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El encargo. por MinaLovette

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El cuchillo se desliza con suavidad, empujando a la sangre tibia a escurrirse por entre mis dedos enguantados. Ni un solo grito. Ni un solo gemido. Ni un solo perro ladrando o una anciana asustada que llame corriendo a la policía. En la oscuridad del lujoso ático de Nueva York, reina el más absoluto silencio. Casi sin darme cuenta, hasta yo misma contengo la respiración.

Pasados unos segundos, la sangre inunda mi guante y comienza a escurrirse por los brazos del sofá, rompiendo todo el encanto de la silenciosa noche de verano con un irritante goteo pegajoso. Como si eso bastase para despertarme, saco lentamente el cuchillo de entre las costillas de Abraham Sandler, un empresario rico con incipiente barriga cervecera que empezaba a hacerse un nombre entre las grandes promotoras inmobiliarias como especulador profesional e hijo de puta particular.

Como consecuencia, el pobre diablo se había ganado a pulso una larga y concurrida cola de enemigos tanto entre los buenos como entre los malos. Y, afortunadamente para mí, los malos no iban a esperar a tener pruebas para quitarle de en medio.

Una de las grandes ventajas de estar en la nómina de las familias italianas que se reparten Nueva York es que nunca te encuentras rellenando formularios en la cola del paro; porque si quieren asustar a un tipo, mandan a sus matones; si quieren demostrar su autoridad, acribillan  sucursales desde un gran coche negro; pero si quieren un trabajo limpio, bien hecho y sin testigos, acuden a mi. Otro de los grandes secretos de este negocio es no tener precio. Literalmente. Si vas a cenar al restaurante más caro de la ciudad y le pides al chef que te recomiende lo mejor, lo compras sin mirar hasta que te toca firmar la factura. Si yo iniciase las conversaciones con una lista de precios, perdería caché. De esta forma, todas las grandes familias del país saben que soy literalmente impagable.

Mis costillas crujen al incorporarme de nuevo sobre mis zapatos italianos. Con sumo cuidado, retiro del todo el cuchillo del pecho del cadáver y lo envuelvo en una bolsa que saco de mi chaqueta. No es que vayan a identificarme por él, pero tras haber matado a tanta gente una acaba por hacer cosas estúpidas como cogerle cariño a un viejo cuchillo de caza y llamarle “Job”. Si alguien del negocio me viese, se reiría y me cosería a balazos, aunque no estoy segura de en qué orden.

Un suspiro entrecortado me hace salir de mi ensoñación y volverme bruscamente. Ahí, encogida en un sofá de piel negro, la amante, compañera y traidora del señor Sadler me miraba con unos ojos azules que casi brillan, como esos gatos que parecen salidos de la nada y que le asustan a uno cuando tira la basura en los callejones. Sus ojos se clavan en mí, luego en el sofá, en su amante muerto y de nuevo en mí.

Y entonces me acuerdo. La estrategia era sencilla: Marianne, la delicia rubia, bombón exquisito para los paladares más selectos y de bolsillos más profundos, había sido hábilmente comprada por la familia Sviogella, que no era quien más desease la muerte del empresario pero sí quien más prisa parecía tener por conseguirla. Ella se acercó a él, consiguió su confianza, su cama y una pequeña propina en diamantes y rubíes que fue atesorando por cuenta propia en su relación con el señor Sandler. Entonces, una de esas noches elegidas aparentemente al azar, ella se pone un vestido rojo que haría temblar el suelo de todo el planeta, se cubre de maquillaje exquisito y perfumes frutales y sugiere al pervertido empresario una cena romántica. En el transcurso de ella, yo me deslizo por la cornisa del edificio anexo y me cuelo en su casa, a tiempo de preparar todos los detalles. A las doce en punto, ella desliza su mano enguantada en seda por la pernera de su amado bajo la mesa y le susurra todo lo que le hará si vuelven a casa en ese instante. Al pobre diablo le faltó volar en el trayecto para haber ido más rápido, y en apenas unos minutos se encuentra jadeando frente a la puerta de su apartamento mientras busca torpemente las llaves, temblando de pura excitación. Al cruzar el umbral, ella le besa, le toca y le lanza contra el sillón orejero en el que ahora se encuentra, se sube a horcajadas encima de él y le acerca una copa de whiskey a los labios.

 

Por supuesto que en circunstancias normales se habría dado cuenta de que el whiskey sabía raro, o de que estaba preparado en la mesilla antes de que llegasen, o de que la cortina ondeaba por donde yo había tenido que romper el cristal para entrar. Pero Marianne no se ha hecho un nombre de la nada, y su perfecto cuerpo envuelto en seda resbala sobre la tripa del hombre mientras ella empieza a quitarse una a una las horquillas del pelo. Por un momento, hasta yo pierdo totalmente la consciencia y me abandono a mirar cómo uno a uno todos los mechones rubios atrapados en ese costoso peinado de peluquería caen con sensual elegancia sobre su cuello.

 

El espectáculo dura poco, y una vez el empresario pierde la consciencia, la bella bailarina abandona su regazo para caminar con normalidad hacia el sofá del fondo, sin mirar a su alrededor ni una sola vez. Es entonces cuando yo abandono las sombras para clavarle un cuchillo en el corazón a la luz de la luna, y queda muchísimo más poético de lo que me había imaginado.

 

Y ahora, de pie frente al cadáver, los ojos vidriosos por la droga del hombre me miran como si no comprendiesen nada en absoluto, como si en el fondo acabasen de darse cuenta del gran complot para asesinarle.

 

El pensamiento me arranca una sonrisa. Ahora solo queda acabar el trabajo.

 

Durante la siguiente hora me dedico a pasear por la sala, estudiando la posición del cuerpo y de la sangre, y buscando alguna pista que pueda conducir a la policía hasta mí o hasta Marianne. Y no la encuentro.

 

Un trabajo impecable, como siempre.

 

-¿Qué va a ser de mi, signiore?

 

La vocecilla que surge del rincón me hace dar un bote. Me había olvidado otra vez de ella. Mi pecho se mueve agitadamente debajo del holgado y carísimo traje de hombre que llevo puesto. Dios, si cuando ves a una persona en fotografías y fiestas, sonriendo ampliamente mientras se deja servir copas de champán de trescientos pavos, te imaginases por un instante que esas personas pueden estar asustadas, se te encogería el estómago. Marianne Dussette, nombre artístico de una de las mujeres con más estilo de la alta sociedad de la época, se levanta del sofá como un alma en pena, frotándose las manos desnudas contra los brazos y con la carne de gallina, a pesar de estar en la noche más jodidamente calurosa de todo el año. Su rostro se inclina hacia los lados como si no fuese capaz de aguantar su propio peso, pero sus ojos se mantienen clavados en mí, suplicantes.

 

Es curioso, casi no me había dado cuenta de que me había confundido con un hombre.

 

-La familia se encargará de protegerla –susurro mientras me llevo la mano al sombrero y me lo quito con una reverencia -. Y puede llamarme Jess, señorita.

Mi pelo negro, que se encontraba escondido en el interior del sombrero, cae en ondas hasta mi barbilla. Ante su asombro, comienzo a quitarme los guantes ensangrentados mientras obligo a mis ojos a que se mantengan en los suyos.

- Entiéndame, señorita, nadie que se dedique a esta clase de… negocios aprecia el llamar la atención. Y ser mujer en este mundillo ya es bastante llamar la atención.

- Ya comprendo –su voz va cobrando fuerza poco a poco -. No le importa que se dé la descripción de que “un hombre de traje negro” ha entrado por la ventana.

-Detendrían a todo el Whitehorse Pub antes de plantearse siquiera que existo.

Por primera vez, la escucho reírse a gusto. Sus perfectos pechos se mueven un poco, como si fueran ganando confianza. Su mirada ya no es la de un animalillo asustado. Sus brazos se han relajado hasta cruzarse elegantemente bajo el pecho. Y sí, puede que sea la tensión acumulada, las cervezas que hacen falta para que acepte saltar por una cornisa o el hecho de haber acabado un trabajo bien y estar a punto de cobrar la recompensa, pero una frase empieza a golpear mi mente y mi cuerpo a martillazos una y otra vez, como si no fuese a parar hasta que la escuche:

 Dios, aún lleva ese vestido rojo.

Deja de reírse y me mira con curiosidad, aún con la sonrisa en los labios color carmín, decidiendo qué opina de mí. Me estudia con cuidado, y yo aprovecho los paseos de su mirada por mi traje italiano para contemplar sus curvas bajo la seda. Mi mente martillea tan fuerte que casi tengo ganas de que continúe para atravesarme del todo y salir por el otro lado. Sus hombros destilan una suavidad de movimientos que no había visto en toda mi vida, sus gestos deslizan la tela de su vestido hasta extremos que me muero por descubrir, aunque para ello tuviese que matar a toda la costa oeste.

Hasta esta noche, no comprendía cómo la gente podría ser tan estúpida como para pagar millonadas por la compañía de una mujer. En este preciso instante, pagaría hasta mis gastos de entierro por quedarme mirándola un minuto más.

Es tan frágil. Tan delicada. Tan deliciosamente delicada.

Es toda mía.

Me paro en seco y la miro a los ojos. Por una de esas extrañas coincidencias planetarias, ella también se ha detenido en los míos. Este último pensamiento se ha colado, no estaba antes. Es como el soplón tímido y cobarde que grita lo que verdaderamente piensa en medio de una multitud ruidosa, se sabe que se ha oído, pero no de dónde proviene. En parte será causa probablemente de una conversación de bar con alguno de los compañeros. En parte, muy posiblemente, a causa de un deseo mucho más oscuro, enterrado y profundo.

No por el hecho de que sea una mujer. Es que es trabajo. Y no se baja la guardia en el trabajo.

-Si yo te llamo Jess –marca la “s” como una serpiente a punto de devorar un ratón –tienes que hacerme un favor a cambio.

De pronto mi garganta se ha quedado seca. Ella se acerca un par de pasos más, implacable, hasta colocar una delicada mano perfumada sobre mi hombro y acercar los labios a mi oído.

-Llámame Marianne.

Huele a fruta recién recogida, como huelen los cestos florales de las tiendas más exclusivas de todo París. Su mano está en calma, ya no tiembla. Ha dejado de tener miedo.

Giro la cabeza para poder mirarla. Aunque tuviese una declaración firmada de que esto no es una trampa, necesitaría igualmente mirarla a los ojos y comprobarlo. Y ahí están, grandes, azules y medio entornados, con la boca humedecida brillando con el reflejo de la luna, su traje peligrosamente cerca de mis piernas.

Y, entonces, caigo.  Todos los acontecimientos de los últimos días regresan a mi memoria, como intentando abofetearme por haber alejado los pies del suelo. Ella está en la nómina de los Sviogella, al igual que yo y que otros tantos. Ha sido contratada para seducir y follarse a un grasiento y detestable empresario durante meses. Ha trabajado duro, pero aún no ha acabado.

No tengo por qué seguir preguntándome si debo hacer lo correcto. Esto es bastante más que correcto. Es lo acordado.

Ella es la propina.

Mi mano resbala por su cintura, atrayéndola un poco más hacia mí. Se deja balancear sin dejar de mirarme, ni de tocarme el hombro, ni de sonreírme. Aún así, necesito una confirmación.

- ¿Esto es parte de tu encargo?

Parpadea. Me recorre con la mirada. Vuelve a mis ojos. Si no estuviese segura de seguir en el mismo sitio, diría que me ha desnudado entera.

-Digamos que tenía elección –su otra mano empieza a dibujar mis pómulos y roza mis labios -. De no haber sido tú, podría haberme levantado e ido.

Ya está. Es más de lo que puedo soportar.

Mi otra mano sale del shock en el que estaba y empieza a actuar rápido. Coge fuertemente a Marianne por la nuca y empieza a entrelazarse por su suave pelo rubio, sedoso, sensual. Ella se acerca un poco más y empieza a acariciar mi rostro con sus labios, poco a poco, recorriendo mi mejilla hasta encontrar mis labios, que por Dios, la estaban esperando. Me siento como si de repente hubiese chocado frontalmente con otro coche yendo a toda velocidad. Su lengua es extrañamente suave, cuidadosa, y se retrae juguetona cuando la rodeo y persigo, hasta salir mordisqueando sus labios. No sé cuánto tiempo ha pasado, pero por lo que yo sé, llevamos besándonos horas.

Por fin la dejo separarse, y no parece descontenta. Señala con la barbilla algo detrás de mi espalda, y cuando me vuelvo para mirar, veo la inmensa cama con doseles que se gastaba el millonario.

- ¿Qué te parece? –susurra en mi oído la diosa de todos mis deseos.

-Que el viejo tenía muchos complejos que paliar.

Entre risas me empuja al borde de la cama y caigo, arrastrándome con los codos hacia el centro. Tampoco es que hubiera tenido que apuntarme con un arma para obligarme a hacerlo.

Con un grotesco parecido a la escena desarrollada unas pocas horas antes, ella trepa por encima de mí hasta colocarse a horcajadas sobre mi cintura, sus dedos delicados manipulando el cierre de mi cinturón y una sonrisa obscena en los labios, casi tapados por el pelo que cae sobre sus ojos. Joder, empiezo a comprender por qué el cabrón de Sandler no llegó a plantearse el resistirse.

Me incorporo sobre mis brazos y coloco mis manos sobre sus hombros, mientras mi boca besa su cuello de porcelana y juega con su clavícula. La siento estremecerse, por un eterno instante siento como tiene que dejar lo que está haciendo para hinchar los pulmones y rozarme con sus pechos, acabando en un suspiro. Con los pulgares deslizo suavemente los tirantes del vestido, que caen sin oponer resistencia hasta los codos.

Por fin puedo volver a dejarme caer en la cama a contemplar mi obra. Es casi perfecta, el cuerpo que deberían de tener todos los ángeles. Al menos, los de pago. Sus pechos son tan redondos y suaves como se deducían bajo el traje, coronados con dos pezones turgentes como guindas en una tarta de nata. De pronto, tengo ganas de devorarla como si, efectivamente, se tratase de un pastel exquisito y delicioso, solo apto para un pequeño porcentaje de la población. Ella saca los brazos de los tirantes y aprovecho el momento para volver a levantarme y catarla. Sus pechos tiemblan bajo mi lengua y mis dientes, ante cada beso y cada mordisco discreto. Vuelve a estremecerse con otra sacudida cada vez que juego con uno de sus pezones entre mi lengua.

Cae hacia atrás cuando intento bajar por su torso hasta el ombligo. Mis manos, precavidas, sujetan su espalda en la caída y son acariciadas por su pelo al moverse. Sonríe. Eso es buena señal. Así veo que lo estoy haciendo bien, mientras continúo besando su torso y sus pechos y vuelvo a subir hasta su garganta, no para de sonreír y de estremecerse de cuando en cuando. Sus manos han vuelto a cobrar vida y ahora desabrochan mi camisa y empujan mi chaqueta fuera de mis brazos. Obedezco, faltaría más, como si se tratase de una orden del mismísimo Presidente, y me dejo despojar de chaqueta y camisa, y luego me recuesto, siguiendo sus indicaciones.

Y ahora es cuando mi reina, mi diosa, mi sirena, demuestra todo lo que sabe hacer. Su boca me recorre de arriba abajo como antes hiciera la mía, pero en lugar de estremecerme yo siento ganas de gritar hasta quedarme ronca, de agitarme y de dar saltos. Ella suelta alguna que otra risita mientras, recostada sobre mí, pasea su boca, acompañada de sus labios y sus pechos, por toda mi anatomía, deteniéndose más en mis pechos desnudos, en mis brazos, en mi cuello.

Cuando llega a mi ombligo, se levanta para mirarme con una sonrisa perversa. Si hubiese estado en cualquier otro lugar del planeta, puede que me lo hubiese pensado, pero en esas circunstancias no me da tiempo a pensar ni en dónde tengo las orejas. Marianne desabrocha mi pantalón y me desliza las bragas unos centímetros, y yo no veo más. Pero de repente siento su lengua, sus labios, el juego completo que viene con su boca paseándose por interior y exterior de mi anatomía femenina de una forma repetida y calculada: en círculos, en línea, de arriba abajo, por dentro, por fuera…

Grito y apreto fuertemente los dientes para no alertar a los vecinos. Esto es una jodida montaña rusa.

Con una última descarga de fuegos artificiales, respiro sudorosa contra las sábanas empapadas y veo emerger su rostro, relamiéndose.

-¿Te ha gustado?

Lo dice como una niña que acaba de aprender a hacer un truco nuevo en el colegio. Es terrible, pero su mirada juguetona, sus ojos entreabiertos y esa lengua relamiendo los labios…

Me lanzo. Tan bruscamente que no me ve venir, y cuando quiere reaccionar la he cogido de las muñecas y girado completamente hasta tumbarla en la cama, cambiando los papeles.

-Ahora verás cuanto.

Tenía tantas ganas de saborearla. Es como un pastel de manzana enfriándose en la ventana. Como alguna pieza secreta de repostería que brilla de sudor a la luz de la luna. Que sabes que va a saber bien incluso antes de probarla. Y hoy yo me pienso poner las botas.

El vestido resbala estupendamente, y consigo quitárselo del todo. Las bragas de lencería fina no son más que otro incentivo para mis ojos, y desaparecen con igual facilidad entre mis dedos. La devoro. Entera. De arriba abajo. De dentro a fuera. En círculos, en línea. Desde las rodillas hasta el cuello. Más fuerte y más débil. Más despacio y más deprisa. Más. Y más.

Hasta que gime y grita. Grita fuerte. Demasiado para haberlo fingido. Su mirada al acabar es felina y sensual, sudorosa y satisfecha. Vuelvo a recorrerla hasta llegar a su boca y la beso. Y ahora no hay prisa, no hay urgencia, no hay que demostrar nada. Me pierdo en sus besos tranquilamente, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo.

Ella comienza a doblar las piernas y a entrecruzarlas con las mías, y yo me dejo. Sus muslos me rozan y no me gusta. Me encanta. Comienzo a gemir apenas unos instantes después de haber estado chillando boca arriba, y ella me acompaña. Nos besamos y acariciamos, y siento la urgente necesidad de bajar mi mano hasta su vagina empapada, sentir como se estremece y gime mientras la acaricio y escucharla gritarme al oído. Ella parece sentir lo mismo, porque baja su mano, y entonces comienza un desfile rítmico de orgasmos uno tras otro, por turnos y a la vez, y así hasta cinco veces cada una.

En realidad, hasta que el despuntar del amanecer nos avisa de que está apunto de llegar la policía.

Es como si nos hubiesen activado por un resorte. Saltamos de la cama casi al unísono, ella se apresura a vestirse con el fatídico traje rojo y yo intento encontrar todas las partes de mi carísimo y arrugado traje italiano de hombre. Ella hace la cama lo mejor que puede, y yo recojo todas las muestras de nuestra presencia que pudiesen quedar en la sala y me despido del desafortunado señor Sandler.

En escasos diez minutos, una pareja elegante camina por una de las desiertas calles del Barrio Nuevo, probablemente volviendo a casa de una fiesta muy larga.


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