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Ringarë por midhiel

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Ringarë

Capítulo Primero: Presentaciones.


La nieve caía copiosamente sobre los jardines blancos de Imladris en aquella tarde fría del mes de Ringarë. Desde la ventana, un Estel de ocho años, sentado sobre un cojín, la observaba caer, mientras sus ojazos grises luchaban contra las lágrimas. A pocos metros del niño, se alzaba un gigantesco árbol adornado con cintas blancas y velas, listas para ser encendidas por los elfos cuando el reloj marcara las doce. Era la víspera de Yuletide, y a pesar de ser una festividad importante, Estel estaba muy lejos de alegrarse.

¿El motivo? Su madre se aprestaba a partir hacia su tierra y no regresar más a Imladris. Había decidido no llevar a su único hijo consigo y dejarlo allí para que completase su educación bajo la tutela de Lord Elrond de Imladris. Pero además, Estel intuía que había algo más, un secreto que nadie quería, o se atrevía a revelarle.

A escasas puertas de allí, en el despacho de Elrond, él y Gilraen estaban reunidos.

-Necesito tener la seguridad de que mi hijo estará bien protegido – demandó la mujer, sin alzar la voz pero en un tono autoritario que molestó al Señor de Imladris. Elrond notó la arrogancia de los hombres, si así podía llamarse, en la mirada azul profunda de la hermosa dama.

-Vuestro hijo y su identidad se conservarán seguros – respondió Elrond -. ¿Por qué dudáis?

-Sabéis quién lo busca – replicó Gilraen y hubo un temblor en su voz.

-Lo sé, señora. Estel permanecerá aquí y os aseguro que no cruzará mis fronteras hasta que tenga edad suficiente para conocer su linaje.

La mujer suspiró. El linaje de su hijo. Ser el Heredero de Isildur, algo que se había convertido más en una maldición que en un privilegio para su familia. Cuando se casara con Arathorn, diez años atrás, ella en su inocente juventud, estuvo lejos de imaginar que traería al mundo a un hijo con semejante carga. En aquel momento, el título le había parecido un honor, ahora le parecía una condena que un niño de escasos ocho años no merecía.

-Entonces, no queda más nada por agregar, Lord Elrond – murmuró, bajando la oscura cabeza -. Mi hijo queda en vuestras manos. Convertidlo en un digno portador de su linaje.

Elrond asintió solemne. Ya había educado a varios herederos de Isildur, pero nunca antes a alguien tan joven.

-Vuestro hijo queda seguro en mis manos. Id en paz, Gilraen, hija de Dírhael.

La hermosa dama se despidió con una reverencia, se calzó la negra capucha sobre la cabeza y abandonó el despacho, escondiendo la melancolía bajo su fachada arrogante.


……………


Los caballos blancos y la carroza plateada se perdieron en la distancia, camuflados por la nieve. Estel los siguió con la mirada, luchando encarnecidamente por no sucumbir al llanto. Cuando el carruaje desapareció de su vista, sintió una mano sobre su hombro.

-Hoy es la víspera de Yuletide, Estel – dijo Elrond -. Una celebración importante para nuestra gente…

-Yo no soy un elfo, Lord Elrond – hipó el niño -. Soy un édain. ¡Un édain abandonado que no pertenezco aquí!

-Eso no es verdad – refutó el señor elfo con suavidad -. Vives en esta casa y eres un miembro de nuestra familia.

Estel alzó la mirada hacia él.

-Esta noche tendrá lugar el baile y a medianoche se encenderá el árbol – continuó explicando Elrond, satisfecho de haber captado su atención -. ¿Quisieras hacer los honores de encender una de de las velas?

El niño asintió, reconociendo el inmenso honor que le estaba ofreciendo. Durante las festividades que había vivido allí, no se le había permitido a él o a su madre encender una. Gilraen le había explicado que aquello se debía a que ellos no pertenecían a la raza de los elfos. Pero si ahora Elrond lo invitaba a hacerlo, quería decir que a pesar de ser édain, lo estaba considerando uno más entre los elfos.

-A propósito, Estel – recordó Elrond, sonriendo -. Esta mañana llegaron invitados de Mirkwood. El mismísimo Rey Thranduil, para ser más exactos, acompañado del menor de sus dos hijos. ¿Te lo han presentado?

-No, señor – respondió Estel y se acordó que al momento de llegar el monarca, él había estado despidiendo a su madre. El recuerdo lo amargó.

-Ya veo. En ese caso podrías ser presentado durante la fiesta. El hijo de Thranduil es un año menor que tú. Quizás seas una buena compañía para el príncipe.

Estel no quería ser compañía de ningún príncipe y menos en aquel momento tan doloroso. Pero una de las recomendaciones de su madre había sido obedecer al Señor de Imladris en todo lo que le ordenase.

-Así lo haré, Lord Elrond.

-Bien – concluyó el elfo, complacido -. Volvamos a la residencia. Hay que arreglarse para la fiesta.


………..


Estel no era el único que cargaba una pena en la residencia. Thranduil, el Rey del Bosque Verde, ahora conocido como Mirkwood desde que la sombra de Sauron lo invadiese, también estaba embargado por el dolor. Apenas seis meses atrás, había perdido a Ilmen, su Príncipe Consorte, el Adar de sus dos hijos y el amor de su vida. Lo había asesinado una horda de orcos cuando cabalgaba por el bosque. Afortunadamente una patrulla había rescatado su cuerpo antes de que los wargos de las bestias lo devorasen y así Thranduil y sus dos hijos habían podido darle una digna sepultura.

El rey sentía que no podría recuperarse jamás de esta pérdida. Ilmen había sido la luz de sus ojos desde el momento de conocerlo dos milenios atrás. Le había dado dos hijos varones: Lachenn, su primogénito y heredero, un adolescente responsable y serio que ahora había quedado en Mirkwood para seguir sus estudios, y Legolas, un hermoso elfito con la edad equivalente a siete años de los édain. Como Thranduil y su fallecido consorte, los dos príncipes tenían el cabello dorado y gigantescos ojos azules. Y aunque Lachenn era considerado un elfo apuesto, se afirmaba que la belleza de su hermanito superaba incluso a la legendaria de Luthien.

Thranduil recargó su cansado cuerpo en la barandilla del balcón para observar los jardines. A los lejos, la cascada estaba en silencio, congelada, pero a pesar del frío podía oírse el trinar de los pájaros.

El rey suspiró. Su Ilmen había adorado el trinar de las aves.

-¡Ada! – sonó una vocecita alegre a sus espaldas -. Mira mi traje para esta noche, Ada.

El elfo volteó. Su hijito giró en redondo para enseñarle la elegante túnica verde y gris (los colores de la Casa Real del Bosque Verde), y su peinado con trenzas.

-Te ves espléndido, tithen nín – susurró el rey y la sonrisa en sus labios fue genuina.

Legolas corrió a sus brazos. Su Adar lo cargó y besó la nívea frente.

-¡Soy un auténtico príncipe, dijo Restor!

-Claro que lo eres, ion nin – murmuró Thranduil -. Claro que lo eres.

-Restor también dijo que no puedo correr y que no puedo trepar árboles hasta la fiesta, Ada – confesó con un puchero -. ¡Aburrido!

-Restor, quiero decir, Erestor tiene razón – respondió el rey. Legolas intensificó su puchero, haciendo ver su carita aún más adorable -. No te pongas así. No hace falta trepar ni correr para divertirse. ¿Trajiste tus soldados de madera?

-Sí.

-¿Por qué no los llevas a la biblioteca y juegas en el suelo un rato? Siéntate sobre los cojines y no ensuciarás tu traje.

Legolas frunció el ceño, reflexionando, mientras su Adar lo bajaba.

-Sí, Ada. Tienes razón. ¿Podrías venir a jugar también?

Thranduil sonrió con indulgencia.

-Claro, ion. Dame la mano.

Legolas se la tendió. Pero apenas cruzaron la puerta de los aposentos, llegaron dos ministros del rey con documentos urgentes.

Con resignación, Thranduil tuvo que excusarse con su hijo y así el príncipe enfiló solo a su recámara para buscar sus soldados y visitar la biblioteca.


……..


Con mucho esfuerzo, Estel contuvo un sollozo cuando abrió la puerta de la biblioteca. El lugar estaba lleno de recuerdos para él. Allí su madre le había leído cuentos y lo había acompañado durante las lecciones que le impartía Lord Erestor.

Pero tenía que ser fuerte, se repitió mentalmente.

-Gil-Galad, el gran señor de Lindon – oyó la voz de un niño -, alzó su famosa lanza y…

Estel se acercó intrigado y encontró entre los altos estantes de los libros a un elfito rubio, jugando concentradísimo con varios soldaditos en el piso. Tenía el cabello dorado, adorando con largas trenzas, la piel blanca como la nieve y los ojos azules como un par de zafiros. Eran iguales a los de su madre, asoció Estel, y su belleza… ¡Bendita Elbereth, que no se había topado antes con alguien tan hermoso!

-Gil-Galad, Cirdan y Elrond, aquí – Legolas ubicó tres soldados a un costado -. Elendil y su hijo Isildur, aquí – ubicó otros dos hacia el otro costado -. Los elfos y los hombres listos para liberar a Arda de la sombra maligna de Sauron…

-¿Qué haces? – preguntó Estel, ya sin soportar la intriga.

Legolas alzó la cabeza con un respingo. Debía haber estado muy concentrado para no percibir los pasos de un édain. ¿Un édain? ¿Un édain de pie en la biblioteca de Lord Elrond?

Estel llegó hasta él y se sentó con las piernas cruzadas. Tanta familiaridad asustó el principito que no estaba acostumbrado a tratar con édains y menos con un édain niño.

-Eh, no te levantes – pidió Estel -. Perdón, no me presenté, soy Estel.

-¿Estel? – Legolas frunció adorablemente el ceño y no se levantó -. ¿Tienes un nombre en sindarin?

-Sí.

-¿Quién te lo puso?

-Mi tutor, Lord Elrond. Soy Estel de Imladris – le tendió el brazo.

Legolas miró la mano con suspicacia y finalmente la estrechó.

-Yo soy Legolas de Mirkwood. Bueno, del Bosque Verde – se corrigió veloz -. Mi Ada no quiere que llamemos Mirkwood porque dice que nos hace quedar mal. Si Imladris es invadida por la sombra de Mordor, no se la llamará Imladris, la Oscura, y si Lothlórien es atacada por orcos, no se lo llamará Tierra de Orcos. Mi Adar dice que fue la Dama Galadriel la que llamó a nuestra tierra Mirkwood porque es una envidiosa de que nuestro reino sea tan bonito y que si no tuviera ese Anillo de Poder, él le habría dicho unas cuantas cosas, pero mi Ada, que ya no está, no se lo hubiese permitido porque sería de mala educación, pero mi Ada Thranduil hace lo que quiere, aunque a mi Ada Ilmen sí lo obedecía, porque mi Ada Ilmen sabía cómo decir las cosas y – arrugó la carita con un puchero -. Mi Ada Ilmen ya no está – confesó y dos lágrimas mojaron su carita.

A Estel se le encogió el corazón. …l también extrañaba a su madre.

-¿A qué juegas Legolas? – interrogó rápidamente para cambiar de tema.

-A la batalla de la Última Alianza.

-Ah. ¿…se de ahí quién es? – señaló al soldadito con la espada más grande.

-Es mi abuelo Oropher, el que cortó la mano de Sauron – respondió el elfito, convencidísimo de sus conocimientos en Historia.

Estel se frotó el mentón. Oropher era el antiguo Rey de Mirkwood, ah perdón, del Bosque Verde, pero no había sido él quien cortara la mano del maligno. ¿Acaso Isildur no lo había hecho con Narsil, la espada de los Reyes de Gondor?

-Me parece, Legolas, que quien cortó su mano fue Isildur.

-¿Un édain? – preguntó el elfito asombrado -. No, Estel. Fue mi abuelo. Porque Ada dice que nuestro reino es muy importante y que mi abuelo fue un gran rey. Yo no lo conocí pero me hablaron de él. Mi Ada Ilmen me hablaba mucho de él y sabía muchas cosas. Mi hermano también sabe mucho y yo estoy aprendiendo. Cuando sea grande quiero ser como mis dos adas. El otro día comentaron que me parezco a ellos y yo me sentí orgulloso, muy orgulloso. Mi Ada se parece a mi abuelo Oropher. Eso quiere decir que yo también me parezco a mi abuelo.

Estel razonó que si ese elfito no pareciera tan encantador, ya lo hubiera enloquecido. ¿Cómo podía hablar tanto sin parar? Aunque tenía que reconocer que sus largos monólogos empezaban a simpatizarle.

-Oye, Legolas – intentó variarle el tema otra vez -. ¿Por qué estás vestido así? ¿Es por la fiesta?

-¡Claro!

-Te ves muy bonito – y sin entender por qué, apenas lo confesó, Estel se sonrojó de pies a cabeza.

La carita de Legolas se volvió una amapola.

-Muchas gracias, Estel – susurró.

-¿Y qué haces en Imladris? ¿Te mudaste aquí? – e internamente le encantó la idea.

-No, vine con mi Adar a pasar Yuletide. ¿Y tú?

-Yo sí vivo aquí. Mi madre me trajo con ella cuando tenía dos años. Hoy se fue…

El pequeño édain bajó la cabeza, compungido.

-Oh – suspiró Legolas y le tomó la mano -. No te pongas así, Estel – no soportaba ver a las personas tristes -. ¿Por qué no juegas conmigo? Podrías sostener al Rey Oropher, si así lo quieres.

Estel se estremeció con el toque repentino de su nuevo amigo.

-Gracias, Legolas – murmuró.

Y el pequeño elfo y el pequeño édain se unieron para representar la batalla final de la Última Alianza.

-¿Seguro que fue Oropher quien le cortó la mano? – cuestionó Estel. La idea no le cerraba en absoluto.

Legolas asintió convencidísimo.

-Si tú lo dices…

-Oh, alguien viene – anunció el elfito, alzando la cabeza.

-Príncipe Legolas – se presentó el solemne Erestor -. ¿Qué hacéis en el suelo con vuestras ropas de gala?

-Oh, olvidé los almohadones – se horrorizó Legolas, cubriéndose la boquita con la mano. Saltó como resorte y corrió a recoger dos de un sillón -. Aquí tienes, Estel – le pasó uno a su amigo.

-Me temo que ya no serán necesarios, Su Alteza – indicó Erestor -. Vuestro Adar solicita vuestra presencia. Vendréis conmigo.

-Está bien – suspiró Legolas -. Namarië, Estel de Imladris. ¿Vendrás a la fiesta esta noche?

-Claro, Legolas – sonrió el niño -. ¿Quieres que te ayude a guardar tus soldados?

-No, gracias. Pensaba dejarlos aquí para que puedas seguir jugando.

-Gracias – murmuró.

-Vamos, Su Alteza – apremió Erestor. Legolas le tendió su mano y salieron de la biblioteca.

Apenas cerraron la puerta, recién Estel pudo procesar lo que había visto y oído.

-¿Príncipe Legolas? ¿Es un príncipe? – vaya que le había parecido una criatura demasiado bella.

-¡Estel! – volvió a entrar el elfito entre brincos -. ¡Olvidé recordártelo! Oropher cortó la mano y consiguió el Anillo. No lo olvides.

-Príncipe Legolas – llamó Erestor desde el umbral con poca paciencia.

El principito salió una vez más.

Estel lo observó marcharse y sintió un ligero calor en el corazón. Algo que nunca antes había sentido.



TBC


Quise comenzar este pequeño fic como regalo de Navidad. ¡¡¡Felices Fiestas para todos!!!

Besitos

Midhiel










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