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Réquiem por Dazel Tenshi

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Notas del capitulo:

Bueno esa historia es una mezcla de cosas, en sí un concepto de mi propia aceptación como homosexual, una elegía a un hombre que no tuve la suerte de conocer a mayores pero que es para mí una de las más importantes figuras de mi vida, un hombre a quien admiro y amo. Y además un pequeño homenaje al primer hombre que revolvió mi cabeza y me hizo sentir vivo.

Con todo amor para ustedes.

Disfruten~~!

Esta noche otórgame el placer de la despedida, permíteme olvidarte, consiénteme un fin.   Cédeme el honor de sentirte por vez última, deja que los recuerdos deshagan en póstumos nuestros besos, abandonemos las ungidas manos de la necesidad, fuguémonos de los castrantes suspiros de la dependencia. Lloremos esta noche lo que los ojos callaron otras veces, besemos lo que no musitaron las palabras y toquémonos lo que prohibieron las caricias.

Y solo por esta noche proporcióname el masoquista lamento de un adiós.

 

 

~*~

 

Seguía siendo él un perfecto retrato de joven sonriente, con la expresión adusta, con el porte aristocrático, de mejillas coloradas y labios risueños, de lindos cabellos rubios- esos que son tan “bien mirados” entre hogares de curtidas pieles latinas-.

Ese niño bonito, de los ojitos marrones, con el brillito de la salud, del cuerpo pequeño y atleta, de su cabecita hecha para las matemáticas y la sonrisa encantadora. Ese pequeño que inculcaron unos dedicados padres, que educaron unos rectos curas, que moldearon los perfectos amigos y que amó la hermosa Elena de los cabellos rojos.

Ese era Orlando, el inigualable Orlando, el capaz de cumplirle los sueños a sus cercanos, el que llevaba el peso de la expectación sobre sus hombros, el que prometía un futuro próspero, unos lindos nietos, una excelente carrera universitaria, tardes  de perfecta armonía familiar y dedicados mimos de un dulce amante.

Cuando Orlando nació, en el alero de un arraigado apellido de tradición, recibió el amor y calor merecido por cualquier niño, fue tan consentido y adorado que las sonrisas eran rápidamente atendidas con chocolates o chucherías capaces de conformar cualquier mente infantil, sus lloriqueos incesantes eran acudidos por un ejército de personas dispuestas a llenar de melindres sus peticiones.

Cuando tenía edad suficiente Orlando fue educado en un instituto de larguísima usanza

Clerical. Allí fue donde pasó largos años de su vida, demostrando su cultura, su aplicado cerebro, ganando múltiples halagos de bocas sínicas, aprendiendo las moralistas lecciones de los testamentos y consiguiendo una ejemplar figura en todos los trofeos escolares.

Fue en ese mismo lugar donde se hizo la fama de consagrado deportista, el ganador de medallas doradas, el joven atleta que complacía a las porristas.

Pasó mucho tiempo entre abrazos de felicitaciones y sonrisas escondiendo envidia, también conoció a sus eternos y fieles amigos, un grupete de populares fortachones  dispuestos a saltar un abismo si se los pedía, un encantador ramillete  de seres que solían lamerle las botas mientras el les miraba con sonrisas condescendientes.

Era un particular cuadro de mentiras y vidas fingidas, era todo lo que esa sociedad le imponía y lo que esperaban con ojos ansiosos que él llevara a cabo, una destacable trayectoria que les enorgulleciera y atrajera la envidia malsana de sus enemigos aristócratas.

Fue en una de esas tantas reuniones de muñecos ricachones que su madre con un entusiasmo que auguraba más asquerosas falsedades, le arrastró de la mano hasta donde esperaba sentada una princesita de melifluos pestañeos, con los cabellos tan rojos como un ocaso sangrante, con la sonrisa mas bella imaginada por algún escritor de cuentos de hadas, una sutil señorita enfundada en un vestidito rosa de moños y vuelos, un cliché de cenicienta que revolvió su estómago. Era Elena, la preciosa heredera de un apellido famoso, el retoño que hacía babear a los padres, dueños de cualquier empresa capitalista. Fue ella la que marcó un yugo más en su vida, con aquella tontita cabeza de niña, con sus sueños de señora vacía, contenta con gastar ingentes cantidades de dinero en carteras Louis Vuitton, y satisfecha con ser la sometida muñequita de un magnate de las finanzas.

Fue esa patética damita la que luego de dos años de conocerse se hizo su novia.

Después de insistentes peticiones de su madre y disgustantes citas con la niña pelirroja, después  del condicionamiento de toda una vida sin tomar sus decisiones propias, después de ser lo que otros pedían de él. Se transformó en el adecuado pretendiente para una duquesa de vestiditos rosa.

Fue una tortuosa temporada de agradar a quien le exigía, extensos sermones de sonrisas que jamás sintió, fue una sempiterna acumulación de frustraciones hundiéndose en lo más profunda de su desgastada personalidad.

Toda esa atenuante actuación de poses perfectas, un grillete muy apretado en su blanco cuello que terminó por romperse con el glorioso estallar de la prohibición mundana.

Fue una tarde de quitasoles y capuchinos con crema, un gustito a canela y alguna canción de verano. Él y su doncella de la mano por el boulevard de dorados escaparates, con la sonrisa resplandeciente en los perfectos dientes de su fémina compañía, alguna conversación unilateral repleta de sandeces y vacíos temas. Él y su aburrido caminar en las veredas asoleadas, con una potencial jaqueca tocándole las sienes, su vista fija en un punto sin determinación.

-Orlando, mira, son los zapatos que siempre desee!!- Gritaba con su chillona vocecita, la elegante pelirroja, con los ojitos plasmados en unos tacos altos de violeta color, con un exagerado valor en dólares brutos. El chiquillo de los cabellos rubios dirigió su resignada visión a aquel quieto aparador solo para darle en el gusto a su obligada duquesa, y vio la inutilidad de los objetos acompañados de algo que pasmó sus pensamientos.

Tras el grueso y pulcro vidrio una figura enfundada en una perfecta y tersa camisa, con una corbata de glamoroso rojo apretando aquel excelso cuello. Con un porte de sensualidad desbordando entre sus negros cabellos, con los ojitos curiosamente rasgados, y una sonrisa que añoraba paraíso.

Era el galán vendedor de aquel pomposo bazar, con sus reconocibles rasgos orientales despidiendo sutileza, y sus labios fingiendo seguridad a cualquier interrogante.

Cuando orlando pudo notar sus nervios mandando más señales de las permitidas, cuando pudo percibir su respiración en extremo agitada, cuando su palpitar amenazó con afección cardiaca, entonces lo supo. Aquel bello prospecto masculino sería su siniestra perdición.

Para aquel entonces su princesita se había encargado de arrástralo en su impetuoso tour opulento, y ya se encontraba exigiendo un talle determinado de aquellos delicados botines, mientras miraba con inmerecida altivez a aquel dedicado vendedor.

Mismo vendedor que se le acercó solícito con una perorata sobre calidad y marcas que poco le importaron a Orlando, siempre más interesado en ver bailar aquellos carboneos cabellos al son de suaves movimientos.

La dulce intriga de aquel desvirtuado acento salía a relucir gracioso en los labios de aquel hombre, y el rubio no pudo más que sonreírle con la embobada mueca de su rostro arrebolado. Fueron unos minutos de fantasía inesperada mientras Orlando no sabía que decir a los constantes comentarios de aquel impresionante oriental, solo permitiéndose un gesto de burda timidez producto de aquel gesto sensual que de improviso le había obsequiado.

Se sintió como el adolescente iluso que jamás fue, con las utopías filtrándose en su pequeño cuerpo. Por vez primera reconoció un frío estremecimiento, y por vez primera respiro histeria cuando el otro hizo ademán de acercamiento.

Se sintió la niña tonta esperando a su príncipe de cuento, y no reflexiono del todo lo que aquello conllevaba. Simplemente se dejó conducir manso en un juego de conquistes y miradas comprometedoras, de proposiciones aun no acabadas y un cumplido que le hizo sonrojar.

Mas como todo había comenzado, con esa vertiginosa rapidez, con la expectación de lo inadvertido, todo había finalizado de la misma manera, con la pelirroja cargada de una bolsa marrón, tomando nuevamente de su mano, algún comentario de satisfecha compulsiva y el irresistible arrebato de su presencia encantadora. Solo pudo dirigirle un último vistazo, con toda esperanza y devoción siendo correspondido por aquella expresión provocativa entonando sus labios.

Orlando deseó con actitud suplicante volver a verlo.

Y así fue.

El tímido y solitario Orlando solía presentarse entre las 18 horas, con pasitos calmados, con su carita confortada, transitando ese reconocido boulevard, sin un propósito determinado. Solo esperando deleitarse con su vista ignota, solo con el placentero mariposeo de saberse atendido, solo con aquellos minutos de público romance. Y pasadas las 18 y 30 minutos Orlando se retiraba, huía con su nuevo vicio arrastrándose en su sombra. Corría prometiéndose silenciosamente regresar al día siguiente, y el siguiente y el siguiente…

Y una de esas tardes, de paseo obsesivo, de secreta visita, Orlando supo que todo cambiaría. Caminó con aquella armonía que solía caracterizarlo, con ese brillo tan suyo, con ese garbo de estrella, con aquel galante paso que retiraba miradas ajenas con presurosa contemplación. Se presentó taciturno frente a aquel escaparate, atendiendo su dulce anhelo tras los maniquíes blancos. Mas no le vio, su oriental perdición no le sonreía desde el otro lado del vidrio, no le miraba con aquel mutuo fervor, no le agito su animada mano como acostumbraba a hacerlo.

Se mantuvo ahí muy quieto con adusta y fija mirada, con la utopía infantil de verlo relucir entre los colgadores metálicos de la mencionada tienda, e incluso se atrevió a caminar hasta su entrada, para fisgonear con temor por la puerta inglesa de barrotes negros. Y fueron unos trágicos minutos de golpearse con su situación ilusa, de espantarse con sus propias locuras histéricas, con sus tontos jueguitos de perseguir una cinderella de camisa y corbata. Y quiso romper en llanto, como nunca en su vida había deseado, quiso gritar y malhumorarse contra el mundo, y airado entre sus pensamientos fervientes, se giró con vista nublada para darse de lleno con un obstáculo palpable.

Se alejó asustadizo con una disculpa bailándole en los labios, que murió nonata cuando atravesó sus ojos aquel a quien había arrollado de su huida desesperada.

Y palideció con la ansiedad revolviéndole las entrañas, sintió un conocido mareo recorrerle con burla por todo su organismo y no pudo ni pestañear cuando aquel ser tuvo el descaro de consagrarle una brillante sonrisa.

-Hola- le dijo sin más, con la simpleza de un conocido. –Hoy es mi día libre, quieres beber un café conmigo?- y el infierno se congeló en centésimas cuando pronunció aquellas frases. Orlando viajó entre ímpetus e ilusiones renovadas, solo para caer nuevamente, a un lado de aquel ente de ojos rasgados y musitarle a penas un sí, con timidez impropia.

Caminaron entre baldosas de cemento, con pasitos muy cortos y el calor presagiando verano, aquel alto oriental le musitaba conversaciones perfectamente contestadas por un animado rubio, que sonreía con la naturalidad que alguna vez creyó perdida.

Se sentaron en la terraza de algún bar irlandés, con mesitas redondas y verdes, la pomposa decoración de un opulento local y una linda camarera que les trajo solícita, un par de tacitas de café negro y humeante.

Aquel ser de cabellos hirsutos relató sin mayores prisas un repertorio de su vida, con tan solo veintidós años, una carrera de diseñador de modas sin acabar, una familia de colonos japoneses de trabajadora clase media, un extenso verso con sus gustos personales, un arsenal de sonrisas sensualmente dirigidas y algún que otro comentario por las constantes visitas de la rubia persona que le acompañaba.

Su nombre era Hiromu, y Orlando no pudo olvidarlo más cuando se lo relató con aquella boca de placeres prometidos.

Esa vez, en el pequeño bar Irlandés, el rubio prefirió ahorrarse detalles de su intrincada vida, sin razones concretas, sin vergüenzas o tabúes. Mas el rememorar su estricta tradición golpeándole con yugo moralista, fue un condicionante para reservar recovecos de su historia. Solo se permitió soñar con un atardecer rosa y un café compartido en alguna mesita secreta.

Cuando Hiromu le despidió en la concurrida avenida, tocándole furtivamente la mano y enviándole una postrera mirada de galante expresión,  causando estragos en la respiración agitada de un inhibido Orlando, musitó con intenciones claras –Salgo del trabajo todos los días a las 10, espero que nos volvamos a ver- y sin prometerle más nada, largó con su cuidado caminar por el mar de personas que cruzó la transitada calzada.

Orlando calló en sonrisas prohibidas dirigiéndole ojos a su figura perdida, para ver si le divisaba una vez más. Y sintiéndose insatisfecho con su extraña y real adicción se retiró con acometidos nuevos para un próximo día, en su rutinaria escapada al boulevard de escaparates dorados, esta vez sería a las 10 de la noche y se permitió el honor de la sorpresa.

Dejó pasar unos cuantos días para acumular expectaciones y disfrutar más de un encuentro secreto, es por eso que ese viernes por la noche despachó tempranamente a su linda novia, le mintió con descaro impropio y fingió un fuerte e inhabilitante dolor de cabeza, dijo lo mismo a sus padres y se resguardó en el calor oscuro de su habitación. Al pasar unos minutos de ansiosa espera se arrastró sigiloso hasta la salida, seguro de no ser vigilado.

Corrió por las callecitas adoquinadas con una sonrisa de genuina alegría, respirando aire de liberación y un agradable síntoma a rebeldía que supo a gloria cuando se percató que por vez primera rompía leyes paternas.

Caminó las últimas cuadras con el propósito de tranquilizarse y maquinando en su cabeza algunas frases que diría a su oriental de camisa y corbata, se permitió también pensar en clandestinamente tomarle la mano, y si le daba paso a algo más dejaría correr deseos como nunca lo había hecho.

Estando al frente de la dorada puerta del local un poco de nervios comenzó a recorrerle, pudo notar como bajaban verjas y colocaban candados de seguridad, estaba seguro de que en unos minutos más aparecería esa figurita sonriente que le arrancaba más sonrisas de lo que el tenía permitido para con la gente.

Y sin equivocarse, al cabo de unos momentos, luciendo un cansado rostro, pero aún con su eterna mueca sonriente, se acercó brillando en pasos hasta aquel rubio que aguardaba su presencia.

Aquella vez orlando se sintió como la adolescente enamorada esperando al estudiante estrella aparecer con el garbo de conquiste disipando sentimientos, y solo pudo sentir abarcarle un temblor general, como un rayito de desesperante terror que le hizo anhelar llanto incesante cuando un intempestivo Hiromu abarcó con todo su cuerpo el suyo propio, cuando le alzó con la suavidad de una brisa con solo uno de sus brazos, cuando cruzó con algo de violencia su estrecha cintura, y tomó su nuca fuertemente para acercarla hasta la contraria. Y entonces aquella vez Orlando pudo comprender el significado de un beso. La pasión desbordando entre el fulgor de labios que desprendió gemidos entre la brusca caricia, y sintió una explosión de sensaciones bañando su boca cuando era acariciada con algo de ímpetu, y se sintió huir de su propia mente mientras el otro metía su lengua ente los dientes para adjudicarse con bruta pasión todos los placeres que provocaron sus atenciones.

Y solo por esa vez orlando relegó presiones morales y se dejó tirar por la mano segura de el de cabellos negros, que lo condujo en lo que parecieron segundos hasta una habitación exageradamente ornamentada, con una cama circular con sábanas de seda roja, con aromas a hierbas que no conocía y velas prendidas en la lumbre del perfecto entorno.

Y disfrutó de un arrebatante Hiromu rasgando sus ropas y su piel, de mordiscos que se llevaron gemidos, gritos y sangre, del desesperado deseo de imponer supremacía, dominado su espalda contra el mullido colchón, acariciando con sensual furor su pecho marcado por violentas lisonjas, de aquellos cabellos negros que se perdieron entre sus piernas cuando le dio sexo oral con el salvaje vaivén de labios en su miembro.

Y le supo a paraíso todo aquel ritual falto de insulsos sentimientos, solo con el desgarrador disfrute de instintos marcando compases entre embestidas a sus piernas abiertas, y dolor rasgando aquella parte de su anatomía, inexplorada, pero que le produjo un masoquista placer que lo llevó a rozar algo parecido a la locura, y se permitió éxtasis entre gritos varoniles que destrozaron aquel bucólico ambiente, y no quiso cerrar sus ojos para no perderse la mueca de gozo pintarse en las mejillas de Hiromu cuando a ambos los invadió un orgasmo de estrellante encanto, y sintió el semen del de cabellos negros caerle entre las piernas y con morbosa sonrisa se acarició su propio pene para sentir los últimos estremecimientos de placer.

Aquello había sido una elegía a su intachable estampa, con aquello habían muerto los últimos vestigios de un correcto y obediente orlando, y girándose para encontrarse con un pervertido beso otorgado por el oriental supo que finalmente había caído en algo que le hizo sentir vivo.

 

 

 

 

 

 

~*~

 

 

Continúa...

Notas finales:

Espero les haya gustado, volveré o más pornto posible con la continuación.

Los quiero lindos lectores.

Sayo~~


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