Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

El príncipe del castillo de hielo por Eliseo

[Reviews - 6]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Había una vez un rey, en un país muy lejano, que en todos los largos años de su reinado había sido padre. En un principio había deseado tener un hijo varón que le sucediera en el trono; luego, había deseado descendencia, sin más.

-No debes empeñarte en tener un varón –le había dicho algunas veces la reina-, no sea que los dioses pretendan que nuestra primera descendencia sea una princesa, y en nuestro empeño en un pequeño príncipe les ofendamos, y nos castiguen sin hijo ni hija alguno hasta que no aceptemos nuestro destino.

Así pues, el rey había dejado de manifestar públicamente su deseo de tener un sucesor a su trono, no fuera que los dioses le castigaran sin descendencia hasta que no aceptara que tener una hija como primogénita también era aceptable. Sin embargo, en su fuero más interno nunca dejó de desear aquel hijo, y ahora, en el ocaso de sus días no podía evitar pensar que, al fin, había sido castigado.

-No debes culparte –le insistía su esposa, la reina-. Seguro que es deseo de los dioses el que no tengamos hijos.

Pero el rey no podía dejar de hacerlo, pues sabía que nunca había dejado de desear un hijo, cuando al parecer los dioses se empeñaban en mandarle una hija, pero sólo a condición de que realmente la deseara. Y nunca la deseó. No al menos antes que un varón.

Lo que el rey no sabía era que su hechicero real deseaba su trono, y que con sus artes mágicas había puesto un hechizo en su lecho nupcial el día de su boda, un hechizo que impedía que la reina concibiera.

Pero el rey no sabía una palabra sobre aquello y seguía confiando en su hechicero.

Un día, cuando ya sentía el peso de los años sobre sus hombros, se decidió a pedirle consejo.

-No debéis luchar contra la voluntad de los dioses –le dijo el malvado hechicero, que algunas veces había oído aquella explicación de boca de la reina-. Si se niegan a daros descendencia, no deberíais importunarlos, no sea que se enfaden y nos traigan desgracias peores para todo el reino.

Aquel día el rey se marchó entristecido. Pero no tardó en volver a insistirle. Quería descendencia, y al fin había decidido que no le importaba si era príncipe o princesa, mientras pudiera sentar en el trono a carne de su carne. Y tanto le insistió que el hechicero no tuvo más remedio que prometer que realizaría un hechizo que haría que la reina quedara encinta. El rey, enormemente contento, fue corriendo a su esposa con la noticia de que pronto concebiría. Mandó llamar al hechicero, y le hizo realizar el conjuro. El hechicero no pudo negarse.

Pero sí que podía hacer algo, y deslizó alguna palabra de más entre todas las ininteligibles que debía pronunciar, para que así el bebé no naciera, o que no naciera sano, o que su destino fuera breve y cruel. Y la reina quedó encinta.

Pasaron los meses, y llegó el momento en que la reina debía dar a luz al primogénito.

Pero pocas noches antes del alumbramiento, la reina tuvo un terrible sueño, en el que se le reveló lo que el hechicero había hecho. Tan pronto como despertó informó al rey de lo ocurrido. Este montó en cólera, y quiso ejecutar al hechicero.

-Pero esposo mío –le dijo la reina-, piensa que aunque haya pretendido hacernos mal, al fin y al cabo si estoy encinta es gracias a él.

Y el rey lo pensó, y decidió no ejecutarle en agradecimiento por su labor, ya que al fin y al cabo, gracias a él tendría su heredero. Pero no podía perdonar su traición, y su castigo fue el destierro a las heladas tierras del norte, a muchas semanas de viaje. Mandó que trajeran a su presencia al hechicero. Le dijo que sabía de su perfidia, y ante la vista de toda la corte pronunció su condena.

-Maldito seas –dijo entonces el hechicero-, tú que me arrebatas mi destino. Pues éste es el gobernar como rey sobre tus dominios cuando mueras. En este momento maldigo tu descendencia y toda tu estirpe, te auguro breves años restantes de reinado, y todo tu pueblo contemplará mi vuelta victorioso de los hielos para ocupar tu trono antes de que llegue a enfriarse.

Todos temblaron ante estas palabras, y en su seno la reina sintió como el bebé daba un vuelco. Rápidamente, el rey ordenó encadenar al hechicero y reclutó a sus mejores soldados y generales para que lo custodiaran y lo llevaran a su destino. Y así se hizo.

Pero todos pensaban en la tenebrosa maldición. El rey mandó buscar por todo el reino a los mejores magos que pudieran habitar sus tierras, e incluso las de los reinos vecinos, para que usaran sus magias en anular aquel aciago destino. Al cabo de pocas días se presentaron ante el rey y su esposa tres magos que habían acudido en su ayuda. Tras comprobar la fuerza de la maldición del hechicero, anunciaron al rey que no podrían deshacer por completo el mal, pero sí que pondrían su empeño en suavizar el destino que les esperaba.

Cada uno de los magos portaba consigo una pequeña botellita de cristal, cada una llena de niebla de un color distinto. Aquellos eran grandes dones que les pertenecían y que podían otorgar a otras personas. El primero de los magos se adelantó hacia el rey, alzó su pequeña botella y anunció el don que le otorgaba a él.

-Mi rey, con esta pequeña botella os otorgo el don que más podréis apreciar, y será el que veáis nacer a vuestro hijo. Le veréis crecer fuerte y sano, y heredará de vos vuestra fuerza y vuestra nobleza. Pero me temo, mi rey, que el maleficio que pesa sobre vos es demasiado fuerte, y no llegaréis a verle sentado en vuestro trono.

El rey quedó conmocionado por tales palabras. Entonces el primer mago lanzó la botellita a los pies del rey, donde estalló en mil pedazos y dejó escapar su hilo de niebla de color azul, que inmediatamente ascendió hasta el rostro del rey y fue aspirado por él.

Entonces se adelantó el segundo mago, alzó sobre su cabeza su frasquito de cristal lleno de niebla rosa, y se dirigió a la reina.

-Mi reina y señora, he aquí el don que os puedo regalar –le dijo-. Veréis nacer a vuestro hijo, y le podréis amamantar. Le colmaréis de amor y heredará de vos vuestra gracia y vuestra belleza. Pero me temo, mi reina, que el maleficio que pesa sobre vos es demasiado fuerte. Así, no podréis verlo convertido en hombre pues la maldición ya ha anidado en vuestras entrañas y os apartará de su lado a temprana edad.

La reina quedó conmocionada por las palabras del segundo mago. Entonces este arrojó su botellita a los pies de la reina, donde estalló en mil pedazos. El hilillo de niebla que salió al romperse ascendió hasta el rostro de la reina y fue aspirado por ella.

-¿Y vos? –preguntó el rey al tercer mago- ¿Cuál será vuestro don, y para cuál de los dos?

-Mi rey –dijo el tercer mago-, mi don es muy especial, y quisiera reservarlo para vuestro hijo. Cuando nazca se lo entregaré a él.

Y así fue. Pocos días después la reina dio a luz a su hijo, al que puso de nombre Fedrós, pues les trajo la alegría. El rey no cabía en sí de puro contento, pues al fin se había cumplido su deseo, aunque también estaba temeroso por la maldición de su antiguo hechicero real. Con lo que mandó llamar al tercer mago, para que unas semanas después del nacimiento volviera a palacio a entregar su don al pequeño príncipe. Y el tercer mago volvió al palacio, se adelantó hasta la cuna del recién nacido y alzó su pequeño frasco humeante de violeta en su interior, y dijo:

-Mi príncipe, el hechizo que pesa sobre vos es muy fuerte, pues fue lanzado antes incluso de vuestra concepción, pero está en mi mano mitigar sus efectos. Y os ofrezco este don: la muerte prematura que os ha sido impuesta no será tal, sino que será solo aparente. Un día despertaréis de ese sueño de muerte, pero será solo a través de una magia aún más poderosa que la del malvado hechicero, la magia del Amor Verdadero. Y en este momento yo digo que ya ha nacido quien irá a rescataros de los brazos de la Muerte. Con su Amor Verdadero os liberará, y vos podréis rescatar a vuestro país de las impías manos del hechicero, pues sólo por vuestra mano habrá de morir, y así terminarán sus viles conjuros. Y viviréis felices muchos años, y seréis un buen rey para vuestro pueblo, y seréis recordado durante muchas generaciones.

Dicho esto, estrelló su pequeña redoma a los pies de la cuna, el hilillo de niebla violeta ascendió hasta el príncipe, y él lo inhaló.

Poco tiempo después, cuando aún la reina seguía amamantando a su hijo, se cumplió la primera parte de la maldición y la reina murió. El rey quedó muy preocupado y temió lo peor. Se dedicó entonces a criar al pequeño príncipe y a enseñarle todo lo necesario para un futuro, le instruyó en ciencias, artes y en la guerra. Y así pasaron los años, y el príncipe creció fuerte y sano. Pero la maldición seguía su curso cruel.

Fedrós cumplió los veintiún años. Se había convertido en un joven hermoso y sabio, de mano fuerte y diestra con la espada y el arco. Y llegó la hora en la que debía casarse. Con lo que el rey anunció una gran fiesta por el cumpleaños del príncipe, y anunció en todo el reino, y aún en los reinos vecinos que en la gran fiesta Fedrós elegiría a quien compartiría el trono con él.

Muchos invitados acudieron, pero el joven príncipe no encontró a nadie entre los presentes que le mereciera consideración alguna. El momento de elegir se acercaba, y Fedrós temía ese momento. Pero justo al dar la media noche una gran estruendo inundó el gran salón de baile, y allí apareció el malvado hechicero.

-Veo que habéis conseguido contrarrestar los efectos de mi maldición. Pero aún así, no os saldréis con la vuestra. Mi venganza se cumplirá –dijo, y antes de que nadie pudiera hacer nada, lanzó una pócima a los pies del príncipe, que cayó desvanecido en su sillón.

Luego, una bruma le envolvió y el príncipe desapareció.

-¿Qué habéis hecho con mi hijo? –preguntó aterrado el anciano rey.

-Le he enviado al mismo destierro al que me mandasteis a mí. Allí permanecerá dormido en una tumba de hielo hasta el fin de los días.

Entonces lanzó un rayo con su bastón y alcanzó al rey, que murió en el acto. Y así empezó su reinado de terror en aquel país.

Muchos fueron desterrados, otros huyeron, pero la mayoría fueron obligados a trabajar para el hechicero. Y los que se negaban sufrían una muerte cruel.

Pasó el tiempo, y algunos súbditos del anciano rey muerto, recordando la profecía del tercer mago, decidieron buscar a su príncipe. Para ello pidieron ayuda a un reino vecino. Allí, su rey les ofreció un ejército. Pero el príncipe de aquel reino, llamado Berenikas pues su mano traía la victoria, conmovido por el triste relato se ofreció a ayudarles en su búsqueda.

Muchos semanas viajaron hacia el lejano norte, y el bosque de su amado reino se acabó para convertirse en helados páramos. Por el camino preguntaron a muchas gentes por el lugar del destierro del malvado hechicero, y aunque todos se aterraban sólo de oír su nombre, al saber que había vuelto al sur les ayudaron. El hechicero había construido un castillo de hielo y allí había morado aquellos años.

Fueron pues en busca del castillo de hielo, con la esperanza de encontrar allí a su príncipe hechizado. Y por fin, en una gran llanura helada, encontraron la fortaleza de hielo en el centro de un lago.

Al llegar a la orilla del lago helado, algunos hombres se atrevieron a intentar cruzarlo, pero sobre el lago también había un encantamiento y nada más pisar la capa de hielo se quebró y algunos hombres murieron. Pero Berenikas era valiente y estaba decidido a rescatar al joven Fedrós, del que tan bien le habían hablado sus súbditos. Entendió que ningún ejército podría entrar en aquella fortaleza de hielo, con lo que pidió a sus hombres que le esperaran a la orilla del lago, pues iría él solo a rescatar al príncipe.

Comenzó a caminar por la orilla del lago buscando un lugar seguro para cruzarlo, pero parecía que ese lugar no existía. Entonces pidió a los dioses que le ayudaran a cruzar para así hacer justicia en el reino del joven Fedrós. El hielo a la orilla el lago se quebró y dulces voces le llamaron por su nombre. Berenikas se asomó y vio su reflejo en el agua, y bajo el agua vio a tres náyades.

-Ven, Berenikas, el de hermoso rostro –le dijeron-, pues hemos oído tu súplica. Has de saber que somos las guardianas de este lago. Pero el malvado hechicero lanzó un terrible encantamiento sobre nuestras aguas, y ahora estamos atrapadas bajo el hielo eterno, pues ya no hay en estos lugares primavera que templen nuestras aguas. Te ayudaremos para que así puedas derrotar al hechicero, pues se ha dicho que sólo por la mano del príncipe Fedrós habrá de morir, y así terminarán sus viles conjuros.

Dicho esto el hielo volvió a cerrarse, pero Berenikas seguía viéndolas debajo del agua. Las náyades sujetaron el hielo con sus manos, propiciando un camino seguro para Berenikas. Y a cada paso que daba el príncipe, las náyades sujetaban el hielo bajo sus pies.

Así llegó a la otra orilla. Y se encontró con que el castillo estaba en una pequeña isla. Y la enorme puerta estaba abierta, pero un gran roble seco bloqueaba el paso. El príncipe sacó su espada dispuesto a cortar el árbol muerto que le impedía el camino, pero una de las ramas le lanzó un gran golpe que apenas pudo parar con su escudo. Viendo que el roble estaba hechizado y que no le dejaría pasar, pidió de nuevo a los dioses que le ayudaran a entrar para así hacer justicia. Un hueco se abrió en el tronco muerto, y Berenikas contempló tres rostros tristes que le llamaban por su nombre.

-Ven, Berenikas, el de brazo fuerte –le dijeron-, pues hemos oído tu súplica. Somos las dríades guardianas de los bosques que existieron aquí. Pero el malvado hechicero lanzó un terrible encantamiento y ahora sólo nos queda este viejo roble muerto, pues ya no hay primavera que despierte las semillas de los árboles. Detendremos sus ramas, para que el hechizo no te dañe al pasar.

El huevo volvió a cerrarse, y Berenikas, sabiendo que las ramas del roble no le atacarían esta vez, pasó por la puerta abierta del castillo. Allí encontró la entrada, y buscó por toda la fortaleza, hasta que al final entró en la torre más alta del castillo, y subió las escaleras hasta que llegó a lo más alto, donde había una puerta cerrada, y delante una vieja armadura completa que la defendía, sujetando una gran espada.

Berenikas intentó entrar, pero entonces la armadura alzó tu gran espada y le atacó con un gran golpe que rompió su escudo. Y entendió el príncipe que aquella vieja armadura debía estar animada por algún vil encantamiento, y que no le dejaría pasar. Por tercera vez pidió ayuda a los dioses para así hacer justicia.

Una dama triste, vestida de blanco se apareció frente a él, etérea como la bruma de la mañana.

-No temas, Berenikas, el de corazón puro –le dijo-, pues he oído tu súplica y he venido a ayudarte. Has de saber que soy el espíritu de la madre de Fedrós. El malvado hechicero anunció mi muerte, y esta se produjo para cumplir su maldición. Pero sabiendo lo que tramaba contra mi hijo mi alma no descansó, y vine hasta aquí a buscarlo para persuadirlo. Pero llegué demasiado tarde, y ya había lanzado su maleficio sobre mi hijo, y con sus artes lo había traído. Entonces quedé aquí a la espera de ver llegar al héroe que ha de salvarle. No temas al encantamiento, pues detendré el brazo de la armadura para que puedas pasar, rescates a mi hijo, y cumplas el don del tercer mago.

La dama sujetó el brazo de la armadura, y Berenikas abrió la puerta y entró. Allí, en la habitación más alta de la fortaleza había un altar de hielo, y sobre el mismo, como dormido, yacía el príncipe Fedrós. Berenikas se acercó, y nada más verlo quedó totalmente prendado de él. Su corazón sintió deseos de amarle hasta el fin de sus días, y decidido besó los labios del príncipe.

Fedrós despertó, pues aquel había sido un beso de Amor Verdadero, y encontró el rostro de Berenikas. Supo en seguida que aquel hermoso príncipe le había salvado. Se levantó del lecho de hielo, y Berenikas le contó todo lo ocurrido. Fedrós entregó su corazón sin reservas al amor de su salvador. Juntos bajaron las escaleras, salieron del castillo y atravesaron el lago. Volvieron con el ejército que había ido a rescatar al joven príncipe y emprendieron el camino de regreso al reino de Fedrós.

Allí encontraron que todo estaba arruinado por la tiranía del hechicero. Fedrós y Berenikas reunieron a todos los hombres que les eran leales y lucharon contra las fuerzas del malvado hechicero.

Así llegaron al salón del trono, donde el malvado les esperaba. Berenikas intentó luchar contra él, pero la magia del hechicero era fuerte y lo repelió con facilidad. Entonces se adelantó Fedrós con su espada para atacarle.

-Morirás igual que maté a tu padre –le dijo, y le lanzó un rayo con su bastón. Pero la maldición del hechicero ya se había cumplido y solo faltaba por cumplirse la palabra del tercer mago, y el rayo no le alcanzó.

Fedrós lanzó un último ataque con su espada y acertó al hechicero en el corazón, matándolo al instante. En ese momento, todos los maleficios del hechicero se deshicieron. La prosperidad volvió a su reino, y en el lejano norte, la primavera volvió y descongeló las aguas del lago, y los bosques volvieron a poblar sus llanuras. Fedrós abrazó a Berenikas y le besó, pues había decidido tomarle por esposo. Juntos subieron al trono y reinaron juntos muchos años. Y fueron buenos con su pueblo y fueron recordados durante muchas generaciones.

 


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).