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Luz de luna por Sobreviviente_del_Clan_Uchiha

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Notas del fanfic:

Lean, disfruten, juzguen.

Notas del capitulo: Disfrutenlo y dejen reviews
De pequeño, mi madre siempre nos inculcó a mis hermanos y a mí, excelentes valores, buena religión y modales. En especial buena religión. Recuerdo que ella decía que había que ser bueno y generoso para así alcanzar el cielo y la gloria, que había que portarse bien y nunca fallar en uno solo de los diez mandamientos. También recuerdo que ella nos llevaba a misa todos los domingos; siempre bien bañados y peinados, no nos era permitido ir a la iglesia en pantalón de mezclilla y playera cualquiera y si era así, al menos la ropa tenía que estar lo mejor cuidada posible. Siempre dábamos gracias antes de tomar alimento alguno.

Mi hogar era un lugar de extrema pureza y fe a Dios, junto con todos los que vivían ahí excepto por alguien: yo.
A pesar de que siempre rezaba con fe, asistía a misa con devoción y respetaba los mandamientos al pie de la letra, había algo en mí que no estaba muy ferviente a Dios. Algo que no estaba muy de acuerdo con sus palabras, pero no le daba mucha importancia debido a que casi no era muy fuerte esa sensación.

Yo tenía en ese entonces, nueve años y por eso no le daba importancia a aquella sensación de querer explorar el mundo desconocido fuera de la religión y las buenas costumbres. Yo me atenía a mis buenos y cuidadosos padres. Me limitaba a jugar con mis hermanos y a disfrutar de mi niñez.

Mi familia no era muy rica, era más bien de “clase media” y no vivíamos mal; teníamos una bonita casa en la ciudad de México. La casa era de dos pisos y tenía cinco habitaciones; en cada una, una terraza y estaba pintada de azul con detalles blancos. Muchos decían que parecía una casa de muñecas gigante, debido a sus colores y composición. Cuatro de las habitaciones daban a la calle y una de ellas al patio trasero. Yo dormía en esa justamente. Mis dos hermanas, Jacqueline y Samantha, compartían habitación en uno de los cuartos que daban a la calle, el que estaba ubicado en la parte superior izquierda de la casa; mi hermano Santiago ocupaba el de debajo de mis hermanas y Jebdiel, el mayor, ocupaba el de al lado de Santiago. Mis padres, obviamente, dormían en el cuarto sobrante. Yo era el hermano de en medio, y casualmente, al que molestaban más.

En el patio de atrás, vivía nuestro perro, un labrador color chocolate de tres meses llamado Sam. Era mi favorito (a parte de mis padres, claro está) en la familia y, a pesar de que pertenecía a Samantha, me seguía más a mí.

Mi vida transcurría con tranquilidad, era un niño común y feliz, aunque, no tenía muchos amigos a parte de Sam. En la escuela, todos me tachaban de raro y demasiado bien portado, nadie quería hablarme. Lentamente, y a pesar de mi edad, me fui acostumbrando a explorar solo el mundo y así era feliz. Hasta que un día, llegó alguien que cambiaría mi vida radicalmente: Mauricio.

Ese día, era mi turno de sacar a pasear a Sam, así que, a regañadientes, le puse el collar y la correa. Odiaba hacer eso, ya que siempre el perro se revolcaba y retorcía evitando ponerle el collar y cuando por fin lo lograba, se escapaba y yo tenía que corretearlo por toda la casa para engancharle la correa. Pero cuando al fin estaba listo, venía lo peor: que Sam me sacara a pasear. Era increíble que semejante perrito de tres meses ya tuviera tanta fuerza.

En fin, ese día, estaba nublado y ya era la cuarta vez que Sam casi me tiraba. Yo me encontraba a punto de dar vuelta a una esquina y ya no podía más, el maldito perro ese me había traído corriendo como tres cuadras seguidas y el aire me faltaba. Al doblar la esquina, fue la gota que derramó el vaso: el perro vio algo, no alcancé a ver qué era y dio tal jalón que se me soltó la correa de la mano, me tropecé y caí de cara contra el suelo. Quien sabe a dónde rayos se fue el perro, pero no me molesté en levantar mi cara, quería quedarme ahí, tirado, sintiendo el tibio líquido de color rojo, salir de mi rostro. ¿El problema? Ni siquiera me salió sangre, no tuve esa satisfacción.

No escuchaba a mi perro corretear cerca, sólo se oía el ruido sordo de los autos en la avenida cercana y uno que otro paso de alguien. Eso me recordó que alguien debía de estar mirándome ahí tirado así que levanté la cara y volteé a todos lados. Con gran alivio descubrí que no había nadie viendo. Me levanté y me sacudí la tierra que se me había pegado a la ropa, pensando en cómo me regañaría mi madre al llegar a casa. En esas estaba cuando recordé que Sam se me había escapado. Pero alguien más ya me había ahorrado el trabajo de buscarlo. Al voltear al frente, vi, como un niño, posiblemente de mi edad, tenía la correa de mi can bien sujeta con la mano y se dirigía hacia donde yo estaba. A diferencia de mí, el llevaba al perro completamente tranquilo y a su lado derecho, caminando los dos al mismo paso.

Llegó a donde yo estaba y me extendió la mano con la correa de Sam.
-¿Es tuyo?- preguntó. Su voz era tranquila y dulce, a diferencia de la mía que era algo chillona y chistosa. Tal vez por eso, el perro estaba tan tranquilo con él.
-Sí, gracias.- le respondí tomando la correa que me ofrecía –Debes tener más cuidado, es un perro muy bonito y si se te pierde, puede que te lo roben. Y tú, no vayas a lastimarte. Vi como te jalaba y como te tiró. Te aconsejaría que lo entrenaras.- Me quedé mirándolo embobado, apenas me conocía y ya me estaba hablando de esa forma tan “ofensiva”.

Su aspecto daba a notar que era mayor que yo, era de piel clara y cabello negro. Sus ojos eran de color café muy oscuro (casi negro) y era ligeramente más alto que yo. Sobre todo, su voz; su voz era diferente a cualquiera de los que tuvieran mi edad, era más calmada y suave. Se podría decir que “tranquilizaba” oírlo.

A pesar de todo, mi pequeño enfurruñamiento por lo que me había dicho, aún no se pasaba. ¿Creía a caso que yo era un tonto?, ¿que no era capaz de cuidar a mi perro ni de mantenerlo bajo control? Lo seguí mirando y él me miró también, alzando una ceja.
-Ah, perdona, mi nombre es Mauricio. Eh… mmm… ¿te hice enojar o algo así? - Lo mire aún más irritado. A los nueve años, cualquier cosa es motivo de berrinche. –Hum… lo siento, creo. Bueno, me voy, ten más cuidado con ese perro, o un día de estos va a matarte. Nos vemos.- Se despidió apenas alzando la mano y dio media vuelta.

Vi con felicidad, alivio y vergüenza como se alejaba caminando con ese paso suyo tan impropio de alguien de nueve. Volteé a ver a Sam, quien miraba fijamente a “Mauricio” sin dejar de menear la cola.
-Perro tonto.- siseé y le di un jalón a la correa para que avanzara.

Llegué a casa a eso de la seis de la tarde, sintiéndome un tanto culpable por haberme enojado por algo tan simple como esa charla y por traer la ropa así de manchada. Qué diría mi madre…
-¡Sebastián!- gritó mi mamá desde el umbral de la cocina a punto de correr hacia mí.- Sebastián, ¡me tenías tan preocupada!, ¿dónde habías estado? Ya iba a salir a buscarte y, ¡mira nada más como vienes! ¿Qué te pasó?- Mi mente repasó lentamente las imágenes de mi caída, una y otra vez en cámara lenta.
-Me tiró el perro- dije, y volteé a ver furtivamente a Sam con ojos asesinos. …l se limitó a retirarse a la sala con Samantha. Para eso si era bueno, para correr con su dueña cuando le iba mal conmigo. Traidor.
-¿Te tiró? Pero hijo, ¡por favor! Es un perrito pequeño, ¿cómo te va a hacer eso?- Mi madre a favor del perro. Genial. –Bueno, no importa, ve a bañarte y estate listo antes de las siete-
-Antes de las siete, ¿por qué?– inquirí.
-Vamos a ir a ver a los nuevos vecinos, ¿no viste que se está mudando alguien a la casa de al lado?
Ni me había percatado.
-Ay hijo, puede haber un elefante en tu recámara y tu ni en cuenta. Anda, ve a bañarte, y apresúrate.

Subí corriendo las escaleras repentinamente emocionado. Ese asunto de las mudanzas, era algo por lo cual sentir curiosidad; el saber qué personas vivirían al lado era emocionante. Me pregunté entonces, si tendrían perro, si tendrían niños, si serían varias personas las que se mudaban, como serían… hasta pasaron por mi cabeza las extrañas y alocadas ideas de si no serían a caso seres de otro planeta que venían secretamente a invadir la Tierra o zombis con alguna extraña maldición y disfrazados de humanos… Detuve mis pensamientos antes de que me pusiera paranoico y comencé a prepararme para ir de visita con los nuevos extraterrestres.

Llegamos a la casa de los zombis y papá toco la puerta. Salió una mujer joven y de apariencia tranquila.
-Buenas tardes, ¿qué desean?- dijo sonriendo. Su voz era amable y serena.
-Buenas tardes. Somos sus nuevos vecinos y hemos venido a saludarlos y a traerles esto- mi madre extendió un enorme arreglo frutal en una canasta. –Muchas gracias ¡Es bellísimo! pero, ¿por qué se molestaron? Debió costarles una millonada.- La mujer tomó gustosa el obsequio y lo observó detenidamente. Mi aburrimiento se acrecentaba; las pláticas de adultos eran tan… no tenían mucho sentido a veces. Digo, si alguien te regala algo, ¿por qué fingir que no lo quieres aceptar?, ¿por qué decir: “no se hubiera molestado, como cree que voy a aceptarlo” si al fin y al cabo, acaban recibiendo el regalo más que felices?

Para distraerme, me asomé un poco al interior de la casa, a ver qué encontraba. Lo primero que vi, fue un pasillo un poco largo con las paredes pintadas de blanco y con cuadros de paisajes y animales salvajes; el piso era de color caoba pero no era de madera. Al final del pasillo, había una mesa muy grande y elegante de color café oscuro y con muchos detalles, flanqueada por varias sillas igualmente decoradas. Parecía una casa de ricos, sólo faltaba la servidumbre.

Me encontraba entonces con la boca abierta hasta que me percaté de que nos habían invitado a pasar cuando Jacqueline me dio un codazo.
-Vamos Sebastián, deja de estar bobeando- me dijo. Avancé rápidamente tras de mi madre y mientras pasaba por aquel pasillo adornado con cuadros escuchaba la conversación que mantenían mis padres con la señora.
-Sí, así es, tenemos cinco hijos, y el mayor tiene diecisiete. Y usted, dígame, ¿tiene hijos?- decía mi padre.
-Sí, tengo uno. Se llama Mauricio, tiene once años; es hijo único-
“Mauricio, qué casualidad”, pensé al recordar al niño con el que me había topado antes.
-¿Y su esposo?- preguntó mi madre asomando discretamente la cabeza al fondo del pasillo.
La mujer esbozó una sonrisa.-…l está de viaje, un viaje de negocios.
-¿De negocios?, que interesante. ¿En qué trabaja?- exclamó mi padre repentinamente curioso.
-Es dueño de una escuela de entrenamiento canino, y fue a una conferencia con unos compañeros de su trabajo. No es por presumir pero, su escuela es la mejor de la ciudad.
-¡Que maravilloso!- dijo mi madre emocionada con aquella historia- ¿y cuál es el nombre de su marido?
-Se llama Rodrigo.

Ya habíamos terminado de recorrer el pasillito y estábamos entrando a la sala de estar. Mi mente divagaba sobre cómo habían logrado tener una casa tan bien decorada en tan poco tiempo (más o menos medio día)
Y con muebles tan bonitos. Los sillones eran blancos con dibujitos enmarañados color verde olivo; al lado de cada sofá, se ubicaba un buró de madera oscura y encima de cada uno de ellos, una lámpara con diamantitos (de fantasía, creo yo) colgando de sus pantallas. Nos ofrecieron tomar asiento y descubrí con agrado que los sillones eran verdaderamente cómodos. En frente de aquella sala, había una escalera en forma curvilínea con un barandal de madera y escalones de mármol. También, al lado de una enorme ventana, había un reloj de péndulo gigante. Sus manecillas eran enormes y supuse que cuando sonara debía hacerlo ensordecedoramente. Ahí estaba yo, pensando en el increíblemente enorme reloj cuando oí un poco más de la conversación de los adultos.
-Nosotros tenemos un perro, se llama Sam- comentaba mi madre -es un labrador color chocolate y tiene tres meses de edad. Lo conseguimos en un criadero de mucho prestigio, y por lo mismo, nos costó un ojo de la cara. Es de nuestra hija, Samantha- mi hermana asintió levemente sintiéndose aludida- Pero casi siempre sigue más a Sebastián- mi madre y la dueña de la casa voltearon a verme y yo sonreí sonrojado. Odiaba ser el centro de atención.
-Que bien, su perro debe ser muy bonito- exclamó la mujer volteando hacia mi madre -Nosotros aún no tenemos pero planeamos regalarle uno a Mauricio, se ha portado muy bien últimamente y queremos recompensarlo.- Mauricio, ese nombre ya me estaba dando dudas; y me puse a pensar si sería el mismo que había conocido. No pensé que pudiera ser, era muy improbable.

Mi memoria se puso a recordar al niño ese y al momento en el que me daba la correa de mi perro. Pensé entonces en como llevaba a Sam, tan tranquilo y dócil al lado suyo y comencé a atar los cabos sueltos y a unir partes flotantes del rompecabezas; el padre de “Mauricio” era dueño de una escuela de adiestramiento canino así que… podía ser que ese “Mauricio” fuera el mismo que el de mis recuerdos. Sentí entonces un cosquilleo en el estómago. Era muy curioso para mí encontrar que se muda a la casa de al lado mío, alguien que ya había visto en la calle. Por alguna razón, a esa edad todo es magia, al menos para mí.

-Y dígame, ¿su hijo está en casa ahora?- alcancé a escuchar a Jebdiel
-No, él está en casa de uno de sus amigos, fue invitado a una fiesta.

Pasó un rato más de plática y llegó la hora de irnos. Mis padres se despidieron cordialmente de la mujer (que tiempo después me enteré que se llamaba Susana) y nos llevaron a casa para después decirnos que saldrían y que posiblemente llegarían tarde. Estando ya todos sentados mis hermanos y yo en la sala, no dijeron todas las instrucciones que debíamos seguir en su ausencia: que cenáramos, recogiéramos y laváramos los platos, nos laváramos bien los dientes, nos fuéramos a dormir temprano, no ver mucha televisión y que Jebdiel estaba a cargo.
Todos asentimos y mis padres se fueron cerrando con llave la puerta tras de sí. Me quedé un rato mirando la puerta pensando en todo y en nada a la vez cuando la voz de Jebdiel interrumpió mis cavilaciones.
-Bien niños, estoy a cargo así que… ¡son libres de hacer lo que quieran! Vayan y diviértanse, sólo asegúrense de no hacer mucho desastre y de recoger lo que rieguen.
Volteé a ver a mi hermano con cara de desconcertado y pensando cómo podía dejarnos ir libres así. Yo no lo podía concebir, de todas formas, mi mamá lo había dejado a cargo así que pensé que debía cuidar que hiciéramos lo que ellos nos habían pedido.
-¡Pero mi mamá nos dejó instrucciones!- grité y todos mis hermanos voltearon a verme
-Vamos Sebastián, no seas tan duro contigo mismo, no tiene nada de malo desobedecer de vez en cuando- me contestó Jebdiel con cara de despreocupado
-Jeb tiene razón, Sebastián. Hay que divertirnos aprovechando que nuestros padres no están, después de todo, no creo que nos vayamos al infierno por no obedecer una noche, ¿o sí, hermanito?- dijo Samantha riéndose y los demás la siguieron. Samantha era la mayor después de Jebdiel, tenía quince años.

Yo me sentí herido y confundido por su comentario. Nunca me había quedado solo con mis hermanos, las veces que ellos habían estado sin mis padres yo no estaba ahí, así que no sabía cómo eran estando solos y sin supervisión.
-Pero, Jeb, ¡no es bueno desobedecer!- dije, sintiendo como me ruborizaba debido a que todos me miraban. Todos volvieron a soltar una carcajada al unísono.
-Qué lindo es Sebastián, ¿no lo creen?- exclamó Jebdiel –Bueno, como sea, los que crean que no serán condenados por ser felices una noche, ¡hora de divertirse! Ah, y tú, Sebastián- dijo mi hermano volteando a verme repentinamente –tú mejor que nadie, sabes que no es bueno traicionar, ¿verdad? –Su mirada se clavó en la mía por unos segundos y luego la apartó –sabes a que me refiero, ¿no? Evita decírselo a mi mamá, ¿de acuerdo?
No pude contestarle y opté por alejarme de él corriendo escaleras arriba, a mi habitación.

Me quedé tirado en mi cama un rato, esperando inútilmente que mi hermano impusiera el orden. Yo estaba confundido. Mi mamá siempre nos había dicho que teníamos que respetar a Dios y sus mandamientos, que nunca debíamos desobedecer y ahora, ¿esto? Para mí, a esa edad, era muy contradictoria una situación así ya que toda mi vida la había vivido en un mundo de absoluto respeto por las leyes de Dios. Unas lágrimas empezaron a brotar de mis ojos y yo aplasté mi cara contra la almohada. Me sentía culpable de alguna manera y no quería permanecer así, era una mala sensación. Entonces pensé en delatar a mis hermanos cuando volviesen mis padres pero un sentimiento de contradicción se apoderó de mí al recordar las palabras de Jebdiel: “tú mejor que nadie, sabes que no es bueno traicionar, ¿verdad?” y eso me hizo retirar de mi mente la intención de acusarlos pero entonces, recordé como había actuado mi hermano esa noche y la idea volvió. Era doloroso y terrible ese asunto. El pensar que mis hermanos sólo aparentaban ser buenos pero cuando mi madre no estaba, cambiaban radicalmente. Que hipocresía. Quería que ya terminara este momento, que nunca hubiera pasado nada y que mis papás no nos hubieran dejado solos. Pasó un rato y comencé a adormilarme pero me despertaron unos golpecitos en la puerta.
-¿Sebastián?- era Jacqueline, con la que me llevaba mejor de mis hermanos -¿Estás despierto?- se oía con ganas de hablar, así que le dije que pasara. Ella entró y encendió la luz.
-Sebastián, ¿te encuentras bien?
La miré con los ojos entrecerrados por la repentina luz.
-Lo lamento, te deslumbré- se disculpó
-No te preocupes, que pasa. Que quieres.
-Hablar contigo, sobre lo de hace un rato. De veras te molestaste con Jeb, ¿verdad?- me miró con ojos suaves y tiernos
-No es eso, es solo que…- me callé. ¿Ella me entendería?, ¿comprendería lo que estaba sintiendo? -Jacq- proseguí – ¿tú has desobedecido alguna vez a mi mamá, O has hecho algo que no vaya con lo que nos han enseñado?

Ella me miró fijamente y luego desvió la mirada a la cobija que cubría mi cama, donde ambos estábamos sentados.
-Pues… no exactamente pero, Seb, yo, yo creo que exageras un poco. ¿No lo crees así?- Me sentí mal de nuevo pero esta vez, la sensación de malestar venía acompañada por una de curiosidad, muy débil, pero ahí estaba.
-No, yo no lo pienso así. Para mí es muy importante respetar las leyes de Dios, las reglas que ponen mis padres.
Jacqueline me observó una vez más –está bien. Me voy. Hasta mañana- Se levantó y con una sonrisa en la cara, dio media vuelta para irse.
-Adiós- alcancé a decir antes de que se fuera.

Esa noche, se despertó en mí una curiosidad extraña. ¿Qué se sentía no ir completamente con la religión?, ¿qué sentía Jebdiel con aquella actitud?, ¿desde cuándo eran así mis hermanos? Y lo más importante: ¿por qué yo era el único de ellos que respetaba todo completamente? No lo entendía, no me quedaba claro pero me daba miedo ahondar en eso, me daba miedo que si intentaba probar algo diferente a lo que había hecho hasta ahora, me gustara más ese otro mundo, me volviera malo y Dios me castigara.
Me levanté de la cama, me lavé los dientes y me acosté a dormir, pensando en mi nueva curiosidad; que ya antes tenía pero no era para nada muy tangible y que esta noche, había adquirido fuerza.
Notas finales: Que tal. Gracias por leer!!

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