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Colores por Candy002

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Hombres van, hombres vienen. Hay demasiado azul. Azul es un color feo, oscuro, el vacío del infinito universo con sus estrellas mudas y lunas estúpidas. El metal de tus muñecas sí es bello, es frío, el invierno es frío y mantiene las cosas cobijadas, a los capullos de mil flores, por ejemplo, hasta su primavera despertadora.

Se llevan a mamá. Su cabeza tambalea sobre el cuello roto y sus ojos están llenos de blanco, apenas una mota de color, y caminos de hormigas minúsculas salpicadas en rojo. Rojo es un color feo, no te gusta. Mancha la inmaculada sábana de tibio confort, el suelo, la pared, y no importa que ahí forme una estrella de mil puntas, sigue siendo feo sobre el amarillo papel.

Amarillo, como el sol, las margaritas, el polen, el aire libre junto a sus mariposas rotas, ennegrecidas, marchitas. Como el día. No te gusta el amarillo. Muchos azules te recogen y hay blanco saliendo del blanco de la sala, mil explosiones de blanco y de los periodistas salen morados hostiles, rosas empalagosas y falsos verdes. Un arcoiris ha vomitado sobre el universo y es asqueroso, como todo vómito. Deberías estar habituado a escuchar con los ojos pero jamás habías presenciado tal revoltijo de pinturas abstractas.

En el negro, el gris y marrón de una sala no hay calma. De los hombres salen naranjas, bronces opacos y te da miedo responder porque también hay rojo flotando en el aire. Un hombre ahí es pelirrojo. Rojo como sus labios después de besarte, de masacrarla, de romperla y penetrarte. Rojo como sus ojos encantadores, que amabas, que besaste, que aún ahora extrañas. No soportas el recuerdo. Te cubres los oídos, cierras los párpados y detrás de ellos te parece encontrar rojo vino, rojo sangre, y tienes que gritar para dejarte ciego. Funciona. Ellos creen que estás loco. Te catalogan de potencialmente violento.

Gris del frío, de la celda. No te agrada. Los barrotes negros son fríos, sí, es un invierno tranquilo, puro y blanco, donde él apareció en su negro envoltorio de seda y extendió ese caramelo de miel, no de amarillo, aunque no fueras niño, y dijo “¿juegas ajedrez conmigo?”. Poco importaba que se te olvidaran las reglas continuamente e hicieras que la torre imitara al caballo. Tú te sentías avergonzado al darte cuenta, querías largarte de ahí y no parecer más un idiota, pero él te retenía con una sonrisa divertida y regresaba las piezas a su lugar. De su fina boca salían suaves arcoiris que te calmaban. Un invierno en que te raspaste el codo con una rama tratando de alcanzar una flor atrapada. ¿Lo recuerdas? Esa fue la primera vez que él te tocó. El contacto de su lengua sobre la herida te hizo estremecer y desconcertar, pues no supiste identificar eso que sucedía en la boca de tu estómago. Creíste que ibas a vomitar o te desmayarías. Hasta trataste de zafarte para entender no su comportamiento, sino tu reacción. …l te cogió el rostro entre sus manos. Te asustaste ante el contacto pero él sólo quería besarte. Y sonreír. Y para qué negarlo, tú también.

No es más que hierro. El frío se ha ido. Vuelves al camastro y tratas de calmarte, volverte un blanco neutro, y quieres rojo, negro, y sólo una luna imbécil de leche te responde al llamado. Nunca te gustó la luna ni entendiste qué le ven de especial. Sólo es un enorme satélite, como él la denominó una vez. Aburrida, vacía, sin gracia ni rojo.

Pasan dos días, dos semanas. Los obligan a salir a los otros presos. A los presos que no se ponen a chillar apenas les abren la puerta y claman que van a derretirse. Crees que son dos siglos o que el tiempo se rompió. Dicen que no debiste matar a tu madre y les das la razón, no debiste, aunque en realidad nunca la tocaste y sólo fuiste espectador. Te piden que relates los hechos y finges tener un ataque de histeria para no tener que responder. Conocen tu condición así que cuando empiezas a golpearte la cabeza y gritar incoherencias, los guardias -azul malo, azul malo- pronto te llevan de ahí. Lo achacan todo a la culpa devoradora. También mencionaron algo sobre enviarte a un instituto psiquiátrico por tu propio bien, pero la verdad poca atención pones en interpretar el tinte de sus voces. Te sorprende que te importe tan poco ocultarles la verdad. A veces tratas de culparlo a él porque él sí la tocó y le rompió el cuello. Lo viste, sí. Incluso oíste el crack del hueso y tampoco te gustó.

Tu fracaso es inmediato. Mamá nunca quiso entender. Mamá no te dijo que él, ese hombre frío de ojos escarlatas, te había dejado regalos enviados desde muchas partes del mundo durante sus continuos viajes. Mamá nunca te dijo qué fue de tu padre. Mamá, que te golpeaba por no hacer tus tareas y sin razón, aún sabiendo que te costaba el doble que a otros niños gracias al tumor cerebral que padeciste usando pañales. Mamá, mirando todo con un azul infinito y hostil, un azul abrumador, implacable, convertida en un rojo absurdo, feo, de imitación barata, mientras el verdadero se va al aparecer el naranja sobre el horizonte. Mamá nunca quiso un hijo marica, además de retrasado.

Llega el día, se va. Llega la noche. Se presenta en oscuros ropajes y ninguno es de seda. Te balanceas sin poder dormir. Tu traje es naranja pero recuerdas que en la televisión siempre eran blancos y negros. Los dálmatas están cubiertos de manchas negras, piensas. Son blancos de pequeños y luego aparecen las manchas. Te gustan los dálmatas pues son juguetones y alegres mientras ayudan a los bomberos de las películas. Tú eras un dálmata cachorro, viviendo en el blanco de la inactividad. Después vino el rojo, los labios finos y, aunque no sabes si creciste en ese momento, lo sentiste como tus manchas, inherente a tu piel como tu mano. Esperabas alzar la vista y ver rojo brillante, lascivo, paciente. Quizá con más vida que tu mano. Pero ahora al hacerlo descubres gris, sólo gris. Se hizo dueño del silencio, de los sonidos, del mundo. Duermes temblando. No sabes si de angustia o de frío.

Esa noche se oyen sonidos de pelea en el pasillo. Cierras los ojos y te tapas las orejas pero de poco sirve, porque aún ves morados asquerosos, naranjas nauseabundos y rojos sin ojos. Clamas por un poco de calma y ves el amarillo acuoso que es tu voz, ya que en realidad apenas despegaste los labios. No eres el único haciendo ruido. Los demás presos quieren dormir. Finalmente se detiene el arcoiris siniestro y con él, por solidaridad, el tiempo. Unos gruñidos de protesta -"no merecemos este trato"-, de alivio. Simples reflejos de fantasmas multicolors representan para ti. Crees que lo que sea que haya sucedido acabó, aunque el susto todavía tiene tu piel de gallina. Los sonidos fuertes te aterran. Estás encogido contra la pared temiendo que uno de esos colores -un azul no, azul no- te golpee.

Casi estás dormido otra vez cuando oyes y ves pasos (verde pasto, verde de semáforo) acercándose. El llavero tintinea mientras la llave se busca, es encontrada y por fin gira en la cerradura. Es tu cerradura y te echas aun más para atrás, ciego, sordo, mudo. Te proteges la cabeza con los brazos. Parecen suceder décadas con sus segundos pesando como montañas hasta que una mano tranquila te revuelve los cabellos y sintiéndola no quieres abrir los ojos, no. Si no ves rojo, uno brillante, verdadero, un elefante te caerá desde el cielo y te arrastrará hasta el fondo de tu dolor transparente. El gris se habrá apropiado de ti.

Pero la caricia es insistente, y ante tu negativa, él te recoge en sus brazos. En un segundo ya no tienes nada bajo tus pies. Tu espalda ya no está en contacto con la pared. No te da la impresión de que caminan, sino que vuelan. No tienes idea de cómo -eres demasiado tonto para imaginarlo, ya lo sabes-, por cuáles caminos de ese laberinto que es tu cárcel, te hallas pisando tierra y la brisa, recuerdo de que el verano tiene sus blancos pacíficos, te abofetea con ternura. Parece decirte “despierta, despierta” y el miedo aún atenaza tu garganta pero te obligas a hacerlo, porque mejor que caiga el elefante ahora y no mañana, o al menos algo así decía mamá. Al abrirte al mundo todo es azul al inicio, un horrible azul. La luna se vistió de nubes azules. No le puedes sostener la mirada al cielo ni al paisaje. El campo donde están se halla bañado de lúgubres tonos que no causan tus simpatías.

De pronto una mano te toca. Tiemblas, no sabes bien de qué -nunca lo supiste, seamos honestos-, porque reconoces el tacto frío. No te hace falta verlo. Lo abrazas y entierras la cabeza en el negro de su pecho como para cerciorarte de que no se convertirá en polvo. Te gusta, te gusta demasiado que no lo haga. Sigues siendo un tonto pero sabes que adoras cuando te devuelve el abrazo.
Notas finales: ¿Opiniones?

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