El dolor lo atravesaba en oleadas desde la herida de su vientre. De verdad que apenas podía respirar. Estaba empapado, lo sabía, la lluvia caía con fuerza y también tenía mucho calor.
La fiebre que precede a la muerte, pensó.
O tal vez tuviera tanto frío que ya no sentía la lluvia helada. No lo sabía con certeza, la incosciencia iba ganando terreno aunque se esforzaba por mantener los ojos abiertos.
No supo cuanto tardó en darse cuenta de la figura parada junto a él pero cuando lo hizo la desesperación mordió su cansado corazón. No veía bien.
—Maestro... —llamó—. ¿Voy... a morir?
—Chris...—susurró él y se arrodilló junto a su persona—. Chris no pienses que vas a morir... Es la voluntad de Dios.
No...
—No quiero... morir —dijo ahogadamente, le costaba respirar—. No quiero. No quiero morir todavía.
No. No ahora que lo había encontrado. No quería ir al cielo, ansiaba quedarse aquí, en este mundo, disfrutando de las charlas al anochecer con su maestro.
—Maestro —suplicó—, no quie... No quiero... todavía.
Necesitaba tocarlo, aferrarse a él, la única persona, ¡lo único!, que lo ataría a esta tierra. Por eso intentó alcanzarlo aunque fuera despacio, temiendo el propio temblor de su cuerpo y a la fuerza que le quedaba.
—Tú... Si tú, Chris... —sintió la calidez de la mano de su maestro a través del guante y se dio cuenta de que tenía mucho, mucho frío.
Estaba helado.
—Pase lo que pase a partir de ahora, ¿puedes jurar que nunca te arrepentirás?
Sí, lo juraba. No importaba el qué si podía estar a su lado, verlo de vez en cueando, como había sido hasta ahora desde hacía unos meses.
¡Lo juraba, lo juraba!
—Sí, maestro.
A partir de acá se repite, lo siento, pero no me lo deja colgar con menos de 500 palabras, lo cual es una putada porque esta historia CORTA no las tiene.
El dolor lo atravesaba en oleadas desde la herida de su vientre. De verdad que apenas podía respirar. Estaba empapado, lo sabía, la lluvia caía con fuerza y también tenía mucho calor.
La fiebre que precede a la muerte, pensó.
O tal vez tuviera tanto frío que ya no sentía la lluvia helada. No lo sabía con certeza, la incosciencia iba ganando terreno aunque se esforzaba por mantener los ojos abiertos.
No supo cuanto tardó en darse cuenta de la figura parada junto a él pero cuando lo hizo la desesperación mordió su cansado corazón. No veía bien.
—Maestro... —llamó—. ¿Voy... a morir?
—Chris...—susurró él y se arrodilló junto a su persona—. Chris no pienses que vas a morir... Es la voluntad de Dios.
No...
—No quiero... morir —dijo ahogadamente, le costaba respirar—. No quiero. No quiero morir todavía.
No. No ahora que lo había encontrado. No quería ir al cielo, ansiaba quedarse aquí, en este mundo, disfrutando de las charlas al anochecer con su maestro.
—Maestro —suplicó—, no quie... No quiero... todavía.
Necesitaba tocarlo, aferrarse a él, la única persona, ¡lo único!, que lo ataría a esta tierra. Por eso intentó alcanzarlo aunque fuera despacio, temiendo el propio temblor de su cuerpo y a la fuerza que le quedaba.
—Tú... Si tú, Chris... —sintió la calidez de la mano de su maestro a través del guante y se dio cuenta de que tenía mucho, mucho frío.
Estaba helado.
—Pase lo que pase a partir de ahora, ¿puedes jurar que nunca te arrepentirás?
Sí, lo juraba. No importaba el qué si podía estar a su lado, verlo de vez en cueando, como había sido hasta ahora desde hacía unos meses.
¡Lo juraba, lo juraba!
—Sí, maestro.