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A series of unfortunate rains por CrystalPM

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Londres, Invierno 1866


Aaron contempló la bandeja de comida intacta con un mohín desilusionado. Nadie parecía haberla tocado desde que él —una hora atrás— la dejó en aquella mesilla para luego irse a comer junto al resto de sus compañeros. Lo mismo había pasado la noche anterior, cuando su madre le pidió por primera vez que llevase la cena para el nuevo inquilino, y también en el desayuno, cuando había sido él mismo el que se había ofrecido a llevarlo: siempre que volvía a la habitación las bandejas permanecían llenas de comida, exactamente iguales a como habían llegado. El rubio miró la espalda del chico nuevo, que —como siempre— permanecía tumbado de costado en su cama, de cara a la pared, ignorándole. 


—¿No tienes hambre? —La pregunta, hecha con inocencia, no obtuvo respuesta y el silencio volvió a reinar en la habitación. Gabriel, plenamente consciente de lo que sucedía en la habitación a sus espaldas, permaneció inmóvil. Pronto aquella voz infantil se cansaría de esperar y saldría de la habitación. Inconscientemente se vio a sí mismo agudizando los sentidos a la espera del inconfundible "clack" de la puerta cerrándose que indicaría su ansiada soledad. Cuál fue su sorpresa al sentir su colchón ceder bajo el peso de una segunda persona, acompañado del calor humano que percibió del niño que había decidido tumbarse a su lado. Gabriel tuvo que contener sus impulsos de darse la vuelta cuando notó al niño inclinarse encima suyo, pudo ver el rostro de Aaron por el rabillo del ojo, el niño observaba la pared frente a Gabriel con una expresión de plena concentración. Su entrecejo se frunció ligeramente—. ¿Por qué miras tanto la pared? ¿Tiene algo raro?


Gabriel no contestó, dudoso. ¿Se estaba burlando de él? Aaron siguió contemplando la piedra ennegrecida por los años con intensa curiosidad, hasta que pareció auto-declarar que efectivamente no había nada interesante en ella. Con sencillez se dejó caer completamente en la cama, observando las tablas del techo de madera de la habitación. En todo momento el pequeño de rizos negros no se movió, tal vez si seguía ignorándole acabaría por cansarse e irse. Aquella esperanza fue desechada con rapidez cuando con un simple movimiento el rubio alzó un par de galletas frente al rostro del otro. 


—Las hizo mi mamá, Nancy —Al escuchar aquel nombre una sensación cálida invadió el cuerpo del de cabellos negros, acompañada de la sorpresa al saber que aquella mujer tan joven tenía un hijo de su edad—. Se pondrá triste si ve que vuelvo con ellas y no las has probado. 


Gabriel dudó unos segundos, pero lo último que quería era entristecer a la persona que tan buena había sido con él y además —siendo sinceros—, se moría de hambre. Aaron sonrió triunfante al notar como el chico cogía una de las galletas. Contempló como el niño devoraba la pasta y dejaba escapar un sonido de satisfacción al saborear el dulce. El rubio, incapaz de mantenerse en silencio por un periodo más largo de unos pocos minutos, rompió aquella paz.


—¿Cuántos años tienes? —preguntó mientras se erguía para quedar sentado sobre el colchón.


—Seis. 


—¡Oh! Soy mayor que tú, Tengo siete—exclamó el rubio con aparente orgullo por aquel dato, tal vez demasiado acostumbrado a ser él siempre el pequeño—, me llamo Aaron ¿y tú? 


—Gabriel—Aaron se bajó con un pequeño salto de la cama y volviéndose hacia él con los brazos en jarra, al igual que hacía siempre Molly, y una sonrisa de oreja a oreja.


—Si tú te comes la comida y te prometo que cogeré más galletas para la cena...podemos hacer uno de esos ... ¿Cómo lo llaman?... un recuerdo.


Gabriel lo miró confuso unos segundos. 


—¿Un recuerdo? —El niño rubio asintió, muy seguro de sí mismo y de la posición que te proporciona ser el mayor de los dos.


—Sí, es cuando dos personas deciden algo y a los dos les parece bien. Entonces se dan la mano y se dice que están de recuerdo—Gabriel meditó la idea unos instantes mientras cogía disimuladamente la galleta restante y la mordisqueaba.


—Vale, tenemos un recuerdo entonces. 


Aquella fue la primera vez que Aaron salió de la habitación portando una bandeja completamente vacía.


Después de aquella tarde el joven Aaron pareció perder todo rastro de timidez ante el menor. Asumiendo una relación de confianza entre ambos pasó de entregar la bandeja para inmediatamente irse al comedor a ir corriendo a sentarse todos los días en la cama del recién llegado dispuesto a entablar una conversación con él mientras este almorzaba. Aunque el mayor de los dos consideró al otro como un amigo desde el mismo momento en que terminaron su primera conversación, tuvo que pasar una semana hasta que el joven Miller se sintió lo suficientemente a gusto con aquel extraño chico de cabellos rubios y mirada grisácea tan parecida a la de su madre. Poco a poco el hijo de Nancy consiguió lo que su madre había planeado en el momento en el que se le ocurrió la idea de mandar al pequeño a entregar la bandeja de comida, la amistad de Gabriel. 


El niño de pelo rizado aún se negaba a salir al exterior de la que había convertido en su fortaleza particular más que para lo necesario. Por las noches se veía incapaz de entablar conversación con nadie y procuraba caer rendido antes de que sus compañeros de habitación hiciesen su aparición. Por todo ello es lógico pensar que el pequeño Gabriel no podía más que esperar con cierto anhelo el sonido de la campana del comedor, sabiendo que minutos después vería aparecer a un Aaron sonriente con su bandeja, ansiando contarle cómo habían encontrado un escarabajo en el patio o cómo el profesor le había castigado por dormirse en clase. Gabriel escuchaba entusiasmado todas las historias que le contaba el mayor y poco a poco comenzó a conocer a las personas de los alrededores a través de las palabras de su amigo. Por medio de Aaron todos parecían simpáticos y agradables, hasta la señora Hyde, que tenía un perro que mordía a todo el que se le acercase. Aquellos momentos del día eran los más esperados por el joven Miller, por ello podemos imaginar la desilusión que debió invadir al niño el día en que al abrirse la puerta de su habitación vio aparecer a la figura mucho más alta e intimidante de Mr. Henderson.


—Buenos días, señorito Miller.


Sin esperar respuesta el hombre avanzó hasta el muchacho y se sentó al borde de la cama junto al niño. Con elegancia se cruzó de piernas y posó sus manos entrelazadas encima de su rodilla. Gabriel contempló con asombro el gracioso contraste que hacía un hombre trajeado sentado en una pequeña cama infantil, pero no se atrevió a reírse.


—Espero que haya encontrado la casa Southwark acogedora.


—Sí, señor.


Henderson era un hombre joven, muchos padres sobreprotectores habían tenido dudas al imaginar a un hombre en apenas la treintena dirigiendo él sólo un internado para varones, pero la seriedad y corrección de este pronto hacían desaparecer aquella dudas. En cambio, aquellas cualidades primordiales del director no eran las ideales para tratar a niños pequeños y Gabriel no podía más que sentirse intimidado por aquella figura sobria y serena y aquellos ojos verdes que le observaban a través de un par de gafas redondas.


—Molly me informó de que se había estado negando a salir de la habitación —Gabriel tragó saliva y se limitó a asentir. Henderson contuvo un suspiro—. Joven Miller, entiendo que en un principio la idea de un cambio tan repentino pueda resultar aterradora y la rechace, pero debe comprender que si lo que quiere es una rápida integración debe poner algo de esfuerzo de su parte y romper esa barrera —Su mirada pareció ablandarse y por primera vez pareció que hablaba con ternura al añadir—. En Southwark no somos monstruos, solo deseamos que se sienta cómodo. 


El hombre tomó una pausa en su discurso, tal vez esperando ser interrumpido por el niño en algún momento, pero al ver que eso no sucedía continuó.


—Por ello agradecería que intentase hacer un esfuerzo y acudiese hoy al comedor con el resto. Además, no sería justo por su parte causarle molestias extras al servicio teniendo que preparar todos los días una comida a parte ¿Cierto?


—Sí, señor.


Una sonrisa apareció en el rostro del hombre que de inmediato se puso de pie y caminó hacia la puerta para abrirla con rapidez. Un Aaron sobresaltado apareció al otro lado de esta, por su expresión había sido sorprendido al intentar acercarse para enterarse de la conversación. Henderson se limitó a encarnar una ceja, desaprobador de las muestras de intromisión del niño.


—Creo que Johnathan estará encantado de enseñarle el camino al comedor, ¿Verdad, señorito Collins? 


Aaron, que sentía demasiado respeto hacia el director como para reprocharle por el nombre que había utilizado para referirse a él, hizo una mueca y asintió con nerviosismo.


—¡Perfecto! Que tengan una buena tarde, muchachos.


Sin nada más que decir el director se perdió por los pasillos de la mansión.


— - — - — - —


Si Aaron no hubiese estado sosteniendo la mano del pequeño Gabe, este probablemente hubiese salido corriendo en cuanto se abrieron las grandes y viejas puertas del comedor, pero aquel agarre firme y cálido le impidió huir.


Mientras caminaban por la hilera de mesas Gabriel no pudo evitar contemplar con espanto el mar de rostros curiosos que se volvían tras su paso, pero Aaron no parecía notarlo y condujo al menor hasta llegar a la mesa destinada a los más pequeños, situada justo al fondo de la sala. Juntos tomaron asientos contiguos y los nervios del castaño se centraron en los dos compañeros de mesa: Un niño pelirrojo junto a otro de pelo negro y nariz larguirucha no apartaban la mirada del recién llegado, ansiosos por ser presentados. Sabía quienes eran, Aaron siempre hablaba de los dos con tanto entusiasmo que el propio Gabriel había llegado a sentir afinidad por ambos, pero en ese momento se dio cuenta de que él no era Aaron, él no tenía la capacidad de ser simpático y querido por todo el mundo. 


<<Me van a odiar>> pensó Gabriel con horror, y con aquel pensamiento sintió como el miedo paralizaba sus músculos. Presa del pánico cerró los ojos y se encogió sobre sí mismo.<<No puedo hacerlo, me van a odiar>>


En aquel momento una mano se posó sobre su hombro y la calidez de esta invadió su cuerpo, reanimando las extremidades entumecidas y despejando los malos pensamientos de su mente. Aaron parecía deseoso de iniciar la conversación.


—¡Os presento a mi amigo Gabe! —El tono entusiasmado de Aaron sobrecogió al pequeño, que por primera vez sintió admiración, admiración por aquel niño rubio que era capaz de hacer cosas que el creía imposibles. Intranquilo clavó los ojos en los desconocidos, ansioso por ver su reacción. Ambos niños sonrieron de oreja a oreja al igual que Aaron y de nuevo Gabriel sintió como el peso apremiante que le dificultaba la respiración se aligeraba un poco. Fue el pelirrojo el que se animó a continuar las presentaciones. 


—Yo soy Peter —Al sonreír dejaba entrever un par de incisivos torcidos—, él es Cole. Dormimos en la misma habitación que vosotros, pero este año nos cambiaran a la habitación de los mayores —afirmó con orgullo y su intento de picar a Aaron tuvo efecto inmediato.


—¡Yo también soy mayor! —se quejó el rubio con fastidio, a lo que ambos chicos hicieron una mueca de burla.


—Tú solo tienes siete años.


—Y vosotros ocho ¡Yo también quiero ir a la habitación de los mayores! 


Gabriel no comprendía que podía haber en aquella habitación para que su amigo pusiese tanto interés en ir, pero escuchó con gusto la conversación que sucedió entre los tres niños y aunque nunca fue ni será un gran admirador de las multitudes por primera vez en su vida Gabe descubrió la sensación agradable que podía producir una sala llena de voces y risas. Entonces empezó a entender qué había querido decir Nancy al habla de aquella casa como si fuese su propia familia.


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