Gracias.
La tarde caía, y se podían ver las montañas alzarse imponentes frente a él. La cálida brisa de verano agitaba sus mechones cafés, mientras que, con los ojos cerrados, podía escuchar el jaleo de la Aldea. Por primera vez en mucho tiempo lograba deshacerse de toda la muchedumbre y tener un poco de paz. Rascó de forma inconsciente la cicatriz que cruzaba su joven rostro, y se acomodó sobre la rama en la que estaba sentado. Suspiró con pesadumbre, pronto tendría que volver a su hogar para preparar las cosas del colegio.
Se paró y se dispuso a dejar su placentero lugar, dando una última y nostálgica mirada al horizonte. Podía oler las cenas de las diversas familias y los gritos de las madres llamando a sus hijos. Sonrió de manera triste al recordar a sus padres vagamente.
—Que dirían ellos... Al verme...
Llevó las manos a su rostro por acto reflejo cuando sintió que una cálida humedad brotaba de sus ojos. Odiaba llorar. E iba a golpear el tronco del árbol con frustración cuando notó la presencia de alguien a su lado. Giró bruscamente, y por un momento perdió el equilibrio; sus pies temblaron. Caería, estaba seguro. Ya podía sentir el suelo.
Pero...
Al abrir los ojos vio como una mano se aferraba a su remera y lo llevaba de vuelta a la seguridad de la rama. Parpadeó un par de veces, reconociendo a su "salvador". Sus mejillas se tiñeron de rojo.
—Ellos dirían que están muy orgulloso de ti, Iruka.
La mano subió por su remera hasta llegar a su mejilla. Y en un segundo, sus labios estaban pegados a los de Asuma. Umino no entendía a que venía esa acción, y no podía hacer nada ya que su cuerpo se encontraba paralizado. Dedos con una suave fragancia a tabaco limpiaron rastros de lágrimas. Se sentía bien. Ambos sonrieron.
—Estoy seguro de que lo estarían.
El abrazo se intensificó e Iruka le dio las gracias correspondiendo a sus muestras de afecto.
Fin.