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Nieve. por nezalxuchitl

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Notas del fanfic:

One-shot dedicado a mi amiga Julxen, ojala te agrade hermosa *.*

Es el primero de una coleccion de cinco oneshots independientes, que tendran como protagonistas a uno de los cinco elementos: nieve, agua, aire, tierra y fuego.

El fanfic se desarrolla casi al final de la campaña de Rusia, durante la epoca napoleónica, y tiene como protagonistas a la nieve y a dos oficiales maltrechos.

Notas del capitulo: Siempre me ha fascinado la tragica historia del ejercito mas grande del mundo derrotado por el frio, asi como la idea de dos amantes que nunca tuvieron una oportunidad para su amor. ¡Que lo disfruten!

 

Serie: Los cinco elementos.  Primer elemento, nieve.

                                 "Alma abatida, descansa aquí;

                                  el amor yace aquí, bajo mis alas."

 

Nieve.

 

El pálido espectro del Sol descendía en el horizonte a una velocidad angustiantemente vertiginosa para los maltrechos soldados que lo veían desaparecer, y con él, la última esperanza de no morir de frío.

 

La estrella del día se perdía tras planicies y planicies blancas, cubiertas de nieve, de la terrible estepa rusa. Un mar de color blanco, de belleza deslumbrante y mortífera.

 

Los soldados de la Grande Armée casi gimieron al verlo desaparecer, y muchos supieron que habían visto la luz del día por última vez. El 7 de diciembre de 1812 se había ido para no volver. Los aullidos de los lobos de las estepas les llegaban en andas de los gemidos sobrenaturales del viento que arrasaba veloz las extensiones de kilómetros de largo sin ningún obstáculo, volviéndose mas fuerte y mas frío.

 

Aquel viento era malvado, venia del ártico, de la morada de la bruja de la Aurora Boreal, y, como todo lo de aquel basto y pobre reino que era Rusia odiaba al Emperador y a su ejercito imperial, glorioso e invicto, hasta entonces.

 

                                                                          *

 

Napoleón, el emperador francés, no había conocido sino la victoria en los campos de batalla: había sembrado Europa de cadáveres, sobre montones de cráneos había asentado su trono, y solo un miserable y retrograda reino se oponía a su basto imperio continental: Rusia. El emperador no iba a permitir que una manchita mierdosa le estropeara la unidad de los mapas que había entintado con sangre, y el 23 de junio de 1812, con el mayor ejercito que el mundo había visto jamás se lanzó a la conquista de Rusia. Seiscientos noventa y un mil quinientos hombres siguieron los pendones imperiales de caballería, de artillería y de infantería y se adentraron en el basto e invicto reino del Zar.

 

De todos ellos solo veintidós mil sobrevivieron a la campaña de Rusia. Solo el 9.7% del ejercito imperial logro conservar la vida. Seiscientos cuarenta y un mil quinientos soldados perdieron la vida en la derrota mas estrepitosa que la historia hubiera registrado. Seiscientos cuarenta y un mil quinientos soldados franceses, polacos, italianos y alemanes que jamás regresaron a casa y aun esperan a que termine la eternidad sepultados en anónimas tumbas comunitarias: hacinados en muerte como hacinados en vida, se pudrieron juntos bajo paletadas de tierra rusa dura y fría.

 

La Grande Armée admitió su derrota el 14 de diciembre de 1812  y ese día, sus veintidós mil sobrevivientes abandonaron el territorio ruso con la cola entre las paltas: fue el principio del fin para Napoleón. ¿Pero que fue lo que derroto al genio militar, al azote de Córcega? ¿Los rusos acaso, esos pobres campesinos esclavos del Zar que con hoces y martillos se enfrentaban al mejor ejercito del mundo? No. Fue el frío. El frío congelante del terrible invierno ruso fue lo que derrotó a la Grande Armée. Casi todos los hombres murieron de frío bajo sus delgados capotes y sus uniformes de telas vistosas y meridionales.

 

                                                                             *

 

El viento del ártico mordía a la maltrecha compañía que avanzaba por la carretera de Smolesnko, en una retirada interminable y cada vez más hipotética. La compañía era oficialmente la 47° compañía de infantería ligera, bajo el mando del capitán Gerard de Montpeisier. Montpeisier había perdido la mano izquierda y el ochenta por ciento de sus hombres en la batalla del cruce del río Berezina, y bajo su bandera se habían agrupado sobrevivientes, residuos, hombres que constituían en si mismos el total de los efectivos de sus compañías. Había artilleros sin cañones, húsares sin caballos, infantes sin pies, porque los habían perdido de tanto patalear sobre la nieve rusa. Los heridos eran lentamente arrastrados al final de la columna, sobre mantas sucias y desgarradas, y en cada parada separaban a los muertos de los vivos y los apilaban a un lado de la carretera, bajo un poco de nieve y una cruz de madera.

 

Montpeisier había sido noble, guapo y elegante, y con su sable en alto había entrado victorioso en Moscu, en septiembre. ¡Septiembre! Hacia tan poco y a la vez tanto desde aquel mes calido, cuando las planicies eran color oro y la victoria parecía estar en su puño. Montpoisier se quito la nieve de los ojos con su única mano, y reconoció un árbol grande y torcido, que se separaba en tres desde la raíz. Recordaba bien ese árbol. En junio era verde y los pajaritos canturreaban en sus ramas, y el se había sentado a comer, sobre un mantel y con cubiertos, con sus oficiales de estado mayor, en junio, cuando avanzaban plenos de confianza en el Emperador por esa misma carretera de Smolesnko. Ahora, casi seis meses después todos sus oficiales, menos uno, estaban muertos, y no tenían ni un mendrugo de patata cruda que llevarse a la boca.

 

El viento ululo mas fuerte trayendo consigo el aroma de una nevada. "¡No por Dios, no una nevada, no hoy!" rogó mentalmente Montpoisier, y dio la orden de avanzar mas de prisa. ¡Si tan solo pudieran encontrar una colina, una barda, un foso de letrina donde meterse para protegerse del frío, pero nada: solo la inconmensurable bastedad de aquel mar de tierra cubierto de nieve. Nuevos copos comenzaron a caer lentamente, girando en andas del viento que los transportaba, tan hermosos como los ojos azules de...

 

-Mi capitán, los hombres están agotados, necesitan descansar.- le dijo la voz dura y juvenil del teniente Michél de Bleau, el único oficial que sobrevivía de los que integraron la compañía original. No la tenia tan dura cuando lo conoció.

 

Montpoisier los miró con sus ojos cansados y quemados por el frío: harapientos soldados que metían periódicos y paja, bajo sus uniformes, si tenían la suerte de encontrarlos. Los rusos habían quemado todo, todo a su paso. El capitán negó lentamente con la cabeza.

 

-No de Bleau. Necesitamos avanzar, llegar mas lejos, - el viento ululó trayendo consigo el lamento de los lobos, o de los espíritus- ¡necesitamos encontrar un refugio!

 

De Bleau esbozó una sonrisa: tenia el rostro de un joven de 26 años y la mirada de un viejo. Mas viejo incluso que él.

 

-¿De verdad cree que encontraremos un refugio, mi capitán?

 

-No.- confesó Montpoisier, clavando sus ojos grises en aquellos azules.- Pero tenemos que intentarlo. Son órdenes.

 

-Órdenes.- repitió el teniente, como diciendo ¿órdenes de quien, diablos, de los generales muertos, del corso que rabea y se aferra a un imposible? Pero de Bleau era un oficial de la Grande Armée, y debía comportarse como tal. Cojeando dignamente se acercó a los cabos o a quienes hacían las veces de cabos y les trasmitió la orden: avanzar.

 

Hacia la media noche la situación se hizo insostenible. La ventisca había tornado en tormenta de nieve. Los copos se arremolinaban impidiéndoles ver donde ponían el pie, densos y cortantes como fragmentos de una copa de cristal. El viento cortaba como si fuera el cuchillo de un cazador siberiano, desgarrando las capas, cuarteando las mejillas mal afeitadas de  de Bleau  y haciéndoselas sangrar de nuevo. Dos de los hombres que arrastraban a los heridos cayeron inmóviles sobre ellos: muertos sobre otros muertos. El invierno ruso vengaba a su madre.

 

Convencido de la inutilidad de seguir avanzando, Montpoisier se detuvo, se volvió a los hombres que le seguían, y llevándose ambas manos a la boca partida y ensangrentada gritó, tratando de hacerse oír sobre los aullidos del viento.

 

-¡Cooompañía, alto! ¡Descansen! ¡Centinelas en el perímetro, cada diez metros, guardias de no mas de veinte minutos!

 

El capitán se sintió tentado a dejarse caer sobre la nieve: la estepa blanca seria su cama y los copos hexagonales pronto tejerían sobre el su manto, de un blanco inmaculado, cual corresponde a una mortaja. Eso seria la nieve, su tumba y su mortaja, el arma letal del invierno ruso.

 

De Bleau cojeó entre los soldados repitiendo las órdenes del capitán, parando a culatazos a los que se habían dejado caer sobre el blando lecho que los congelaría hasta la muerte en menos de veinte minutos. Algunos aferrados a la vida lo ayudaban, pero había soldados que ya no se paraban: muertos, o fingiendo estarlo para que los dejaran morir en paz. De Bleau echó la bronca a los hombres de la retaguardia, que habían abandonado a los heridos, decenas de metros detrás, alegando que los que no estaban muertos no tardarían en estarlo, y que su aroma a sangre fresca atraía a los lobos. El ulular del viento les llevaba los aullidos alborozados de los canes de filosos colmillos. De Bleau les prometió la corte marcial cuando encontraran al 4° Ejército, al ejército al que pertenecían.

 

-De Bleau, déjelos: no importa. - la mano de Montpoisier sobre su hombro lo sobresalto: con los ruidos de la tormenta no lo oyó llegar.

 

-¡¿Como que no importa...

 

-No importa.- repitió cansado el capitán- Nada importa ya teniente. No somos más que muertos que caminan por inercia. Quizá los lobos se ceben con los heridos y no se lancen contra nosotros.

 

-Nunca creí que llegaría a escuchar semejantes palabras de sus labios, de Montpoisier.- la mirada de los ojos azules era helada como el viento a su alrededor.

 

Montpoisier se encogió de hombros y se fue a su puesto, al frente de las tropas que conducía. Se sentía excesivamente viejo para sus 42 años. Demasiado cansado, tal vez veinte años de guerra eran demasiados para un oficial. Gerard era conciente de que no muchos oficiales de primera línea, de los que combatían de verdad llegaban a su edad. De los amigos de su juventud no quedaba ninguno. El rostro de su esposa se desdibujaba de su memoria: tenía mas de cinco años que no la veía. En su última carta, recibida en Varsovia antes de que la campaña comenzara le contaba los avances de su hijo más pequeño, el que no conocía. Ni conocería, concluyó tristemente. Una ola de viento particularmente fuerte lo tiró sobre la nieve.

 

Unas manos cubiertas de guantes rotos y sucios lo levantaron.

 

-De Bleau.- dijo asombrado. Su joven teniente era el último de quien esperaba recibir auxilio, luego de lo que había dicho.

 

-¿De verdad lo cree, de Montpoisier, de verdad cree que ha llegado la hora? - los ojos azules lo asaeteaban, compungidos, intrigados. Por un momento el teniente volvió a parecerse al joven galante y lleno de ilusiones que le estrechó la mano, un día ya muy lejano, en Varsovia.

 

Montpoisier asintió, y con su única mano volvió a quitarse la nieve de la cara. Esta vez no era inmaculada, sino que estaba manchada de sangre, de los cortes del viento sobre su cara.

 

-Cuando un hombre como usted lo dice, es porque es verdad.- concluyó tristemente de Bleau y se sentó en el suelo, sobre la nieve.

 

-Tiene suerte, de Bleau.- dijo sentándose a su lado- De acabar así.- especificó- Usted no deja a nadie detrás, no deja ningún trabajo a medias.

 

-¿Amaba mucho a su esposa, capitán?

 

-Mucho. Al principio. Después menos.- terminó encogiéndose de hombros; el no volver a ver a su esposa no le afectaba. Ya no la amaba, estaba acostumbrado a ella, pero ya no la amaba.  Era un recuerdo lejano de una vida de paz que nunca tuvo.  Su vida era de guerra, y su verdadero amor sabia sobre la guerra, la había vivido. Su corazón estaba ocupado por un joven de sentimientos puros como la nieve - Pero no es ella la que lamento dejar. -quería confesarlo - Es a los críos.

 

No se atrevió.

 

-¿Tiene muchos?

 

-Doce. El mayor es casi de su edad, cayó en el frente casi al principio de la campaña, cuando aun tenían tiempo para notificar estas cosas.

 

-Lo siento.

 

-No lo sienta. ¿Que hay de usted, de Bleau, hay algo que lamente?

 

Naturalmente, había algo que lamentaba Michél, pero no podía confesárselo. No a él, al motivo de su lamento. Nunca habría tenido oportunidad para confesar su amor, ni para llevarlo a cabo, no en esa sociedad de hombres hipócritas... ¡Como le gustaba ese manto de nieve que cubría el mundo, ocultando sus mentiras bajo sus alas blancas!

 

-Morir tan joven, tal vez, aunque, quien sabe. Quizás ya no sea tan joven, no después de esta guerra.

 

-No. Nadie es joven después de una guerra, y menos de una tan terrible como esta. ¡Vencidos por el frío...

 

El capitán levantó los brazos en un ademán desesperado e impotente. A su alrededor la nieve se arremolinaba, impasible.

 

-Me alegro de haberlo conocido, barón de Montpoisier, me alegro de verdad.- el teniente le puso la mano sobre el muslo.

 

-Yo también.- Montpoisier se volvió a mirarlo, con su rostro maltratado lleno de nieve. La belleza de los ojos azules y de la extensión blanca donde se perdería lo arrobaron un instante.

 

-Le admiro mucho, mi capitán.- el temblor de los labios resecos de Michel no tenia nada que ver con el frío

 

-Yo le aprecio mucho, de Bleau.

 

-¿Como a un hijo?

 

-No. No como a un hijo. - confesó abochornado Montpoisier - Le quiero Michel, y si estuviera seguro de que mañana estaremos muertos le besaría a usted.

 

De Bleau sonrió y al hacerlo, las cortaduras de sus labios se abrieron y sangraron.

 

-Pues hágalo, Gerard, porque mañana ya no podremos.

 

Montpoisier  miró hacia atrás, para asegurase de que nadie los veía. ¡Como si alguien pudiera verlos en medio de esa pared semisólida de nieve! Se fijó en que muchas figuras yacían desplomadas en el suelo, cubiertas lentamente por su mortaja blanca. Ellos mismos, sentados desde hacia unos minutos ya tenían entumidas las piernas y la nieve se juntaban en montoncitos sobre sus sombreros, hombros y regazo.

 

Montpoisier estiró su única mano hacia el rostro mal afeitado y quemado por la nieve de de Bleau y con una delicadeza infinita le levantó el mentón y acercó su rostro sin apartar la mirada de los ojos azules e impasibles y sus labios ensangrentados y sedientos se encontraron, se apretaron y sus lenguas se acariciaron tenuemente, un instante, o quizás una eternidad. Luego el momento, frágil y bello, como un copo labrado por la naturaleza se derritió en el calor del momento.  Los brazos de Michel se asieron a la espalda de Gerard, sus torsos se juntaron y la calidez de sus respiraciones derritió la nieve que tenían sobre los labios. Sus lenguas se encontraron francamente y el beso mas apasionado de sus vidas terminó con un jadeo.

 

Se separaron y Montpoisier volvió a mirar para atrás: nadie los había visto y ya había más figuras sobre el suelo. Sentía hervir la pasión dentro de su cuerpo aun joven y vigoroso, pero el frío, el hambre, el cansancio impedían que su sangre entrara en ebullición. Por otra parte era poco probable que encontraran un lugar un poco a cubierto donde poder hacer el amor. Deseaba con toda su alma tirarse a ese joven de ojos azules, y sabia que se moriría sin hacerlo.

 

-Hay que parar a los hombres, de Bleau.- ordenó parándose, retomando su actitud de capitán- Hay que avanzar o se morirán todos aquí.

 

-Si mi capitán.- contestó este, y cojeando con dificultad entre la nieve fue a dar las órdenes.

 

Quince minutos después, menos de la mitad de los hombres que se habían detenido volvieron a marchar. Su capitán iba al frente y seguía por la carretera de Smolensko, empeñado en llegar a un frente que no podía ver y que cada vez le costaba mas trabajo imaginar. Allá, al final de ese camino interminable estaba el objetivo, el objetivo que no alcanzarían. La claridad que les llegaba entre las ráfagas violentas cuajadas de nieve le indicó que había amanecido un nuevo día. Miró hacia atrás y contó a los hombres que le seguían: nueve. Miró a su lado y vio la cara cansada y cubierta de nieve de Michel, y en ese momento sintió la mano del joven asiendo la única suya. La apretó.

 

-Moriremos de pie, de Bleau, como los hombres.

 

El joven asintió y cogidos de la mano se internaron en la tormenta.

 

                                                                        *

 

 

Un par de semanas mas tarde los campesinos, los soldados, el Zar, toda Rusia celebraba la victoria que tenía al mundo entero sumido en pasmo. Por la carretera de Smolensko un grupo vociferante de campesinos-soldados  regresaban a sus hogares  con las hoces y las picas sobre los hombros, cantándole alegremente al frío invernal que los había salvado. Sus duras pieles estaban acostumbradas al frío, habían nacido en el.

 

Al mediodía se sentaron sobre un montículo de nieve para almorzar. Encendieron una hoguera y mientras esperaban que la comida se descongelara uno de ellos rascó en la nieve con su bastón, ahondando en ella impaciente. Soltó un improperio al desenterrar una mano.

 

Sus compañeros se levantaron como activados por un resorte y todos comenzaron a escarbar en la arena con sus armas, y poco a poco fueron desenterrando cuerpos de franceses muertos: tres ahí donde se habían sentado. Dos un poco más allá, y así hasta completar once. A los dos últimos los encontraron más alejados que el resto, eran los oficiales: un capitán manco y un teniente rubio. Estaban tomados de la mano con tanta fuerza que no pudieron separarlos. La nieve los había conservado frescos y parecía que hubieran muerto el día anterior.

 

-Que manera de diñarla.- dijo el que había sido el jefe, escupiendo un trozo de hueso- A veinte kilómetros de la frontera. - chasqueó la lengua. -Casi me dan lastima, estos pobres gabachos.

 

-A mi no. - afirmó con fiereza un campesino cojo y pateó los cadáveres - ¿Que hacemos con estos granujas?

 

-Échalos con el resto.- dijo el jefe señalando vagamente al montón donde estaban hacinados los otros cuerpos- Y cúbranlos con un poco de nieve, no quiero ver fiambres mientras como.

 

Dos rusos arrastraron al capitán y al teniente, juntos, y los arrojaron arriba de los otros. Luego echaron paletadas de nieve dura  y un poco de tierra. Con los sables de los dos oficiales armaron una burda cruz y la clavaron sobre el montículo. Al terminar su almuerzo se marcharon, cantando a voz en cuello por la interminable carretera de Smolensko.

 

 

                                                                                              Nezal, 2008

 

 

Notas finales:

Bueno, esto fue un fanfic historico, no un libro de historia: la postura presentada sobre el emperador y porque perdio la guerra es personal mia, para datos mas objetivos, si quieren saber mas, les recomiendo la siguiente dirección:

http://es.wikipedia.org/wiki/Campa%C3%B1a_de_Rusia

Cualquier duda, aclaracion o simplemente comentario es bienvenido y contestado a al brevedad posible.

¡Nos leemos!


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