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.:El Zar:. por Alaya-chan

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Notas del capitulo:

Bueno, pues empezamos con el último capítulo. Me está quedando más largo de lo que esperaba, sinceramente, así que lo voy a dividir en dos partes, cada una de ellas con el mismo título pero, a la vez diferente. Espero que os guste, como siempre y, como lo tengo casi terminado, subiré la última parte dentro de una semana o así, para que os de tiempo a leer.

También escribiré un epílogo, pero como es simi independiente de la historia actual, igual tardo un poco más en subirlo.

See you, honeys.

XIV

El Zar

Parte I: Dentro.

Volvió a escupir. Era la quinta vez que lo hacía desde la última paliza que le habían dado. Por lo menos, aunque en la boca seguía notando el sabor metálico de la sangre, parecía que la hemorragia había parado. Le dolían las costillas y tenía varios arañazos en el torso, allí donde los latigazos le habían roto la ropa. Además, después del tiempo que llevaba allí metido, el cual ya no sabía pues había perdido la noción, los grilletes alrededor de las muñecas que lo mantenían de pie casi colgado de la pared y los brazos en alto ya estaban rozando la carne viva, así que apenas podía moverse sin sentir un fuerte dolor. Cuando despertó por primera vez después de la fiesta, ya se encontraba arrodillado en el suelo y colgado de la pared, encerrado en aquel lugar, en el que ni siquiera tenía idea de dónde podía estar. Las primeras quince horas después de eso, antes de que comenzara el infierno, las pasó despierto. A partir de entonces, no era capaz de mantener los ojos abiertos, sobre todo por la falta de comida y de agua, así que el resto del tiempo lo pasó en un estado de letargo, sin estar completamente dormido pues las cadenas no le permitían echarse, pero sí lo suficiente como para poder delirar y soñar un poco. Tan solo se despertaba del todo cuando le lanzaban un cubo de agua fría. La primera vez que eso sucedió, se lo tomó bastante mal. Abrió los ojos y encaró a dos de los guardias del zar que se encontraban delante de él, uno de ellos dejando el cubo en el suelo. Con la poca luz que había en la celda, apenas podía distinguir sus caras.

-          Deja de dormir, so vago. – sonrió cínicamente. Sergey le devolvió el gesto ensanchando aún más la sonrisa.

-          Veréis, si me tenéis aquí atado, lo difícil será que no haga el vago – ironizó. Escuchó que uno de los dos chasqueaba la lengua, pero no supo quién.

-          ¿Entonces estás diciendo que te aburres?

-          Hombre, un poco, la verdad – el ladrón sonrió sarcástico – No tengo a nadie que me de conversación, y mirar la pared durante tanto tiempo no divierte mucho. La tengo tan vista que podría deciros cuántos bloques de piedra tiene. – los vio sonreír maquiavélicamente, y eso no le gustó nada.

-          Muy bien. Juguemos entonces – los pelos de la nuca se le erizaron y entornó los ojos a la vez que fruncía el entrecejo.

No quiso mostrarlo, pero le invadió el pánico al ver el látigo de cuero negro. Aunque no iba a dejar que se reflejara en su cara. Al menos eso intentaría. Para su alivio, no lo levantó enseguida, sino que el guardia que no lo portaba se acercó a él y se agachó a su lado para hablarle al oído.

-          ¿Sabes? Su alteza nos ha ordenado que te sonsaquemos información de los ladrones, y que hagamos lo posible para ello. No le importa si mueres en el proceso.

Sergey lo fulminó con la mirada después de chasquear la lengua, pero no dijo nada. Abrir la boca en ese momento sería como una sentencia de muerte. El guardia se levantó y se puso delante de él, mirándolo soberbio.

-          Bien, ¿vas a hablar? – inconscientemente, el rubio sonrió. Iban listos si esperaban que hablara tan fácilmente – Ya veo.

Lo agarró del pelo y le levantó la cabeza para que lo mirara a la cara. Soul apretó la mandíbula y lo volvió a fulminar con la mirada. Ojalá hubiera la suficiente luz para poder distinguir su cara.

-          ¡Habla! – ordenó.

-          Y una mierda – gruñó Sergey. Y, efectivamente, no tenía que haber abierto la boca.

El guardia le sacudió un fuerte puñetazo en toda la mandíbula, haciendo que se girara bruscamente y, debido a que aún el mantenía sujeto por el pelo, le arrancara varios mechones. Si no hubiese sido por las cadenas, se habría dado un fuerte golpe contra el suelo. Escupió, y salió sangre. Mierda. No se andaban con tonterías.

-          ¿Eso es todo lo que tienes? - ¿Por qué seguía hablando? ¿Tan rápido quería morir?

El guardia chasqueó la lengua y le pegó un rodillazo en la boca del estómago. El aire se le atascó en la garganta y dejó de respirar, mientras el dolor le subía a trompicones por el esternón hasta el cuello. Soltó el aire de repente y comenzó a toser, mientras trataba de calmar en su cabeza el dolor que comenzaba a sentir, y eso que solo era el segundo golpe. Sabía que eso sería aún peor, pero la falta de sueño, comida y agua le pasaban más factura de la que supuso al principio. Respiraba audiblemente y tenía la cabeza gacha, evitando mirar hacia arriba porque sabía que lo volvería a fulminar con la mirada, mientras las cadenas tiraban de sus muñecas y le impedían rozar siquiera el suelo con el culo.

-          No va a hablar – comenzó el otro – Por lo menos no así. Déjame intentarlo a mí.

Los ojos de Sergey se abrieron bruscamente al escuchar el sonido del látigo rompiendo el aire. Apretó la mandíbula y volvió a cerrarlos fuertemente, esperando lo peor. Fue como una picadura de serpiente, pero multiplicado por mil. El látigo se llevó consigo parte del chaleco y la camisa de la zona del pecho, llegando a levantar la piel. No se miró, pero escocía allí donde le había dado y empezaba a notar como suaves gotitas se le resbalaban torso abajo. Seguramente sangre.

-          Puedes gritar – desde luego, ese guardia era todavía más frío. Su voz apenas denotaba alguna emoción.

Pero no iba a hacerlo. No iba a darles el gusto de oírle gritar. Al menos eso pensó al principio. Al quinto latigazo se hacía difícil no gritar, y después del noveno resultaba casi imposible. Pero lo consiguió. No supo la de latigazos que se llevó esa vez, pero sabía que volverían. Cuando se marcharon, arrastró las rodillas hacia atrás para apoyarse contra la pared, tratando de recuperar el aliento, aún cuando le escocían todos los arañazos que el beso del látigo le había dejado y todavía con el dolor en el estómago. Ya se había olvidado completamente de que también tenía el labio partido y su dolor de mandíbula. El resto lo opacaba sin duda. Abrió los ojos de nuevo y miró hacia arriba. La única ventana de la mazmorra estaba a tres metros por encima de su cabeza, en la pared de enfrente, y no tenía el tamaño suficiente para sacar siquiera la cabeza por ella. Pensaba que, para ser una celda, era ridículamente grande y tenía el techo también ridículamente alto. Además, había mucha humedad, pero no se notaba mucho el frío. Ni siquiera aunque estuviera empapado de pies a cabeza. Cerró los ojos, pensando que, a lo mejor, ese era su castigo por todos los años de fechorías. Pero, ¿no las había pagado ya cuando perdió a Dimitri? Entornó los labios en una mueca. El Dimitri que había visto en el palacio no era, ni por asomo, el mismo que él había conocido. ¿Cuál de los dos era el verdadero? ¿Por qué era tan frío? Si tan solo hubiera sido más rápido aquel día… Trató de suspirar, pero las costillas le dolieron, así que tan solo soltó un quejido. La cabeza comenzó a martillearle y, en un impulso, quiso llevarse las manos a la cabeza, pero apenas había movido el brazo cuando las cadenas tiraron del lado contrario. Sonrió nostálgicamente. Sin comida ni agua, lo único que podía era tratar de dormir. Aunque le resultara imposible con los brazos sujetos por encima de su cabeza y sentado sobre los talones.

Lo que sucedió después no lo supo bien. Cada vez que volvían, que fueron bastantes veces, le pegaban una paliza tratando de que hablara, pero era en vano. No iba a traicionar a los suyos, por mucho que le doliera, y siempre le despertaban con un cubo de agua fría. La mayor parte del tiempo lo pasaba semi inconsciente, y ni siquiera tenía fuerza para pensar en el pelirrojo, a pesar de que nunca abandonó sus sueños, en los que sonreía y se ruborizaba, llamándolo idiota. No supo la de palizas que recibió, pues a la séptima dejó de contar o más bien perdió la cuenta, ni la de días que pasaron hasta que le volvieron a despertar. Estaba adormilado cuando escuchó girar la llave dentro del picaporte y abrió los ojos. Levantó la cabeza para ver quiénes venían esa vez, aunque solían ser siempre los mismos, tratando de verles la cara, casi como hacía siempre, pero eran demasiado avispados y solían ir durante las horas de oscuridad, cuándo la luz de la luna apenas alumbraba la mazmorra. Lo bueno fue que, al verlo despierto, no se molestaron en echarle el agua que llevaban.

-          No te molestes – dijo una grave voz – Parece despierto.

-          Sí, pero mírale los ojos. Apenas está consciente – no reconocía las voces, así que supuso que hoy serían unos nuevos.

-          No sé ni siquiera cómo aguanta tanto. Es peligroso. ¿Seguro que tenemos que hacer esto?

-          Cállate. Las órdenes de su alteza son irrefutables, y lo sabes.

-          Vale, vale, pero no te pongas así.

Se acercaron a él. Para su sorpresa, no llevaban ningún látigo, pero no se hizo ilusiones porque, en el estado en el que se encontraba, lo raro era que pudiera siquiera pensar en algo.

-          Eh, si tiras tanto de las cadenas no podemos quitártelas - ¿habría entendido bien? ¿o solo estaba alucinando? No sería la primera vez en el tiempo que llevaba allí.

-          Tú, ponte de pie – ordenó. Supuso que se dirigía a él, pero no estaba seguro. Apoyó un pie en el suelo y trató de levantarse, pero estaba más débil de lo que creía, y solo sirvió para caer, pegando un tirón de las cadenas y que el contacto con la piel viva de sus muñecas escociera – Mierda.

El hombre se agachó a su lado y colocó el brazo alrededor de la cintura del rubio y se pasó uno de sus brazos por los hombros. Al intentar levantarse con el peso de Sergey, soltó un quejido.

-          Joder, cuánto pesa.

-          Si tuvieras la mitad de músculos que tiene él no dirías eso. Vuélvelo a intentar.

-          Para ti es fácil decirlo.

El guardia cogió aire unas cuantas veces y luego volvió a intentar ponerse de pie. Aunque lo consiguió, estaba resoplando cuando ya se encontraba de pie. Su compañero rió y agarró el brazo derecho de Sergey, quién giró la cabeza. ¿De verdad iban a soltarle? No, era imposible. Si seguían órdenes del zar a saber a dónde lo llevaban ahora. Le retiró los grilletes que le mantenían colgado de la pared y, por primera vez en días, su brazo quedó colgando al lado del cuerpo, cosa que agradecieron los músculos del hombro. Cuando el guardia que le mantenía en pie se cambió de lado cuidadosamente para no dejarlo caer, no porque no quisiera que se hiciera daño sino para no tener que volverlo a levantar, el otro hombre le retiró la cadena de la muñeca, cayendo el brazo izquierdo al lado del cuerpo.

-          Solo me queda atarle las manos.

-          Joder, date prisa. Que ya estoy sudando.

¿Le iban a atar las manos? Es decir, ¿no habían visto cómo tenía las muñecas? Hasta él mismo, a pesar de que apenas estaba lúcido, podía ver en qué estado se encontraban: en comparación con el resto de la piel de su cuerpo, las muñecas parecían haber sido bañadas en sangre, a pesar de que no había goteado por ningún lado. Cuando quiso darse cuenta, el guardia le había enganchado una muñeca con un grillete de metal unido a otro por una cadena, lo que le hizo soltar un quejido al roce, y después ordenarle a su compañero que lo dejara caer arrodillado, para poder pasarle la cadena por delante y engancharle la otra muñeca.

-          Nos vamos.

Cada guardia a un lado, lo cogieron por los brazos y lo arrastraron. No supo ni dónde iba, ni por dónde pasaron, pues la luz de las antorchas lo cegaba y apenas podía abrir los ojos y, cuando lo intentaba, no hacía más que lagrimear. Bajó la cabeza y se dejó arrastrar. Ni siquiera se movió cuando, al subir una escalera, los escalones le golpearon en las rodillas y los muslos. Tan solo volvió a levantar la cabeza y se atrevió a abrir un ojo cuando se detuvieron. Al alzar la vista, pudo ver una gran puerta de roble de doble hoja, muy decorada con varios relieves y pomos dorados, por lo que podrían ser perfectamente de oro, custodiada por otro par de guardias, bastante mejor vestidos que los que había visto los últimos días.

-          ¿Hay alguien dentro? – preguntó el que le agarraba el brazo derecho.

-          Nadie.

-          Perfecto –abrieron la puerta y lo metieron dentro - ¿Dónde lo dejamos?

-          Allí.

Por lo que supuso, el hombre al que preguntaron debió señalar, pero Sergey ni siquiera tuvo curiosidad por saber hacia dónde. Cuando se marcharon, ambos estirando los hombros que habían aguantado el peso del ladrón y lo dejaron a solas, pudo darse cuenta de que era de día, y de que no había sido la luz de las antorchas lo que le había molestado. Le habían colocado contra la pared que estaba enfrente de la puerta. No estaba lo suficientemente consciente como para andar echando un vistazo, pero al notar el tacto de una espesa alfombra debajo suyo, le entró curiosidad. A su derecha había un pequeño conjunto de dos sillones y un sofá tapizados en terciopelo rojo. Un gigantesco armario de madera maciza con relieves parecidos a los que tenía la puerta, además de varias perchas y un biombo no muy alto, se encontraban contra la pared derecha. Casi en frente de él, en mitad de la habitación y más cerca que el tresillo, había un diván tapizado en el mismo color que los sillones, con bordados y retoques, ambos en color dorado. A su izquierda, había una pequeña cómoda en la que tenía el hombro apoyado, también de madera maciza, y que suponía que estaba debajo de la ventana, porque podía notar las haciéndole cosquillas en el brazo y veía entrar la luz. Un poco más lejos de la cómoda se encontraba la inmensa cama doble con un dosel sujeto en las cuatro esquinas, con cortinas y ropas de cama de terciopelo rojo también, al igual que el resto de la habitación. En la pared izquierda había una chimenea de piedra, la cual yacía apagada, con el escudo de armas del actual zar justo encima. En la pared de enfrente de él, en la que se encontraba la puerta, tan solo había un inmenso cuadro, que pasó completamente por alto, porque empezaba a quedarse completamente inconsciente, un amplio escritorio, y algún armario más. Si había algo más, no lo pudo ver, pues era la primera vez en días que se encontraba completamente en el suelo. Apoyado contra la pared de la ventana y la cómoda a la vez, comenzó a quedarse dormido.

No supo cuánto tiempo había pasado cuando despertó, asustado. No es que hubiera escuchado algún ruido o algo, pero se encontraba en una situación en la que debía permanecer alerta, y se había quedado dormido. Para su sorpresa, había oscurecido, pero la habitación estaba iluminada por la chimenea encendida. ¿Cuándo habían entrado? En cierto sentido, era raro a esas alturas del invierno ver la luz del sol, puesto que solía amanecer nublado y apenas había seis horas de luz hasta que volvía a oscurecer. Escuchó voces al otro lado de la puerta, pero no se encontraba en condiciones de distinguir a quién pertenecían. Lo que sí escuchó, fue girar el pomo de la puerta y ver cómo entraba un guardia, que al parecer dejaba paso a alguien más.

-          …pero supongo que eso será mejor hacerlo cuando venga el duque. – no había entrado en la habitación, pero el corazón le dio un vuelco al reconocer esa voz. Cuando entró en la habitación estaba despeinado y sus ropas eran más austeras que las que había llevado durante la fiesta – Hoy no se puede hacer mucho más – cuando levantó la cabeza y vio a Sergey, sus miradas se cruzaron, pero se giró velozmente para mirar al guardia – Otra cosa antes de que te marches: pídele a Alina que me traiga la cena. Recuérdale que no me siento bien del estómago – el guardia hizo una reverencia demasiada exagerada, o eso pensó el ladrón, y salió de la habitación.

Dimitri no lo miró, pero él no despegaba los ojos de su figura. Su elegancia lo tenía asombrado y embelesado. Ya lo había pensado, pero cada vez estaba más seguro de que estaba hecho para la realeza. Aunque seguía siendo un enano. Dimitri se quitó la capa, tirándola descuidadamente sobre la cama y se acercó a la repisa que había encima de la chimenea, dónde encendió una lámpara de aceite que Sergey no había visto hasta que la llama estuvo chispeando. Luego el pelirrojo, lámpara en mano, se movió por la habitación y abrió una puerta, en la misma pared que la de entrada, pero que se encontraba casi pegada a la pared de la izquierda, otra cosa que había pasado completamente por alto. Tardó un rato en salir, mientras el mayor escuchaba el sonido del agua correr y varias salpicaduras. Salió corriendo, con el pelo empapado, cuando escuchó la puerta.

-          ¿Alina? – preguntó mientras se echaba el pelo hacia atrás.

-          Mi señor – se escuchó al otro lado de la puerta.

-          Pasa – una mujer de mediana edad con pelo corto y castaño claro entró en la habitación empujando un carrito.

-          ¿Has traído todo lo que te pedí? – la muchacha hizo una reverencia.

-          Todo, su alteza.

-          ¿Todo, todo? – la chica sonrió – Vale, puedes retirarte. Dile a los chicos que me voy ya a la cama, que no me molesten si no es absolutamente necesario.

-          Como diga, su alteza – salió por dónde había entrado y, antes de cerrar la puerta añadió – Qué descanse.

Pasaron unos segundos hasta que el pelirrojo volvió a moverse. Se giró levemente hacia Sergey, posiblemente asegurándose de que aún seguía allí, y luego volvió a entrar dónde había estado. Esa vez apenas tardó en salir un par de minutos con una palangana de agua y varias toallas en los hombros. Las dejó sobre la cómoda sobre la que se encontraba apoyado el ladrón y su corazón se subió a la garganta al tenerlo de nuevo tan cerca, a pesar de que los separaba metro y medio. Luego se volvió a alejar y empujó el carrito más cerca del rubio. No entendía muy bien qué era lo que estaba haciendo. Además, le dolía el hecho de que, a pesar del tiempo que llevaba dentro de la habitación, aún no le hubiera dirigido la palabra. Se movió hacia la cama apoyó una mano sobre el colchón para quitarse las botas y tirarlas a los pies de la cama, luego se desnudó de cintura para arriba y Sergey se obligó a sí mismo a mirar hacia otro lado, aunque no tenía fuerzas suficientes para ponerse cachondo, pero por si acaso. Luego escuchó pasos descalzos acercarse de nuevo a la cómoda. Giró la cabeza y vio que se había puesto una camisa muy holgada, mucho más cómoda que el atuendo que llevaba cuando entró en la habitación. El pelirrojo levantó la palangana y se agachó con cuidado para dejarla en el suelo, a los pies del rubio. El chico le miró intensa pero fríamente y el rubio apretó la mandíbula. Vale, lo había comprendido. No era Dimitri. Era el príncipe ruso. Su corazón se encogió mientras lo veía acercarse al carrito y coger una botella de cristal rellena de un líquido trasparente. Hubiera pensado que era agua sino llega a ser porque, al verle abrirla y olerla, puso cara de asco. Se acercó a él botella en mano, cogió las toallas que aún yacían sobre la cómoda y se agachó a su lado. Eligió entre las prendas la más pequeña y la hundió en el agua. Luego lo miró y le tendió la mano derecha.

-          Agárrate, hay que quitarte eso. – dijo dirigiéndose educadamente a él y mirando el destrozado chaleco y la camisa blanca, ahora carmesí por la sangre.

-          ¿Qué pretende? – preguntó, sin rodeos. Debido a lo reseca que tenía la garganta, sintió como si pasasen una lija por ella al hablar.

-          Agárrate. – no le iba a contestar. Muy bien.

Dubitó unos momentos antes de cogerle de la mano con su diestra y dejó que tirara de él para despegarlo de la pared. Cerró los ojos cuando se acercó para desabrocharle el chaleco y la camisa. No debía sentir, pero le resultaba imposible. No era Dimitri, se repetía, pero su cuerpo y su corazón no le pertenecían en ese momento. Apretó la mandíbula cuando, al quitarle la camisa posteriormente a hacerlo con el chaleco, los dedos del pelirrojo acariciaron su piel. Tenía que acabar rápido con eso, así que le facilitó la tarea sacando los brazos rápidamente. Al igual que con su capa y sus botas, lo tiró por ahí. ¿Siempre había sido así de descuidado? Se recostó de nuevo contra la pared. Aunque ya había abierto los ojos, no se atrevía a mirarle. Solo escuchó escurrir la toalla antes de que el pelirrojo volviera a hablar.

-          Mírame – no le quedaba otra que obedecer, así que levantó la  cabeza.

Para su sorpresa, el menor comenzó a pasarle la toalla por la cara con cuidado, mientras se llevaba restos de sangre y le limpiaba suavemente, cosa que hizo que el ladrón abriera mucho los ojos, aún en contra de su voluntad. El corazón se le desbocó mientras trataba de no mirarlo directamente a los ojos. Pero lo peor llegó cuando, tras limpiarle la cara, pasó al pecho. El mayor apretó la mandíbula y fijó la vista en la cómoda que le quedaba a la izquierda, dónde aún descansaba apoyado su hombro. Cuando terminó de quitarle la sangre del pecho, cogió la botella de cristal y vertió un poco de contenido sobre una toalla limpia, más o menos del mismo tamaño que la que había usado antes.

-          Esto te va a escocer – a pesar de todo lo que estaba haciendo, no mostraba emoción alguna, y eso le dolió más que cuando puso el paño empapado en alcohol sobre las  heridas.

Tenía varias heridas sobre la frente, dos en el pómulo derecho y el labio partido, a juzgar por los lugares que le ardían cuando le pasó la toalla. En el pecho no las pudo contar. Soltó varios quejidos mientras le curaba las heridas, pero el chico no se detuvo en ningún momento ni pareció dudar en seguir. Su indiferencia le molestaba, y parecía que estaba haciendo eso solo porque se lo debía, no porque en realidad quisiera hacerlo. No supo cuanto tiempo tardó en limpiarle las heridas, pero le pareció que duró una eternidad. Dimitri se secó las manos y se incorporó para acercarse de nuevo al carrito, dónde sirvió un vaso de agua. Después, aún con la jarra y el vaso en las manos, se agachó junto al rubio. Sergey se sorprendió el ver que le ofrecía el vaso.

-          Bebe – tenía tanta sed que no le importó siquiera el ver cómo se lo ofrecía. Simplemente se llevó el vaso a los labios y bebió como si esa fuera la última vez – Ten, cuidado, te vas a atragantar – el ladrón le miró cuando el vaso estuvo vacío. Hubiera dado cualquier cosa por que en ese momento hubiese añadido un “idiota” a la frase - ¿Más? – preguntó, señalando la jarra con la mano libre.

-          No debería estar sirviendo así a un ladrón, alteza – no supo si se lo imaginó, pero vio a Dimitri apretar las mandíbulas y fulminarlo con la mirada. Señaló de nuevo la jarra y el rubio le tendió el vaso, que enseguida fue rellenado. De repente, le entró la curiosidad. - ¿Cuántos días he estado allí encerrado?

-          Cinco y medio – la respuesta fue tan rápida que no le había dado siquiera tiempo a beber otro trago.

¿Llevaría la cuenta? Dimitri se sentó en el suelo, en el que había permanecido arrodillado. Se atrevió a escrutarlo con la mirada y se percató de que parecía cansado. Es cierto que estaba más aliñado de lo que acostumbraba a verlo, pero sus ojos estaban tristemente apagados y tenía más ojeras que las que había visto en su vida. ¿Le tratarían bien? ¿Comería bien? Era obvio que lo último sí, pero… No, debía alejar esos pensamientos. Apremió el resto del vaso y, antes de que se diera cuenta, el pelirrojo le había servido más. Para cuando quiso levantar la cabeza para mirarle, atónito por lo que acababa de hacer, el menor se estaba levantando de nuevo y se dirigió al carrito, el cuál empujó todavía más cerca. Esta vez se fijó en la bandeja de comida y levantó la tapadera. Sergey no sabía de qué se trataba, pero olía demasiado bien, y su estómago empezó a hacer señas de que estaba vacío, después de permanecer callado por tanto tiempo durante esos días. El pelirrojo cogió una cuchara y la rellenó lo justo para catarlo. Lo saboreó unos segundos y después tragó.

-          Está bien, aunque se ha enfriado. Espero que no te importe.

-          ¿Disculpe? – no procesaba bien, porque no entendía del todo a qué venía todo eso. ¿Le estaría, de verdad, ofreciendo la comida? ¿A qué tipo de juego estaba jugando el príncipe ruso con él? El chico suspiró.

-          ¿De verdad pensabas que yo no había cenado ya? – cogió la bandeja con las manos y  la colocó en el suelo, delante del rubio. El ladrón frunció el entrecejo y lo miró.

-          ¿Por qué hace esto?

-          Te lo debo – no, definitivamente no tenía que haber preguntado.

Ahora, su estómago había decidido no aceptar comida. ¿Que se la debía? ¿Era idiota o algo? Bueno, un príncipe jamás quiere deberle nada a nadie. Es lo que tiene ser de la realeza, que son todos unos hipócritas y soberbios que solo piensan en seguir enriqueciéndose. Apretó las mandíbulas. No quería todo eso. Había estado en la mazmorra, había recibido no sabía cuántas palizas, y solo en ese momento se planteó que no debía estar ahí, que el día que decidió colarse en el castillo tenía que haberse quedado en la cama. Pero no, porque seguía sintiendo eso por Dimitri, entró en el palacio, arriesgando su vida. Lo había hecho todo con la excusa de que debía pedirle que no los delatara, pero, en realidad, lo único que quería era verle y preguntarle el porqué. Suspiró casi sin querer, apesadumbrado.

-          ¿Sabes quién te lo hizo? – le escuchó hablar, pero no se atrevió a levantar la cabeza.

-          ¿El qué?

-          Todo eso. – al levantar levente la mirada, pudo darse cuenta de que se refería a todas las heridas.

-          No lo sé. Jamás les vi la cara.

-          ¿Crees que podrías reconocerlos por las voces? - ¿qué pretendía? ¿Siempre había sido tan difícil de leer para el ladrón?  ¿O habría levantado un muro tan alto que ahora hasta a él le resultaba infranqueable?

-          Podría intentarlo.

-          Bien – lo vio incorporarse.

-          Alteza – el menor se giró hacia él - ¿qué pretende?

-          No es de tu incumbencia – susurró, frío como el hielo.

-          Aún así, quiero que sepa que me dijeron que su padre está detrás de todo esto – no sabía por qué, pero lo dijo.

-          Lo sé – se iba a alejar. El rubio frunció los labios en una mueca.

-          Dimitri – el chico se detuvo y pareció dudar antes de girarse – No nos delates.

-          Nunca lo haré – le sonrió nostálgica y falsamente, pero luego su rostro volvió a tornarse inquebrantable – Y soy tu futuro zar, recuérdalo – Sergey apretó la mandíbula – Cómete eso o se enfriará más.

A pesar de que no tenía hambre al principio y la sopa estaba fría, en cuanto se metió en la boca la primera cucharada apenas tardó un par de minutos en acabar con el plato entero, además del trozo de pan blanco con pasas y de algunas frutas.  Cuando quiso darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor, Dimitri ya yacía metido en la cama, de espaldas a él. El hambre que tenía había opacado por completo todos los sentimientos agolpados en su corazón. Se encogió sobre sí mismo, apoyándose entre la pared de piedra y la cómoda, y trató de conciliar el sueño. Para variar, esa vez sí pudo dormir, más por debilidad que por que en realidad quisiera.

 

Los toques rápidos en la puerta lo despertaron de su ensoñación. La luz que había en la habitación le molestó, así que no abrió los ojos inmediatamente. Esperó unos segundos a ser completamente consciente de lo que pasaba a su alrededor, y fue cuando se percató de estaba tapado con algo. Quién fuera que estuviera llamando a la puerta, insistió de nuevo. Escuchó unos pasos descalzos y acelerados por la habitación y decidió abrir los ojos.

-          Ya voy, ya voy – el pelirrojo tenía la camisa a medio abotonar cuando se acercó a la puerta - ¿Lizzie? Si eras tú deberías haber entrado en vez de hacerme perder el tiempo. – el chico se alejó de la puerta y se acercó al armario que había en la pared derecha.

-          Ya, pero no quería interrumpirte por si estabas desnudo – una suave y dulce voz de chica se coló en sus oídos. Cuando entró, su rostro le resultó ligeramente familiar. ¿Dónde había visto esa cara? La chica, la cual vestía un ostentoso vestido azul claro con una capa blanca sobre los hombros, se percató de que alguien la miraba y giró el rostro hacia Sergey - ¡¿Desde cuándo está aquí?!

-          Lo subieron ayer, creo – dijo mientras se abotonaba un adornado chaleco beige con remates en verde oscuro.

-          ¡¿Y por qué no me lo dijiste?! – se acercó tan rápido a Sergey que hasta pensó que se le iba a tirar encima – Ey, Dima, ¿qué le ha pasado? Cuando lo vi en la fiesta no estaba tan magullado.

¡En la fiesta! Ahora recordaba dónde había visto esa cara de muñeca con ojos azules y pelo largo, rubio y rizado. Tendría aproximadamente la edad de Dimitri, intuyó, con los labios rosados, ojos enormes y muy expresivos, y rasgos redondeados. Una preciosidad, incluso a sus ojos. Era la muchacha rubia que había estado hablando con el pelirrojo cuando él se acercó  a saludar.

-          Mucho gusto – dijo ella haciendo una reverían propia de la nobleza – Mi nombre es Elisabeth von Stauffenber, hija del primer conde alemán con parentesco directo con el emperador del Sacro Impero Romano Germánico, Maximiliano II de Habsburgo – le parecía ridícula la cantidad de títulos que tenía.

-          Soul. Encantado, mi señora – la chica se agachó a su lado, curiosa.

-          ¿De verdad eres el famoso ladrón? – Sergey asintió con la cabeza – Qué pena. Podías haber sido un esposo muy guapo.

-          Lizzie, déjalo – interrumpió el pelirrojo con las manos sobre una corbata verde, a juego con los remates del chaleco – Ayúdame con esto, anda.

-          Qué desastre eres – la muchacha se incorporó y se acercó a él.

Era algo más baja que él, posiblemente de la altura de Lilya, pero con diferencia mucho más guapa que la pelirroja, y mucho más madura. Hacía mucho que no le invadía esa sensación de celos. Era encantador con ella, sonreía de vez en cuando y bromeaba. Eran demasiado cercanos para su gusto. Tanto que le resultaba hasta asqueroso. En esos momentos, un vacío se asentó en su estómago, mientras el corazón latía furioso, como el trueno en una tormenta. Sin quererlo, la fulminó con la mirada. De repente, le entraron unas ganas enormes de levantarse y pegarle un puñetazo al enano por idiota consentido. Retiró la manta que aún le tapaba y, con bastante dificultad, se incorporó apoyándose en la cómoda, de la que no se separó en ningún momento. Ambos muchachos se le quedaron mirando, pero Sergey solo sostuvo la mirada del pelirrojo, que se había enternecido en presencia de la chica.

-          Di-Dima – otra que lo llamaba así. Debía ser el único que no lo hacía – Q-Qué son todas esas… - la muchacha retiró la vista, pero el pelirrojo se la mantuvo.

-          Pediré que te traigan algo de ropa – luego se giró a la muchacha – Eh, no te asustes así.

-          Ha sido cosa de tu padre, ¿verdad? – por primera vez en días, pudo ver el arrepentimiento en los ojos del pelirrojo. – Entonces por eso está aquí.

-          Lizzie, ya. No voy a hablar de eso aquí. – parecía avergonzado – Tenemos que irnos.

-          Tienes razón – Dimitri agarró de la mano a la chica para dirigirla hacia la puerta, pero ella se soltó y el menor la miró interrogante – Una cosa.

Se dio la vuelta, poniéndose en frente del rubio y, mientras se acercaba a él, se iba quitando una pequeña gargantilla de oro que había pasado desapercibida a ojos del ladrón. Cuando estuvo a su altura, le indicó que se agachara mientras le agarraba de la mano que no estaba aguantando su peso sobre la cómoda.

-          ¿Sabes? Me caes bien – le susurró al oído – Serás un ladrón, pero pareces honrado – notó como le dejaba en la palma de la mano la gargantilla que se había quitado y se separaba un poco de él, pero no subió el tono de voz cuando volvió a hablar – Cuida de ella, y ella te protegerá. Ya me la devolverás – con una profunda y sincera sonrisa en los labios, se alejó de él, despidiéndose con la mano y acercándose hacia el pelirrojo.

-          ¿Qué le has dado? – preguntó el menor, curioso.

-          Un amuleto de la suerte.

El rubio apretó el regalo en su mano y levantó la vista para encontrarse con la de Dimitri, que le indicó con la mirada que se girara hacia la derecha. Echó un ligero vistazo y vio que, en un carrito como el de la noche pasada, había un desayuno. Luego agachó la cabeza, agradeciéndoselo, pero tan solo un segundo después la pareja estaba saliendo por la puerta, dejando todo en silencio. Cuando se quedó solo, se dio cuenta de que le temblaban el brazo izquierdo, el que tenía apoyado sobre la cómoda, y las piernas. Había permanecido más tiempo de pie del que su cuerpo, en las condiciones en las que estaba, podía soportar. Sentimientos contradictorios se agolpaban en su pecho. La muchacha le parecía una chica increíblemente hermosa, y parecía buena persona, pero el hecho de que Dimitri fuera tan caballeroso, gentil y atento con ella le molestaba. No, no le molestaba que fuera así con ella, le molestaba que con él fuera frío, fuera el príncipe ruso, no Dimitri. Con ella era él, el enano pelirrojo. ¿Por qué no podía ser así con él? Suspiró pesadamente y se pasó una mano por el pelo. Giró la vista hacia el carrito de comida. Si tenía a su disposición el desayuno, era de idiotas seguir pensando con el estómago vacío.

Se despertó cuando escuchó la puerta cerrarse, pero ni abrió los ojos ni se movió. Escuchó los pasos caminar por la habitación, unos pasos que ya fuera mármol, madera o alfombra tan bien conocía. Pero le resultó curioso que, al escuchar como esos pasos pasaban de ser de unas botas caras a unos calcetines, se acercaran a él. Escuchó cómo se agachaba a su lado.

-          ¿Por qué estás en mitad de la alfombra?

Efectivamente, hacía unas horas, después de comer y de ponerse la ropa, se había tirado en mitad de la alfombra que quedaba entre la cama y el diván, justo enfrente de la puerta. Abrió los ojos para mirarlo pero, al ver su fría mirada, no contestó. Solo se incorporó y se movió a gatas hasta su rincón junto a la cómoda, dónde estiró la manta de una sacudida para taparse.

-          Grosero – le escuchó decir, porque no le estaba mirando, y le pareció que estaba molesto.

El rubio cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre la pared, tratando de no pensar. Pero la presencia del pelirrojo en la habitación, a pesar de ser inmensa, le alteraba hasta el punto de preocuparle. No paró de moverse hasta pasada una media hora, cuando escuchó que se sentaba sobre el colchón de la cama, en la que entraban como diez más de su tamaño, y se giraba ya dentro de las mantas. Lo escuchó volver a moverse y se preguntó si estaría inquieto. Bueno, inquieto estaba, pero lo que no sabía era si estaba nervioso. Algo parecía tener en mente.

-          Hoy había una fiesta – los ojos de Sergey se abrieron de repente y el corazón se le subió a la garganta. ¿Estaba empezando una conversación…normal? – Bueno, no es raro que mi padre prepare fiesta cada dos días, pero hoy era… especial – el corazón del rubio había decidido ir a su propio ritmo, a pesar de que no podía ser, para nada, sano - ¿Sabes qué día es hoy? – el rubio contó con los dedos, pues su cerebro había pasado a modo ausente, y se percató el porqué era especial esa fiesta.

-          Y, entonces, ¿por qué no se ha quedado? – preguntó, a pesar de que no sabía si hacía bien.

-          Porque me aburría, y tenía sueño – sí, propio del pelirrojo. El rubio soltó una pequeña risita de nostalgia, dándose cuenta de que no estaba tan frío.

La habitación volvió a tener en silencio, tan solo roto por el chisporrotear de las llamas de la chimenea. Por parte del ladrón, porque no sabía si podía seguir hablando. Además, posiblemente, Dimitri no tuviera mucho más que decir. Pasó los minutos así, escuchando las llamas moverse y el respirar del menor, que disfrutaba con cada fibra de su ser aunque, de la misma manera, al que tan cerca tenía pero a la vez tan lejos. Se acurrucó un poco en el rincón, escurriéndose hasta quedar echado en el suelo, y cerró los ojos. Pegó un respingo cuando escuchó fuertes sonidos provenientes, posiblemente, del comedor.

-          Sergey – por primera vez en lo que llevaba en el castillo, el pelirrojo le llamó por su nombre. El corazón volvió a latir desbocado, mientras una estúpida alegría se apoderaba de él. Para que no se percatara de su repentina euforia, tan solo hizo un pequeño sonido interrogatorio – Feliz Año Nuevo.

-          Lo mismo os digo, alteza.

Agradecía estar cubierto por la sombra de la cómoda, porque sería un poco humillante que le viera sonriendo como un idiota como lo estaba haciendo. Se dio la vuelta, para mirar por hacia la pared, apoyó la cabeza sobre el brazo y cerró los ojos.

 

Al día siguiente, 1 de Enero de 1576, cuando despertó, no había nadie en la habitación. La cama del enano estaba hecha y el desayuno estaba en el carrito, además de nuevas ropas para que se cambiara, a pesar de haberse cambiado el día anterior. De verdad que la vida de palacio era bastante diferente a la de los ladrones. Se estiró como un felino y volvió la vista de nuevo hacia el carrito. Se incorporó, pasándose la mano por el pelo, y decidió que debía hacer el esfuerzo de levantarse para desayunar, a pesar de que el cuerpo le tentaba a solo arrastrase hasta el carrito. Para su sorpresa, su fuerza estaba volviendo y sus músculos comenzaban a comportarse como siempre lo habían hecho. Se acercó a su desayuno. Había lo que parecía un líquido anaranjado en una jarra, un par de rebanas de pan tostado, mantequilla en un pequeño plato, una botella de vino especiado y más fruta. Posiblemente fue en ese momento cuando entendió por qué Dimitri no estaba acostumbrado a desayunar huevos, como lo hacían en la taberna de la guarida. Suspiró hondo. Añoraba a su familia, a los ladrones, pero también añoraba el tiempo que pasó allí con el pelirrojo, las risas, los sonrojos, a Natasha y Lilya metiéndose en su vida y en la del enano, a Vlad y sus charlas, el pequeño cachorro de boyero de berna que tanta compañía le había hecho, los  besos del pelirrojo. De repente, se reafirmó a sí mismo por qué estaba allí. No podía dejar que todo lo que había hecho fuera en vano. Se preguntó por Natasha y Vlad, si habrían salido sanos y salvos del palacio, y espera con todas sus fuerzas que así fuera. Repentinamente, se percató de que, junto a su desayuno, además de un montón de cubiertos que le parecían excesivos, había un sobre blanco que tan solo tenía escrito su nombre en una letra elegante y refinada, pero aún inmadura. La cogió entre las manos y le dio varias vueltas, pero no parecía sospechoso. ¿De quién sería? Dejó el sobre junto a su desayuno, y cogió la bandeja para colocarla en el suelo y sentarse delante. Untó el pan con la mantequilla y peló un par de frutas. Del líquido naranja pasó porque no sabía qué era y no le apetecía hacer experimentos en ese momento. Tras verter un poco de vino en el vaso y oler el suave aroma de la bebida, indicándole que era un vino bueno y caro, posiblemente español, cogió el sobre de nuevo, abriéndolo esta vez y sacando la carta que estaba dentro. Comenzó la leer.

“Sergey:

Hay cosas que no puedo decir en voz alta porque no sé hasta qué punto mi padre confía en mí, y no estoy muy seguro de que los guardias que vigilan la puerta día y noche no estén ahí para escuchar las conversaciones. Soy consciente de que sabe que estás en mi habitación y que te estoy alimentando, pero trataré de que no haga nada más. Le he mandado una carta a Natasha a través de su prima para que sepan que estás bien, así no se preocuparán. Sé que se colaron en la fiesta contigo, porque los conozco, pero no estaban entre la gente los hombres de mi padre capturaron ni entre los heridos, así que supongo que están bien. Te comentaré cuando reciba la respuesta.”

 

Arrugó el papel en el puño derecho. Y sonrió casi inconscientemente, dando gracias a quién fuera que estuviera ahí arriba por cuidar de ellos como lo había hecho. Luego pensó en el detalle que había tenido Dimitri y sonrió de nuevo, esta vez cariñosamente, a pesar de que intuía que, para él, no había sido más que una manera de informarle. La carta estaba escrita formalmente, sin una muestra de cariño o frialdad, como si estuviera dirigiéndose a un duque o un vizconde, o a alguno de sus subordinados o amigos. Suspiró pesadamente y apuró el poco vino que quedaba en el vaso de un trago. Lo dejó todo en la bandeja y la colocó sobre el carrito. Luego cogió la ropa y se cambió. El pantalón le quedaba un poco grande, algo casi imposible debido a su tamaño, pero era realmente cómodo, de lana gruesa de color marrón oscuro bastante austero, mientras que la camisa era de color blanco y, al contrario que con el pantalón, esa vez sí que habían acertado con su talla. Se puso las botas que siempre había llevado puestas, asegurándose de que cierta carta que llevaba escondida en ellas desde el día de la fiesta seguía allí y no se había estropeado con el agua cuando lo mojaron aún estando en las mazmorras. Bien, ya había desayunado, se había cambiado. Y ahora, ¿qué? Estaba completamente seguro de que salir de la habitación iba a ser misión imposible, además de que no podía levantar sospechas. Paseó la vista por el lugar y se percató de que no se había fijado en el único cuadro que había en la habitación, así que se acercó a verlo. Tampoco tenía mucho más que hacer. Era ridículamente grande, por lo menos para el gusto de Sergey, pero era muy bello. Se trataba de un retrato de las dos generaciones presentes de la realeza rusa, el padre sentado en una butaca con su hijo de pie a su derecha. Le sorprendió que el retrato representara fielmente la crueldad del zar en las duras líneas de su cara y sus ojos oscuros, mientras que la cara de Dimitri era suave, cuyos rasgos eran más aniñados que los que él había conocido, reflejando la inocencia de quién no había visto la guerra. Posiblemente, el retrato debía tener ya varios años porque era evidente que el pelirrojo era mucho más joven. Chasqueó la lengua y se giró para seguir dando una vuelta por la habitación. Se fijó en que había tres alfombras de tal tamaño que hubiera sido imposible colocar una en su habitación de la guarida a no ser que la hubiera cortado por la mitad, colocadas de tal manera que dónde terminaba una empezaba la otra, hasta llegar a los extremos y chocarse contra las paredes. Se acercó a la mesilla de noche que había al lado derecho de la cama, junto a la cómoda, y vio un libro de tapas rojas,  bastante más grueso que los que había visto, y en cuya portada rezaba “Divina Comedia”, escrito por Dante Alighieri. Le resultó curioso a pesar de que él no tenía ni idea de cultura. Lo cogió con la mano derecha, se sentó en el suelo con la espada apoyada contra el borde de la cama y lo abrió para empezar a leer. Era curioso que la primera palabra que se encontraba fuera Infierno, a pesar de que a él le llamaban alma. Quizá era una indirecta que marcaba su destino.

 

Embobado en la lectura, dio un respingo cuando escuchó la voz cabreada del pelirrojo acercarse por el pasillo, y levantó la cabeza, pero no cerró el libro. Cuando entró en la habitación, tenía el entrecejo fruncido y la muchacha rubia iba casi corriendo tras de él con cara de arrepentimiento.

-          Eres un grosero, Dima. No tienes ni idea de cómo se trata a una dama – rechistó.

-          ¿Grosero? ¿Yo? ¡Mira! – dijo, se giró para encararla y señaló enérgicamente una enorme mancha de color marrón claro que teñía la camisa y, probablemente, también la corbata. La muchacha se ruborizó y Sergey pensó que era preciosa.

-          Ya te he dicho que lo siento.

-          Pues no me vale – se dio la vuelta y se dirigió hacia el armario.

Vio a la muchacha abrazarse a sí misma. Con lo arrepentida que estaba, ¿por qué Dimitri la trataba así? ¿Dónde había quedado el compasivo pelirrojo? Se supone que con ella era atento, ¿no? Chasqueó la lengua y la muchacha se giró asustada, pero al ver que era él, sonrió tímidamente. Dejó el libro abierto sobre la alfombra y se levantó para acercarse a la chica.

-          ¿Está bien? – le preguntó.

-          Sí, algunas veces es así – dijo y su expresión cambió a una sorprendida cuando le miró el cuello – Te la has puesto – el rubio giró la cabeza hacia otro lado, estúpidamente avergonzado.

-          No sabía qué hacer con ella para no perderla – se pasó una mano por el pelo. Elisabeth soltó una suave risita.

-          Bueno, ya está bien. Tenemos que volver, Lizzie – dijo y la cogió violentamente del brazo, tanto que el rubio atisbó a ver una mueca de dolor en su cara. Estaba enfadado, pero no tenía por qué pagarlo con ella.

-          ¡Eh! – llamó sin pensar siquiera que estaba tratando con el príncipe ruso – No la trates así. Ella no tiene la culpa de tu mal humor – el pelirrojo se giró rápido y hecho una fiera.

-          ¿Te ha preguntado alguien? – gruñó.

-          No necesito que me pregunten. Y tú menos – sentenció, serio – Suéltala.

-          Yo no recibo órdenes, ladrón – la última palabra se le clavó como un largo cuchillo de cortar carne.

-          Dima… Está bien. Vámonos – la muchacha le tiró de la manga.

-          ¿Qué pasa? ¿Temes enfrentarte a mí? – preguntó el rubio. ¿Por qué seguía hablando? ¿Estaría aliviando su frustración contra Dimitri? El pelirrojo frunció aún más el entrecejo.

-          No tengo que darle explicaciones a alguien como tú. Además, tengo curiosidad – tomó una postura altanera y sonrió maquiavélicamente - ¿Por qué estás aquí? ¿Qué buscabas en palacio? ¿Oro? ¿Mérito? ¿Riquezas? – soltó una cínica risa – Sí, desde luego sería muy placentero para ti volver a la guarida sano y salvo después de haber pasado por las garras del zar y ver cómo te recibe la gente.

Le había cabreado, y mucho. ¿En serio acababa de oír eso? ¿Quién era ese chico? Entonces las emociones se le subieron a la cabeza, y dejó de pensar. Solo sabía que si no decía lo siguiente que dijo en ese momento, aunque se arrepintiera después, explotaría. Adelantó un par de pasos, lo agarró del cuello de la camisa y lo elevó tanto que el pelirrojo soltó a la rubia y tuvo que ponerse de puntillas, mientras se le pasaba el cabreo y sus ojos comenzaban a denotar miedo.

-          ¿Eres idiota o algo? – gruñó – Estoy aquí porque te quiero, gilipollas.

Los ojos de Dimitri se abrieron de tal manera que no creía posible y sus orbes azules marino comenzaron a brillar, pero, tras unos segundos pareció recobrar la compostura y lo empujó. Sergey trastabilló un par de pasos hacia atrás, atónito. ¿Por qué había dicho eso? Se le acababa de declarar, así, sin más. Sin pensarlo. ¿Qué coño hacía ahora? Se había puesto tan nervioso que no era capaz de coordinar las palabras en su cabeza. Dimitri lo fulminó con la mirada y se giró rápidamente.

-          Lizzie, vámonos – sentenció  y la chica le siguió, ruborizada.

La puerta se cerró y él cayó de rodillas al suelo. Era un idiota, un completo idiota. Ya había maldecido su boca en varias ocasiones, pero esa se llevaba la palma. Cojonudo. Se le había declarado al Príncipe de Hielo. Y lo peor de todo es que no esperaba recibir nada a cambio cuando lo hizo. ¿O sí? No, con la actitud de Dimitri no podía esperar nada a cambio. Tendría que dar gracias de que lo mantuviera caliente en su habitación y bien alimentado. Olvidando por completo el libro que había dejado sobre el suelo junto a la cama, caminó hasta el hueco que había tomado como suyo junto a la cómoda, contra la que apoyó la espalda al sentarse, encogió las piernas y escondió la cabeza entre ellas. No iba a recibir nada de Dimitri. Ya no era más el enano pelirrojo. Todas las personas que quería se iban de su lado tarde o temprano. Debía estar maldito. Se rodeó las piernas con los brazos y las ganas de llorar se le agolparon en sus ojos, mientras su corazón latía desenfrenado por la angustia.

Notas finales:

Emmmm... pues... creo que este capítulo no tiene aclaraciones. Solo que dejéis reviews si queréis, y que espero que os haya gustado.


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