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Le Belle Poupeé por mavya

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Notas del fanfic:

Este relato corto es un poco atrevido pero espero que les guste.

Notas del capitulo:

Pasen y lean.

Era un buen hombre. ¡Diablos, siempre lo había sido! Nunca había hecho daño a nadie, jamás tuvo un pensamiento malvado sobre alguien más, fue bueno, fue decente, dio lo mejor de sí en su vocación. Nunca le había negado el pan ni el cobijo a quien lo necesitaba. ¡Se había raspado las rodillas de tanto orar frente al altar!

Entonces, ¿podía alguien explicarle qué demonios hacía allí?

Estaba caminando por los vericuetos entrecruzados y poco iluminados de la zona roja. Sí, la zona roja de la ciudad más alejada de su pueblo barrial y medio rural en el que había nacido y fue criado, en donde era conocido como el “Padre Frederick”. Allí él se dedicaba a escuchar las confesiones durante los sábados, a oficiar misa, celebrar bodas y bautismos desde los veinte años, siempre acatando las reglas del Señor como le fue inculcado en el seminario. Sin embargo, con cuarenta y cinco años vividos en el mundo y veinticinco años ejerciendo el oficio de sacerdote, había llegado a un punto, tanto en su vida como en su carrera, en el cual no sabía para qué existía. ¿Qué lo motivaba a levantarse todas las mañanas y orar? ¿Por qué los rezos le salían cada vez con más esfuerzo, las misas le pesaban en el pecho y apenas sí podía tolerar las confesiones?

 Las confesiones sí que eran un problema, le daban ganas de salir corriendo del confesionario para arrojarse al canal más cercano y que el agua hiciera de él lo que quisiera.

Cada día que pasaba, la fe se le resbalaba de las manos como arena entre los dedos. Cada día los sacrificios antes vividos con estoicismo, con fuerza, ahora eran un pesado sufrimiento que le replanteaba su vida. Miraba a los jóvenes estudiar, festejar, salir con amigos, ponerse de novios, recibirse… Luego los casaba con sus novias, bendecía sus nuevas casas de familia, les daba medallas rociadas de agua bendita con un santo protector para las embarazadas, las familias, y hasta para los estudios si querían seguir con sus carreras. Y Frederick seguía quieto en el mismo sitio. ¿Valía la pena acaso? Así fue como terminó ahí, a cientos de kilómetros de Springfield, en Nueva York. En su hogar creían que se había tomado vacaciones por un tema de salud, que estaba muy delicado; una parte de él se sentía mal y muy avergonzada por engañar a sus fieles de esa manera. La verdad era que estaba sano como un toro, pero había tantas cosas que quería probar, tantas cosas que quería experimentar antes de decidir si dejar los hábitos o no. Era un estudio, una prueba para ver si merecía la pena seguir siendo sacerdote. Dios iba a perdonárselo, más sabiendo por qué terminó en semejante oficio.

Tras cruzar una esquina en donde bellas rubias le exhibían sus atributos delanteros apenas ocultos por tops diminutos o corsés súper ajustados, tuvo la oportunidad de ver su propio reflejo en un vidrio polarizado de un coche sin dueño. El reflejo le devolvió la imagen de un hombre que parecía incómodo en su propia ropa (tejanos, camisa, y saco grueso para soportar el frío), su piel trigueña tenía unas cuantas arrugas en los ojos y cerca de los labios, pero las más pronunciadas eran las líneas de su entrecejo y las ojeras de noches largas sin dormir que había bajo sus ojos. Llevaba una barba de tres días que contrastaba con su cabello prolijo, bien peinado, el cual era de un rubio cobrizo algo clareado por las recientes canas.

«Podría ser peor», se dijo mirando su propio reflejo. No estaba mal para su edad, aún seguía viéndose guapo. Tenía el cuerpo ejercitado gracias a sus caminatas de todas las mañanas y las rutinas de ejercicio, sólo estaba algo tieso por los nervios. Seguramente encontraría a alguien dispuesto a darle lo que buscaba. Porque no, Frederick no estaba allí para lavarle los pies a las putas y predicar la palabra del Señor en medio de toda esa hecatombe de perversión y lujuria; él no había ido allí para salvar a aquellas almas de las garras del infierno. Frederick era un cliente. Había ido allí a disfrutar.

Volvió a caminar, era demasiado extraño quedarse viendo su cara en aquel vidrio. Sus pasos, por suerte, no se oían en el crudo pavimento gracias a la musiquita que venía de los diferentes locales con logotipos de neón muy coloridos, en los cuales podía verse a señoritas trepadas a tubos de metal o sacándose la ropa en una tarima. También había fornidos caballeros aceitados provistos de tangas diminutas para las damas, o incluso hombres de preferencias distintas. Y claro, no podían faltar los hombres vestidos de mujeres, ni las bellas damas que no eran damas, aunque lo aparentaran. Algunas pululaban en las esquinas, exhibiendo la mercadería ante un tímido Frederick que las rechazaba con una sonrisa y un movimiento de cabeza. No quería rubias despampanantes ni morenas infernales, no quería strippers pasándose un caño entre las piernas, ni tipos aceitados meneándole sus entrepiernas rellenas de quién sabe qué en la cara. La verdad era que ni él mismo sabía bien qué quería, nunca antes había estado en esa situación. Pagar por sexo, ¿él? Nunca. Ni siquiera antes de ser cura. Huelga decir que antes de ser cura tampoco había tenido sexo, pero él era consciente de qué era lo que le atraía, lo supo en cuanto llegó a cierta zona un poco menos iluminada en donde había esquinas ocupadas por varias personas.

Hombres, muchachos jóvenes. Gracias Jesús.

—Hola guapo —le llamó una voz en cuanto pasó por la calle repleta de muchachitos, en la que había unos pocos locales sin luces de neón tan locas. Azorado, se dio la vuelta creyendo que era la policía. Ya tenía una excusa preparada y todo en caso de que así fuera.

«No oficial, no estoy aquí como cliente. ¡Menuda ocurrencia! ¿No ve que estas criaturas son ovejas perdidas de Dios que deben ser salvadas? ¡Alguien tiene que hacer algo, señor!». Empero, lo que se encontró no fue a un oficial armado sino a un encantador jovencito, pequeño, delgado, demasiado joven para estar ahí. Le sonreía, exhibiendo una hilera irregular de dientes torcidos. Con el corazón en la boca, Frederick se obligó a mover la cabeza de un lado al otro y seguir su camino.

Una  morena encantadora se levantó la minifalda apenas pasó cerca de ella, dejándole ver un enorme bulto ocultado celosamente por impúdicos encajes negros. Había chicos de todas las edades, uno al lado del otro, llevando los vaqueros más ajustados que Frederick hubiera visto en toda su vida, y daban la vuelta completa para exhibirse cada vez que un auto pasaba cerca. Las muchachas, en cambio, iban prácticamente desnudas de una punta a la otra. Ellos eran preciosos, ¡y había tanta variedad! Altos y musculosos para los clientes que deseaban ser montados, algunos flacuchos y otros pequeños y bonitos, de culo respingón e incluso algo afeminados.

«Dios, qué nervios.»

No se sentía seguro ahí. A pesar de que los muchachos eran divinos, ninguno le llamaba la atención y sus guiños e insinuaciones le ponían de los pelos. Debía ser el único hombre del planeta, el primer hombre del mundo en tardar tanto y en estar tan indeciso a la hora de elegir compañía para la cama por una noche, pero es que no podía elegir al azar así porque sí. Iba a ser su primera vez y quería pasarla con un chico más experimentado que pudiera enseñarle pero, como mínimo, quería sentir algo por él. No amor ni nada similar, sino que algo en esa persona le gustara muchísimo y le diera confianza. Quizás la zona roja no era el lugar más apropiado para buscar algo semejante, aunque ir a una discoteca teniendo una experiencia nula en el tema hubiera sido mucho más aterrador. Él no tenía nada que hacer, a su edad, en un sitio para jóvenes. Abatido, soltó un suspiro y decidió irse por donde había llegado, creyendo que quizás era todo una señal divina para dejar las cosas como estaban.

O quizás no. Un ventarrón que le heló los huesos, dejó a sus pies una tarjeta cuadrada que le hubiera pasado desapercibida de no ser por su nombre, escrito en grandes letras con arabescos y en colores muy brillantes. Y su logo, que poco dejaba a la imaginación.

Le Belle Poupeé.

When you can find the hottest bootylicious girls

and the sexiest men

without leaving your home.

Debajo de tan poco sutil logo, los signos del masculino y el femenino brillaban, señalando un sitio en Internet. Así que ese era el resultado del siglo XXI. Bienvenido a la nueva era, ahora las putas tienen su propia página web. Buena mercadería, buen precio, seguridad y discreción garantizados, decía el dorso de la tarjeta. Frederick alzó las cejas, sin podérselo creer del todo, y guardó la misma en el bolsillo superior de su saco. Tal vez esa noche no había sido en vano.

Nicolás abrió los ojos, maldiciendo el pitido de su celular. Debía de ser Malena con el pedido de algún cliente aunque, bueno, tampoco era tan malo… Necesitaba pagar el alquiler del piso. Se incorporó, dejando que las sábanas de seda resbalaran por su piel antes de gatear para poder salir de la cama king size y arrastrar sus restos cansados tras la noche de baile y fiesta, hasta la cómoda donde descansaba su nuevo móvil último modelo.

—¿Sí? —dijo apenas atendió, mirando a su alrededor como cada vez que Malena le llamaba para no arrepentirse de su labor, pues ella era la que le pagaba todos esos lujos desde hacía tres años.

—Hola, lindo. —Malena tenía la voz gruesa, y aunque en persona podía aflautarla para que no se notase su cambio de sexo, el teléfono no le hacía justicia—. Dime que estás presentable.

—La verdad es que no. Se suponía que no tendría a nadie hasta el miércoles.

—Lo siento, guapo. Charisse hizo un arreglo de último minuto mientras no estaba. ¿Crees que puedas estar libre hoy?

Nicolás miró de nuevo a su alrededor, contemplando su piso lleno de muebles caros, su guardarropa repleto, las joyas en el alhajero de su aparador que le habían comprado sus clientes. Tenía que pagar el alquiler y costearse todos esos lujos. Estaba todo oscuro, bastante solitario y tan pulcro, que hasta le daban ganas de huir corriendo. Supuso que la soledad era algo así como un paquete extra que venía con ser prostituto de lujo.

«Bueno, ¿por qué no?», se dijo, respirando hondo. Un poco de contacto humano le vendría bien.

—Dime dónde es y avísale que llego en tres horas. Tengo que arreglarme.

—Por supuesto, Nicke.

—No es ningún rarito, ¿verdad? —quiso saber. El último quiso una sesión de «sexo fuerte», a pesar de que no estaba estipulado entre sus referencias del sitio web, y esa noche había sido todo un trauma. Además, Charisse solía darle lo peor porque no se llevaban bien.

—Para nada. No ha pedido nada en particular, ni trajes, ni fantasías, nada. Según él, te eligió porque eres el más normal de todos.

—¿«Normal»? —Vaya, qué curioso. Un tipo que quería a un prostituto que luciera normal—. ¿En serio?

—Oh, sí. Debe ser un primerizo. Tartamudeaba y hablaba muy bajo, preguntó una y otra vez si era seguro y confidencial.

Mientras hablaban, Nicolás ya estaba abriendo su guardarropa para elegir qué ponerse. Al cliente le había gustado por verse normal, por lo que tenía que ser cuidadoso con lo que elegiría.

—¿Ni siquiera ha hecho una sugerencia?

—Sólo dijo que no sabía qué pedir, y que quería que fueras tú mismo. ¿Eso te sirve de algo?

Nickie hizo una mueca.

—Algo, no mucho. Bueno, ya veré qué hago. ¿Hotel o Domicilio?

—Hotel. Anota la dirección, ya le aviso cuando llegas.

Así lo hizo Nicolás, quien se sorprendió al reconocer dicha dirección. Por esa zona había casas suburbanas en alquiler, negocios, departamentos para turistas y posadas. No era un sitio muy caro, en realidad, sino más bien de clase media. Nadie que vivieran ahí tenía un salario con el que se pudiera costear un servicio privado de lujo como el de Le Belle Poupeé, a menos que fuera un turista adinerado. Con mucha curiosidad, colgó el móvil. Aún no sabía que ponerse y el tiempo era dinero.

 

Frederick Hansen miró el reloj y la computadora alternativamente, poniéndose cada vez más nervioso. Para matar el tiempo jugaba al busca minas en el portátil que uno de sus fieles más jóvenes le había regalado. Todavía seguía sin entender por qué recibió tal regalo de cumpleaños, pero en ese momento lo agradecía. Puso la USB en la entrada correcta, conectó el servicio a Internet inalámbrico, clickeó en el explorador e inmediatamente San Google hizo acto de presencia. Sólo tuvo que escribir Le Belle Poupeé en el buscador y enseguida aparecía el sitio web y, como cada vez que lo veía, se preguntaba cómo era posible que una página dedicada a los trabajadores sexuales fuera legal, pero en este mundo ya nada le sorprendía. Hizo doble clic en el enlace. Empezó a sonar una canción lenta, bastante hortera para su gusto, al instante en que la silueta de una voluptuosa mujer se aparecía contra un fondo violeta y exhibía el cartelito: «Envía un beso antes de entrar». Abajo, el beso brillaba. 

Otro clic sobre la marca de labios brillantes, y tras asegurar que era mayor de dieciocho, la verdadera web hizo acto de aparición. El diseño era muy complejo. Tenía fondos, imágenes e iconos que recordaban a los burdeles clandestinos del siglo XIX. Nada de imágenes de chicas sin ropa o tipos exhibiendo las nalgas, todo era muy profesional. En Le Belle Poupeé primaban secciones, una al lado de la otra, identificadas por categoría y el color de las letras: Chico, chicas, chicas trans, andróginos, crossdressing, etcétera. Frederick fue directamente a la sección de los chicos a pesar de que había estado curioseando en las otras secciones. Cada categoría estaba, a su vez, dividida en edades (de diecisiete para arriba), rol sexual (activo, pasivo), y preferencias, entre las que podía haber desde fantasías a parafilias muy extravagantes. Allí las imágenes de los distintos jovencitos aparecían en columnas en las que el usuario debía dar doble clic para ver la foto de cuerpo completo ampliada, y unos párrafos con una descripción de su personalidad y las cosas que le gustaban, las que no, el precio y los días en que estaba disponible. Hasta tenían un apartado especial si es que eran protagonistas de alguna película porno, justo antes de los comentarios hechos por algún que otro comprador. 

Frederick hizo caso omiso de los twinks rubios y escuálidos que se parecían a niñitos pequeños y le recordaban a los chicos de su iglesia. Eso le asqueaba. Sería homosexual, pero no un degenerado. Así pues, pasó directamente a los de diecinueve o veinte años. Nada llamó su atención, salvo el muchacho número veinte: Alto, hombros un tanto amplios, piel bronceada y cabello oscuro recortado en un peinado moderno medio picudo. De brazos y piernas largas, el chico llamado Nickie no tenía pinta de gay ni nada similar. Era normal, le mirasen por donde le mirasen, y eso fue lo primero que llamó su atención. Miró la foto un poco más. El joven elegido tenía un par de ojos grises que llamaban mucho la atención, bien grandes y algo angostos, sus cejas eran oscuras y pobladas, cosa que hacía que la gente se fijara en esa mirada, sus labios eran finos, largos. Le gustaban, congeniaban bien en su cara redondeada de pómulos algo salidos. Hasta su mentón hundido le gustaba.

Soltó un suspiro. La tarifa era cara, más los comentarios dejados por otros clientes, los cuales calificaban al chico de “el mejor polvo de sus vidas”, “guapo, sexy y con iniciativa”, o “más salvaje que la montaña rusa”, lo ayudaron a decidirse. El jovencito prometía. Él no tenía idea de qué hacer o cómo, por lo que un muchacho experimentado era la mejor opción. En el texto bajo la fotografía decía que estaba sano, tenía diecinueve años, no le gustaba el sadomaso ni vestirse con ropas raras, pero sí podía hacer fantasías, atar y ser atado, y unas cuantas cosas más que Frederick no entendió. Estaba buscando el significado de ágorafilia en el buscador cuando sonó el timbre. Sintió como el corazón se le subía a la garganta al tiempo que apagaba el aparato a las apuradas. Se miró al espejo, traía puestos unos pantalones de pana y una camisa, se dio por presentable y fue a abrir la puerta encomendándose ante el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

«Amén». Pensó y abrió la puerta.

—¿Eres Frederick?

Y ahí estaba. El mismo chico de la foto justo frente a la puerta de la habitación que había alquilado, mirándole a los ojos con una sonrisa en su rostro. Contuvo el aliento, el chico era mucho más guapo en persona y despedía un aura encantadora. Frederick no pudo evitar el mirarlo de la cabeza a los pies como si le hiciera una resonancia con los ojos, dándose cuenta de que el joven vestía ropa cara de arriba abajo. Vaqueros azules de Levi’s, cinturón de Dolce & Gabanna, y una curiosa playera negra con un dragón blanco estampado de Gucci. Y qué hablar de sus tenis. Cuando regresó la vista a la cara del muchacho, cayó en la cuenta de que estuvo mirándolo demasiado sin decir nada; se ruborizó y carraspeó.

—S-sí. Eres Nickie, ¿cierto?

—Puedes llamarme Nick, si gustas —respondió, sin dejar de sonreír. La verdad era que odiaba ese apodo pero, según Malena, era más atrayente para los clientes—. ¿Puedo pasar?

Se hizo a un lado, dejando que el jovencito pasara al austero cuarto que había elegido. Era un hotel normal, con habitaciones normales, nada extravagante fuera del papel tapiz y los bonitos muebles estilo colonial, bañados por la luz naranja que pendía del techo. Mientras éste admiraba la habitación, el cura no perdía detalle de la anatomía de Nick e iba poniéndose cada vez más nervioso y ansioso al mismo tiempo. ¿Cuál sería el protocolo cuando se estaba con un chico “fácil”? Lo primero que hizo fue pagarle, cosa que el muchacho agradeció sonriente y con un gesto amable mientras que metía el dinero en un bolsillo de sus vaqueros.

—¿Quieres tomar algo? —inquirió, acercándosele a paso lento.

—¿Hm? —Nicolás, ahora Nick, giró sobre sus talones. Sí, el tipo era primerizo. Se lo veía tan nervioso y desamparado, era obvio que no sabía qué hacer, cosa rara en un hombre adulto—. Claro, lo que tengas estará bien. ¿Puedo llamarte Fred? Frederick es muy… Largo.

—Como gustes —maldijo cuando la voz le salió ronca—. Esto… ¿puedes beber alcohol?

Nick sonrió.

—Tengo diecinueve, sí puedo. Ah, casi lo olvido —dijo, sacando algo del bolsillo trasero. Un papel—. Es política de la casa mostrar el certificado de salud al cliente para que vea que estoy limpio.

—Oh… Gracias.

Tomó el papel, le dio una ojeada rápida y lo entregó de vuelta. Todo el embrollo había sido una mala idea, ni siquiera sabía qué decirle al chico. Casi corrió a buscar unas cervezas mientras que Nicolás se sentaba en el sillón y suspiraba.

«Genial, un novato.»

Eso significaba que tenía que ser él quien tomara la iniciativa y aligerara el ambiente. Era extraño encontrarse con esa clase de clientes pero, cuando pasaba, podía llegar a ser muy frustrante, aunque ser siempre el sumiso era también algo agotador. Gajes del oficio, que le dicen.

«Tendré que pasar al plan B», el cual consistía, dicho sea de paso, en hacerlo ver como una simple cita. Le hablaría, le contaría cosas, trataría de entablar un pequeñísimo vínculo que le ayudase para relajarlo, hacer el trabajo e irse. Y bendita la cerveza que le ayudaría a consumar su plan maestro.

Sonrió despampanante al ver al otro llegar. A pesar de que era un tío bastante adulto, actuaba casi como un adolescente en su primera vez. Era bastante guapo, ¿cómo se habría visto Fred de joven? Dejó de pensar en todas aquellas cosas cuando le tendió una lata de cerveza.

—Gracias —tomó la lata y bebió, a pesar de que odiaba la cerveza mexicana. Lo importante era hacerlo tomar a él—. Perdona que te lo pregunte pero, ¿de casualidad es la primera vez que pagas por…? —no supo si seguir la frase o no, pero el crudo sonrojo de Fred le indicó no seguir.

—Esto… ¿es tan obvio?

«Oh, sí que lo es». Mas dijo lo contrario.

—Bueno, no tanto, pero yo me doy cuenta. Cuando pasa un tiempo distingues a los novatos, los raros, los casados. Todo.

Fred enarcó las cejas y bebió.

—¿De verdad? ¿Y tienes muchos clientes casados?

—¡Claro! A ambas preguntas —aclaró, sonriente. A Fred su sonrisa lo mareaba—. No te imaginas la clase de personas que he visto, hay de todo tipo. Luego de unas cuantas sesiones, te acostumbras a ellos; a veces hasta te hablan de sus problemas, al punto en que sabes hasta el último detalle de su vida privada como si fueras su psicólogo.

—Vaya —no supo qué más decirle. Le habían enseñado que todo eso, el recurrir a los sexo servidores, era pecado, pero comenzaba a dudarlo seriamente si tantas personas lo hacían—. Qué curioso…

—Mucho. Y cuéntame de ti, Fred. ¿Cuántos años tienes?

El sacerdote fue bebiendo un poco más, para alegría de Nicolás. Es que se dio cuenta de que entre más bebía, más relajado estaba, y un poco extra de relajación no le iba a ir nada mal.

—Tengo cuarenta y cinco. ¿Y tú?

El chico rió por lo bajo, haciendo que el corazón le diera un vuelco.

—¡Eso ya te lo dije antes! Vamos, pregunta otra cosa.

Se terminaron sus latas y Nick quiso beber otra. A Frederick no le pareció en absoluto una mala idea, por lo que abrió una lata más y comenzaron a hablar de muchas cosas: Libros, películas, sitios a los que les gustaría viajar. Fue divertido cuando Nick le contó de la vez en que se mareó viajando en bote y escupió los intestinos sobre la espalda de un compañero, en especial porque Frederick sufría de vértigo y cualquier medio de transporte lo mareaba. Entre trago y trago, le iba contando algunas travesuras de su infancia, locuras de hacía años, pleitos que había tenido en discotecas, cualquier cosa que pudiera alegrar a su compañero y relajarlo. Antes de darse cuenta, el sacerdote tenía a un adorable chico sentado sobre la falda y rodeándole el cuello con los brazos,  riéndose ambos a mandíbula batiente por un chiste verde que Nick había contado. Fred tiró su tercera lata a un costado y apoyó la cabeza sobre la frente del joven, sintiéndose tan ligero que él mismo no lo podía creer.

—Oye… —murmuró, hablando con la voz algo pastosa. No estaba ebrio, claro que no, sólo un poquito “entonado”—. ¿Por qué trabajas de esto, mmh? Es decir, eres joven y sano, de seguro podrías conseguirte algo mejor, Nick.

Nicolás hizo una mueca con los labios, la cual se le antojó tan divertida que no pudo evitar reírse.

—Uff, no me sermonees… Trabajo de esto porque, bueno, porque sí. Tengo un estilo de vida muy caro, y cada vez que intentaba trabajar en algo nunca lograba avanzar. Me llegó la oportunidad en esta agencia y lo hice —respondió como si nada, encogiéndose de hombros—. Fin de la historia. No es que me forzaran a ser chico de alquiler, acepté porque me dio la gana.

—¿En serio? —le costaba creérselo.

—Ajá. Hace dos años que estoy en el negocio, comencé a los diecisiete.

—¿Y tus padres? —. Exacto. ¿Dónde diablos estaban los padres de ese chico que permitían a su hijo vivir en pecado? ¿Por qué no se responsabilizaba la gente por los niños? Tendría que hablar de eso en su próximo sermón. Sin embargo Nicolás sólo soltó una carcajada y se acurrucó más contra su cuerpo, como si tuviera frío. Casi por inercia, Fred lo abrazó y lo pegó a su pecho.

—Están en el extranjero, pero aunque estuvieran aquí, nunca tienen tiempo para mí. Sólo trabajan, van al gimnasio, se compran cosas… Me fui de casa. Y como no quiero que me den dinero, comencé a trabajar —aún así, a Frederick no le parecía bien que un chico joven trabajase en las calles. Nicolás pensó en lo extraño que era ver a un cliente hablar de esa manera, aunque estuviera medio ebrio; después de todo él lo había contratado, pero a su vez se le antojó un tanto inocente. Era como si Fred no tuviera una imagen de lo que era el mundo real. Alzó la vista, penetrándole con sus ojos sin vacilar e intensificó el agarre de sus brazos alrededor del cuello del cura; ya era hora de comenzar con su trabajo—. No te confundas, Frederick. No soy del tipo sufrido, no me desagrada mi trabajo. Acepté esto a sabiendas de lo que haría. De todas maneras, soy sexualmente activo desde mucho antes de comenzar a prostituirme, no es como si me traumase o algo.

—Pero…

—Eres guapo, Fred —le interrumpió, acariciándole el cabello. Era muy sedoso, a diferencia del suyo, tan grueso y algo rasposo.

Frederick pasó saliva y frunció el ceño, mirándose a sí mismo en el espejo que se hallaba frente a ellos colgado sobre la pared. La imagen que le devolvió no le permitió creerse del todo las palabras del joven.

—No lo creo. Soy muy viejo.

—Claro que no. Eres guapo, justo mi tipo —no mentía. En verdad el tipo le gustaba. Bien podía visitarlo unas cuantas noches a la semana y ayudarlo a perder su timidez—. Tienes un cuerpo bastante respetable, tu cabello está muy bien y tu cara… ¡Ufff! Joder, no sé como no te tienen preso con un anillo.

—Nunca quise casarme —dijo en un murmullo. Sentía los dedos de Nick recorrer su columna y su espalda, enviándole sendas vibraciones a todo su cuerpo—. Siempre me han gustado los hombres, desde que puedo recordar. Pero la persona que me crió nunca lo hubiera aceptado, y no me parecía bien hacer infeliz a una esposa y un hijo para guardar las apariencias.

Eso era lo que Nicolás llamaba un buen tipo y un buen partido. Tíos como ésos no deberían andar sueltos por las calles para que chicos como él los devorasen de un bocado; esa clase de personas tendría que estar obligada por ley a convivir en un recinto cerrado para que los demás pudieran ir, verlos, elegirlos, y llevarse el mejor a la casa. Como los muñecos Ken: Lleva al Ken surfista y al chef por el mismo precio. Así es como tendrían que ser las cosas, no dejar a estos caramelos dando vueltas para hacerle desear a él, y a muchos otros que nunca podrían tener un tipo así. Fue esbozando poco a poco una sonrisa, pegándosele al cuerpo cada vez más. Bien, si no podía tener uno de esos Ken para él solo, estaba dispuesto a disfrutarlo por unas horas.

—Eres encantador, Fred.

Apenas si pudo murmurar esas palabras antes de que la tentación lo venciera y se lanzara besarlo. En realidad, fue acercándose muy lentamente a su rostro sin dejar de mirarle a los ojos con un brillo provocador en ellos. Estaba de humor, estaba cachondo, de golpe le nacían las ganas de follar con ese curioso espécimen sobre el que estaba sentado, y nada ni nadie iba a poder evitarlo, ni siquiera el pobre Frederick que, nervioso, se removía sobre el sillón y desviaba la mirada con una expresión de colegiala virgen. Esbozándole una sonrisa, primero rozó su mejilla rasposa con los labios, ronroneando al sentir la barba picándole contra la piel, y fue acercándose cada vez más lento hasta su boca. En un principio Frederick se tensó, pues ni siquiera sabía como dar un buen beso, pero Nick tomó su rostro con ambas manos y sin siquiera decir nada, presionó con los labios sobre la boca ajena, acariciándole la nuca en el proceso para tranquilizarlo, aunque eso sólo pareció tener el efecto contrario. Contra todo pronostico e hiriendo el orgullo de Nicolás, Frederick se separó de él.

—Lo siento, yo… —carraspeó, relamiéndose los labios. Se había sentido de maravilla—. Soy nuevo en esto.

—Sé que soy tu primer puto, Fred. No estés tan nervioso. Sólo hazlo como si yo fuera alguien más, si te incomoda.

—Es que en realidad yo nunca…

A pesar de que no continuó hablando, algo en su cara debió delatarlo, porque el chico abrió los ojos como platos y ladeó la cabeza, frunciendo el ceño como si estuviera ante un bicho raro. Lo miró de arriba abajo un instante, en el que Frederick enrojeció hasta la médula, pensando en alguna forma de huir, hasta que el muchacho soltó una risita y afianzó el abrazo alrededor de su cuello.

—Eso sí que no me lo esperaba, pero está bien. Vamos a divertirnos mucho esta noche.

El mayor estuvo a punto de preguntarle si no le repelía cuando Nicolás lo besó otra vez. Lo que fue un roce entre sus labios en un principio, fue volviéndose poco a poco en algo más intenso, más húmedo. La lengua de Nicolás jugueteó con los labios de Frederick, provocándole estremecimientos tanto de placer como de nervios. Era maravilloso. Esa lengua curiosa se paseaba sobre su boca con maestría, los labios del chico apresaban los suyos y los succionaban en delicados tirones, mientras que la víctima de tales tratos temblaba contra el sillón, suspirando de placer. La lengua de Nicolás, curiosa, paciente, fue adentrándose poco a poco en esa cavidad hasta reclamarla como suya, explorándola constantemente en lentos movimientos para dejar que el otro se acostumbrara; Frederick gimió de placer, no tardó demasiado tiempo en aprender a devolver el beso, y pronto tenía el cuerpo de Nicolás apretado contra el suyo, sujetándolo fuerte entre sus brazos. Con cada beso que recibía iba perdiendo el control de sí mismo, olvidándose de todo y de todos, mientras que sus manos trémulas recorrían de arriba abajo la espalda del joven, cálida, fuerte. Delicioso.

Cuando Nicolás se separó de él recordó que necesitaba tomar aire. Respiró profundo y se dio cuenta de que estaba rojo, agitado, y muy caliente.

—Oh, vaya…

—¿Te ha gustado? —Nicolás sonreía de oreja a oreja, orgulloso de sus habilidades. La sonrisa se ensanchó al ver que el otro asentía, demasiado avergonzado como para decir nada—. Me alegro, porque habrá más.

—¿En serio?

A pesar de que esas palabras balbuceadas a duras penas le hicieron sentirse como un idiota, Nick no dijo nada. Solamente esbozó una sonrisa arrebatadora, la misma que mostraba en su foto del sitio Web y que seguro le había conseguido más de un cliente.

—Tú no te preocupes por nada, sólo cierra los ojos y disfruta la sensación. Te enseñaré —a sus palabras le siguió  una larga lamida que prodigó al cuello del cura y este, inexperto, aturullado, no pudo ni quiso hacer más que asentir y dejarse llevar.

Nicolás, siempre orgulloso de las reacciones que lograba, se quitó la playera ante los ojos de Frederick, dejando que éste le contemplara sin ningún pudor, y reclinó para poder seguir lamiéndole. Primero aspiró hondo el perfume de Frederick encontrándolo embriagador, antes de comenzar a deslizar la lengua muy despacio por sobre su piel. Largas lengüetadas húmedas y besos eran depositados en aquella dermis de perfume fuerte, masculino, mientras que él se movía despacio encima del otro para sentarse a horcajadas sobre sus caderas e iniciar una candente fricción entre ellas. Gruñó al ver a Frederick temblar, era simplemente exquisito. El cura jadeaba por lo bajo, obligándose a sí mismo a corresponderle el abrazo y a acariciarle, creyendo que las manos se le deshacían ante el contacto con su piel. Cada roce, cada sensación, por minúscula que fuera, alborotaba hasta la última célula de su ser provocándole un calor tan grande y una creciente necesidad como nunca antes había sentido. Sentía su sexo empezar a punzarle entre las piernas, moviendo el mismo las caderas para sentir más los roces contra su entrepierna. Era como si todo el cuerpo se le moviera solo.  

—Cuando estás con otra persona, tienes que desvestirla y dejar que te desnude —jadeaba el prostituto, lamiendo el puente de su oído. Frederick gimió en respuesta, asintió con la cabeza y sus propias manos se afianzaron en esas caderas danzantes que estaban enloqueciéndolo lentamente—. Pero te lo dejaré pasar por esta vez… Si me besas.

No tuvo que decir más para que Fred, ahogando un gemido, se abalanzara sobre su boca en un beso apasionado, aunque inexperto. Nicolás tembló un instante, como si fuera un novato al sentir las ansias que su acompañante cargaba, las cuales lo estaban obligando a besarle con tanta desesperación, que apenas si le dejaba respirar. Frederick metía la lengua en su boca e intentaba jugar con ella del mismo modo en que él lo había hecho; le mordisqueaba los labios y volvía a arremeter, mejorando poco a poco en el arte de besar. Sin separarse de sus labios, las manos de Nicolás fueron deslizándose cuesta abajo sobre todo el pecho del cura, incitantes, acariciándole con las yemas de los dedos en cuanta piel podía alcanzar para provocarlo, al tiempo que meneaba más rápido las caderas. Frederick soltó un gruñido.

—Dios… —jadeaba, poniendo los ojos en blanco—. Se siente tan…

—¿Te gusta? —decía, descendiendo a su clavícula hasta darle una mordida que lo hizo dar un respingo.

—S-sí. Es… Es maravilloso, Dios. ¿P-puedes moverte un poco más?

Nickie no dijo nada, pero la chispa en sus ojos era respuesta más que suficiente. Acarició la aureola de sus pezones con la lengua e hizo un movimiento profundo de caderas que provocó que Frederick echara el cuello hacia atrás con un bramido que intentó ocultar sin demasiado éxito. No podía creer que se sintiera tan bien, ¿cómo había perdido tantos años sin haber vivido nunca algo semejante? Nickie era excelente en su trabajo: lo acariciaba con maestría, producto de años de entrenamiento, hasta prácticamente hacerle olvidar en dónde estaba. A medida que los meneos se volvían más insistentes, la urgencia crecía como una fiera salvaje en su interior, se le arremolinaba dentro hasta no poder contenerla, rugía por más, gritaba, y él se veía a sí mismo tomando al chico de las caderas, balbuceando entre súplicas y jadeos que por favor continuase. El joven obedecía gustoso, claro estaba. Nickie no se iba con chiquitas, menos al ver al otro poniéndose de esa manera, con una expresión de goce tan erótica en la cara y las hormonas descontroladas; él también estaba excitándose y no tenía ninguna intención de detenerse. Su mano experta fue serpenteando por entre los recovecos del vientre ajeno, rozando cada curva de los abdominales en el proceso, a la vez que se encargaba de tironearle un pezón con los dientes a Frederick, observando extasiado cómo se ahogaba y arqueaba la espalda, buscando más.

En un momento, Frederick sintió la presión de la mano del otro sobre su hombría, y a pesar del retorcijón de placer que le recorrió desde el bajo vientre al resto de su cuerpo, se removió un tanto incómodo. Era verdad que lo disfrutaba, que la necesidad estaba empezando a desbordarle, pero también lo asustaba cada reacción provocada, y esa sacudida que el mero toque de su mano le produjo le hizo abrir los ojos con cara de miedo.

—Nick, espera…

Pero Nick le puso la otra mano en la boca para decirle que se callara. Si pensaba que iba a detenerse por sus nervios, estaba muy equivocado. En un rápido movimiento le abrió los botones del pantalón y metió la mano dentro, tocándole por debajo del bóxer a pesar de los quejidos del mayor y sus ansias de separarse. La reacción fue casi inmediata.

—Oh, N-nick… Despacio, por favor.

A pesar de la bruma que lo envolvía, pudo escuchar claramente la risa del chico que comenzó a masturbarlo con fuerza. Su mano subía y bajaba, apretaba la punta y luego bajaba los movimientos para acariciarle suavemente con las yemas de los dedos. Suspiraba, gemía entre dientes en un intento porque su voz no fuera tan fuerte, preguntándose si ese calor abrasador que lo envolvía se asemejaba al del infierno. Estaba tan excitado, las caderas danzaban solas hacia esa deliciosa presión, que se volvió aún más intensa al momento en que un ansioso Nicolás rodeó su miembro con los dedos para iniciar una serie de movimientos que lo llevaron a otro plano. La lengua del joven se paseaba por sobre su cuerpo y él sentía que se moría, temblando a medida que ese músculo rosado descendía más y más. El joven se bajó de sus piernas, sacó el sexo de Frederic de su pantalón sin detener los jalones a los que lo sometía, y se interno entre ellas contemplando el espectáculo. Sus ojos iban desde la hombría del cura hasta su cara desfigurada de placer, con los ojos semi abiertos brillando en éxtasis y la boca abierta tratando de tomar todo el aire posible.

Cada reacción suya lo emocionaba al punto de olvidarse de que era un trabajo. Del bolsillo sacó un condón saborizado, del cual rompió el envoltorio sin demasiado protocolo para ponérselo en la boca. El mero sonido hizo que Fred se tensara de nervios.

—H-hey Nick, espera. Espera un segundo… —se detuvo sin siquiera mirarle, manteniendo la cabeza algo agachada e hizo un movimiento con ella para hacerle entender que lo escuchaba aunque, dijera lo que dijera, no pensaba hacerle caso—. Nh, n-no estoy seguro de esto. Mejor paremos.

«Sí, claro», pensaba el más joven, riendo en su fuero interno. «En seguida te va a gustar».

Por supuesto que lo ignoró olímpicamente, tomó su hombría y la acomodó bien para ingresársela a la boca muy lento, descendiendo por sobre todo el macizo de carne entre tanto le ponía el condón saborizado. Estaba seguro de que Frederick dejaría de quejarse y retorcerse en tan solo minutos, y así fue sin lugar a dudas. Apenas la deliciosa humedad y el calor rodearon su sexo a través del látex, Fred sintió tanto goce que no pudo reprimir los gemidos y echó el cuello hacia atrás. Celestial, sin dudas eso era celestial. La presión se hizo mucho más intensa, pues Nicolás apretaba con el paladar hasta hacer el espacio muy estrecho, movía la cabeza de tal forma, que solo podía gemir descontrolado y menearse contra él buscando más. Aferrado a los costados del sofá, el aire se le escapaba entre bramidos. Nicolás succionaba cada vez más rápido, más duro, se separaba apenas para pasear la lengua por sus ingles, enviándole oleadas de goce a todo su cuerpo y luego volvía a tomarlo en su boca con una predisposición que no creía posible. Era excitante el sólo verlo mientras se la chupaba golosamente, buscando ordeñarle.

—Más —pedía, apenas sí pudiendo hablar—. No pares, no…

Mas para su horror, cuando el éxtasis estaba en lo más álgido, y los temblores casi convulsivos de su cuerpo apenas sí le dejaban pensar o decir algo coherente, Nickie detuvo la labor. Estuvo a punto de gruñirle en protesta, pero ni siquiera tuvo tiempo de hacerlo; el chico se sacó los pantalones y la ropa interior de sopetón con una habilidad única, exhibiéndosele como Dios lo trajo al mundo. El sólo verlo le hizo gemir. Ésa era una digna creación perfecta del Señor, hecha sólo para complacerle; o del demonio para hacerle sucumbir y enviarlo al más hondo de los infiernos lacerantes, pero a él no le importaba. Le gustaban esas piernas jóvenes y flexibles, la marca de las caderas, la piel blanca recubierta apenas por un vello fino de color claro, su sexo excitado como el propio pidiendo por atención; a pesar de tener la espalda ancha y los músculos algo marcados, Nick poseía una cintura un tanto curvilínea que le encantó; lo vio dar la vuelta para él, permitiéndole así ver sus nalgas redondas, su espalda y los tatuajes en forma de alas que llevaba en ella, una a cada lado. Le punzó el miembro de excitación, imaginándose a ese cuerpo moviéndose debajo de él, como lo hacían los actores porno de las películas que había estado mirando por Internet.

Con una sonrisa arrebatadora, Nicolás fue volteando con la misma lentitud con la que antes le había acariciado y se acercó al clérigo a paso firme, sin siquiera vacilar. Los nervios carcomían a Frederick, pero nada le importaba más que ese momento, el deseo que lo embargaba y el hambre brutal que sentía por aquél puto profesional. Moviéndose gatunamente, Nicolás se montó en su regazo a horcajadas y volvió a menearse, logrando que ambos miembros se rozaran. El sacerdote puso los ojos en blanco y apretó la quijada, gruñendo entre dientes al instante en que sus manos se incrustaron sobre la cintura de Nicolás para ayudarlo, buscando de alguna manera más roces, mayor profundidad, más de ese delicioso contacto tan íntimo. Las bocas se buscaban, los cuerpos se abrazaban con fuerza y bailaban al ritmo del deseo carnal, guiados por los impulsos, el instinto y los fieros latidos de sus corazones. El mundo a su alrededor, las leyes, los problemas, incluso el mísero sillón sobre el que ambos estaban sentados, desaparecían en ese mar de jadeos desenfrenados en el que ambos estaban sumidos por completo.

—Frederick… —gemía el menor, logrando que se erizaran todos los vellos del sacerdote, el cual quería oírlo gemir más, verlo aún más ruborizado de lo que se hallaba en ese momento sentado sobre sus caderas—. Dios, así… ¿Te gusta?

—Sí —bramaba, casi al borde del éxtasis. Tan sólo el ver su cuerpo rojo, recubierto por gotitas de sudor, bastaba para prenderlo como nunca. Ese chico era un íncubo, tenía que serlo. Un demonio de la lujuria que los volvía locos a todos con cada meneo de caderas, con una simple sonrisa, con uno de sus gemidos estrangulados y roncos—. N-no creo que dure mucho más…

Nicolás esbozó una sonrisa libidinosa antes de relamerse los labios e inclinarse sobre él para callarle con un beso devorador. Mientras sus lenguas se fundían y se buscaban, candentes, lujuriosas, detuvo todo roce entre sus caderas para darle un momento de recuperación a Fred antes de apoyar cada rodilla en sus costados, acomodarle bien el miembro contra su entrada y empezar a empalarse lentamente, disfrutando del leve dolorcillo que eso le produjo. Casi al instante Frederick paró el beso, cortándosele el aire. A medida que iba ingresando en el cuerpo del muchacho, sentía que le faltaba el aliento, todo se volvía blanco a su alrededor a la vez que esa presión tan dura lo iba rodeando, casi comiéndole, y sentía un leve dolor en el miembro de lo apretado que estaba, pero al mismo tiempo se moría de goce; Nicolás contempló sumamente excitado las maneras en las que Fred se removía contra el sillón, boqueando como pez fuera del agua e intentando moverse, aunque no sabía cómo hacerlo. Al fin lo detuvo del todo en su interior. Gimió de placer contra la oreja del otro, aprovechó para acomodarse mejor a las dimensiones de su cliente, y le dio un par de apretones a su sexo, observando maravillado los temblores que recorrían todo ese cuerpo recién estrenado.

—Nick… Oh Nick, yo…—suspiraba Frederick, ladeando la cabeza de un lado al otro. Intentaba verlo, pero no podía hacerlo debido a esa bruma de goce en la que estaba sumergido. El dolor había pasado y ahora solamente sentía placer. Puro y exquisito placer como nunca antes en su vida. ¿Cómo había podido perderse de una de las mejores sensaciones que había vivido?—. No puedo, es demasiado.

Cuidando de no perder la penetración, Nickie hizo un movimiento circular  hacia arriba y le mordió el lóbulo a su amante, trazando un lento camino de besos y mordidas hasta su boca para mirarle a los ojos.

—Ssshh —susurró, dándole una mordida—. Todo va a estar bien, tranquilo. Pon las manos en mis caderas —pidió; Fred no dudó en obedecer—, y muévete siguiéndome el compás. Así, despacio…

Nick tenía que apoyar el peso de su cuerpo en ambas rodillas para comenzar con lo que en un principio, fue un lento bamboleo de atrás hacia delante. Jadeando, le explicaba a Frederick cómo tenía que tocarlo, la manera correcta en la que tenía que moverse al tiempo que, poco a poco, el ritmo y la profundidad de las penetraciones aumentaban cada vez más. Cada nueva expresión de placer que le provocaba al cliente, lo excitaba y le hacía desear poder hacerlo más rudo, como a él le gustaba, pero el objetivo era que Frederick disfrutara de su primera vez. Subía y bajaba con las caderas, lamía el sudor del cuerpo ajeno y gemía para él sin fingir, por primera vez en mucho tiempo, tratando de hacer durar el momento todo lo posible para que ambos quedaran satisfechos.

—Nickie… No aguantaré —jadeaba en cura con los ojos vidriosos, y él respondía yendo un poco más despacio.

—Tranquilo… Sé que cuesta pero trata de aguantar un poco más, ¿sí?

Él asintió a duras penas con la cabeza, teniendo la quijada demasiado apretada para poder hablarle de nuevo. Lo avergonzaban sus propios gemidos, pero no tenía forma alguna de evitarlos, pues éstos se hacían más altos, y por más que intentaba callarse a sí mismo mordiéndose la boca, tapándosela, era imposible, y sin embargo sus caderas se movían más buscando una mayor profundidad. El sexo era algo tan exquisito, ¿por qué se les prohibía una experiencia tan maravillosa como aquella? Con las uñas enterradas en esas caderas de ensueño, Frederick intentaba hacerlo más rápido o más profundo, buscaba tener más de alguna manera, sin pensar en las consecuencias. Los ruidos se hicieron más fuertes, las embestidas más duras a medida que los segundos pasaban, y ambos gemían el nombre del otro, olvidando cualquier otra cosa fuera de la unión entre sus cuerpos. Se abrazaban, necesitados de sentirse apretados contra el cuerpo del otro, y la debacle fue creciendo hasta que la poca resistencia que les quedaba, desapareció en medio de un coro celestial cuando Frederick se corrió al fin, estremeciéndose hasta quedarse sin aire.

Todo a su alrededor giraba cuando se dejó caer contra el sofá, apenas pudiendo respirar. Aquello había sido increíble, sublime, único. No lograba comprender cómo había pasado cuarenta y cinco años siendo virgen. Poco a poco fue más consciente de sí mismo y de lo que le rodeaba, abrió los ojos para encontrarse con Nickie jadeando todavía, mostrándole tal expresión que podría haberse excitado otra vez si no se sintiera tan agotado. Fue más consciente del peso ajeno sobre sus caderas, de la humedad y los fluidos de ambos cuerpos y las respiraciones agitadas de los dos. Nicolás alzó la vista regalándole una sonrisa satisfecha, le lamió la mejilla, y soltando un quejido suave rompió la unión de sus cuerpos muy despacio, antes de sentarse a un costado, sobre el sofá.

—Quítate el preservativo y tíralo —le dijo, todavía agitado. No era algo muy romántico para decirle a un recién estrenado, pero una vez roto el hechizo él volvía a la realidad: estaba trabajando.

Al cura debió parecerle exactamente lo mismo por la cara que puso. Acababan de tener sexo, y esa no era la forma de iniciar una conversación o al menos eso era lo que él creía. Pero pasada la calentura recordó algo fundamental que había llegado a olvidar por completo; que Nickie era un trabajador de la calle y no un tío con el que había ligado, un novio, ni nada que se le pareciera. Él no tenía necesidad en hacerle conversación una vez terminado su trabajo, lo sabía, pero no podía evitar que eso le causara algo de pesar. Le agradaba el chico, incluso antes de tirárselo le había parecido divertido e inteligente, el tipo de hombre con el que podría tomar un café todos los días y charlar incontables horas antes de ir a la cama a saciar sus deseos.

Claro, si no fuera cura.

Hizo un esfuerzo por esconder su desencanto respirando hondo y sonriéndole. A pesar de haber follado, su pudor era tal que lo primero que hizo fue pedirle disculpas si no había sido suficientemente bueno e ir a bañarse, preguntándole primero si no quería tomar una ducha, como buen caballero que era. Nicolás quiso darse cabezazos contra la pared, preguntándose por qué un tipo tan bueno, tan amable que hasta se preocupaba en saber si había sido rudo o le había lastimado de alguna manera, andaba suelto por las calles. Decidió ser más gentil con él, a pesar de su norma de oro de no involucrarse ni encariñarse con los clientes, y sonreírle de forma más amable cuando le dijo que no necesitaba nada, pero se lo agradecía. Después de todo tal vez pudiera convencerlo de que lo llamara otra vez. Se repantigó en el sofá un poco cansado; necesitaba un cigarrillo.

—Oye Fred, ¿de casualidad tienes un cenicero por aquí? —inquirió alzando la voz para que le escuchara desde la ducha, mientras que sacaba su fiel encendedor y un Lucky Strike de la mochila. La voz de Frederick, apagada apenas por el ruido del agua cayendo, llegó desde el baño.

—Sí, fíjate en alguno de los cajones del buró.

«Okay», pensó, levantándose a pesar de la modorra y de lo cómodo que estaba sólo para ponerse la ropa interior y comenzar a rebuscar. En el buró que estaba junto a la cama había tres cajones, y ya que Fred no le dijo en ningún momento en cuál cajón estaba lo que buscaba, decidió abrirlos desde el último hasta el primero. A Nicolás le gustaba hacer las cosas al revés de lo normal. En el último cajón solo había medias y boxers; en el segundo encontró condones, lapiceras, una agenda, el bendito cenicero que estaba buscando y unas golosinas, pero la mayor sorpresa se la encontró cuando, de pura curiosidad morbosa, se le ocurrió abrir el primer cajón. Allí, junto a un ejemplar de la Biblia, había una sotana y un alzacuello perfectamente doblado bajo el amparo de un rosario de nácar. Al principio, tal descubrimiento le causó una especie de shock. Un cura; eso explicaba muchas cosas.

«¡Este tipo quiere que me vaya al infierno sin purgatorio!», gritaba él en su fuero interno, tan sorprendido que cerró todo de sopetón y regresó al sofá casi al vuelo con la intención de vestirse y mandarse a mudar. Ya se había puesto casi toda la ropa cuando se detuvo un instante para pensar en ello. Si lo examinaba bien, seguramente Frederick no era el primer sacerdote en contratar sus servicios o los de algunos de sus compañeros de trabajo, pero en todo momento había sido gentil y no intentó obligarlo a hacer nada que él no quisiera, como le había pasado a una de sus compañeras cuando le tocó complacer a un monje de otra ciudad que había ido a dar un seminario. Aún así, aquello le dejó un regusto amargo en la boca.

Tomó el alzacuellos, mirándolo un tanto furioso al ver su pequeña fantasía de una noche hecha pedazos y lo dejó sobre la cama. Tomó sus trapos, se vistió, y salió de allí con el dinero de su trabajo pesándole como nunca en el bolsillo.

«¡Qué lástima!», pensó cruzando la puerta del cuarto para enfrentarse al pasillo del hotel, un tanto más frío que la cómoda habitación. «Mi aventura acabó antes de comenzar».

 

Frederick no quería salir del baño sólo para verlo irse. Le agradaba el chico, hasta le gustaba. Sentía deseos de verlo de nuevo pero no para tener otro encuentro lujurioso, sino para charlar, tomar algo,… pero no podía pedirle eso a un muchacho cuyo verdadero nombre ni siquiera conocía. Tal vez contratar sus servicios no había sido una gran idea. Suspirando, salió debajo del agua para secarse el cuerpo y cubrirse con una bata. Tenía que dejarlo marchar aunque no le agradase la idea. Siempre podía llamarlo de nuevo, quizás hasta pudiera convencerlo de tomar un café juntos. Abandonó la seguridad del cuarto de baño esperando encontrárselo ya vestido en el sillón, pero eso no ocurrió. Lo que encontró al salir de la ducha, cubierto por una bata gruesa y con el cabello algo goteante aún, casi le dio un infarto: Sobre la cama, impasible y firme, estaba su alzacuellos que lo miraba acusador, restregándole en la cara sus actos pecaminosos e impuros por los que terminaría cayendo a las calderas del diablo.

Del chico, ni rastro. Lo habían pillado con las manos en la masa. Quiso maldecir en todos los idiomas que conocía por haber sido tan idiota y dejar ese objeto, el símbolo de lo que era, en donde cualquiera con un poco de suerte pudiera encontrarla. Nickie la había visto, eso era obvio, y lo más probable era que pensara cosas horribles de él. Sintió el impulso de correr en un intento por buscarle, atraparle y contarle la verdad, pero algo en su cabeza le decía que eso era inútil. El daño ya estaba hecho.

Caminó a paso lento en dirección a la cama, tomando aquel objeto con la mano antes de dejarse caer sobre las sábanas. Cómo se alegraba por no haber sucumbido a las tentaciones de la carne en ese lugar, pues de haber yacido en la cama con ese muchacho, ahora estaría envuelto en su fragancia y, después de haber hecho algo tan pecaminoso, no era lo más apropiado; sin embargo, ahora debía recordar lo que lo había llevado a tan terrible situación. Antes había sido un chico normal, pero sus padres murieron en un accidente y el cura de su barrio, amigo de ellos desde la infancia, se encargó de él. Crió a Frederick bajo los conceptos de la Iglesia, pero un día éste le confesó aterrado, que le gustaba un chico. Por supuesto, la reacción de su padre adoptivo fue la esperada por parte de un hombre de fe; le dijo que eso era anormal y que lo amaba demasiado para permitir que se desviara. Le había prometido a sus padres que cuidaría de Frederick como a un hijo, por eso lo envió a un seminario para que se formara como un sacerdote, para que se alejara de la tentación y se preparara para ser su sucesor.

Y ahora estaba aquí, tirado en la cama de un hotel a los cuarenta y cinco años, tras haber perdido su virginidad con un prostituto.

Desde la muerte de sus padres había vivido tratando de ser querido y amado por todos, en especial por Don Jaime, su padre adoptivo. Durante todos los días de su vida le machacaron con los preceptos religiosos, con lo que era normal y lo que no, con ser bueno y puro para poder gozar del cielo cuando muriera. Y, tenía que ser franco, le había gustado en parte ser sacerdote; una parte de él creyó que hacía lo correcto, que era algo que en verdad quería. Después de todo, siempre quiso ser como el padre Jaime. Pero ahora, luego de todos esos años, comprendía que aquello le quitó la posibilidad de hacer tantas cosas.... Como ir a una universidad, tener amigos, salir a tomar algo los viernes a la noche y encontrar un chico con el cual pasar buenos ratos juntos, en pareja. Creía en Dios, claro que sí, pero él no era apto para ser una de sus tantos voceros en la tierra. Con el tiempo había visto a tantos chicos tener una vida normal, que empezó a preguntarse por qué él era el único que no había vivido nada y seguía en donde estaba. ¿Para qué se había sacrificado toda su vida? Ya ni siquiera podía orar con fervor.

El sacerdocio era algo que ya conocía, pero lo que estaba en el exterior le era tan poco familiar que lo aterraba. Tenía que tomar una decisión ahora que estaba conciente de que no quería ser sacerdote, pero eso no era como echar una moneda al aire y esperar a que saliera cara o cruz. Soltó un largo suspiro y miró el alzacuello en su mano. Dos meses. Sólo seguiría con eso dos meses más mientras buscaba algún otro oficio que pudiese ejercer.

 

Los meses pasaron y Frederick Hansen seguía en su capilla. Ya había avisado a sus fieles que dejaría el pueblo, pero no les dijo en ningún momento acerca de su decisión de dejar los votos, porque hubiera sido una masacre. Además, quería irse del pueblo, no quería contactar con nadie nunca más. Su padrastro, quien aún vivía, sería el primero en enterarse, cuando tuviera un sitio estable dónde vivir y ya supiera qué quisiera hacer con su triste vida.

Se acomodó la sotana y se dispuso para ir al confesionario. Ahora que Springfield sabía que su sacerdote se iría, parecían todos muy ansiosos de confesarse y pedir perdón a Dios por sus pecados, perdones que él mismo entregaba a regañadientes mientras trataba de no pensar en nada de lo que oía. Ese día, según le habían informado, sólo había una persona. Haciendo tripas corazón, Fred se metió dentro del pequeño recinto y dejó caer su cuerpo con el mayor de los disimulos en el asiento, inclinándose hacia la verja que separaba al clérigo del pecador. Del otro lado le esperaba una figura conocida. Ése era el mismo chico que, hacia tan solo dos meses, le había entregado su primera noche de placer.

—¿A qué has venido hijo mío?

—Perdóneme Padre, he pecado.

La voz del joven por un instante le puso los pelos de punta. Estaba nervioso por lo que el chico pudiera decirle, porque sentía una urgencia indomable de salir de ese confesionario e ir a verle frente a frente. De todas maneras, puso su voz más normal cuando le habló como si ese joven fuera uno de los fieles. Era su trabajo, a pesar de todo, y tenía que ser profesional en él.

—Cuéntame tus pecados, hijo.

—Soy un vil pecador, Padre. Soy un prostituto. He dejado que tantos hombres me posean, que ya he perdido la cuenta.

Frederick en un principio no supo qué contestar, mas el chico siguió hablando sin darle tiempo de hacerlo.

—Pero he dejado el negocio, Padre. No pude continuar en eso, así que ahora estoy trabajando en algo más honesto. Hubo un cliente… Un cliente que me hizo cambiar. Tocó algo en mí, no he podido quitármelo de la cabeza desde que lo conocí.

—¿Es cierto eso, hijo mío? –preguntó, con voz temblorosa. A cada minuto que pasaba le costaba horrores continuar su fachada de buen cura.

El chico asintió.

—Yo trabajaba como prostituto de lujo para una importante empresa de Nueva York. Vivía solo, sin ánimos de nada, rodeado de lujos que había pagado vendiendo mi cuerpo y en cierta forma, a pesar de que no me molestaba lo que hacía, no me sentía contento. Me sentía muy solo. Un día me contrató un hombre algo mayor. Guapo, muy guapo —a medida que el relato avanzaba, las palpitaciones de Frederick se aceleraban cada vez más—. Era un primerizo, me di cuenta desde el momento en que lo vi. Al principio eso me molestó un poco, pero a medida que hablaba con él y lo conocía más, fue cayéndome cada vez mejor. Me gustaba, algo en él me gustaba mucho.

En silencio, el cura pasó saliva una vez más. Retrayéndose a esa noche en la que tantas emociones se le habían presentado de sopetón, recordó cuánto le había gustado el chico y eso no aminoró la sorpresa que le produjo escuchar tales palabras de la boca de Nick. Quiso decirle algo, lo que fuera, algo que le hiciera detener la confesión y lo obligara a salir para verlo cara a cara.

—Nickie…

Susurró su nombre, pero quizás no lo había susurrado. Miró al chico que estaba cerca de él, separado por el confesionario, y éste había alzado el rostro lo suficiente como para poder ver su sonrisa. Esa hermosa sonrisa, única, que lo había atraído desde el primer momento.

—Él era virgen, así que tuve que enseñarle. Fue todo un trabajo, la verdad —dijo riéndose por lo bajo, a pesar de que el cura seguía en estado de shock. Él mismo estaba muy nervioso, aunque no lo aparentaba; pero tenía que hacer eso o nada de lo que había hecho durante esos dos meses, todo lo que cambió y abandonó, valdría la pena—. Aún así me hizo el amor de una forma maravillosa, fue todo un caballero y hasta se preocupó por mí. Creí que había encontrado al hombre perfecto… Sin embargo resultó que tenía un secreto que yo descubrí. Y me fui. Hubiera querido invitarlo a salir, decirle más cosas, pero ese secreto era un impedimento.

Ese era el joven que se le aparecía en sueños todas las noches al Padre Frederick, el cual estaba a un paso de distancia. Nicolás fue alzando la vista poco a poco, y entonces, siempre sonriendo de aquella forma, apoyó los labios contra la reja del confesionario enviándole un beso indirecto al cura.

—Venía a confesar que usted me gusta, Padre. No he dejado de pensar en ti desde entonces, así que más te vale que te hagas cargo de ello… Preferentemente mientras estoy de vacaciones en Springfield.

Antes de que Fred pudiera siquiera reponerse de todo lo que estaba ocurriendo, de poder aplicar todos y cada uno de los engranajes de su cabeza sobrecalentada por tanta información, e intentar aunque fuera disimular el sonrojo que lo cubría de pies a cabeza, Nicolás soltó una risa y se levantó de su sitio, huyendo a toda máquina del confesionario mientras corría por los pasillos sagrados de la iglesia.

—¿Eh…? Espera, ¡Nickie!

Trató de perseguirlo como la vez anterior, pero se detuvo. El chico era endemoniadamente rápido, apenas Fred había salido del diminuto cuarto y el otro ya había salido de la iglesia. De todos modos, no podía correr con esa sotana puesta. Soltó un largo suspiro de cansancio. Así que había dejado el negocio y se había arriesgado a seguirlo hasta Springfield, sólo para confesarle que le gustaba.

«Sería un mentiroso si dijera que no he pensado en él.»

Miró dentro del recinto donde minutos antes se le habían confesado. Casi como aquella vez en la que, por azares del destino había encontrado la tarjeta de Le Belle Poupeé, ahora se encontraba con algo curioso en el asiento del confesionario: un papel escrito muy bien doblado, el cual tomó con una de sus manos y se dispuso a leer, a pesar de los demás fieles que esperaban por su confesión.

Te dejo mi número de móvil escrito por si quieres llamarme. Me quedaré dos días en la posada de tu pueblo antes de volver a la ciudad. Saludos.

Nickie.

Fred permaneció inmóvil, releyendo las letras garabateadas con tinta azul una y otra vez. Esbozó una sonrisa al tiempo que doblaba de nuevo el papel con cierta dedicación antes de metérselo en el bolsillo. Otra vez, tenía que tomar una decisión que no era tan sencilla como echar una moneda al aire… Pero quizás, pensaba él, la moneda ya había caído. La última vez que se le ocurrió seguir un trozo de papel había sido una experiencia agradable.

¿Por qué no lo sería en esa ocasión?

Se quitó el alzacuello un instante, breve lapsus en el que se quedó pensando muy seriamente sobre su vida y lo que realmente quería. El Padre Frederick esbozó la sonrisa más brillante que cualquiera pudo verle en sus cuarenta y cinco años, dejó caer aquel símbolo de su oficio al suelo, giró sobre sus talones y emprendió el camino de regreso a casa a paso ligero, silbando una vieja canción de su infancia entre tanto. Tenía una llamada muy importante que hacer esa tarde.

 

 

Notas finales:

Este relato participó de la antologia de relatos HE de la Colección Homoerótica. Pueden descargar la antologia desde la web oficial o de mi blog ^^

 

http://mavya.blogspot.com/


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