No sé cuanto llevo aquí.
Cuando mis ojos dejaron de viajar por aquel despejado cielo, cuando la vida se escapó como fina tierra de mis dedos, aún la veo huir, lejos… ¿cuando dejé de ver la luz del sol? Quizás siglos, milenios… No lo sé, no podría decir... Apenas la luz llega, el sol entra y sale por el horizonte, pero sus largos y cálidos brazos se niegan a abrazar a esta parte del mundo, dejándolo en la eterna oscuridad que con tanta crueldad atenaza mi alma.
Su frialdad me rodea. Su helado contacto me hiere…
Apretó los puños. El dolor… ese vacío… necesito luz…
Me llevo una mano a la cabeza y suspiro con pesar. Mi mente viaja lejos, a un vago pasado que ni siquiera soy capaz de recordar. La niebla del olvido comienza a empañar poco a poco el cristal de la vida. Inexorable, consume los retazos de cordura que aún me quedan.
Por más que busco la respuesta no la encuentro. Tiéndeme tu mano mi sol… te necesito…
Aún creo ver tus ojos… si… aún te veo… creo saber quien eres pero todo está demasiado oscuro… ¡necesito luz! No quiero olvidarte… quiero seguir alimentándome de lo que me diste…
El dolor que araña mis entrañas no tarda en desbordarse a través de mis ojos. Las lágrimas recorren mi rostro devolviéndome paulatinamente a la realidad. A mi celda de piedra, escondida del mundo, de su brillo…
¿Cuándo el sol dejó de brillar?
Me cubro los ojos con las manos. Ya no recuerdo como era su calor. Su caricia suave, el embriagador contacto de su hálito luminoso, puro, brillante…
Mi espalda se convulsiona en un mudo sollozo. Te llamo, pero de mis labios no sale más que un ronco quejido… deseo ver tu luz… porque necesito mi sol…
Ansío salir a buscarte, pero las paredes de piedra me retienen, me observan, me vigilan… impasibles, frías… lo contrario que tú, pues eras mi sol… yo quiero volver a admirar tu fulgor, tu resplandeciente presencia…
¡Vuelve!
Entonces creo oír su voz… el aliento que mi alma necesita, el oxígeno que me mantiene con vida…
Levanto la vista, apenas puedo ver nada tras la cortina acuosa que nubla mis ojos, pero sé que estás ahí. He soñado que veía tu luz, tu dorado resplandor…
Apenas soy capaz de levantar el brazo para secarme las lágrimas. Mi cuerpo tiembla. Siento tu cálida presencia y por primera vez desde que recuerdo, tengo ganas de vivir.
Allí estás, al otro lado de los barrotes. Tus ojos violeta oscuro, tu cabello rubio como el oro, finas hebras que hacen enmudecer al brillante astro que se ha negado a venir a buscarme, a reconfortarme en mi sufrimiento. Pero tu estás aquí. Has venido a buscarme, a iluminarme con tu resplandor, envolverme con el calor de tu esencia. Porque eres tú… mi Sol.
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La sangre derramada…¿ porque la llaman así? ¿acaso la vida se escapó de ti por casualidad? No maestro… yo pude verte caer, dejar escapar tu último suspiro bajo sus garras… las garras de la muerte. Pude vislumbrar tu rostro luciendo por última vez un gesto amable y marchandose lejos… dejándome aquí. Solo, mudo, ciego, desprotegido… sin ti maestro todo es oscuridad, sombras que engullen con avidez cada fragmento de la vida feliz que me brindaste.
¿Quién diría que sin querer te sigo llamando? Mis cuerpo busca tu presencia, y mi alma aún no sabe que te has ido. Aún no consigo entender por qué marchaste. Prometí protegerte y no pude… jamás podré volver a hacerlo… jamás querré tanto a alguien como te he querido a ti…
El dolor comienza a llegar a mis ojos, que aún cerrados, siguen dejando fluir el sufrimiento. Gotas que caen sin vacilación para estrellarse duramente contra el suelo.