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Humo de hormigas. por The Old Closet

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Notas del fanfic:

Por alguna razón, la historia me sigue apareciendo como parte de dos series con las cuales no tiene nada que ver. Espero no disguste mucho a los que siguen dichas series (busqué la forma de retirarlo pero no la halle). Si alguien sabe cómo puedo eliminar esas series de la ficha de presentación de la historia me gustaría que me lo comunicaran.

Saludos.

 

Era sábado y llovía. Lucía miro de lejos a la chica de la cazadora de piel negra. La solitaria forma de pararse  en medio de la calle mientras fumaba le resulto atractiva. Tenía una silueta larga, delgada, irrumpida por las curvas tímidas del pecho y el trasero. A Lucía le divirtió pensar que la chica miraba hacia la nada, perdida en pensamientos profundos como si arrastrara fantasmas de un duro pasado.

De hecho, la escena de esa chica exhalando humo, encogida entre las solapas del cuello de su cazadora, a la espera de quién sabe qué, fuera de un club a la una de la mañana, le recordaba una de esas tantas escenas de película gringa. Lo único faltante para que la película comenzara a movilizarse era dar un paso hacia ella- o bien, una serie de pasos-, alcanzarla y hablar; así el gran inicio de una mágica historia rodaría. ¿Su encuentro daría pie a una serie de fantásticas aventuras?, ¿llegaría a conocer la verdad sobre sí misma y sus verdaderos sueños al involucrase con ella?, ¿descubriría al amor de su vida?,  ¿o sería ella un remolino de tormento efímero que le dejarían una lección de vida?

Lucía sonrío al acercar el encendedor al cigarro entre sus labios.  No entendía por qué alguien habría de pararse suntuosamente frente a un club a fumar bajo la lluvia. Escena solemne de un drama. La chica de la cazadora negra le pareció instantáneamente el cliché de mujer bonita introspectiva. Bonita, a pesar de que sólo distinguiera su perfil y el color de un cabello ondulado confundido fácilmente con la noche. Le dio una calada a su cigarro medio empezado. Claro, esa chica, arropada en su cazadora, fumando, a la espera de quién sabe qué, no tenía la culpa de sus deducciones imaginarias

Desvió sus ojos hacia el cadenero. Éste la miraba impávido. No supo si la estaba midiendo o mirando las nalgas. Lucía lo recorrió con los ojos también. Le guiño un ojo. Sonrío. Su atención volvió a la chica de la cazadora. Su cliché imaginario subía a un platina plateado. Dio otra calada antes de perder de vista al coche al final de la calle.

Para cuando acabó su cigarro, Margot salía envuelta en su abrigo de diseñador. La vio caminar hacia ella con su china cabellera roja atrapando la llovizna. Sus labios pintados en un rosa absurdamente romántico se extendieron y dijeron un urgente vámonos.

 “Te ves sexy con lentes”. Lucía contuvo la risa para no soltar el cigarro de entre sus labios e hizo el cambio a tercera. “Me veo mayor”, contestó después. “Bueno sí, también. Pero eso no debería preocuparte, apenas tienes diecinueve”. Lucía aventó la colilla por la ventana. “Oh gracias, señora sabiduría y experiencia.” Freno en el semáforo en rojo y volteo a verla sonriente. “Lo que te gusta es que me veo mayor ¿verdad?”. Margot hizo un puchero divertido, juguetón en los labios, y acerco su rostro hasta el de Lucía mirando sus labios. “Bueno, siempre has parecido mayor”.  Lucía ignoro la invitación y arrancó. Sabía bien que a Margot le excitaba la provocación. Prueba de ello fue la mano de la pelirroja subiendo por el muslo hasta quedarse estática cerca de su ingle. “Mocosa sabelotodo”, susurró cerca de su oído. La pelirroja no aguantaría a llegar a su departamento.

Margot se balanceó sobre los dedos de Lucía en el asiento de atrás en cuanto la menor encontró una calle cerrada y prácticamente vacía. Lucía disfrutaba la imagen de los pechos grandes de Margot agitarse bajo su cabello rojo. Adoraba su casi afro, sus largas pestañas y quizás habría amado su maliciosa mirada si no tuviera ese color tierno de la avellana. La pelirroja metió su mano entre sus muslos. Lucía también habría adorado esas manos maestras si no tuvieran las uñas postizas. No la lastimaban, nunca lo hacían, simplemente detestaba esas uñas postizas tan propias de las tipas de televisión y amas de casa adineradas. No. Recordó a una compañera de clase con esas mismas uñas, exponiéndolas en cada oportunidad que tenía al hablar. Odiaba las uñas postizas.

“¿En qué estás pensando?”. Lucía se topo con la mirada avellana de Margot por el espejo del baño. Su cuerpo desnudo lo entrevió entre la puerta medio abierta. Prendió un cigarro. “¿En qué piensas tú?”. Los ojos de la pelirroja volvieron a colocarse sobre la figura de Lucía en la cama. Vestía sólo una camiseta y sus bragas.  “¿Qué? ¿A qué viene eso?”. Lucía la ignoro. Recorrió el cuarto con la mirada y la fijo en la ventana cerrada. Quiso abrirla, levantarse y abrirla,  pero estaba cansada para pararse; tal vez un minuto más y la abriría.  “Tú nunca me preguntas qué pienso” dijo unos minutos más tarde “es más, tú nunca me preguntas nada”. Su tono era burlón, sin sonreír. “¿Qué tiene de malo hacerlo de vez en cuando? Tampoco es como si fueras simplemente un consolador”. “Ah ¿no lo soy?”. Margot rodo los ojos y salió del baño bufando “Mocosa sabelotodo”. “Abre la ventana Margot, me estoy asando” “¿Estás loca? Sigue lloviendo y hace un frío de mierda”. “Ábrela, me estoy asando”. “Nunca debí coger a una mocosa y huevona además”. La pelirroja siguió bufando camino hacia la ventana. Sintió sus pezones endurecerse en cuanto abrió la ventana y se hizo para atrás sin quitarse complemente. Miro la calle mojada y los charcos dos pisos abajo. No había nadie o nada qué ver, pero se quedo ahí, como si esperara algo.

Lucía de repente se acordó de la chica de la cazadora negra. Su postura y la de Margot eran similares, mirando hacia la nada, a la espera de quién sabe qué, casi acongojadas. Lucía quiso preguntar a Margot sin estar segura de qué exactamente. “Hoy estuviste rara”, atinó a decir luego “¿paso algo?”. Margot se giro y le dio una media sonrisa. “No hablo con consoladores”.  “Pendeja”.

 

Lucía limpió sus lentes para ver el pizarrón. Ni una mierda, pensó, no entiendo ni una mierda. Miro su reloj, agradeció que restaran sólo quince minutos. Ana a su lado le preguntó sus planes para después de la clase. “Vamos a comer” le propuso sonriente. “Perra, si quieres que te lleve a tu dichosa escuela sólo dime”. Ana comenzó a reírse y la clase entera giro a verlas. Ana se disculpo con una sonrisa apenada, vestigio patético de esa carcajada escandalosa.  “No, ya de veras” hablo lo más bajito que pudo “vamos, tiene mucho que no vamos a comer juntas”. “¿Sólo a comer?”.  Ana sonrío un tanto traviesa. “Claro, si me llevas a mi academia tampoco me quejo”. “Bailarina convenenciera”. Ana sonrió aún más ampliamente, a punto de reír, pero la mirada de su compañero del banco de adelante la desalentó.

“¿Por qué demonios estás tú en esa clase?”. La pregunta se quedo suspendida, para cuando la volviera a recordar, Lucía no estaría segura si Ana la hizo una vez que la clase terminó o durante su conversación de la comida.

 Lucía colgó el celular crispada por la voz de su acompañante; creía fervientemente que Ana era demasiado escandalosa para alguien de su tamaño. Le recordaba a Margot. Ana mordisqueo su lechuga y miro el movimiento de sus manos en su cabello recogiéndolo en un chongo. “¿Segura no ordenas nada?”. Lucía miro el reloj. “Es muy temprano, todavía no tengo hambre”. “Vieja loca, si ya son las tres”.  “Ya comí”. Ana rebano su pechuga y la comió sin muchos preámbulos. Aún con la boca llena hablo. “¿Eres una de esas controladoras compulsivas de su peso?” entonó burlona. Lucía dijo sin titubear que no, pero Ana se río otra vez. “No te preocupes, conozco un buen, están locas y tú bien cabes en eso de la locura… pero nunca te creí como una de esas”. “De veras que no ¿te molesta si fumo?”, Ana negó con la cabeza y Lucía saco su cajetilla. “Últimamente no he tenido apetito, eso es todo”.

Ana tomo un trago de agua y la observo ahí sentada con los codos sobre la mesa, cigarro en mano,  mirada cansada. Sus nuevos lentes de pasta dura cubrían perfectamente esos círculos oscuros bajo sus ojos negros. Conocerla desde el primer semestre le daba la capacidad de reconocer el insomnio recurrente, pero no la razón.

 “¿Pasó algo con Margot?”. Lucía frunció el ceño. “¿Cómo qué?”. “¿Se pelearon o algo? Qué se yo, cosas de pareja”. Lucía sonrió. “No somos pareja”, respondió arrastrando la mirada por el lugar hasta llegar a la pequeña Ana; estaba segura de que eso era lo que su amiga más deseaba: Margot con pareja. Ana noto la mueca bufona de Lucía y  no dijo más sobre el tema, siguió comiendo. “En fin, no me has dicho que haces tú ahí”. Lucía no entendió la pregunta y se le noto en la cara. Ana aclaró: “La razón de estar tú en Principios de administración”. “Tengo que tomarla”, dijo enderezándose en su asiento.  “Sí, eso lo sé, pero ¿no se supone que lo tenías que tomar al desde antes, digamos el primer año? Sobre todo porque estás en administración ¿no?”. A Lucía le encantó la mofa de su comentario, era mejor ser encantada por él que irritada. “Antes la reprobé”. Ana tuvo que disimular su risa, incrédula la miro unos segundos antes de hablar. “No te creo” continúo “no conozco a nadie de tu carrera que haya reprobado esa materia, es pan comido”. Lucía la miro pensativa. “¿Tú por qué la llevas? Estás en teatro”. “Obligatoria, de las materias generales. ¿Sabes? tampoco es tan difícil”.  “Oh, disculpa, no sabía que estaba en presencia de una genio”. Ana sólo sonrió altiva mientras masticaba y noto la mirada de Lucía por tercera vez en su reloj. “Apúrate, sino vas a llegar tarde”. La aludida miro a su plato. Llevaba apenas la mitad. Dejo los cubiertos sobre el plato rindiéndose a la idea de acabarlo todo. “De todas las personas con reloj, tú eres la más extraña” dijo levantándose “siempre quieres llegar temprano, pero realmente no tienes a dónde llegar a temprano”. Lucía hubiera deseado seguir sus bien definidas piernas al baño; en vez de eso, miro su espalda estrecha alejarse con estela de sus palabras sobre la mesa.

 

 

Déjà vu. Lucía presenciaba la misma escena de película gringa de día, sólo que esta vez la chica no era la chica de la cazadora. Aquélla era la chica del vestido gris. Un gris de primavera que le encanto porque, a comparación de esos tantísimos colores brillantes y comunes de la temporada, el gris era inesperado. Tan inesperado como la repetición de esa escena con la misma chica fumando, esperando quién sabe qué, ahora al final de la calle. Por su cabeza se le cruzo apodarla “la chica quién sabe qué” porque cada vez que recordaba su imagen venía acompañada por el quién sabe qué.

Con la luz del día descubría su verdadero color de cabello. Oscuro de noche, era realmente castaño. Ondulado sí. Amarrado en una trenza hecha con desordenada destreza. Era tan alta como su silueta ese sábado lluvioso había delatado. Al menos uno setenta, calculo Lucía. Ana le dio un codazo y río estrepitosamente. “Es la nueva maestra, comenzó el miércoles pasado. Bonita ¿eh?”. Lucía junto a Ana recargada sobre la puerta del auto la examinaron detenidamente, tratando de no ser demasiado obvias. “Algo así”, contestó Lucía. Ana alzó las cejas sorprendida.  “¿Algo así?”.  La pequeña volvió a ver a su reciente maestra. “Bueno, claro, si la comparas con Margot no es nada… qué digo, cualquiera comparada con Margot es nada”. Lucía noto el tono de voz serio de Ana y regreso su atención en la chica al final de la calle.  

“Exageras” dijo después distraídamente “Margot sería una belleza sin duda alguna si fuera menos ridícula”. “¿A qué te refieres con ridícula? Si te oye, te mata”. Lucía volvió su cabeza hacia ella. “No, no lo haría ¿qué no sabes que soy un magnífico consolador?”.  Ana abrió desmesuradamente los ojos de la impresión, miro alrededor y al verificar que nadie había escuchado se echo a reír.

Lucía se arrepintió de su comentario. Ahora parecía estar en presencia de un juguete desbaratado, con la grabación de una risa estancada en la garganta.  Ana le parecía igualmente bella y ridícula. Su preferencia por estampados de Disney,  su tamaño de muñeca de porcelana, su risa estrepitosa y su forma de comer quisquillosa, en bocados pequeñísimos, a velocidad lentísima, le recordaba sin pensarlo dos veces a una niña de siete años. Probablemente por eso mismo Casandra había aceptado ser su novia. Ana como sustituto de Margot. Lucía habría sentido un poco de lástima si Ana fuera estúpida. No lo era, sabía muy bien por qué Casandra- el amor de su vida, según sus palabras- la había aceptado finalmente.

Lucía abrió la cajuela. Ana recibió con una sonrisa su maleta y bolsa casi aventadas. Esta vez sí pudo seguir el contoneo de las nalgas de Ana. Si tuviera que escoger una parte del cuerpo de Ana que no fuera parecido a una niña de siete años, escogería las piernas. Grandiosas piernas. Le gustaría verlas desnudas. Cerró la cajuela y antes de ir hacia la puerta del piloto se topo con unos ojos miel. La chica quién sabe qué al final de la calle hablaba por su celular con sus ojos clavados en ella. Ojos llorosos, mielosos, de cachorro, delineados por negrísimas pestañas abundantes. Le habrían gustado si no fueran tan- tan, repitió en su cabeza- insoportablemente serios.

 

 

 


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