomando la cabeza sobre su hombro.

Sólo atinó calmarlo acariciándole la cabeza como si fuera un muchacho pequeño, tal y como él lo hacía cuando John se enfadaba por algo. Gabriel no dejaba de llorar en su pecho y frente a ellos una vendedora de fruta los veía extrañada. Ambos intercambiaron miradas y ella sonrió con los ojos rodeados de arrugas, John le devolvió el gesto dejando al fin irse años de un recuerdo atragantado en el pecho, el llanto de Gabriel lavó todo el dolor, todo su resentimiento. No podía esperar para llegar a casa y abrazar a Renato, decirle cuanto lo amaba.

Notas finales:

Gracias por leer! (^-^)


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