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El trono abandonado por Lizzy_TF

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Notas del fanfic:

Todos los conceptos que encontrarán en esta parte de la historia ya se trataron en la primera, la cual pueden leer aquí. Este es un fic inspirado en muchos videojuegos que me gustan, especialmente Diablo, Elden Ring, Darksiders, Dragon Age, Dragon's Dogma, etc.

Notas del capitulo:

Es recomendable leer el LADO A) que también está publicado aquí en Amor Yaoi, para entender mejor cómo va la historia y los conceptos que se manejan. Espero que lo disfruten.

“Si me recuerdas,


déjame entrar a tu corazón.


Te prometo que todos tus deseos se cumplirán”.


 


 


1


El Príncipe de la Oscuridad


 


El viento soplaba con fuerza y levantaba la arena de las dunas desérticas. La luz de la luna bañaba en tonos grises y plateados los montes, carreteras semi enterradas y el resto de los escombros de edificios de piedra pesada y caliza. Había pequeñas luces que adornaban la lejanía, como campamentos o algún otro tipo de establecimientos.


—De ahora en adelante, el capitán Thirzal y su gente te cuidarán —la voz de un hombre se oyó de entre las ventiscas—. Tengo que partir.


En el borde de un puente en ruinas, estaba un niño de cabellos rojos y ojos de un resplandor verdoso. Traía una túnica oscura y unas botas de suela café. Sus mejillas estaban empapadas en lágrimas y su boca torcida por el martirio.


—Tengo que irme —repitió el hombre detrás suyo.


—¿Por qué? —inquirió con los sentimientos de angustia apilados en su pecho y garganta.


—Porque sólo así sobrevivirás.


No hubo respuesta.


El niño se sentó y se recargó en la baranda rota. Luego, abrazó su cuerpo, como una forma de autoconsuelo. No obstante, el hombre le jaló del brazo y lo obligó a ponerse de pie. Él no lo miró, ya que estaba demasiado molesto.


—Levanta la cara —ordenó el hombre.


No lo hizo.


Entonces, sintió que su rostro fue alzado por la mano fría y estética de su padre. Le arrojó una mirada de rencor y dolor para expresarle todo lo que sentía en ese instante. Sus lágrimas cayeron insistentemente, y soltó un pequeño gemido.


—Nunca debes olvidar quién eres. Prométemelo —insistió su papá—. Va más allá de lo que otros puedan decir de ti. Es tu guía. Así que dime, ¿quién eres?


No dijo nada.


—Dime. Anda, no llores más —le pidió, casi al borde de la ansiedad. Soltó un suspiro pesado, se inclinó y le limpió el rostro dulcemente—. Anda, dímelo. Necesito saber que lo entiendes, antes de irme.


—¿A dónde irás? —musitó entre dientes.


—Respóndeme.


—Y tú a mí —el pequeño lo retó un poco y le golpeó la mano como indicativo de que lo dejara en paz.


El padre se incorporó y dio un paso al frente. Su mirada se quedó puesta en el firmamento. Tenía el cabello rojo y largo, que salía a los costados de la capucha que usaba ese día. Sus ojos, rojos intensos, brillaban por la energía que emanaba, pero arrojaban preocupación y seriedad profundas. Una parte de sus brazos no estaba cubierta, así que se veía la piel de un tono púrpura, casi azul, por la luz nocturna.


—No puedo irme, si no comprendes quién eres —repitió el hombre.


—No lo sé… —farfulló el chico confundido—, yo…


Nuevamente, su papá le tomó del rostro y lo hizo mirar al frente. El niño reconoció su mueca molesta, así que comenzó a llorar otra vez.


—Eres el Príncipe de la Oscuridad. Repítelo —indicó el padre como una súplica.


Él asintió y repitió con la voz temblorosa:


—Soy el Príncipe de la Oscuridad.


—Nunca lo olvides.


—¿No regresarás? —preguntó aprisa, al sentir que se alejaba. Acortó la distancia y lo abrazó, pero no recibió respuesta— ¿Papá? —le rogó abatido y hecho un mar de lágrimas—. ¡No te vayas! ¡Por favor! ¿Por qué me dejas?


Su padre lo movió y le acarició la cabeza. Le regaló una sonrisa melancólica y asintió. Dio la media vuelta y se marchó. El niño no pudo seguirlo, pues un grupo de demonios lo detuvo e  intentaron calmarlo. La figura de su papá se adentró al edificio viejo, y no supo más de él.


—¡Papá! ¡Papi! ¡Vuelve, te lo suplico! —gritó con desesperación.


La memoria se disolvió como una pintura de acuarela chorreada. Regresó a la realidad y observó el camino de piedra gris, las montañas nevadas en la lejanía y al resto de los pasantes. Anduvo por una calleja empedrada y llena de hermosos arbotantes nocturnos y pasó unas plazas de árboles sin hojas, que acrecentaban el aspecto lúgubre. Se había cansado de esperar a que su vida cobrara sentido, por eso, para encontrar respuestas, abandonó al grupo de mercenarios de una vez por todas. A pesar de que lo cuidaron desde aquél día en que su padre se marchó, decidió entrar al Infierno y buscar por su propia cuenta qué debía hacer.


“Si soy el Príncipe de la Oscuridad, ¿qué significa? ¿Qué era lo que deseabas que entendiera, padre?”, pensó, levemente decepcionado.


Se detuvo en una zona llena de bares, tabernas y pequeñas posadas. Hacía mucho frío y, aunque no lo resentía, se adentró a la que parecía más acogedora. No quería causar alertas, ya que había notado las miradas de sorpresa de los pasantes porque solamente traía un poncho extra en su atuendo casual.


 


 


***


 


 


—Disculpe, joven maestro —la voz chillona de un demonio chaparrito y muy gordo se escuchó cercana a una puerta—, su padre lo está esperando. Quiere hablar con usted. Lo llevaré hasta el comedor.


No obtuvo respuesta.


Frente a la ventana de marco ancho, estaba un demonio de cabellos rubios y estilizados, de tez gris, con cuernos curvados como un caracol hacia afuera y de ojos azules más claros que el cielo despejado. Su rostro aniñado compaginaba con su estatura baja y cuerpo delgado. El maquillaje en sus ojos era de tonos turquesas y hacía juego con el labial de color azul marino. Traía una túnica larga, con una cinta justa para darle figura. Sus manos estaban arregladas con uñas largas y puntiagudas, así como un montón de pulseras llenas de calaveras y otros símbolos comunes.


—Joven maestro, por favor —pidió el sirviente—. Su padre tiene una reunión con el comandante Izad, así que no quiere que lo haga esperar.


El aludido giró y le arrojó una mueca de falso repudio. Caminó hacia la puerta, pero no aceptó su ayuda, por lo que la abrió primero. Avanzó unos cuantos pasos en el pasillo de paredes grisáceas, pero dio la media vuelta y encaró al mozo, quien mostró intriga en su rostro.


—¿Joven maestro?


—Deja de seguirme. Sé dónde está el comedor en el castillo. Ya estoy por entrar a la edad adulta. No necesito que me protejas.


—Es mi trabajo ver que llegue con bien. Además… —titubeó el demonio pequeño y movió sus alitas, que apenas eran suficientemente fuertes para ayudarle a flotar—, necesito regresar al comedor.


—Vete por otro lugar —ordenó con severidad.


Continuó la marcha y llegó hasta el comedor. Odiaba a casi todos los sirvientes del castillo y prefería evitar interacciones. De hecho, de todos los que habitaban ahí, sólo unos cuantos le simpatizaba de verdad. Sin embargo, habían pasado muchos años desde que mostró empatía y respeto por cualquiera, incluido su padre. Sabía lo que otros decían a sus espaldas, y creía que su papá también lo pensaba igual. Por eso, se comportaba cruel ante todos.


Entró y encontró a dos individuos sentados. Uno era su progenitor, el Lord de la Piedra Gris, Gran Duque del Infierno y el último Archidemonio con vida, o eso afirmaban los medios oficiales. A diferencia del otro, él irradiaba un aura de misticismo sin igual. Era alto, siempre vestido con una túnica elegante y agrisada, con una máscara blanca que le cubría casi todo el rostro, pero que dejaba ver una cicatriz horrenda. Sus cuernos también estaban curvados como los de un caracol, hacia los costados, como los proto-demonios, los antiguos pobladores del Infierno. Sus ojos eran bicolores, uno rojo y uno azul claro. Su boca mostraba seriedad, con un par de colmillos sobresalientes. Sus manos, adornadas por anillos, eran huesudas y de un tono palidecido, como el resto de su tez. No tenía cabello; parecía que todo su cráneo había sido quemado. El otro era uno de clase más ordinaria, de la categoría tres. Su rostro tenía facciones achatadas, cuernos arrojados hacia atrás y un mechón de cabello negro y peinado hacia arriba. Su cuerpo, musculoso y de un tono naranja opaco, relucía por la media armadura de plata que usaba y las alas cerradas y largas.


—Ah, Gill, por fin llegas. Siéntate, por favor —dijo el primero.


Gill intentó cerrar la puerta detrás, pero el sirviente lo impidió. Ambos se adentraron, pero sólo el joven se sentó junto al Lord. El mozo se quedó parado como un centinela cerca de la puerta.


Los criados de la cocina llegaron por otra parte, del lado contrario a la entrada principal, y sirvieron la comida. La conversación inició de inmediato, pero Gill no puso mucha atención. Picó los alimentos un poco y se sintió fuera de lugar. Se percibía como una figurilla que acrecentaba la imagen de su padre, como un adorno que debía existir y exhibirse para que el resto de los Lores del Infierno no hicieran cuestionamientos extraños.


—Gill. —Escuchó su nombre y miró a la derecha.


—¿Qué?


—Te hice una pregunta —insistió el padre.


—Eh… No te escuché —respondió con honestidad.


—Te pregunté si has leído los últimos reportes. Me pediste participar en el conflicto, después del berrinche que hiciste la semana pasada, así que no me decepciones.


El demonio de categoría tres soltó una risa de burla y arrojó una mirada de desprecio contra el rubio, quien lo retó sin titubeos y se contuvo para no lanzarle a la cara un pedazo de carne. Ese sujeto era el comandante Izad, el militar al que más odiaba.


—Sí lo leí —contestó Gill—. Pero de qué sirve que lo haya hecho, si no vas a escuchar. Nada cambiará, así te de mis opiniones.


—Quiero saberlas.


Soltó un respiro profundo y dejó los cubiertos junto al plato. Bebió un poco de vino de la copa de oro y asintió.


—Tu plan es una estupidez —dijo, al fin.


Los ojos de Izad y el otro demonio se abrieron de par en par. Nadie se atrevía a rebatir las ideas de su Lord, y no habían esperado que el descendiente dijera algo así.


—¿Puedo saber por qué? —preguntó el papá en calma.


—Porque vas a mandar a un grupo de soldados a morir en vano. Quieres proteger el trono en la Piedra Negra, ¿no? ¿Por qué enviarlos directamente a su muerte? Aunque seas el político con más poder e influencia en el Consejo, no tienes la capacidad militar que Samael sí.


El Lord bebió de su copa y asintió satisfecho.


—Samael y Belphegor tienen la ayuda del imbécil de Leviathan, es verdad —aseguró—. Si queremos llegar primero al trono, tenemos que usar las viejas minas que llevan a las catacumbas o los bosques de la Piedra Púrpura.


—¿Y mandar a la gente a morir en el territorio olvidado de la deidad podrida? No seas canalla, papá. El comandante Gris, Izad —señaló al demonio frente a ellos—, no debería estar de acuerdo contigo. ¿O sí, Izad? Ah, es cierto. Eres un matón de mierda que lo único que sabe hacer es lamer huevos.


—Gill, por favor —lo reprendió su padre—. No iniciemos otra discusión con Izad.


—Entonces, ¿qué harás? ¿Cruzar el territorio más peligroso del mundo? Sé que llegaríamos más rápido a la nación Negra, pero estarás cometiendo una estupidez. Te quedarás sin suficientes soldados.


—Llamaremos a los hijos de todas las familias. Los artesanos, agricultores, mineros… —Izad intentó hablar.


—¿A morir? —se mofó Gill.


—Mira, niño, no sé… —no pudo seguir, al ser interrumpido nuevamente.


—Prefiero los términos neutrales, cabrón.


—¡Basta! —renegó el otro demonio y los tranquilizó con un ademán—. No seguiremos usando las rutas de los comerciantes en la Piedra Verde, que servían para mandar espías a las costas del Mar Hueso. Comandante, retira el patrullaje del territorio neutral, antes que Azazel nos inculpe por incitar una batalla en su nación.


—Mi Lord, como ordene —aceptó el aludido y lo reverenció.


—Salgan de la sala, por favor, excepto tú, Gill.


Los demonios le ofrecieron ovaciones y abandonaron el comedor.


—¿Tanto trabajo te cuesta llevarte bien con Izad? —continuó el Lord, con un tono menos fingido. Se giró y miró a su descendiente—. Ya no eres un niño pequeño.


—¿Cuántas veces tengo que repetirte las cosas, papá? —acalló y sintió desilusión por el tema que siempre reincidía entre ellos. Se puso de pie, pero su padre le tomó del brazo—. ¿Qué más fregados quieres de mí?


—Siéntate. No hemos terminado.


—¿De qué más quieres hablar? —persistió sin contener el enojo que crecía desde su estómago. Por más que se repetía en un mantra para convencerse de que lo odiaba, era una mentira. Estaba dolido, decepcionado y se sentía menospreciado, pero no era odio.


—Gill, por favor. Quiero tratar otro tema.


Obedeció y se sentó. Esperó a que su padre le soltara y bebió toda su copa de un trago. El Lord lo observó con esa misma mirada fría y carente de emoción que lo caracterizaba y se aclaró la garganta.


—Si vas a participar más activamente en los comités de guerra, es necesario que sepas algo. No quiero que armes un escándalo frente a Izad o al resto de los generales —externó secamente—. El proyecto de búsqueda todavía está activo. Hemos enviado a suficientes agentes a varias tierras fuera del Infierno para… —no pudo continuar.


—¿Todavía estás buscando a Lucifer?


De forma pronta, el padre levantó la mano y golpeó la mesa. Gill dio un brinco del susto y comprendió que había cometido una falta. A pesar de la postura que debía aceptar como el descendiente de la Piedra Gris, no tenía interés en venerar a un soberano que abandonó el trono sin explicación aparente. Aguardó expectante y reconoció un leve movimiento en los labios del Lord; sabía que estaba molesto.


—Pensé que habías cancelado el proyecto de búsqueda, papá. ¿Acaso no desapareció hace más de 10 años? ¿Por qué insistes en averiguar su paradero? Estás gastando recursos y usando a la gente con la excusa de que él regresará. Allá afuera, hay un montón de personas muriendo, por la maldita guerra civil que el cabrón de Samael inició. Todos los días, nuestros soldados, gente ordinaria que sólo obedece órdenes, que están peleando contra otros como ellos, mueren por las razones incorrectas. Ni tú ni Samael van a detener esta estupidez, ¿cierto? ¿Cómo puedes aceptarlo? ¿Cómo puedes permitir que el Infierno siga en caos?


—Te recuerdo que, sin un rey, el Infierno no es más que un conjunto de Piedras, naciones llenas de demonios listos para asesinarse entre ellos —detuvo sus frases y se levantó. Se acercó a la ventana del balcón y observó el panorama montañoso y nevado de la lejanía—. Nuestra naturaleza es la destrucción, Gill. Nuestros antepasados jamás pudieron enfrentar a otros porque siempre hicieron guerra entre ellos. Se masacraron para obtener el poder. Ni el antiguo rey era de fiar, y mucho menos sus herederos. Ahora, sin nuestro Señor, volveremos a ser el averno vacío de coherencia y fortaleza, un pozo de ratas que se comen entre ellas. Con él, logramos hacer lo que nunca nadie creyó: consolidarnos y colocarnos a la par del Cielo.


Gill se sintió un poco culpable. Se puso de pie y lo acompañó.


—Pero el Señor está muerto —le dijo en forma de consuelo—. No hay ninguna señal de lo contrario. Justo como el rey del Cielo, ¿no? Tus informantes lo corroboraron. ¿Por qué no te coronas tú?


—Porque yo desciendo de los proto-demonios. Porque, si lo hago, no sería más que regresar al pasado e incitar otra rebelión. Samael y el resto de los Lores lo impedirían. Incluso yo estoy en contra.


—¿Y? ¿Vamos a pretender que está bien continuar una guerra civil?


—Samael desea el trono. Si lo toma, habremos perdido el Infierno por completo.


—Entiendo que ese sujeto no es la mejor opción, pero… —guardó silencio y prefirió no externar sus suposiciones.


—Si él se queda como soberano, seremos la misma mierda que el Cielo. Leyes ridículas, lineamientos arcaicos y provenientes de un Balance impuesto por un dios falso. Somos mejor que eso. Lucifer nos lo mostró. No hay ningún Balance. Samael piensa más como un ángel que el mismísimo Rey de la Oscuridad.


—En ese caso, ¿vamos a seguir peleando? —hizo una pequeña pausa y soltó un respiro pesado—. Si Samael llega al trono en la Piedra Negra, se convertirá en el Lord de la Oscuridad, ¿no? Si realmente deseas detenerlo, debes abstenerte a las consecuencias, papá. Pero debes decirles la verdad.


—¿A quiénes? —inquirió y le arrojó una mirada de duda.


—A nuestra gente. Necesitan saber lo que pasará, si no detenemos a Samael. Deben saber la verdad, sobre que las mejores opciones son sumamente riesgosas. El viejo laberinto de las catacumbas, que conecta con el territorio de tres Lores, o los bosques de la Piedra Púrpura.


—Un riesgo necesario —aseguró el padre y caminó hacia la puerta—. Debemos proteger el trono y detener al Lord de la Piedra Roja.


Gill lo vio salir y se preguntó por qué su papá estaba tan obsesionado con el ex rey. Sabía que Lucifer había llegado como un desterrado del Cielo, un ángel caído, y que se había proclamado gobernante gracias a la ayuda de dos Lores: Beelzebub y Astaroth, su progenitor.


 


 


***


 


 


Al caer la noche, después de un par de juntas con los líderes militares de la Piedra Gris, Gill decidió visitar la zona céntrica de la capital. Debido a la situación actual, y a la paranoia de su padre, una escolta lo acompañó. Ya estaba acostumbrado a que dos guardias lo siguieran como sombras inútiles.


Buscó su bar favorito y entró. El sitio tenía mesas redondas distribuidas por doquier, llenas de todo tipo de clientes, desde trabajadores regulares y civiles de la categoría cuatro, hasta soldados y mercenarios de la tres. Los primeros se distinguían por sus cuerpos más antropomorfos, sus rostros obtusos y sus cuernos simples a los costados. Casi todos vestían ropas gruesas, pues el clima común de la nación Gris era el frío intenso. Los segundos variaban mucho en sus facciones y ropajes. Eran más anchos y altos. Algunos presentaban alas y colas prominentes, y sus cuernos tenían curvaturas y texturas consideradas bellas. Sólo unos cuantos tenían tres: dos a los costados y uno al frente, como rinocerontes. Sus ojos resplandecían de diferentes colores, desde el rojo, azul, violeta, amarillo, blanco y hasta el negro, mientras que sus pieles eran de tonos púrpuras, grises, naranjas, rojos y rosas.


Gill se sentó en la barra y saludó al mesero, quien lo conocía desde años atrás. La escolta ocupó una de las mesas traseras, pero se mostraron tensos al notar que había un desconocido en la barra. Las fachas y facciones más humanas que demoniacas de este último llamaron su atención.


—¿Lo de siempre, joven maestro? —preguntó el mesero de barra. Era un sujeto bonachón, con cuernos rotos y un abrigo afelpado.


—Sí, por favor —respondió el aludido.


—¿Un día pesado? —siguió y le ofreció un vaso enano con un licor dorado—. Se escuchan rumores sobre lo que el Lord de la Piedra Roja está planeando, sobre tomar el trono.


—No puede. Si la Estrella Caída no ha muerto, entonces nadie puede proclamarse soberano del Infierno —aseguró y bebió todo de una.


El mesero le sirvió más y asintió. No obstante, no continuó. A la izquierda, un grupo de demonios, que habían terminado una partida de cartas, gritando obscenidades, se pusieron de pie. Reconocieron al descendiente del Lord de la nación y, cada que lo veían solo, aprovechaban para molestarlo. Empujaron a un par de clientes y llegaron hasta la barra.


—Mi padre dará un discurso mañana por la noche, así que la guerra podría tomar otro rumbo —continuó Gill, sin percatarse del peligro—. Seguramente escucharás muchos rumores nuevos.


La conversación se interrumpió ante la llegada de los mesnaderos, quienes rodearon al joven. El más grande, de tres cuernos, cuerpo hinchado y armadura gruesa, se puso a su lado y le arrebató el vaso. Del otro extremo, dos cubrieron el paso y tres más se quedaron atrás. Gill mostró un rostro serio y aguardó.


—El hijo de Lord Astaroth nos honra con su presencia —habló el más grande, burlándose y escupiendo en la bebida—. ¿Qué sentirá tu padre al saber que no eres más que una basura? Sabemos que buscas degradar tu título y origen, muchacho.


La escolta se puso de pie, pero esperó antes de iniciar un combate sin sentido. Por otro lado, el desconocido, de apariencia humana, observó interesado.


—Nosotros podemos ayudarte a lograrlo. Quieres ser un íncubo, ¿verdad? —siguió el mercenario con la mofa cruel y le movió uno mechón rubio—. Mis hombres y yo estamos muy cansados, después de todas las misiones que cumplimos hoy. Si tanto lo deseas, usaremos tu cuerpo hasta quedar satisfechos.


—Vaya que les falta originalidad y prudencia. —La voz de una persona interrumpió la escena.


Los bravucones voltearon a la derecha y miraron a un muchacho con apariencia de un humano común. Este se levantó y mostró una sonrisa pícara. Tenía el cabello largo y rojo intenso, la piel llena de pecas y los ojos de un color verde claro.


—Para seducir a alguien, primero hay que invitarle un trago —prosiguió el chico y le guiñó a Gill. Bebió todo el licor de su vaso, tomó la botella de la barra, sirvió más y movió el vaso hasta dejarlo frente al rubio—. Luego, deberán hablar con amabilidad y asegurarse que la otra persona tenga interés. Lo que ustedes están haciendo es acoso. Pero, claro, supongo que no debería impresionarme. Estamos en el Infierno, ¿cierto? Y los demonios son unos depravados de mierda, ¿no? Eso dicen las malas lenguas.


—No todos lo somos —respondió el barman indignado—. Y, es cierto, estás acosando al joven maestro —se dirigió al que parecía el líder de los mercenarios—. No quiero escenas en mi bar, te lo he dicho muchas veces. Lárgate.


—No sabía que la puta de Gill Astaroth ya estaba comprada por alguien —dijo el líder y se movió hacia atrás. Sus hombres le abrieron el paso y se quedaron frente al desconocido—. ¿Y qué puedes ofrecerle tú? Ni siquiera eres un demonio.


—No, no lo soy —aseguró el pelirrojo.


La tensión en el bar subió de inmediato. Casi todos los comensales observaron inquietos y sorprendidos. Conocían al líder de los mesnaderos, un grupo de la región que trabajaba en casos sencillos, pero no eran tan renombrados como otros. Sabían que eran engreídos y agresivos, así que la mayoría los evitaba.


—Peor aún —siguió el jefe—. Si no eres un demonio, deberías temernos. Podrías terminar como esta zorra de mierda.


El desconocido miró a Gill, quien tenía el rostro abajo y lucía apático. Luego, dirigió el interés a los bravucones.


—Tampoco es agradable que andes por allí llamando zorra y puta a las personas —contestó.


Se echaron a reír con descaro. El resto del bar los imitó, para no meterse en problemas. Sin embargo, el mesero, los guardias y unos cuantos más no lo hicieron.


—Mira, muchacho, no te metas en donde no te llaman. Gill se degrada a sí mismo, comportándose como una puta cualquiera, pese a que es el hijo de un Archidemonio. Le estamos haciendo un favor. Nadie lo tomará enserio cuando se convierta en el Lord de la Piedra Gris. Es un cuerpo bonito para violentar.


No hubo respuesta.


Gill se levantó, pero le sujetaron los brazos e intentaron cubrirle la boca. Entonces, sin previo aviso, un arma apareció frente al cuello del líder, a punto de cortarle la piel. Todos miraron asustados e impactados. Algunos se pusieron de pie y dieron pasos atrás. Los guardias  se quedaron anonadados, con las bocas abiertas, justo como el mesero. El desconocido volvió a sonreír, tomó la botella de licor y bebió sin restricción.


—¿Qué pasa? ¿Ya no te crees tan valiente? —dijo un poco ebrio.


—¿De dónde sacaste esa espada? —preguntó uno de los acosadores, sumamente asustado, y soltó a Gill.


Este último dio unos pasos hacia el desconocido y admiró la espada. Tenía la cuchilla tipo chafarote y casi transparente, como el cristal más fino y puro, llena de tallados de simbologías arcaicas en la parte final, que sólo unos cuantos podían leer. El mango era púrpura y rojizo, con joyas en las aspas sobresalientes, y escrituras extras en colores dorados para acrecentar su belleza. Sabía su nombre y sabía que únicamente una persona en todo el Infierno tenía el poder para utilizarla.


—Brimstar —pronunció, con la voz titubeante.


—¿Eh? ¿Oh? ¡Ah! —el desconocido expresó juguetón y asintió—. Sí, es el nombre de mi arma.


—¿Entonces? ¿Eres nuestro Señor? —ahora inquirió el jefe de los baladrones.


—¿Señor? No. No soy ningún Señor. Me llamo Eilif, y estoy buscando… pistas —reveló, levemente inseguro.


—¿Pistas? ¿De qué? —agregó Gill.


—Sobre lo que significa ser el Príncipe de la Oscuridad.


Nuevamente, el silencio reinó en todo el bar. La confusión se podía ver en los rostros de cada uno de los presentes. Algunos se miraron entre ellos y unos más comenzaron a susurrar en busca de respuestas. Se suponía que el rey estaba perdido desde muchos años, y que su poder había decaído en los últimos. Por eso, la guerra había explotado. La mitad del Infierno deseaba que uno de los seis Lores Máximos tomara el puesto, y la otra estaba en total desacuerdo, con la esperanza de que su gobernante retornara.


—Eilif, perdónale la vida a esta sabandija —Gill habló lo más elocuente posible y levantó la mano lentamente como indicativo de que bajara el arma—. No tomaré represalias, así que no merece tu tiempo.


El aludido asintió y desapareció la espada en un parpadear. Se sentó de vuelta en la barra y se terminó la botella. Los mercenarios se alejaron, sin poder contener la sorpresa y el miedo en sus rostros, y evitaron a los guardias. La gran mayoría de la gente se quedó en un trance y esperaron el siguiente movimiento del pelirrojo.


—¿Puedo preguntarte algo? —Gill reinició la conversación y se sentó a su lado.


—Con una condición —respondió menos tenso y como si fuera un adolescente en una fiesta de alguna academia escolar.


—¿Cuál?


—También responderás mis preguntas, ¿vale?


—Está bien. Pregunta.


—¿Eres el hijo de Lord Astaroth? —cuestionó presuroso—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué dejaste que esos tipos te trataran de la mierda? ¿Y por qué tu escolta no hizo nada?


Gill mostró incomodidad y miró a los soldados, quienes prefirieron evitar su mirada. Estaba acostumbrado a que, incluso, la guardia de su padre se comportara con indiferencia. Sabía que la mayoría pensaba lo mismo que esos guerrilleros, sobre que deseaba degradar su origen y convertirse en un demonio de clase tres o cuatro. No era verdad, pero se había cansado de explicar una y otra vez la razón por la que se vestía y lucía como lo hacía. Regresó el interés a Eilif y le regaló una sonrisa triste.


—Sí, soy el descendiente de Ishtar Astaroth —corroboró—. Preferiría si usaras ese término en específico. Y estoy aquí porque deseaba distraerme un poco. Fue un día largo y estresante… —acalló y lo observó atento. Hasta ese momento se cuestionó con inquietud. ¿Por qué tenía la espada de Lord Lucifer? ¿Qué significaba?—. Eilif, ¿te gustaría venir a mi casa?


—¿Qué? ¡Guau! Me agrada tu atrevimiento, pero ni me has dicho tu nombre.


—Me llamo Gill, diminutivo de Gilliusth. Disculpa mi imprudencia. Me gustaría hablar contigo en un lugar más privado.


—Si eres descendiente de uno de los Lores Máximos, entonces puedes ayudarme —susurró Eilif pensativo. Sacó un par de monedas del bolsillo y pagó—. No tengo más dinero, así que no puedo rentar un cuarto en una posada. Está bien, iré contigo, Gill —resolvió con una sonrisa traviesa.


El otro no dijo nada. Le parecía sospechosa su manera de comportarse. Sabía que el ex rey alguna vez usó la capacidad para mostrar diferentes apariencias, aunque prefirió la más adecuada cuando inició su comando. No obstante, había un parecido entre Lucifer y Eilif. Un claro ejemplo era el cabello largo y rojo, con un corte poco favorable, pues el fleco le cubría parte del rostro. Además, sus facciones eran muy semejantes. Como el rey había llegado del Cielo, había lucido un rostro sumamente bello y perfecto para los estándares de los ángeles, justo como el forastero.


Gill pagó el resto de las bebidas y le agradeció al barman. Salió junto con Eilif e ignoró los murmullos de los presentes. Cruzaron las calles empedradas, llenas de negocios y otros edificios altos. La escolta los siguió sin decir una palabra.


—¿A eso has venido al Infierno? ¿A buscar pistas? —inquirió Gill lo más casual que pudo.


—Sí. No mentí. Sé que el título que me representa tiene un significado más especial aquí —reveló el chico honesto—. Sé que en otros lugares también es conocido, pero pertenece a tu mundo.


—El Rey de la Oscuridad era Lucifer, nuestro Señor —corroboró, con incertidumbre.


No hubo respuesta.


Gill lo miró de reojo y encontró una mueca apacible y casi triste. No insistió y continuaron el camino.


Al llegar al castillo, le pidió a la guardia que los dejaran solos. Le indicó al pelirrojo que lo siguiera y lo dejó entrar a su habitación. Antes de encarar a su padre, deseaba obtener toda la información sobre el desconocido, ya que tenía una sospecha. Si Eilif era realmente Lucifer, significaba que la guerra podría terminar de inmediato. La duda recaía en el porqué. ¿Por qué se hacía pasar por un humano ordinario? ¿Por qué se escondía? Y, si no era el gobernante, ¿quién era y por qué tenía un parecido con él?


Eilif hizo una expresión de asombro y opinó sobre lo grande y bonita que era la recámara. Se acercó a los estantes y curioseó en los libros. Luego, fue al área de té y apreció las figurillas de adorno de demonios con cuerpos extensos, alas gigantes y colas largas. Después, siguió hacia la cama, otra zona de estudio, el vestidor y regresó para admirar el balcón. Gill, por su cuenta, cerró la puerta y usó su magia para sellarla con un círculo resplandeciente de trazos y glifos demoniacos. Esperó a que terminara de husmear y le ofreció un lugar en la mesita de té.


—¿Quieres beber algo? ¿O tienes hambre? —le preguntó.


—Estoy bien. Ya he bebido demasiado —aceptó y se sentó frente suyo—. ¡Vives como un príncipe!


—Somos de la realeza, así que es normal. Mi papá es el Gran Duque. Después del rey, él tiene el poder de tomar la corona —externó Gill y asintió—. No lo hará, por muchos motivos políticos. Pero quiero saber una cosa, Eilif. ¿De dónde sacaste a Brimstar?


—Fue un regalo de mi padre —contestó sonriente.


—Tu padre… —repitió casi sin aliento y  sin poder esconder la sorpresa en su mirada.


—Sí. Me la entregó el día en que se fue. También me hizo repetirle que conocía sobre mi título, lo del Príncipe de la Oscuridad —siguió casualmente—. Aunque nunca me dijo por qué se iba ni a dónde, me dejó con dos pistas principales. Claro que nunca lo perdonaré.


Gill lo miró sin verlo. Estaba perdido en sus propias teorías. Si ese chico era hijo de Lucifer, quería decir que era el verdadero heredero al trono. No obstante, nadie jamás había hablado de un sucesor. Nadie sabía que el rey tuvo descendencia. Entonces, prestó atención en su figura y lo admiró de una forma distinta.


—Eres un híbrido, ¿cierto? Eso explicaría por qué no tienes cuernos —compuso inseguro.


—Sí, soy un híbrido. Pero uso esta apariencia para esconder por completo mi poder y esencia. Es algo que mi papá me enseñó desde que era muy pequeño —explicó, con un tono serio—. Además, el capitán Thirzal me recomendó siempre usarla. Pero ya me cansé de esperar…


Eilif siguió, pero el demonio no lo escuchó. Se puso de pie y dio unos pasos de aquí hacia allá. Sentía a su corazón acelerado, las manos levemente temblorosas y un nerviosismo como un fuego que le hacía sudar. Soltó un suspiro profundo y negó. No podía creerlo. Se encontraba frente al príncipe del Infierno, al hijo de Satán. Si alguien más, afuera de la Piedra Gris, se enteraba de ello, la guerra civil se tornaría en una masacre. Estaba seguro que Samael y el resto de sus seguidores no lo reconocerían. Se detuvo y se acercó a la mesa.


—Tu padre es Lucifer, el Señor de la Oscuridad. Entonces, tú eres nuestro soberano —dijo y sintió un escalofrío recorrerlo por completo.


—¿Lo soy? —dudó el otro casi con inocencia—. Sin importar que mi padre haya sido el rey de tu mundo, no quiere decir que yo lo seré.


—¿Por qué? ¿Acaso no sabes todo lo que está pasando? La guerra civil acabará con lo poco que nuestra sociedad logró gracias a él. Samael tomará el puesto y terminaremos haciendo otra guerra inútil contra el Cielo.


—Que sea el Príncipe de la Oscuridad, no quiere decir que desee ser el rey del Infierno. Son cosas muy distintas. Además, ¿por qué asumes que a eso he venido?


—Dijiste que buscabas pistas —concluyó con leve desespero ante su forma de expresarse.


—Sí, pero sobre el paradero de mi padre. ¡Se fue! ¡Se marchó sin explicarme más! ¡El muy canalla! —recriminó e hizo un puchero—. ¡Y, lo peor de todo, me separó de mis hermanos!


—¿Qué? ¿Hermanos? —preguntó, sin respirar por un instante.


—Sí —confirmó Eilif y mostró el mismo semblante sonriente que parecía ser una de sus características.


—Entonces, ¿hay más de un heredero?


—No. No lo sé. Lillie estaba destinada a tomar el lugar de su papá y yo del mío. O eso decían. Joshua… —intentó hacer memoria y se cruzó de brazos—. De él nunca hablaban mucho.


—¿Lillie? ¿Joshua? Espera un momento. ¿El padre de Lillie no es el tuyo? —agregó sumamente confundido. Se alejó y buscó entre los estantes. Tomó un libro pesado y lo puso sobre la mesita. Lo abrió y hojeó a toda prisa, hasta que se detuvo en una página—. Vamos por partes, ¿quieres? Tú eres hijo de Lucifer.


—Sí —confirmó sonriente.


—Y tienes dos hermanos. Lillie, que supongo es una chica, y Joshua, ¿verdad?


—Sí.


—Dices que Lillie estaba destinada a tomar el lugar de su —hizo hincapié en la palabra— padre, lo que significa que no hablas de Estrella Caída.


—Correcto. Aunque jugábamos juntos todo el tiempo en la casa, cuando estudiábamos, lo hacíamos por separado. Ella estudiaba con su papá, Elohim, y yo con el mío, Lucifer.


—¿Elohim? —repitió titubeante—. ¿El Rey Celestial?


—Sí.


Gill se sentó con pesadez en la silla y mostró un rostro perdido. Sentía como si todo a su alrededor diera vueltas sin cesar, como si el aire fuera insuficiente en su cerebro. Su mente giraba entorno a una palabra.


—Nefilinos. Nefilinos… —susurró una y otra vez—. Nefilinos con la sangre de Elohim, el ángel más poderoso, y Lucifer, el demonio más supremo. Joder, esto es grave.


—¿Grave? ¿Por qué?


—Porque… —lo miró de frente y le arrojó una mueca de martirio—, porque han violado el Balance por completo. Porque han creado seres capaces de destronar al Creador. Porque la Creación se verá amenazada si ustedes lo desean.


—Escucha, Gill —lo llamó como si fuera un amigo de antaño—, no estoy buscando destruir mundos ni naciones. No estoy buscando la destrucción de nada, como el cabrón de Thirzal suponía. No quiero matar a mi padre, porque tenía sus razones para abandonarme. Pero no voy a perdonarlo nunca, porque lo que hizo fue muy cruel. Lo que deseo es encontrar mi lugar, pelear por un objetivo que yo decida, y no por uno que haya sido impuesto por otros. No busco enfrentar a ninguna deidad. No quiero el trono de Lucifer sólo porque él lo planeaba así. Sé que Lillie busca lo mismo. La conozco, y sé que no desea la destrucción. Así como ella, no quiero un título para ser alabado. Sí, soy un Nefilino. Lo que no entiendo es porqué todos reaccionan como si fuera un ser despiadado e incapaz de mostrar empatía. ¡Me han hecho daño sin conocerme, sólo por esa estupidez! —detuvo sus frases y le regaló una sonrisa extremadamente cálida y asintió—. No voy a mentirte. Cuando te llamaron ‘joven maestro’, supuse que eras alguien importante, pero no fue hasta que el mercenario corroboró mis sospechas que decidí intervenir. Si tú estás dispuesto a ayudarme, te lo agradeceré, pero no me juzgues, por favor. No soy una creatura maligna.


Gill movió el libro hacia él y le indicó que leyera un párrafo. Lo hizo, pero no cambió su expresión. Levantó la mirada y soltó un respiro profundo.


—Supongo que es tu respuesta. No ayudarás a un Nefilino, ¿cierto?


—No he dicho eso —contrapuso el demonio un poco sorprendido—. Es… Los Nefilinos fueron asesinados por su propio pueblo, cuando el Creador les ofreció algo a cuatro de ellos. Si el Consejo Supremo se entera de tu existencia, te asesinarán.


No dijo nada. Su rostro cambió a una mueca de melancolía. Se puso de pie e intentó caminar. Sin embargo, Gill se puso en su camino.


—No te vayas —le pidió con el estómago revuelto entre la confusión y el arrepentimiento por sus palabras—. Quédate, aunque sea esta noche. Me gustaría que hables con mi padre y que le cuentes todo lo que me has dicho. Si estás aquí para buscar respuestas, quizás él pueda ayudarte. Ambos podemos ayudarte.


—Gracias —ofreció Eilif amable.


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