Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Rastros de Sangre por outsider

[Reviews - 12]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Erguido como una torre caminaba Sir Ian Blackmore, respetado caballero de la corte del Rey Edward II de Targus. Sus ojos verdes esmeralda destellaban bajo la crepitación de las antorchas encendidas por los pasillos. Su rostro de facciones duras, nariz respingada y mentón fuerte le daban un aspecto hermoso, pero sin duda que obligaba a mantener las distancias. La capa que colgaba de su hombro izquierdo flameaba con cada paso que daba. Su cuerpo era alto y atlético, marcado por las incontables batallas en las cuales había participado. A juzgar por su aspecto, el hombre no debía tener menos de 30 años, pero sólo contaba con 28 años.

La vida de Ian era todo un misterio para la gran mayoría de las personas. Sólo se sabía que provenía de una familia noble del sur de Inglaterra, quien eran propietarios de numerosas tierras y condados, además de su influyente poder político en las sesiones senatoriales con el Rey. Pero de su vida personal, nada se sabía. Era un completo misterio si estaba comprometido, cuáles eran sus gustos, en fin, nada personal. Incluso, muchos creían que luego de tantas batallas, Ian había perdido la habilidad de sonreír, debido a que jamás se le veía hacerlo.

Una muchacha se apartó del camino del caballero cuando lo vio venir. –Buenas noches, Sir Blackmore,- la joven hizo una reverencia escondiendo la cara bajo los cabellos rubios que caían al bajar el rostro. Ian se detuvo, pero sin mirar a la chica agregó un seco y áspero –Buenas noches-

La muchacha no pudo evitar estremecerse después de las frías palabras de Ian y se alejó lo más rápidamente posible del lugar.

Hacía 1 semana había regresado de la última batalla en la Francia ocupada. Sólo esperaba que esta vez el Rey no lo llamara para enviarlo a otra batalla que no era de la incumbencia de los ingleses.

Al menos, así pensaba él.

Era estúpido que los ingleses se metieran en los problemas entre los españoles y los franceses. En su país ya existían suficientes problemas aún no resueltos como para andar resolviendo el de los demás. Estaba cansado de ir de batalla en batalla para regresar a casa sólo con las manos llenas de sangre, sin victoria, sin derrota, sin paz, sin nada más que sangre y vacío.

Sabía que era el mejor caballero en toda Inglaterra, mucho mejor que todos los seniles sires que sólo se sentaba a discutir sobre cuales cabezas deberían correr por la falta de soluciones en el país… si sólo comprendiesen que las cabezas que debiesen rodar eran precisamente la de ellos, porque todo el control de Inglaterra se centraba en ellos, manejaban toda la isla, incluso sobre el Rey, quien estaba más concentrado en cortejar a la Reina Olga de Alemania. Eso sí que sería un problema de proporciones. Si el Rey Gustav entraba en conocimiento de las tretas de su Rey, Alemania y sus aliados entrarían en directo conflicto bélico con Inglaterra, y los únicos aliados de los ingleses eran los franceses, quienes ya tenían suficientes problemas con los españoles y no podían soportar otro conflicto adicional.

Pronto se halló en una amplia estancia, hermosamente decorada con adornos dorados y banderas rojas con el emblema real bordado en oro. El techo era casi invisible, numerosas columnas de piedra se elevaban perdiéndose en la oscuridad de la altura de la estancia. Las antorchas iluminaban como si del mismo sol se tratase. Los soldados del rey se trasladaban de un lado a otro, desapareciendo por pasillos, al cerrar una puerta, al abrir otra. Algunos civiles se encontraban también en el lugar. Pudo reconocer un par de monjes (seguramente escribas de la corte), además de una fila con algunos aldeanos quienes debían estar a la espera de una audiencia con el rey. La mayoría de ellos eran gente ya de edad avanzada. Resopló casi molesto. A varios ya los había visto durante la semana, en la misma fila.

Ian pasó por el lado de la fila, directamente hacia los guardias que estaban apostados en las enormes puertas que daban al despacho del rey.- Su alteza ha solicitado mi presencia- dijo sin mayor énfasis, mientras uno de los guardias bajaba su lanza y se aprestaba a abrir uno de los pórticos. –Adelante, Sir Blackmore-

Muchos de los aldeanos de la fila comenzaron a murmurar cosas cuando Ian entró al despacho. No quiso enterarse de lo que susurraban, ya lo sabía de sobra. La habitación en la que entró, era cien veces más ostentosa que la estancia en la que recién había estado. Un largo pasillo con guardias ubicados en toda su extensión y a ambos lados, dirigía directamente al trono donde el Rey se encontraba sentado con una bandeja de frutas en su lado izquierdo y el báculo, uno de los ítems que indicaba su status de rey, descansaba en el lado derecho del trono. El caballero caminó a zancadas hasta el pie de las escaleras del trono, donde se arrodilló después de empujar su capa hacia la espalda de un manotazo. La capa ondeó hermosamente en el aire antes de caer por su espalda. –Su majestad- su voz fue seria y llena de un hipócrita respeto.

El rey levantó los brazos súbitamente, botando la bandeja con las frutas a su paso. Los sirvientes se apresuraron a limpiar el regadero de frutas, -Ian Blackmore! que gusto que vinieras a visitarme- el rey le mostró una sonrisa tan grande, que pareció que sus mejillas se iban a deformar.

-Usted ha enviado por mí, yo sólo respondí a su llamado-

Edward volvió a recuperar la compostura, recogió el báculo y lo movió lúdicamente en las manos. –Así es, tengo una nueva misión para ti- el rey miró hacia los costados del trono y se levantó, los sirvientes y soldados inmediatamente reaccionaron y le dirigieron reverencias y saludos, estáticos como piedras. –Sígueme- Ian se puso de pie y siguió al rey a una de las puertas ubicadas al fondo del despacho. Un soldado abrió la puerta y la cerró una vez ingresaron. Se internaron en otro angosto pasillo con muy pocas antorchas, las cuales a penas alumbraban el camino. Los peldaños de una escala circular aparecieron a sus pies al final del pasillo. El rey tomó una antorcha y comenzó a descender. Ian lo seguía silenciosamente. El aire se iba comprimiendo a cada peldaño que bajaban. El ambiente era denso y olía a encierro y humedad. Una sensación de asco le inundo el estómago. Una serie de gritos desgarradores comenzaron a hacerse audibles. La sangre se le congeló en el pecho. Eran los calabozos del castillo.

En su vida, jamás había ido a los calabozos. Por lo que había escuchado, ni los peores delincuentes recibían peor castigo que aquellos que eran llevados al calabozo del castillo. Aquella era la prisión de espías extranjeros, traidores a la corona, incluso uno que otro prisionero de guerra a quienes se les trataba de sacar información por medio de torturas.

¿De qué misión se trataría?

La escala parecía infinita, como si se dirigiesen al núcleo de la tierra. El aire comenzó a ser incluso más denso, el calor se incrementó considerablemente y una luz muy tenue comenzó a ser visible a medida que descendían. Un par de minutos pasaron y al fin se encontraron frente a la gruesa puerta de madera con un agujero cuadrado y enrejado que servía de visor. Un soldado corrió a la puerta una vez se dio cuenta de la luz de la antorcha que el rey aún sostenía en la mano. –Su majestad- reverenció el soldado una vez permitió la entrada al rey y a Ian. Le tomó la antorcha y caminó un paso atrás del rey, a un costado del caballero, quien no perdía detalle de los calabozos. Hombres en los huesos, vestidos con harapos y con incontable heridas en el cuerpo. Sus barbas eran largas y desgreñadas, sus rostros envejecidos y sus miradas sólo parecían rogar por la muerte quien era esquiva en aquel lugar para aquel que se rehusaba a entregar lo que el rey exigía.

El olor a sangre era asqueroso, ni después de una batalla el olor a la sangre era tan repugnante.

Sin darse cuenta, se encontró en una sala con numerosos artefactos y muebles un tanto extraños (los cuales supuso que eran de tortura), la luz era más intensa en aquel lugar, al igual que el olor a sudor y sangre. Tuvo que cubrirse la nariz con la mano antes de que su estómago terminara por convulsionarse. El rey se había detenido frente a un prisionero en una silla. Tenía tanto las manos como los pies atados al mueble. Una especia de corona de metal rodeaba su frente y por debajo de ésta corrían hilillos de sangre. Sus brazos mostraban numerosos cortes, al igual que su torso y sus piernas. “látigos” pensó al notar su longitud. Los ojos del sujeto estaban cerrados y su rostro mostraba numerosos moretones y magulladuras. Su cabello era rubio, no pudo distinguir si era claro u oscuro debido a la suciedad y sangre seca que lo adornaba por completo.

-Sir Blackmore- la tétrica voz del rey lo sobresaltó, las palabras resonaban en ecos por todo el lugar. -este es un espía que capturamos en la zona limítrofe entre España y Francia, lo encontramos hurgando en las tiendas de nuestros soldados en el campamento inglés apostado en aquel lugar. Desde que lo trajeron aquí, no ha dicho palabra alguna-

El rey tomó un largo suspiro antes de continuar, Ian ya sabía cuál era su misión.

-Ésta es su misión- el rey le dedicó una mirada de repugnancia al prisionero, -debe hacerlo hablar, necesitamos saber que es lo que sabe.- volvió su mirada y atravesó a Ian con ella.

-Su majestad- el caballero trató de usar su tono más templado, -con el debido respeto, estos no va conmigo, jamás he torturado a uno de nuestros enemigos- como un rayo, el pensamiento “los enemigos de otros” cruzó por su mente,-y no pienso comenzar a hacerlo-

El rey lo miró y soltó una carcajada, -¿es esto una broma, Blackmore?- los ojos del rey estaban casi desorbitados, -soy tu Rey, y harás lo que digo…. ¿Que nunca has torturado a alguien? Por favor…- el sarcasmo se notaba en la sonrisa ladeada del rey,- no nos veamos la suerte entre gitanos, mi nombre quizás esté manchado con sangre... pero el tuyo está ahogado en sangre.- Ian permaneció estático pero firme, el rey pasó por su lado, -harás lo que te ordeno, sino… ya conoces las consecuencias a los traidores a la corona-

Se sentía en las nubes. Flotaba como si estuviese en ellas. Necesitaba arrancarse el olor de los calabozos del cuerpo. Horas antes había estado en el rey allí, y aún podía sentir el hedor impregnado en su piel. Sacó su cabeza del agua para que sus pulmones pudieran inflarse nuevamente. Unas manos recibieron su rostro una vez estuvo fuera. El toque era suave y cariñoso. –Te ves tenso- su voz era melodiosa y dulce. Ian se dejó acunar por su toque y su voz.

Helen, su hermosa y dulce Helen. Hacía ya un par de meses, gracias a su desempeño en la guerra, el rey le había “cedido” a una de sus doncellas. No era precisamente como hubiese querido encontrar compañía, pero por el momento es lo que tenía y no se quejaba. No conocía nada de su historia, de donde provenía, ni su edad, absolutamente nada. Su cuerpo y su voz era lo único que conocía de ella.

Las manos de la chica aparecían por los costados de su cuello, recorriendo su pecho, bañándolo con una suave esponja. La cabeza del caballero descansaba en su hombro. El perfume de la doncella tenía encantado a Ian, pero el toque suave y sutil había terminado por hacer que su cuerpo reaccionara. Sintió la temperatura de su piel incrementarse. Se removió inquieto y buscó su rostro con una de sus empapadas manos. Helen cerró los ojos disfrutando de su caricia. Ian volteó su rostro al mismo tiempo que volteaba el rostro de la chica, buscando sus labios.

Sin despegar sus labios, el caballero se sentó en la tina, buscando la cintura de Helen, elevándola e introduciéndola junto a él. La doncella rió contra sus labios, mientras Ian, hábilmente, la despojaba de su mojada vestimenta. La punta de sus largos cabellos cobrizos flotaba sobre el agua y la espuma. Ian se abrazó a su cintura e intensificó el beso.

Durante las siguientes 2 horas, se olvidó de su nombre, su título… y su misión.

Cuando el alba despuntó, sir Ian Blackmore ya se encontraba camino a los calabozos. Le gustase o no, la orden era del rey, no podía desobedecerla. Se adentró en las profundidades del castillo en compañía de 2 soldados que le servían de escolta. La espada en su cinto sonaba cada vez que daba un paso, y éste resonaba por todos lados. La gruesa puerta de madera se abrió para darles paso a los calabozos.

Esta vez encontró al prisionero en una de las celdas. Estaba sentado en el suelo, con una de las rodillas dobladas donde su mentón estaba apoyado. Tenía rastros de sangre seca en el rostro. Las mismas que había visto el día anterior, frescas. Su cuerpo se notaba débil, pero su mirada fija le dejaba claro que su voluntad no sería fácil de romper. Se quedó observándolo por unos momentos antes de ordenar que se abrieran los barrotes. El prisionero ni se inmutó.

No estaba seguro como lograr su cometido, su presencia era imponente y su temple casi atemorizante. Se quitó la capa de los hombros y se la entregó a uno de los soldados que lo acompañaba. Caminó hasta quedar a un par de pies de distancia, se agachó e inspeccionó su rostro con más detención. Ni siquiera pestañeaba. No pudo evitar un escalofrío por la espalda. Se quedó allí sin moverse, observando fijamente a los ojos del prisionero. Eventualmente tendría que pestañear. Y lo hizo.

-Así que sí eres humano después de todo- su voz salpicaba un desdén casi forzado, pero el prisionero siguió sin mirarlo, casi impasible. -¿No te sería mejor colaborar con nosotros?, tu resistencia a nuestros métodos no te hará ni héroe ni mártir de donde sea que provengas- sus métodos… esperaba no tener que utilizarlos, la tortura no era su estilo de vencer al adversario, -dinos lo que queremos saber, y hoy mismo estarás en camino de regreso a tu patria, sin ningún otro daño-

No. Definitivamente, las palabras no servirían con él. ¡Maldita sea!

Ian se puso de pie y ordenó a dos soldados a que levantaran al prisionero y lo llevarán a la cámara de tortura. Se llevó la mano a la cara y con los dedos se masajeó la sien. No quería hacer esto.

Caminó detrás de los soldados y les indicó que lo amarran los brazos y las piernas en la mesa de madera, la cual elevaron una vez el prisionero estuvo amarrado. De ese modo, quedaba de pie, frente a frente con Sir Blackmore. Ian se asombró de lo alto que era el tipo, debía medir cerca de lo que medía él, que era casi 1.85m. Bajo las heridas sin duda había músculos bastante tonificados, pero su apariencia famélica a simple vista le hacía pensar lo contrario.

Intentó razonar una vez más con él, evitar mancharse de sangre y gritos desgarrados, pero fue imposible. Ordenó que las ruedas giraran y tensaran las cuerdas que sostenían los brazos y las piernas del sujeto. No hubo respuesta. Ordenó más tensión. Aún nada. Volvió a ordenar más tensión. Observó la piel estirarse y el crujir del aparato. Ordenó aún más tensión y por fin pudo ver una expresión en el rostro del prisionero. Mínima. Pero ahí estaba.

-¿Y bien?, estoy esperando- pero el sujeto no abrió la boca. El caballero suspiró y volvió a ordenar más tensión. Por un segundo imaginó que con una más, sus brazos o piernas volarían por los aires arrancados por la inmensa tensión aplicada en sus extremidades.

De la garganta del prisionero salió un sonido gutural y desgarrado. La tensión por fin estaba haciendo efecto. –Puedo ordenar que te liberen inmediatamente si hablas con nosotros- era obvio que su método no estaba dando resultado, incluso, estaba más que seguro que anteriormente habían intentado hacerle hablar con este tipo de tortura, pero él mismo se veía imposibilitado de actuar de otro modo. Era un caballero en todo el sentido que la palabra adquiría, conocía la guerra en su más cruento lado y la tortura seguía sin ser un mecanismo utilizado. Eso sólo quedaba para los cobardes. Y así era precisamente como se sentía en ese momento.

Otro grito lo sacó de sus pensamientos. Los soldados habían vuelto a ejercer tensión. Los ojos grises del prisionero brillaban bajo el sudor que se teñía de rojo a medida que descendía por su rostro. Las antiguas heridas en el cuerpo del sujeto, volvían a abrirse emanando sangre densa y oscura. Ordenó que esta vez, tensaran las cuerdas al máximo. Aunque estaba seguro que su cuerpo se rompería antes que su voluntad.

El grito del prisionero retumbó por todos lados tan fuertemente, que sintió que los oídos le pitaban una vez pasó el eco. La cabeza había caído casi inerte sobre su pecho, su respiración agitaba elevaba su pecho rápidamente. -¿Aún te rehúsas a hablar?- se sentía asqueado de sí mismo, no hallaba la hora de que hablara, quería acabar con esto de una vez por todas. No obtuvo respuesta.

Cegado por la frustración, metió la mano en un saco de un polvo blanco, cerró el puño lleno de sal y se acercó al prisionero a paso firme y furioso. Se paró a centímetros de su rostro. –Te haré hablar por la buenas…- con fuerza estrelló su palma abierta, esparciendo la sal por las herida abiertas de su pecho. El grito fue impresionante, como si se desgarrara el alma en millones de pedazos al mismo tiempo. El escozor y el dolor eran más de lo que podría soportar. La mano del caballero se tiñó de blanco y rojo, húmeda y rugosa a la vez.

Se llevó la mano limpia a la cabeza y se peinó los cabellos negros hacia atrás. No podía creer lo que había hecho. Inmediatamente ordenó que destensaran las cuerdas y se lo llevaran a la celda. El olor lo haría vomitar en cualquier minuto.

El cuerpo del prisionero no era más que un bulto inerte. Los soldados lo arrastraron hasta la celda. El resto de los prisioneros chillaba y gritaban al ver pasar a los soldados con el cuerpo a rastras. Dos de ellos cargaban el cuerpo, mientras el tercero mantenía la puerta abierta. Sir Blackmore aún no tomaba fuerzas para moverse sin volcar su estómago asqueado. Los gritos de los prisioneros se hacía cada vez más fuerte.

Se volteó sobre sus tobillos y se dirigió a la celda. Levantó la vista y frente a la celda, se encontraba de pie él. Era imposible. Se dispuso a correr, y también lo hizo el prisionero. Pero la distancia entre ellos era la suficiente para permitir al prisionero cerrar la puerta de entrada y trabajar con una de las espadas de los soldados. Los gritos seguían siendo extremadamente altos. Ian forzaba la puerta sin éxito mientras el prisionero lo observaba desde el otro lado a través de la ventanilla. –Descuide…- su voz ronca resonó en los oídos del caballero, su acento…- Nos volveremos a encontrar más pronto de lo que cree- y se echó a correr escaleras arriba lo más rápido que su cansado cuerpo le permitía.

Estaba seguro que no podría escapar. Había guardias por todos lados, la escalera daba directamente al despacho del rey, y sin duda estaría lleno de soldados. No podría escapar sin ser visto y sin duda asesinado. Continuó tirando de la puerta sin poder abrirla. Corrió donde los soldados habían sido encerrados y rompió la cerradura con su propia espada, -¡Ineptos!- no pudo evitar gritarles una vez salieron de la celda, -ayúdenme a derribar la puerta- entre los cuatro, levantaron una viga de la cámara de torturas y se dispusieron a derribar la puerta.

Al cuarto intento, la espada que bloqueaba la puerta, se soltó y la puerta pudo se derribada. Sir Ian se aprovechó de que su cuerpo era joven y fuerte y corrió escaleras arriba a todo lo que su cuerpo le daba. No le tomó mucho tiempo en llegar arriba. Jadeando y parpadeando rápidamente para poder ajustar sus ojos a la luz del día que entraba por los enormes ventanales, pudo divisar el caos que se había formado en el despacho real. Soldados corrían en todas direcciones, con las espadas alzadas. Siguió a la mayor cantidad de soldados que corrían hacia un mismo lado.

Se abrió paso entre los soldados detenidos y llegó a la muralla, donde uno de las ventanas estaba rota. Era increíble. Había escapado. Buscó en el agua, donde una lluvia de flechas caía. ¿Habría sobrevivido? Ordenó el cese de la flechas y se dirigió a la planta baja a investigar las orillas del lago. Si había sobrevivido, algún rastro quedaría. De no ser así, sería fácil ubicarlo dentro de las aguas.

Lo que más le sorprendía era como se las había arreglado para sacar tanta fuerza después de la tortura a la que lo sometieron. Se libró de 3 guardias y se movió lo suficientemente rápido como para dejarlos encerrados, y para rematar su actuación, se había sacado a toda la guardia real de las espaldas saltando al lago. Aquél no era un simple espía, era algo más. Y se moría de ganas de descubrir que era ese algo más.

Salió del castillo y con un contingente de soldados comenzó a investigar los alrededores, pisadas, agua, sangre, cualquier cosa que le diera un indicio de su dirección. Buscaron por mucho rato sin encontrar nada. Debía haber muerto o con la caída o con las flechas. Pero no había sangre en las aguas tampoco. –Sir Blackmore- un soldado apareció corriendo por el puente de madera en su dirección-. El rey requiere de su presencia de inmediato. Aguarda en sus aposentos.

Ian se llevó la mano a la cara. Eso no podía ser bueno.

Y no lo fue.

La discusión fue corta, en realidad, el monólogo del rey había sido corto. Si el cadáver del espía no aparecía en el lago, debía ir en su búsqueda y matarlo. No podía andar suelto sabiendo lo que ya sabía del castillo. De no ser así y el cadáver era hallado, Ian iría devuelta a Francia a luchar con los franceses para remediar su falta. Su vida, sin embargo, había sido perdonada, ya que el rey consideraba una falta grave contra la corona inglesa lo que acababa de suceder.

Ian sólo acató la decisión.

Inspeccionó personalmente la búsqueda en el lago. Obligó a los soldados buscar centímetro por centímetro, horas y horas, hasta que ya después de 8 horas buscando el cuerpo, no encontraron absolutamente nada, era lógico que hubiera logrado escapar. Su duda era cómo lo había hecho.

Respiró lo más hondo que le dieron los pulmones. Cuando lo encontrara, se lo preguntaría. Mientras, debía pensar en eso… como encontrarlo. La única pista que tenía era su acento. Español. Un espía español. Alto, rubio, de ojos grises. No eran muchas pistas útiles para comenzar.

Pero no debía estar muy lejos del castillo. A pie, sólo lograría llegar a algún poblado cercano en las siguientes 24 horas. Debía darse prisa.

Alistó su mochila de viaje que siempre llevaba consigo cuando debía partir a batallas. Debía ir solo, un contingente de hombres solo lograría llamar la atención y daría tiempo de escapar al espía. Cambió sus ropas por otras más cómodas, se ató la capa y la espada al cinto, y se dispuso a salir. Sus ojos se clavaron en los celestes que lo esperaban en la puerta. –No te vayas- suplicó la joven cuando lo vio listo para irse-. No me dejes aquí, llévame contigo.

La doncella se lanzó a sus brazos e Ian dejó caer su bolso. Sus brazos rodearon la espalda de la chica. Para ser una doncella, le había tomado mucho afecto. Demasiado. Sintió a Helen estremecerse bajo su abrazo, sus lágrimas mojaban su cuello. –Por favor… quédate conmigo.- la mirada suplicante rompió toda la voluntad del caballero. –Cuando regrese…- tomó su rostro con ambas manos y besó la punta de su nariz.- te haré mi esposa, te lo prometo, pero ahora, debo marcharme.

Helen se quedó ahí estática, con las lágrimas cayendo por sus mejillas profusamente. Ian se perdió tras la puerta. La chica se llevó las manos a la cara y cayó de rodillas sollozando fuertemente, -me has hecho viuda antes de casarte conmigo-. Estaba segura de que el rey no permitiría que regresara con vida. El rey se sentía amenazado y humillado. Ian no regresaría a su lado.

Sir Blackmore cabalgó lento buscando indicios de pistas, hasta que encontró rastros de agua con un tinte rojizo. Debía ser él. Tenía que ser él. Apuró el paso del caballo agudizando los sentidos por si aparecía por algún lado.

No pudo evitar sacarse a Helen de la cabeza. No pudo evitar reconsiderar la promesa que acababa de hacer. ¡Por Dios, qué peligro eran las mujeres para los hombres!

Una vez cayó la noche sobre sus hombros, buscó refugio en el bosque para poder descansar un poco. Debía estar cerca del espía, y éste podía estar en cualquier lado. Continuaría su búsqueda al día siguiente. Cerró los ojos apoyándose contra el cuerpo del caballo que descansaba junto a él, cerca de una fogata que había encendido.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).