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El arte del vicio... por Leia-chan

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Notas del capitulo:

Again... Se mueren más de un personaje, no sólo uno...

 

Notas sacadas de la guitarra resonaban en la habitación. Noche de luna llena, una luna roja, furiosa. La habitación era medianamente iluminada por las luces de los edificios aledaños y la iluminación de la calle. El sonido del tráfico, ansioso, frenético, impaciente parecía opacar a ratos los acordes de la guitarra. Pero él seguía tocando su melodía, entre alegre y triste, entre sana e insana... Una nota tras otra, mientras los cuerpos de tres personas en el suelo terminaban de dar su ultimo suspiro, entre la magia propiciada por el artista. Él los veía desangrarse, tanta vida desperdigada en el suelo... Sin dejar de tocar, notó que estaba manchando las cuerdas de su guitarra con la sangre que se había quedado en sus manos. Siempre fue un tanto descuidado, pero no le importaba. Esa sangre deslizándose sobre las cuerdas parecía impregnar su música con el dulce sabor de la muerte, de la vida que se despide.

Realmente no conocía a aquellas personas. Nunca conoció a ninguna de sus victimas. Tan sólo los veía en algún momento y se daba cuenta de que había una hermosa canción esperando liberarse de sus cuerpos. Y él iba tras ellos y arrancaba esa música de sus corazones... A veces, literalmente. Y después se quedaba allí, frente a los cuerpos, despidiéndolos con la música que siempre guardaron dentro. Nota tras nota inspirada en sus llantos, sus súplicas, su dolor...

 Pudo haber sido famoso por lo que escribía, pero terminó siendo famoso por lo que hacía, ya que nadie más que él y sus muertos escuchaban sus melodías. Siempre escapaba antes de que la policía llegara. Se escabullía por alguna ventana y de inmediato viajaba a otra ciudad, para despistarlos por completo. Nunca se relacionaba con nadie, nadie lo conocía. Él era nada para todos, una sombra sin rostro que caminaba por las calles... Una sombra que convertía en música el final de una vida. Y le encantaba. Ambas partes. Su inspiración, que era la muerte, y el fruto, que era su música. Por eso no se detenía, por eso seguía. Aunque nadie jamás escuche sus músicas, él amaba crearlas...

Y seguía tocando, sintiendo que el final se acercaba. Dos ya habían partido y sólo uno quedaba. Y justo cuando este se dejó abrazar por las oscuras alas de la muerte, la puerta se abrió. ¿La policía?, se preguntó él. Imposible. Siempre aparecían cuando la melodía ya había terminado. Siguió tocando, sin alterarse; aún faltaban notas por interpretar. Si ese era el día en el que lo atraparían, que así sea, pero no dejaría un trabajo incompleto.

Pero no fue la policía lo que cruzó la puerta. Fue una mujer que, en un pasado distante, pudo haber sido bella. Pero al cruzar esa puerta, se veía horrible, con la ropa andrajosa y la mirada torva. Demasiado delgada, esquelética incluso. Sus cabellos tenían la textura de la paja, finos y quebradizos. Entró y de inmediato se dejó caer sobre los cuerpos, acariciándolos, tratando de empaparse con la sangre aún frescas. Otros más entraron, con las mismas pintas e hicieron lo mismo. Sólo uno parecía más o menos compuesto, con una preciosa camisa blanca de seda. Hubiera sido un sacrilegio que aquella camisa se manchara, por suerte, el hombre no se atrevió a tal cosa. Y él ultimo en cruzar esa puerta fue un chico bastante joven. Vestía un elegante traje de un tenue color lila, con una corbata negra y una camisa blanca. Caminaba con calma, con pasos tan suaves que parecía que más que caminar, el chico flotaba. Tampoco este se arrodilló patéticamente sobre los cuerpos. Se paró al costado del grupo y se cruzó de brazos. Le dedicó una rápida mirada al hombre que tocaba la guitarra entre las sombras, pero no hizo nada más.

El grupo seguía revolcándose en la sangre y los cuerpos, buscando con desesperación algo que no encontraban. Cuando los dedos del hombre dejaron de rasgar las cuerdas de la guitarra, y el último acorde se perdió en el murmullo del tráfico, el grupo dirigió su mirada desesperada y hambrienta al chico de traje. Este soltó un suspiro hastiado y alzó un brazo hasta la altura de su rostro y enseñó una pequeña bolsa llena de un polvo grisáceo. La mujer esquelética se acercó gateando y, con una humillación que parecía imposible para un ser humano, rozó las ropas del chico, suplicando por el dichoso polvo. El chico formó una mueca de disgusto y de una patada alejó a la mujer, que se retorció de dolor y frustración en el suelo. Los demás se acercaron también, pero se cuidaron de no tocarlo. Extendieron sus manos ensangrentadas hacía él, rogándoles lo que tenía en sus manos.

-           Nada es gratis, idiotas... ¿Qué me ofrecen por esto? - y todos los drogadictos lloraron desconsolados al ver que ya nada tenían por intercambiar. El vicio los había consumido a tal punto que ya no eran nada más que drogadictos y su vicio era lo único que les quedaba...

El hombre de camisa blanca, que aún se mantenía limpio, se acercó caminando, con ojos suplicantes. Se paró al lado del chico y, a pesar de que el otro no le llegaba ni al cuello, el más débil era él. El chico, con su baja estatura, parecía estar a cargo de todo, parecía tener en sus manos las desgraciadas vidas de esos drogadictos. - Lo que quieras - dijo el hombre - Te daré todo lo que quieras... Mi vida, si así lo deseas...

El chico sonrió complacido al escuchar aquello. Y en su sonrisa, el asesino músico pudo adivinar una macabra sinfonía en el alma del joven. La blanca y pequeña mano del joven atrapó la suave tela de la camisa y tiró de ella para acercar al hombre. Tanteó un poco la tela y con una voz muy parecida a un ronroneo, dijo: - Esto me agrada, también... - sin soltar la camisa, con la otra mano sacó una jeringa con un montón de ampollas y se lo lanzó a los drogadictos - Inyéctense... Háganlo y yo les daré lo que buscan... y tú, también quítate la camisa... - El hombre lo hizo sin rechistar, mirándolo a los ojos grisáceos sin pestañear, como si estuviera hipnotizado. ..

Él sabía lo que sucedía. Aquel chico de traje era un Convertidor, una máquina que convierte en polvo la existencia de los demás. Sueños, pasiones y emociones se adentran en su cuerpo y son expulsados en ese polvito gris que permitía a otros vivir vidas que no les pertenecían. El escape máximo de la realidad, sin necesidad de morir. Al parecer, esta máquina necesitaba que el donador esté muerto y, al parecer también, esta máquina expulsaba un polvo bastante adictivo. Se habían inventado algunos años atrás, pero fueron prohibidas por el mal uso que le daban los traficantes. Obviamente, esa prohibición no impidió su circulación, sólo la hizo clandestina...

Detestaba esas máquinas, detestaba ese polvo, en serio. Era una blasfemia para su arte. Para él, la vida de cada uno, por más caótica y desgarradora, merecía ser vivida y alabada. Merecía una última sonata. Y aquellas máquinas quebraban la vida  de uno y las llenaban de retazos de otras vidas. Mezclar melodías, nunca le gustó. Nunca. Pero no dijo nada y no hizo nada, sólo se quedó a ver. Se quedó a ver como esos drogadictos se dejaban inyectar veneno  por un poco de aquella droga. Ellos morirían allí para darles sus existencias a aquella máquina y él ni siquiera sería capaz de componer algo bello con aquellas decadentes vidas. Fastidiado, se levantó y salió de la habitación, sintiendo la grisácea mirada del chico en su espalda...

...

Al abrir la puerta de su departamento, una solitaria oscuridad le dio la bienvenida. Así había sido su vida desde que comenzó su peculiar carrera artística, saltando de lugar en lugar, sin hacer relaciones con nadie más que con sus muertos. La luz de la luna llena iluminaba levemente la sala, así que no prendió la luz. Dejó su guitarra al lado de la puerta y comenzó a sacarse la ropa para luego meterse en el baño y darse una relajante ducha. Descansaría esa noche y en la mañana iría a conocer a la adorable familia del piso superior: Una madre soltera con tres hijos adolescentes, una niña y dos niños. Precioso. Inocencia mezclada con sabiduría, dolor, placer y amor... Quién sabe cuánto más podría encontrar en esa familia. Los adolescentes siempre eran una caja llena de sorpresas... Salió del baño, poniéndose la remera liviana que usaba para dormir, cuando lo encontró.

Allí estaba él, el Convertidor. Con su traje lila y una sonrisa altanera. Los rayos plateados acariciaban el perfil de su rostro, dándole a su piel un brillo mortecino. El chico lo miró con esos extraños grises y ensanchó la sonrisa. Por un momento, el músico se quedó inmóvil. No lo había escuchado entrar, no entendía que hacía allí. Pero de inmediato decidió que no le importaba. Se dio media vuelta para volver al baño y sacar la escopeta. Al entrar, se sorprendió un poco al verlo en la bañera, casi sin ropa. Su delicado cuerpo de piel pálida se dibujaba en los alrededores oscuros. Suspiró cansado y salió del baño, ignorándolo nuevamente, pero al llegar a su cama, él apareció parado sobre esta, sin más vestimenta que aquella camisa blanca de seda. Sus largas y blancas piernas se perdían tras  la suave tela y por un momento, el músico recordó que él era humano y aquel cuerpo lo incitaba a muchas cosas. Pero aquel cuerpo no era humano, así que...

-        No soy como los demás... - habló el chico con una voz casi infantil - No me crearon sólo para producir la droga - el joven lo invitó a subirse en la cama, y el músico, sin entender el porqué, aceptó -. Cada parte de mi cuerpo es anatómicamente perfecta... - tomó la mano del músico y la llevó a acariciar su rostro, su cuello, a viajar sobre la seda que cubría su torso - Me crearon para ser bello, deseable... Para dar placer... - hizo que la mano se colara bajo la seda para dejarla sobre sus caderas. Se acercó a sus labios para seguir hablándole - Y me dieron algo muy parecido a un alma... Un muñeca inflable con alma... No debieron hacer eso... - lo besó fugazmente sobre los labios - No los hubiera matado si me hubieran preguntado...

Y volvió a besarlo, pero con más ímpetu. Como si quisiera devorarle los labios, como si tratara de despertar cada una de las pasiones del estoico músico. "Los odio", susurró, dejando sus labios por un segundo, "a todos aquellos que se dejan llevar por sus debilidades... Odio a todos los humanos... Pero tú... Tú eres tan útil para mi negocio", sonrió y comenzó a besar la piel de su cuello, bajando lentamente. "Te necesito...", completó, poniéndose de rodillas frente al músico.

El músico lo dejó hacer, dejándose llevar por una mezcla de placer y entendimiento. Al fin y al cabo, era un artista. Entendía de sentimientos. Y aquella maquina sentía. Sentía sin tener vida. No lo entendería jamás, pero en ese momento, mientras la boca del Convertidor lo guiaba a la lujuria frenética, se dio cuenta de que se sentía solo. Y ya no le gustaba... No le gustaba esa maquina, pero tampoco le gustaría pasar el tiempo con otro ser humano, aguantándose las ganas de convertir sus miserables vidas en preciosas obras de arte. No había opción, no había salida...

...

Al día siguiente, un hombre con una guitarra en la espalda y un chico de traje lila abandonaban un edificio en llamas. Dentro, los cadáveres de las diez personas que vivían allí eran comidos por las flamas. Sus cuerpos se quemaran hasta que sólo queden cenizas y nadie sabrá jamás que estaban muertos antes de que el incendio comenzara...

El Convertidor sonríe contento, con diez bolsitas de polvos escondidas entre sus tantos bolsillos y el músico tiene la mirada llena de ensoñación... Ha oído diez preciosas melodías ese día...

Notas finales:

Ne, ne... Es corto, pero que costo escribirlo... Podrían, no sé... Decirme que tal lo hice?


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