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Caída por lpluni777

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Notas del fanfic:

Saint Seiya es obra de Masami Kurumada.

Establecido en el inicio de la serie.

Enloqueció aquella noche.

 

Debió hacerlo.

 

Aioros se negó tan rotundamente a creer que Saga fuese quien estaba detrás de la máscara en los aposentos de la infanta Atenea, que ni en sus últimos momentos supo advertir a sus hermanos del error que estaban cometiendo.

 

Sus labios no se abrieron para revelar la verdad ni el mensaje que dejó atrás signó detalle alguno que apuntara al verdadero traidor. Al fin y al cabo, Aioros no pudo discernir quién era aquél hombre que robó el rostro de Saga.

 

Podía haber sido aquél hermano perdido que su amigo mencionara alguna vez, como podía haber sido un excelente disfraz preparado para un complot interno. Aioros únicamente sabía que aquél hombre el cual estuvo a punto de cometer deicidio no podía ser Saga, así que no era correcto culparlo.

 

¿Dónde estuvo el patriarca metido en un momento como ése? Seguro el sabio podría haber aclarado los pensamientos de Aioros de Sagitario, pero por más que el santo corriese en su búsqueda, no pudo hallarlo antes de que sus perseguidores le dieran alcance.

 

Sus adorados hermanos de oro creían estar obrando por la justicia y Aioros no pudo sino sentir un orgullo incomparable respecto a Shura de Capricornio cuando, pese a la dolorosa expresión de ira en su rostro cuyos ojos se rehusaban a liberar las lágrimas que los empañaban, alzó el brazo en su contra.

 

Al instante en que el puente se rompió, abrazó a su diosa con fuerza y dirigió una última sonrisa a su hermano de orden, deseando que jamás se arrepintiera de su decisión y tal vez, algún día, pudiera disculpar la ineptitud de su hermano mayor.

 

Cuando el llanto de Atenea lo despertó, Aioros quiso llorar también.

 

Luego recordó que Saga de Géminis y el patriarca Shion no estaban cerca para ayudarlo y él debía ser el santo que protegiese a la pequeña diosa. Aunque lo único que le quedase de santo fuese el peso de la caja de oro en su espalda. Se puso de pie a pesar del veneno que corroía su sangre y las fracturas que la caída le obsequió.

 

Caminó cojeando y con un rastro de sangre siguiéndole la pista, y aún negándose a soltar a la bebé que camuflaba el llanto contra su pecho como si entendiera que debía ser precavida al mismo tiempo que compartía su dolor… Por supuesto, tales eran pensamientos febriles del santo ya que, deidad o no, Atenea no tenía ni un año de vida.

 

Por un momento Aioros recordó cómo se sentía tener a su hermanito recién nacido, Aioria, entre brazos. Esperaba que él y el resto de jóvenes encontrasen su mensaje en un futuro, pues aunque sobreviviese de algún modo… Aioros no podía retornar a las doce casas. Eso era un hecho.

 

Esa noche Aioros enloqueció.

 

No podía continuar siendo un santo.

 

Su corazón y su mente estaban destrozados. Moriría a causa de eso, tanto si aceptaba la verdad como si no. Si aquella noche un traidor se presentó en el santuario, entonces ganó la partida junto a la muerte del santo de Sagitario y gracias a ella salió impune.

 

Aioros no podía permitir que Saga fuese el traidor. Así que él mismo ocupó el rol.

 

Saga había estado junto a Aioros desde que éste tuviera uso de razón. Habían crecido juntos, como hermanos, sabían cada secreto del otro y reconocían cada pensamiento que cruzara por la mente ajena.

 

Aioros amaba a Saga.

 

No supo cuándo empezó ni cuándo se dio cuenta de ello, pero esa noche fue la primera y última en que finalmente comprendió por qué se dice que el amor duele.

 

Ni aunque con cada paso sintiera desfallecer buscando salir de los límites del santuario, Aioros podía pensar en nada que no fuese el bienestar de Saga. Incluso si no se estaba sacrificando por él en ése mismo instante, esperaba que su amado supiese desmantelar el complot como él no logró hacerlo.

 

Mientras tanto, Aioros lo ayudaría permitiendo la supervivencia de Atenea.

 

Aioros ni siquiera deseaba que Saga llorase por él o se arrepintiese por su pérdida. Después de todo, odiaba verlo triste. Mil veces se juró hacer hasta lo imposible por evitarlo.

 

Dolía ser totalmente consciente de que ninguno de sus deseos tenían oportunidad de volverse realidad. Aioros aceptó esa verdad estando ante el primer rayo de la mañana.

 

Los destinos se habían unido en su contra.

 

Lo habían enloquecido aunque el día anterior le sonrieran en la forma de una risa por parte Saga ante una idiotez que salió de los labios de Aioros. Le negaron el valor y la oportunidad de una confesión. Lo condenaron en muerte al saber que ni siquiera podrían ir al mismo pozo del averno ya que Aioros no podía siquiera imaginar dejar de respirar antes de depositar a su diosa en buenas manos.

 

Y aún con todo, no podía creer que Saga, el chico que conocía como si fuese su propio reflejo en el espejo, no hiciera lo mismo de estar en su lugar.

 

Desde antes de convertirse en santos, habían jurado que se convertirían en los héroes que pondrían fin al sufrimiento de su diosa. Se preparaban día a día para que, llegado el tiempo propicio, pudiesen dar un punto final a las guerras santas. Shion impulsó sus esperanzas más descabelladas con leves asentimientos y la idea de que «no hay imposibles en éste mundo».

 

Tal vez Aioros sufrió una caída tan repentina y dolorosa por culpa de haber soñado demasiado alto, como el joven Ícaro hiciera con el sol.

 

Una vez más, a pesar de todo, Aioros volvía a negar que Saga pudiese cometer tan irreparable traición contra sí mismo. Aioros estaba seguro, y por ello daba la vida, de que Saga amaba a Atenea y jamás la dañaría. De igual forma, si todo el complot lo hubiera urdido él, no había manera de que no lo consultase con Aioros en algún punto antes de darle inicio, fuese para obtener su apoyo o pedirle que se mantuviese al margen por el alto riesgo que conllevaba.

 

Siempre fueron así, Saga era el de las grandes ideas y Aioros el ejecutor… Así esperaban que continuase siendo cuando Shion finalmente se diera cuenta de que Aioros no deseaba convertirse en patriarca (no tanto como Saga lo hacía).

 

Es posible que incluso aquello estuviera dentro de las posibilidades que su amado calculara; cada paso que Aioros daba para alejar a Atenea de su propio santuario. Esto significaría que Saga aún confiaba en Aioros más que en ningún otro o, tal vez, era solo el último deseo piadoso de un muerto.

 

Quizás había un factor desconocido que esclarecería todo mejor que una simple revuelta desde el interior, cual caballo de Troya silencioso. Pero Aioros no tenía las fuerzas para intentar adivinar, cuando sus ojos batallaban por mantenerse abiertos y sus brazos por no caer.

 

Lo único que le quedaba era seguir adelante.

 

Saga se encargaría del santuario como Shion les había enseñado a ambos hacer.

 

Aioros no se dio cuenta de que no podía oír otra cosa que la voz de Atenea hasta que un par de pies se enfrentaron a él y unos brazos lo ayudaron a sentarse. Un par de hombres que parecían extranjeros estaban allí con rostros distorsionados por la sorpresa. Aioros simplemente no podía oír las palabras que parecían salir de sus bocas. Debía estar aún más dañado de lo que imaginaba.

 

Aún así, cuando habló, se alegró de notar que los hombres callaron, por lo que su voz aún funcionaba. No pudo escuchar ni sus propias palabras y deseó que estas fuesen comprensibles.

 

Que unos extranjeros pasaran por allí, en medio de una región deshabitada, era como un último obsequio del destino y Aioros imaginó que sería uno de despedida cuando se llevaron a la infanta diosa en brazos con expresiones llenas de asombro.

 

El joven cerró los ojos con el alivio de saber que había hecho todo lo que pudo por cumplir con su misión… Y el dolor por estar lejos de la bendición de su diosa no tardó en dejarlo inconsciente.

 

Pero el destino aún tenía reservada una sorpresa para él.

 

Aioros abrió los ojos una última vez.

 

Saga de Géminis portaba su armadura de oro y lo cargaba en brazos. Su hermoso rostro estaba cubierto por lágrimas secas. No cabía equivocación o locura en aquella ocasión, cuando los verdes ojos del santo bajaron para encontrarse con los de Aioros. Si hubiese tenido la fuerza para hacerlo, el herido hubiese sonreído.

 

Saga detuvo su caminar y, tras unos segundos estáticos, sus labios se movieron de una manera en que Aioros siempre fantaseó que hicieran. Aunque era una pena que no pudiese oír tan anheladas palabras, la dicha inundó el corazón del santo caído.

 

Los ojos de Saga otearon alrededor un momento antes de volver a encarar al herido entre sus brazos.

 

Aioros, el traidor, murió con un beso tibio sobre sus labios fríos.

Notas finales:

Es corto aunque ya tengo otra interpretación de este momento publicada, por si les interesa.

Las acciones de Aioros son demasiado intrigantes a veces.


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