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La suerte de Michael por Khira

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Notas del fanfic:

 

Hola!

Hace seis meses que no publico nada en la web y un año que no publico un fic original, así que si nadie me recuerda lo entenderé xD

Pero si alguien me recuerda y sobre todo recuerda mi novela “Ángeles caídos” que estuvo publicada en esta misma web, quizás le agrade leer este one-shot que tiene como protagonista a Mickey, uno de los personajes de la novela, y a otro personaje -quien haya leído el epílogo ya sabrá quién es, aunque en el resumen se da una pista. Aunque la trama se sitúa entre el final publicado aquí de la novela y el epílogo, por lo que no es necesario haberlo leído. De hecho, este one-shot tiene una trama propia y se explican todos los detalles necesarios para su comprensión, por lo que aunque se trate de un spin-off no es necesario haber leído nada de “Ángeles caídos”.

Dicho esto, solo me queda añadir que he escrito este one-shot con mucho cariño y que espero de corazón que os guste.

Un beso,

Khira

Notas del capitulo:

 

La suerte de Michael

por Khira

 

Miércoles, 18 de febrero de 2009. Manhattan, Nueva York

 

Eran poco más de las once de la noche en Nueva York, y hacía tanto frío en la calle que Michael no podía dejar de tiritar. La fina chaqueta de pana que portaba no era barrera suficiente para el viento helado. Varias veces estuvo tentado de abandonar su esquina de la Décima Avenida y marcharse de vuelta al albergue, pero necesitaba la pasta y se contuvo. Hacía varios días que no había tenido ningún cliente. Entre los chaperos de aquella zona se comentaba que la crisis económica estaba afectando incluso a los puteros y que por eso últimamente escaseaban tanto.

A Michael no le gustaba hacer la calle. Ni a él, ni a nadie, seguramente. Pero lo mejor, si te dedicabas al oficio más antiguo del mundo, era poder hacerlo bajo el techo seguro de un burdel. Michael había estado trabajando en uno hasta hacía poco más de un año, cuando el dueño había decidido cerrar con la única explicación de que no podía seguir en el negocio. Pero Michael sabía la verdad: el dueño se había enamorado de uno de los chicos, y el chico de él, y ahora vivían juntos. En cuanto a los demás, decidieron dejar de venderse y uno detrás de otro se habían marchado de la ciudad para reunirse con sus familias o seres queridos.

El único que se había quedado atrás había sido Michael. Él preferiría morir antes que regresar con sus padres.

Tampoco es que ellos fueran a recibirle con los brazos abiertos, precisamente.

Tras el cierre del burdel, Michael también se había planteado dejar la prostitución y de hecho había estado trabajando un par de meses como dependiente en una pequeña tienda de ropa, pero la crisis había hecho que perdiera también ese trabajo. A los pocos días, Michael se encontró por casualidad a un antiguo cliente, quien le ofreció una generosa cantidad por acostarse de nuevo con él. Michael aceptó.

Después hubo otro cliente. Y otro. Y otro. Y vuelta a lo mismo.

Un coche paró justo delante de él. Michael se acercó a la ventanilla del conductor, quien la bajó lo justo para poder oírse mutuamente.

—¿Cuánto? —preguntó secamente el conductor, un hombre moreno de unos cuarenta y tantos años, robusto, con barba de tres días.

—Cien pavos, completo —respondió Michael. El interior del coche se intuía tan calentito…

—Sube.

Michael rodeó el vehículo para subir en el asiento del copiloto, rogando como siempre al universo para que al cliente de turno no se le cruzaran los cables y regresar de una pieza.

El universo no le escuchó en esa ocasión.

 

xXx

 

Una noche más, la sala de urgencias del hospital Bellevue era un caos. Tras terminar de atender a una anciana con un esguince en el tobillo, Kevin Foster, médico traumatólogo, salió del box y se dirigió a uno de los enfermeros que recién empezaba el turno.

—Buenas noches, Jonathan —saludó mientras se colocaba el cuello de la bata, una manía que tenía entre paciente y paciente.

—Buenas noches, doctor Foster —saludó el enfermero.

—¿Qué toca ahora? —preguntó Kevin mientras ambos avanzaban por el pasillo de boxes.

Jonathan le entregó tres fichas.

—De momento, un chico con una fractura en un brazo. También hay dos niños con simples contusiones, pero las madres empiezan a impacientarse y una ya ha amenazado con montar un número si no atienden ya a su hijo.

—Ah, benditas urgencias. —Kevin sonrió con resignación mientras ojeaba las fichas. Después de un tiempo trabajando en planta, Kevin había decidido pedir de nuevo el traslado a urgencias. Era un puesto más estresante pero se había dado cuenta de que realmente disfrutaba (de una forma algo masoquista) con ese estrés.

—El chico de la fractura ya está en el box 5.

—Vamos a ver esa fractura. —Kevin le devolvió las fichas—. Las contusiones tendrán que esperar.

Entraron en el box 5. En la camilla había un chico joven, de veintidós años según la ficha de urgencias, castaño, con la piel blanca plagada de pecas. Tenía un hematoma en el mentón y mantenía el brazo derecho encogido sobre el pecho.

—Buenas noches, soy el doctor Foster —saludó Kevin mientras se colocaba en el lado derecho de la camilla.

—Buenas noches —saludó el chico de vuelta.

—¿Me permites? —Sin esperar respuesta, Kevin alzó con cuidado el brazo herido para observarlo con detenimiento. El hematoma era muy reciente y cubría desde la mitad del antebrazo hasta la muñeca—. ¿Cómo te llamas?

—Michael.

—¿Qué te ha pasado, Michael?

—Me he caído sobre el brazo.

—Y sobre la cara, por lo que veo.

El chico desvió la mirada. Kevin frunció el ceño, pero no hizo más comentarios. Mientras su paciente no tuviera ningún otro hueso fracturado, no era asunto suyo cómo se había lastimado el mentón.

—¿Te duele si hago así? —Kevin le movió un poco la muñeca.

—Mucho… —gimió Michael—. ¿Me lo he roto?

—Eso parece. Hay que hacerte una radiografía. —Kevin llamó a Jonathan y le dio instrucciones para que se llevara al chico a rayos X—. Te veo en un rato.

—¿Me darán algo para el dolor?

—Claro, no te preocupes.

Kevin salió del box 5. Era el turno de los dos niños con contusiones y sus impacientes madres.

Menos de una hora después, Kevin regresó al box 5, con la radiografía de Michael en la mano.

—Definitivamente, está roto —confirmó el médico a su joven paciente—. Tienes una fractura de cúbito; por suerte es cerrada y no requerirá más que una escayola. Luego ya podrás irte a casa. Tendrás que volver dentro de unas dos semanas, para revisar que…

—Disculpe… —interrumpió el chico, a la vez que echaba un rápido vistazo al pequeño reloj de pared situado sobre la puerta del box. Las manecillas indicaban que eran la una y media de la madrugada—. ¿Tengo que irme ya? ¿No podría quedarme esta noche en observación o algo así?

—No es necesario que te quedes en observación. Es solo una fractura.

—Sí, entiendo que no es necesario… ¿Pero no podría quedarme igualmente?

—¿Por qué quieres quedarte? —preguntó Kevin, suspicaz.

Michael no respondió.

—Lo siento, pero no puedo dejar que te quedes si no hay razón para ello. Además, no vamos sobrados de camas, precisamente —dijo Kevin.

—De acuerdo —cedió Michael dócilmente.

—Ahora avisaré al enfermero para que venga a enyesarte. Adiós, Michael. Y ten cuidado con las caídas. —Kevin dejó la radiografía a los pies de la camilla y dio media vuelta para salir del box.

—Lo intentaré —oyó musitar al muchacho cuando ya estaba cruzando la puerta.

 

xXx

 

A las cuatro y veinte de la madrugada, Kevin abandonaba las urgencias del hospital después de uno de los turnos más agotadores desde que había empezado el año. Se dirigió al aparcamiento en busca de su coche, un flamante BMW serie 5 recién adquirido, y puso rumbo a su casa de West Village, soñando ya con las tentadoras sábanas de su cama.

A esas horas de la madrugada no había apenas tráfico, pero al contrario que en otras ciudades más pequeñas, los semáforos seguían en funcionamiento. Kevin tuvo que detener el coche en la Primera Avenida, cerca de la entrada principal del hospital, y justo enfrente de una parada de autobús. Al echar una mirada distraída a través del cristal de la ventanilla lateral, se sorprendió un poco al ver una solitaria figura sentada en el banco de la parada. Observó con más atención y descubrió que se trataba del paciente con el brazo roto, Michael, si no recordaba mal. El chico estaba encogido, con el brazo derecho escondido bajo la chaqueta y el otro con la mano metida en uno de los bolsillos.

Kevin no estaba seguro porque hacía años que no cogía un autobús, pero por lo que sabía a esas horas no pasaba ninguno. El metro de Nueva York, en cambio, sí que funcionaba las 24 horas. Además, hacía más de dos horas que le habían dado el alta al chico. Entonces, ¿por qué estaba aún allí?

El semáforo se puso en verde y Kevin tuvo que continuar la marcha. Sin embargo, en cuanto llegó a la primera esquina su subconsciente actuó con rapidez y giró a la derecha. Recordó la petición del chico de quedarse aquella noche en el hospital y se preguntó si realmente no tenía adónde ir. Aunque sabía que él no tenía ninguna culpa, no pudo evitar sentir algo de remordimiento. Dio la vuelta completa a la manzana y regresó a la parada de autobús. Esta vez, aparcó el vehículo delante.

Bajó del coche y se acercó a Michael. Este levantó la vista y se le quedó mirando con extrañeza.

—Hola —saludó Kevin. Su aliento formó una nube blanca—. Michael, ¿no?

—Sí —murmuró el chico—. Doctor Foster, ¿no?

—Exacto. —El médico esbozó una leve sonrisa que no fue correspondida—. ¿Puedo preguntarte qué haces aquí, Michael?

—Espero.

—¿El autobús?

—A que se haga de día.

—¿No tienes dónde pasar la noche?

Michael desvió la mirada y negó con la cabeza.

—¿Por eso querías pasar la noche en el hospital?

Michael asintió.

—Lo siento, pero no podía permitir que te quedaras. Las normas del hospital…

—Ya entendí, no se preocupe —interrumpió Michael. Su tono no era grosero, sino de resignación.

Kevin se quedó mirando al muchacho, que parecía bastante apático. Seguramente estaría muerto de frío, así que era normal. De hecho, se fijó en que tiritaba levemente. Estuvo tentado de preguntarle por qué no se había dirigido a algún lugar a cubierto, más cálido, como el metro, pero no lo hizo. En un impulso, se sentó junto a él.

—¿Puedo hacer algo por ti?

Michael le miró a los ojos, e inesperadamente sonrió. Kevin sintió un extraño cosquilleo en el estómago. Ahora que no lo miraba con simple ojo clínico, se dio cuenta de que era un joven bastante atractivo. Sus rasgos eran muy dulces y sus grandes ojos marrones le cautivaron en segundos.

—No se preocupe —repitió—. Estaré bien.

—No si te quedas aquí —replicó Kevin—. Te vas a congelar.

—Sobreviviré. —Michael echó la cabeza hacia atrás, apoyando la nuca en el cristal de la parada—. Solo quedan unas horas para que amanezca.

—Tiempo suficiente para congelarte. ¿Y adónde irás cuando amanezca?

—A desayunar, por supuesto. —Michael sonrió de nuevo pero a Kevin no le hizo gracia ese amago de broma.

—Tiene que haber algún sitio donde puedas pasar lo que queda de noche. Algún albergue, por ejemplo. O un hostal…

—A estas horas es imposible encontrar cama en ningún albergue —explicó Michael—. Todos han cerrado puertas. Y si me pago un hostal, ya no me quedará dinero para desayunar mañana.

El hospital Bellevue era conocido por atender a todo tipo de pacientes, con independencia de su capacidad de pago. Por eso, Kevin estaba acostumbrado a tratar a personas con pocos recursos y por supuesto también a indigentes. Kevin observó al joven de arriba abajo. Su chaqueta de pana se veía vieja, pero no estaba rota. Los vaqueros que llevaba estaban desgastados, pero de fábrica. Llevaba el pelo limpio e iba perfectamente afeitado. No, no parecía un indigente, pero tenía que ser cierto que no tenía dinero suficiente para comida y alojamiento a la vez, o no estaría allí tiritando de frío.

Según podía recordar, en la breve ficha que habían redactado de él en urgencias, Michael había hecho constar una dirección de Richmond, Virginia. Fuera una dirección real o no, quedaba muy lejos como para sugerirle ir allí en ese momento.

No podía dejarle allí. No sabiendo que con un pequeño trapicheo podría haber conseguido que se quedara en observación esa noche, a cubierto y a salvo de aquel frío polar. Se levantó y le tocó en el brazo sano, el izquierdo, instándole a que se levantara también.

—Vamos —dijo, enfrentándose con tranquilidad a los sorprendidos ojos marrones.

—¿Qué?

—Te llevaré a un hotel.

—Ya le he dicho que no tengo dinero…

—Yo te pagaré la habitación, no te preocupes.

La expresión de Michael se volvió desconfiada, aunque no tanto como Kevin se hubiera podido esperar.

—¿A cambio de qué? —preguntó Michael con extraña resignación.

—A cambio de nada.

—Nadie hace nada a cambio de nada.

—Yo sí.

Al ver que la expresión de Michael persistía, Kevin decidió sincerarse.

—Mira, lo cierto es que, de haber sabido que no tenías donde pasar la noche, podría haberte conseguido una cama. Así que me siento culpable por mi inflexibilidad y no puedo simplemente irme a mi casa y dejarte aquí muerto de frío.

Michael se relajó visiblemente.

—No es su responsabilidad. No tiene por qué.

—Ya lo sé. Pero déjame hacerlo igualmente, ¿vale? Así yo calmaré mi conciencia y tú podrás dormir en una habitación con calefacción.

Tras vacilar unos segundos, Michael se levantó.

—Está bien.

Kevin regresó al coche, acompañado por Michael, y le abrió la puerta del copiloto.

—Bonito coche —murmuró Michael una vez ambos estuvieron dentro.

—Gracias… —musitó Kevin, repentinamente avergonzado.

El primer hotel que le vino a la mente fue el Union Square, situado cerca de la plaza del mismo nombre, y que le venía de paso en su camino hacia West Village.

Para romper el silencio, y aunque intuía que no sería un tema cómodo, Kevin se animó a preguntarle a Michael si su familia sabía de su situación.

—No me hablo con mis padres desde hace cuatro años —fue la contundente respuesta de Michael—. Así que no, no saben de mi situación. No saben nada de mí.

—¿Por qué te peleaste con ellos? —Kevin sabía que estaba metiendo la nariz donde no le llamaban, pero mientras el chico no tuviera problema en contestar, él seguiría preguntando. Quería saber más cosas de él; especialmente, por qué no tenía donde dormir.

—Bueno… —Michael vaciló un poco—. Resumidamente, descubrieron que soy gay.

Kevin sintió un repentino calor en el corazón.

—¿Te echaron de casa? —preguntó en voz baja, amable.

—Más o menos.

Kevin esperó por una explicación más detallada, pero esta no llegó. Se dio cuenta de que ese era el momento de decir que él también era gay, pero por alguna razón no se animó a hacerlo. En lugar de eso, siguió interrogándole.

—¿Eres de Virginia?

—¿Cómo lo sabe?

—En urgencias diste una dirección de Richmond.

—Solo porque tenía que dar alguna. Es la dirección de mis padres. No confío en que paguen la factura. —Michael se tensó, dándose cuenta de que había hablado más de la cuenta—. Eso es un fraude, ¿no?

—Tranquilo —dijo Kevin—. El hospital no va a quebrar por un brazo roto impagado.

Michael se relajó.

—Y dime, ¿llevas cuatro años viviendo en la calle?

—No. Estuve un tiempo viviendo con dos chicos, pero ambos se marcharon de la ciudad. Busqué un apartamento más pequeño y barato, pero no pude hacer frente al alquiler y tuve que dejarlo.

—¿No tienes trabajo?

De nuevo, Michael vaciló.

—Depende de lo que usted entienda por trabajo —respondió finalmente.

—No te entiendo —dijo Kevin.

—Soy chapero.

Kevin sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Aprovechó que estaban detenidos en un semáforo para girar la cabeza y mirar fijamente al chico. Este mantuvo la mirada fija al frente.

—Antes, por un momento he pensado que usted, de alguna manera, lo sabía, y que por eso quería llevarme a un hotel. Lo siento por haber malpensado de usted.

—No parecías contento con la idea —se oyó decir a sí mismo.

—No he tenido una buena noche. Prefería pasar frío que arriesgarme de nuevo.

—El brazo… ¿te lo ha roto un cliente? —A Kevin le zumbaban los oídos. El semáforo se puso en verde y Kevin se obligó a avanzar.

—No exactamente.

—¿Qué te ha pasado?

—Estaba en la Décima, cerca de Chelsea Piers, cuando me recogió un tipo. Pensé que, como es habitual, simplemente me llevaría a un lugar apartado, pero el tipo cruzó todo Midtown; parecía querer salir de Manhattan. Al preguntarle a dónde íbamos, me mandó callar. Yo insistí, y me dio un puñetazo. Entonces me acojoné y, antes de cruzar el río, no me lo pensé y salté del coche. Caí sobre el brazo y me lo partí.

Habían llegado ya a Union Square. Kevin aparcó el coche frente al hotel. Durante varios segundos ninguno de los dos dijo nada. Finalmente, Kevin sacó su cartera y le entregó dos billetes de cincuenta a Michael.

—Sea un trabajo o no, es muy peligroso. Deberías buscar otra cosa.

—Lo sé.

Michael guardó los billetes en el bolsillo de la chaqueta y miró por última vez a Kevin.

—Gracias —dijo simplemente, y salió del vehículo.

Kevin se quedó allí hasta varios minutos después de que Michael desapareciera tras la puerta del hotel.

 

xXx

 

Sábado, 21 de febrero de 2009

 

El fin de semana siguiente, Kevin se hallaba en Prospect Park, en Brooklyn, jugando al baloncesto con unos amigos. En realidad no eran sus amigos, sino los de Marc, su ex, con el que seguía en contacto de forma cordial. Y solo le llamaban cuando les faltaba alguien para ser pares. Pero a Kevin eso no le importaba, ya que, a causa de su trabajo, pocas veces eran las que podía acudir a echar unas canastas.

—Tío, estás empanado —se quejó Samuel, uno de los amigos de Marc, después de que Kevin fallara un pase por enésima vez. Samuel también era gay, y su pareja, Josh, era el que había fallado ese sábado a la cita deportiva a causa de un resfriado.

—Por suerte para nosotros —rió Peter, el único hetero de los cuatro.

—¿Qué tal un descanso? —propuso Marc.

Kevin asintió y se dirigió en silencio a un lado de la cancha. Samuel tenía razón en quejarse; era incapaz de concentrarse en el juego. Se sentó en el suelo junto a su mochila y extrajo de ella una bebida isotónica. Marc se sentó a su lado. Samuel y Peter se habían quedado en el centro de la cancha, discutiendo amigablemente sobre algo.

—¿Estás bien? —le preguntó Marc con sincera preocupación.

—Sí —respondió Kevin después de dar un par de tragos.

—Parece que tengas la cabeza en otro sitio —insistió Marc.

Tras un par de tragos más, Kevin guardó la bebida y miró fijamente a Marc. Su relación sentimental con él había terminado hacía mucho tiempo, por decisión unilateral de Marc, y aunque al principio se había sentido muy dolido, incluso cuando mantenía la esperanza de recuperarle, ahora podía decir con certeza que sus sentimientos habían muerto por fin, y con ellos el resentimiento. Por eso, fue capaz de preguntarle con total naturalidad sobre su nuevo amor, el chico que había conseguido que su desconfiado ex creyera por fin en el compromiso y en las relaciones duraderas.

—¿Eric? Sigue en Chicago, con su madre. —Por desgracia para Marc, las circunstancias los habían llevado a mantener de momento una relación a distancia.

—Pero volverá a Nueva York pronto, ¿no?

Marc alzó la vista hacia el cielo plomizo.

—Eso espero.

Se quedaron en silencio unos minutos. Marc se levantó la camiseta para secarse un poco el rostro. Al hacerlo, dejó a la vista la cicatriz que tenía en el estómago, del tamaño de una moneda. Marc era policía y el año pasado había recibido un balazo que casi le había costado la vida.

—El miércoles pasado, traté a un chapero en urgencias —dijo Kevin de improviso.

Marc entendió por qué Kevin había sacado el tema de Eric. Eric había sido chapero.

—¿Y qué pasó? —quiso saber.

—Nada relevante. Tenía un brazo roto y se lo escayolamos. Pero no tenía donde pasar la noche, me compadecí de él y le pagué una habitación en el Union Square.

—¿Te acostaste con él?

—No, no. La habitación era para él solo. Lo dejé allí y ya está. —Kevin se tapó la cara con ambas manos—. Pero no puedo quitármelo de la cabeza.

Marc le tocó un hombro en un gesto a medias comprensivo a medias compasivo.

—Ten cuidado. Algunos chaperos son solo chicos que han tenido mala suerte, como Eric. Pero otros son unos auténticos delincuentes, o lo que es casi peor, unos manipuladores.

—Lo sé. Bueno, lo supongo. Él parecía ser de los primeros.

—¿Vas a volver a verle?

—Tiene que venir de nuevo al hospital, para una revisión. —Kevin se destapó el rostro y miró a Marc en busca de consejo—. No sé qué hacer. Esto es demasiado complicado para mí.

—Yo solo puedo decirte que, en mi caso, Eric es lo mejor que me ha pasado en la vida. Así que, si ese chico te gustó de verdad, no creo que debas dejarlo pasar solo porque es complicado.

Kevin también echó una ojeada al cielo. En ese momento, empezó a llover.

—Tienes razón —sentenció.

 

xXx

 

Martes, 10 de marzo de 2009

El martes 10 de marzo era el día en que supuestamente Michael tenía que acudir a la revisión; Kevin había buscado la cita en los archivos del hospital. El médico subió a la planta de traumatología el día anterior para pedirle tanto a la recepcionista como a la enfermera del doctor Monroe, el traumatólogo de planta con el que Michael tenía la cita, que le avisaran por favor cuando el muchacho llegara. Kevin esperó la llamada durante toda la mañana del martes. Cuando por la noche acudió al hospital a trabajar, tenía un mensaje de ambas diciendo que el paciente no se había presentado a la revisión.

A Kevin se le cayó el mundo a los pies. Había confiado en que Michael se presentaría a su cita, pero no había sido así y ahora no tenía forma de contactar con él. La dirección de Richmond era inservible. Tal y como había predicho Michael, sus padres se habían negado a pagar la factura del hospital.

Pasaron varios minutos hasta que Kevin recordó algo, una frase muy importante:

«Estaba en la Décima, cerca de Chelsea Piers, cuando me recogió un tipo.»

Seguramente Michael había sido tan concreto porque no se esperaría que el médico tuviera intención de buscarle.

Aquella misma madrugada, al terminar su turno en urgencias, Kevin se dirigió en coche hacia Chelsea. Las señas eran imprecisas pero al explorar la zona pronto se topó con un grupo de chaperos que merodeaban por allí. Al reducir la velocidad, se acercaron un par. Kevin bajó la ventanilla y les preguntó si conocían a algún “Michael”. Ellos respondieron que no y acto seguido le propusieron un ménage à trois. Kevin declinó su oferta lo más amablemente que pudo.

Continuó buscando a Michael durante casi una hora antes de darse por vencido por aquella noche.

La noche siguiente lo volvió a intentar, con la misma suerte. Quizás Michael había seguido su consejo y había buscado otra manera de subsistir, o quizás se había tomado la “baja” debido a su brazo roto. Quizás simplemente ya se había ido con algún cliente cuando Kevin llegaba allí a las cuatro y pico de la madrugada. Quizás le habían dado una paliza o quizás le habían matado. Demasiadas posibilidades que se transformaban en cada vez menos esperanzas de encontrarle.

Pero a la tercera noche, su suerte cambió. Llevaba menos de cinco minutos dando vueltas por la zona cuando le vio, sentado en una acera, con su vieja chaqueta de pana y sin rastro de la escayola, mirando a la nada.

Kevin detuvo el coche justo frente a él. Michael se levantó de inmediato y al levantar la vista sus ojos se agrandaron por la sorpresa.

—¿Qué hace aquí? —preguntó nada más Kevin se bajó del vehículo.

—No acudiste a la revisión —soltó Kevin en tono acusador. Miró la mano derecha del chico, y frunció el ceño al verla hinchada—. Al parecer consideraste que no necesitabas un médico que te dijera si podías quitarte o no la escayola.

—Han pasado tres semanas —replicó Michael—. Pensé que ya podía quitármela.

—Debiste haber ido al hospital.

—¡No podía! ¿Ha olvidado que di una dirección falsa para la factura?

Kevin se dio cuenta de que, efectivamente, había obviado ese detalle. De haberlo pensado, habría sabido que Michael jamás había tenido intención de acudir a la revisión.

—¿Me dejas ver el brazo?

—¿Qué hace aquí? —repitió Michael.

—Estaba preocupado por ti.

Al parecer Michael notó la sinceridad de sus palabras, porque unos segundos después se quitó la chaqueta cuidadosamente. Demasiado cuidadosamente. Era evidente que el brazo aún le dolía.

—Dios mío —musitó Kevin cuando lo tuvo a la vista. Normal que le doliera: estaba muy hinchado desde el codo hasta la mano y tenía un color excesivamente azulado—. No debiste quitarte la escayola. Es evidente que la fractura no está aún soldada y que, además, has hecho esfuerzos con él.

—No soy zurdo —se defendió Michael.

—Tienen que escayolártelo de nuevo o irá a peor. Ven conmigo, te llevaré al hospital.

—Ya le he dicho que no puedo.

—Yo pagaré la factura.

Michael le miró con renovada desconfianza.

—¿Por qué?

Kevin se encogió de hombros. No podía confesar aún que estaba interesado románticamente en él. El chico no le creería y se alejaría.

—Es mi buena acción del año.

No estuvo muy acertado con esa frase. Michael puso cara de ofendido, aunque después habló con tranquilidad:

—No voy a volver al hospital. Aunque usted pague la factura, no puede borrar el hecho de que di una dirección falsa, y no voy a arriesgarme a que el hospital llame a la policía o, lo que sería peor, a mis padres.

Un pesado suspiro escapó de los labios de Kevin. Los temores de Michael eran exagerados, pero el chico parecía decidido. ¿Qué podía hacer?

—¿Y si te lo escayolo en mi casa? —ofreció finalmente.

—¿En su casa?

—Sí.

Kevin estaba seguro de que Michael rechazaría su propuesta de inmediato, pero el chico bajó la mirada y contempló su dolorido brazo.

—Está bien. ¿Dónde vive?

—En West Village.

Michael alzó la vista de inmediato. Kevin sabía lo que el muchacho estaría pensando. West Village era la sección occidental de Greenwich Village, el tradicional barrio gay de la ciudad. También sabía que, de nuevo, era una oportunidad perfecta para sacar a relucir su homosexualidad, pero también se lo calló en esa ocasión.

—¿Vamos? —preguntó señalando su coche.

—Sí… —murmuró Michael, y se subió por segunda vez en el BMW.

Llegaron a casa de Kevin en apenas cinco minutos. Se trataba de una pequeña vivienda unifamiliar de dos plantas en una de las calles más tranquilas y ajardinadas del barrio. La decoración sobria y en tonos crudos era una muestra del carácter generalmente sosegado del médico.

Kevin le indicó a Michael que se sentara en el sofá del salón y fue en busca del botiquín. Luego se sentó junto al chico y le indicó que estirara el brazo.

—En realidad no tengo yeso aquí —dijo el médico—, pero te lo vendaré y te haré un cabestrillo. Mantener el brazo en alto ayudará a bajar la hinchazón.

Dicho y hecho, y aunque no lo hacía desde su primer año en urgencias, Kevin vendó el brazo como un experto enfermero.

—Ya está —dijo al terminar, orgulloso de su trabajo.

—Gracias —dijo Michael, y para desesperación de Kevin, se levantó—. Debería irme.

—No tienes por qué —soltó Kevin sin pensar.

—¿Qué quiere decir?

—Es muy tarde, y además no deberías ejercer en tu estado, sino descansar.

—No puedo permitirme el lujo de descansar.

—¿Ni siquiera por una noche? La hinchazón bajará en unas horas, pero solo si mantienes el brazo absolutamente quieto.

Michael lo consideró.

—¿Dónde dormiría? ¿En el sofá?

—Tengo una habitación de invitados.

Kevin se levantó y le indicó a Michael con un gesto que le siguiera. Michael obedeció y Kevin le guió hasta la habitación de invitados.

El sencillo dormitorio fue del agrado de Michael, ya que el joven dejó la chaqueta sobre una pequeña butaca junto a la ventana, revelando con ese gesto que iba a quedarse.

—Si tienes frío, dentro del armario hay mantas.

Ok.

—Y si necesitas otra cosa, estaré en la habitación de al lado. El cuarto de baño está al fondo del pasillo.

Kevin se dispuso a salir de la habitación, contento de saber que esa noche Michael dormiría a salvo.

—Gracias… doctor Foster —escuchó tras él.

—Puedes llamarme Kevin —dijo sin girarse, para que no viera la boba sonrisa de su cara.

Aquella noche, Kevin durmió como un bebé por primera vez en semanas. No se despertó hasta las once de la mañana. Lo primero que hizo fue chequear la habitación de invitados.

Michael ya no estaba allí.

Le invadió una creciente tristeza. Había seguido el consejo de Marc, que coincidía con los verdaderos deseos de su corazón, y había intentado llegar al chico, pero todo se había quedado en eso: un intento. Michael se había largado sin más y sería un idiota si lo iba a buscar otra vez.

No tenía hambre, así que entró en la cocina dispuesto a beber solo un café para desayunar, pero se encontró con una pila de apetecibles tortitas y una sorprendente nota sobre la mesa.

 

No sabía cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí, así que te he hecho unas tortitas. Espero que sean de tu agrado.

Michael

Kevin cogió una tortita y le dio un bocado. Estaba deliciosa.

 

xXx

 

Domingo, 12 de abril de 2009

El mes de abril trajo consigo muchas lluvias, algunas de ellas torrenciales. Esa mañana de domingo, Kevin se encontraba en la cama, despierto, mientras escuchaba las gotas de lluvia repiquetear contra la ventana. Eran las seis y media y aún no había pegado ojo. Cansado de dar vueltas en la cama, Kevin decidió levantarse y tomarse alguna infusión que lo ayudara a dormir.

En eso estaba cuando sonó el timbre. Extrañado, Kevin se dirigió a la puerta principal. A esas horas, y con esa lluvia, no se le ocurría quién podía ser. Pegó el ojo a la mirilla, y el corazón le dio un vuelco al conocer la identidad de su visita. Abrió la puerta de inmediato.

Ahí mismo, en su portal, empapado y temblando de frío, estaba Michael. No había podido dejar de pensar en él durante el mes que había pasado desde que le viera por última vez, y ahora allí estaba. Iba sin chaqueta, con una camiseta manga larga, y aún llevaba el brazo derecho vendado.

—Michael… ¿Qué haces aquí?

—No sabía… a quién acudir… —La voz quebrada de Michael indicaba que algo grave pasaba.

—Entra, no te quedes ahí…

Kevin le cogió con suavidad del brazo y le estiró hacia el interior de la casa. Cerró la puerta tras él y entonces, al tenerle más cerca, se fijó en sus dilatadas pupilas y supo que los temblores no se debían únicamente al frío.

Lo llevó al salón y ambos se sentaron en el sofá.

—¿Qué te has metido? —preguntó sin preámbulos.

—¡No lo sé! —sollozó Michael, tapándose la cara con la mano izquierda. El brazo derecho permanecía inmóvil sobre su regazo. Sus cabellos castaños chorreaban sobre sus hombros y sobre el sofá—. Una pastilla. El tipo me dijo que me pagaría veinte pavos más si me la tomaba; él también se tomó una y por eso pensé que no me pasaría nada. Pero me encuentro fatal…

—Descríbeme tus síntomas.

—Estoy… mareado, y tengo mucho calor. Me duele la cabeza y no veo bien…

Kevin le apartó la mano de la cara y colocó la suya en su frente. Tenía la piel muy caliente.

—¿Cuánto hace que la has tomado?

—Un par de horas…

También le tomó el pulso. Estaba acelerado.

—¿Es la primera vez que tomas drogas?

—He fumado un par de porros en mi vida, pero nada más…

Observó de nuevo sus pupilas dilatadas.

—Puede que fuera una metanfetamina. O cualquier cosa. Hay de todo circulando por ahí.

—¿Me puedo morir?

Kevin estuvo a punto de soltar una risa, pero se contuvo.

—No lo creo, pero te quedan aún un par de horas de malestar. Lo siento, pero no puedo hacer nada para que te sientas mejor. Lo mejor será que te tumbes y esperes pacientemente a que se te pase el efecto.

—¿Puedo quedarme aquí?

La súbita sensación de euforia que sintió al escuchar la pregunta de Michael duró apenas una milésima de segundo. Aunque esta vez fuera Michael el que le pidiera alojamiento, lo más probable era que a la mañana siguiente volviera a desaparecer. Quizás, esta vez le prepararía unos gofres como agradecimiento.

Pero no podía negarse.

—Claro. Ya sabes dónde está la habitación. Coge una toalla del baño para secarte antes de meterte en la cama.

Michael se levantó con dificultad y, a trompicones, se dirigió primero al baño y luego a la habitación de invitados. Kevin se quedó en el salón, su infusión fría y olvidada en la cocina. Se tumbó de espaldas en el sofá y al cabo de una hora se quedó por fin dormido.

Despertó unas horas más tarde. Por el ventanal del salón vio que había dejado de llover, el sol incluso asomaba tímidamente entre las nubes. Esta vez ni pensó en ir a la habitación de invitados, convencido como estaba de que Michael se habría largado otra vez. Por eso se sobresaltó tanto al oír un ruido proveniente de la cocina.

«¿Un ladrón?», se preguntó. Ya una vez le habían entrado a robar y la ventana forzada había sido precisamente la de la cocina.

El médico se levantó de un salto y caminó hacia allí con cautela. Pero no era ningún ladrón. Era Michael, preparando lo que parecían unos huevos revueltos. De vez en cuando usaba el brazo derecho, cuya venda, observó Kevin, estaba ya raída y descolorida.

—Buenos días —saludó tímidamente el chico al verle—. No sabía si te habían gustado las tortitas, así que estaba preparando otra cosa.

—Me encantaron —murmuró Kevin, aún confuso por su presencia.

Michael malinterpretó su tono de desconcierto y bajó la cabeza.

—Lamento haber venido a tu casa de madrugada, y encima colocado —musitó avergonzado, clavando la mirada en los huevos—. Estaba asustado. Nunca había probado una droga fuerte y no sabía si lo que me pasaba era normal…

—No pasa nada. En realidad, me alegra que acudieras a mí.

Una sonrisa triste afloró en el rostro del chapero.

—Esto ya está —dijo al cabo de unos minutos.

Repartió los huevos en dos platos y añadió unas tiras de panceta que había freído antes. Kevin cogió la leche y el zumo de naranja de la nevera y dos vasos y lo dejó todo sobre la mesa.

Empezaron a desayunar en silencio. Los huevos revueltos estaban bien, pero no superaban las tortitas de la otra vez. Evidentemente, Kevin se calló el comentario. En su lugar, expresó en voz alta el temor que seguía acuciándole:

—¿Vas a marcharte otra vez?

Michael le miró a los ojos, sorprendido.

—Bueno… Ya he abusado bastante de tu hospitalidad. No quiero seguir molestándote.

—No me molestas. Y me gustaría que te quedaras. —Al ver la expresión estupefacta de Michael, se apresuró a añadir—: Unos días. Quédate unos días.

—Pero… ¿por qué?

—Ya te lo dije la otra vez: necesitas descansar. Me he fijado en tu brazo y aún no lo usas con normalidad. A estas alturas, la fractura debería estar curada. Si no lo está, es que no has reposado lo suficiente. Si te quedas unos días conmigo, podrás hacerlo, y de paso puedes enseñarme la receta de tus fabulosas tortitas.

Inesperadamente, Michael soltó una carcajada. Para Kevin, fue música en sus oídos.

—Así que en realidad es por eso, por las tortitas —bromeó.

—Por supuesto. —Kevin siguió con la broma—. No escaparás de mí hasta que me enseñes esa receta.

—Está bien —accedió Michael—. Solo unos días.

 

xXx

 

Al finalizar el desayuno, Michael comentó que si quería comer algo más aparte de tortitas, debería reponer la nevera, puesto que la había visto bastante vacía.

—Claro, vayamos a comprar. Haz tú la lista; soy pésimo en la cocina, así que si me enseñas a hacer algo que no sea pollo con arroz, te estaré eternamente agradecido. Pero antes, déjame vendarte de nuevo ese brazo.

Como volvía a estar algo hinchado, Kevin también le hizo un nuevo cabestrillo.

—Y no lo muevas —le advirtió.

Antes de salir, Michael pidió tomar una ducha y Kevin le pasó algo de ropa. El chico era un poco más bajo y delgado que él, pero tenía algunas camisas y camisetas que le irían bien.

—¿Y tu chaqueta? —le preguntó, recordando que el día anterior había aparecido sin ella bajo la lluvia.

—No lo sé —admitió Michael, avergonzado. La había dejado olvidada en algún lugar en algún momento durante su colocón.

Kevin le prestó un abrigo.

Era domingo y muchas tiendas estaban cerradas, así que fueron a comprar a un 7-Eleven que había en el barrio. Se aprovisionaron de un poco de todo y luego volvieron a casa.

Ese día, Michael le enseñó a hacer un risotto de champiñones. Él daba las instrucciones y Kevin las seguía, regañándole cuando intentaba hacer algo él solo, en especial si estaba tentado de usar el brazo derecho. El plato quedó perfecto.

—¿Dónde aprendiste a cocinar? —preguntó Kevin, verdaderamente impresionado.

—En ningún sitio. Me bajaba las recetas de internet y cocinaba para mis compañeros de piso. Al principio ninguna me salía bien, pero poco a poco le fui cogiendo el truco.

Kevin no empezaba a trabajar hasta las ocho de la tarde, así que, aprovechando que el día se había despejado del todo, le propuso a Michael salir a dar una vuelta por el barrio.

El paseo se les fue de la mano y terminaron en Central Park. Sin embargo, Michael parecía feliz de estar allí, así que Kevin no iba a privarle del gusto.

—¿Eres de Nueva York? —Michael por fin parecía interesarse un poco por él.

—Sí. Mis padres también nacieron aquí.

—¿Qué edad tienes?

—Acabo de cumplir treinta y dos.

—¿Y eres pelirrojo natural?

Kevin se echó a reír.

—Completamente —aseguró.

La hierba y la tierra del parque estaban húmedas por las lluvias recientes, y de tanto en tanto tenían que sortear algún charco en el camino.

De pronto, Michael detuvo el paso. Kevin también se detuvo y miró en la misma dirección que su acompañante. Una pareja de hombres caminaba hacia ellos, uno con el brazo sobre los hombros del más bajo, hasta que se detuvieron justo delante. Al verlos de cerca, Kevin reconoció al más bajo, un chico rubio de rostro angelical.

El año pasado, cuando dispararon a Marc, ese mismo chico había pasado por el hospital donde había estado ingresado. Era un amigo de Eric, y sabía que también había sido chapero.

Por eso, no se sorprendió demasiado cuando saludó a Michael con familiaridad.

—¡Mickey! —exclamó alegremente. Su sonrisa decayó cuando vio el cabestrillo de Michael—. ¿Qué te ha pasado?

—Hola, Nathan —saludó Michael, con mucha menos efusividad que su amigo—. Tuve un pequeño accidente. Hola, Jack.

El otro hombre, un tipo alto y moreno, saludó a Michael con una simple inclinación de cabeza.

Nathan se fijó por primera vez en Kevin y también le reconoció.

—Tú eres amigo de Marc —exclamó.

—¿De qué os conocéis? —preguntó Michael, confundido.

—Kevin es amigo de Marc, ya sabes, el policía que estaba con Eric. Nos conocimos en el hospital de Newark, donde ingresaron a Marc cuando le dispararon. ¿De qué os conocéis vosotros?

—Kevin me atendió en el Bellevue —explicó Michael brevemente.

Por la expresión curiosa de Nathan, era evidente que esa explicación tan corta no le satisfacía. Sin embargo, Jack percibió que Michael no estaba para dar detalles e instó a Nathan para que se marcharan.

—Pero… —empezó Nathan.

—Me alegro de verte, Michael. Cuídate.

—Adiós, Jack. Ciao, Nathan.

Nathan se despidió con un gesto cariñoso y siguió a Jack a regañadientes.

De nuevo solos, Kevin se dio cuenta, apesadumbrado, de que Michael ya no estaba de tan buen humor como antes. Al parecer, no le había alegrado demasiado reencontrarse con viejos amigos.

—Deberíamos dar media vuelta. Son las siete.

—Sí, vamos —dijo Kevin.

Durante el camino de vuelta, Kevin estuvo tentado de preguntarle a Michael sobre aquella pareja, pero no lo hizo. Michael tampoco realizó ningún comentario sobre el encuentro así que no hablaron del tema.

A las siete y media, Kevin partió al hospital. Durante todo el turno, más de ocho horas, estuvo preguntándose si encontraría aún a Michael en su casa a la vuelta.

Por fortuna, así fue. Cuando regresó, pasadas las cuatro y media de la madrugada, comprobó que Michael estaba en la cama de la habitación de invitados, durmiendo profundamente.

A esas alturas, el médico ya era dolorosamente consciente de que se estaba enamorando del joven chapero.

Antes de ir a su propia cama, Kevin hizo entró en la cocina para tomar un vaso de agua. Pensó en el buen rato que habían pasado cocinando y lo bien que se le daba el tema a Michael, y una idea empezó a forjarse en su mente.

 

xXx

 

Lunes, 13 de abril de 2009

El día siguiente empezó similar al anterior. Michael se levantó antes y preparó el desayuno para ambos, que por supuesto consistió en tortitas, y a mediodía Kevin y Michael empezaron a cocinar juntos una lasaña de carne y verduras.

Michael volvía a estar de buen humor. Para Kevin, su risa era como una bendición. Cuando terminaron la lasaña y Michael le impregnó juguetonamente la nariz con restos de harina, a la vez que le obsequiaba con una deslumbrante sonrisa, los sentimientos de Kevin se desbordaron y no pudo contenerse más.

Sin dar tiempo al joven para apartarse, Kevin se inclinó de improviso sobre él y lo besó en los labios. Michael, pillado completamente desprevenido, se quedó congelado en su posición.

Kevin se apartó a los pocos segundos y la decepción que leyó en los ojos de Michael fue como una puñalada en el corazón.

—Lo sabía —murmuró Michael—. Eres gay.

—Lo soy —fue todo lo que Kevin atinó a decir.

—Empezaba a creer que en verdad solo eras un buen samaritano.

—Michael, yo…

—Está bien, puedo darte lo que quieres. —Michael empezó a desabrocharse mecánicamente la camisa ante los atónitos ojos de Kevin—. Has hecho mucho por mí, así que es justo…

Kevin detuvo de inmediato su mano, horrorizado.

—Eso no es lo que quiero de ti, Michael.

—¿Cómo que no? ¿Entonces qué quieres?

—Aún no lo sé, pero desde luego no un polvo pactado.

—¿No lo sabes? Maldita sea, Kevin, no juegues conmigo.

Era la primera que pronunciaba su nombre. Kevin se tragó su orgullo y decidió sincerarse.

—Me gustas mucho, Michael. Me estoy enamorando de ti…

El chapero lo miró como si se hubiera vuelto loco. Luego soltó una risa carente de humor, y finalmente salió de la cocina. Kevin lo siguió hasta el comedor.

—Así que te estás enamorando de mí. —Michael miró distraídamente por el ventanal.

A Kevin no le gustó un pelo el tono sarcástico que había empleado, pero intuía que Michael iba a seguir hablando y no quería interrumpirle.

—Sabes, yo me enamoré una vez. —El tono de Michael era duro, cortante—. Él era mi profesor del instituto, y un hombre casado. Él también se enamoró de mí, o eso decía. También decía que se estaba separando de su mujer y que cuando terminara el instituto nos fugaríamos juntos. Estuvimos saliendo en secreto durante meses, hasta que mis padres hurgaron en mi teléfono móvil y nos descubrieron. Al principio pensaron que mi profesor me había seducido y lo denunciaron; por supuesto, yo negué toda acusación contra él. Los que yo creía mis amigos me llamaron “maricón” y me dieron la espalda. Todo el mundo estaba en nuestra contra pero yo continué defendiendo nuestros sentimientos con uñas y dientes. Mis padres montaron en cólera por mi actitud y tras varias semanas de pesadilla me dieron un ultimátum: o corroboraba sus acusaciones o me iba de casa con mi amado profesor. Yo elegí a mi profesor. ¿Y sabes qué hizo él? Dejó su trabajo y se marchó de Richmond, pero no conmigo, sino con su mujer.

Los ojos de Michael se habían inundado de lágrimas, pero no derramó ni una sola. Kevin hizo amago de tocarle en el hombro en un gesto cariñoso, pero Michael se apartó de él con brusquedad.

—Fui un estúpido al creerme todas sus mentiras, por creer que él me amaba, y por culpa de mi estupidez acabé en la calle sin nadie a quién recurrir —continuó—. No tienes ni idea de lo mucho que sufrí, de lo que he estado sufriendo durante estos cuatro años.

—Lamentó lo que te pasó —dijo Kevin.

—Yo sí que lo lamento, créeme. Al menos me queda un consuelo y es que jamás seré tan estúpido de nuevo. Nadie me romperá nunca más el corazón, porque ya no creo en el amor. No en el amor duradero, al menos.

Kevin no sabía qué decir. Ni siquiera él podría jurar que sus sentimientos durarían para siempre. Cualquier argumento sobre el valor del riesgo en el amor, en ese momento, Michael lo consideraría basura.

Michael cerró los ojos un momento y suspiró, como si tratara de calmarse. Dio un paso, y por un segundo Kevin estuvo convencido de que iba a salir por la puerta y de que jamás volvería a verlo, pero el muchacho se dirigió hacia la habitación de invitados.

Desde el salón Kevin oyó el sonoro portazo. Al menos no se había largado. Aún.

Regresó a la cocina y contempló con tristeza la lasaña. Se le había quitado el hambre, así que la guardó en la nevera.

Después se sentó en el sofá y realizó una llamada.

 

xXx

 

Michael no abrió la puerta de la habitación en toda la tarde. Kevin no quiso presionarle y se marchó al Bellevue temiendo, una vez más, que el chico no estaría en casa a su regreso.

Pero sí estaba, y esperándole despierto en el sofá, además. Mantenía la cabeza gacha y no le miró a los ojos al entrar.

Kevin se sentó a su lado y esperó a que el chico hablara, puesto que resultaba evidente que tenía algo que decir.

—Perdona por mi estallido de esta tarde. No tenía derecho a hablarte así.

—Puedes hablarme como quieras. No soy tu superior.

Michael tragó saliva y continuó hablando:

—No es que quiera… tacharte de mentiroso o algo así, pero en verdad me cuesta creer lo que dijiste. Yo no soy… nadie especial, no entiendo por qué ibas a sentirte así por mí.

Kevin le cogió la mano izquierda y se la apretó.

—Para mí sí eres especial.

Michael se deshizo de su agarre y continuó como si no le hubiera escuchado.

—Cuando nos encontramos con Nathan y Jack en el parque… Jack era nuestro chulo, ¿sabes? Nathan, Eric y yo trabajábamos en su local. Pero Jack se enamoró de Nathan y renunció al negocio por él. Por su parte, Nathan había estado colado por él desde que se conocieron. Cualquiera pensará ahora que son una pareja feliz y compenetrada. Pero lo único que podía pensar yo cuando los vi era: “¿cuánto durarán?”. “¿Cuándo le romperá Jack el corazón a Nathan?”. “¿O será Nathan el que deje a Jack?”

Michael levantó la cabeza y le miró a los ojos por fin. Su gesto era casi de súplica.

—Lo siento, pero no puedo corresponderte. No quiero corresponderte. Perdóname.

—No tengo nada que perdonarte. No quieres una relación y yo lo respeto.

Kevin creía en lo que decía, pero al mismo tiempo una voz dentro de él gritaba que insistiera, que no podía permitir que alguien tan joven renegara de esa manera del amor. Él había sufrido por amor, sobre todo por Marc, pero se había rehecho y seguía creyendo en el sentimiento, manteniendo la esperanza de que algún día encontraría a esa persona con la que estaba destinado a compartir el resto de su vida.

Pero no insistió. En lugar de eso, sacó una tarjeta del bolsillo de su pantalón y se la entregó a Michael.

—¿Qué es esto?

—Es la tarjeta de un amigo mío, Giulio Luchetti. Es el dueño y cocinero jefe de La Trattoria, un restaurante de comida italiana de la Sexta Avenida. Hablé con él por teléfono antes de marcharme al hospital. Le pedí que te contratara como pinche, y accedió.

Michael parpadeó.

—¿Qué? —exclamó.

—Sé que me he tomado muchas libertades. Pero tienes talento para la cocina… Si lo haces bien en el restaurante lo que queda de temporada, Giulio te recomendaría para el restaurante-escuela del Centro Culinario Internacional que hay en el SoHo. Incluso flexibilizaría tu horario para que pudieras compaginar ambas cosas.

—Yo… No lo sé… —Michael se había quedado sin palabras.

—Evidentemente, tu sueldo como pinche sería más bien bajo. Y la escuela no es precisamente gratuita. Pero si te quedas conmigo, tus gastos se reducirían mucho. ¿Qué me dices?

—N-no lo entiendo —consiguió balbucear el chico—. ¿Por qué quieres que me quede contigo? Acabo de decirte que no correspondo ni voy a corresponder nunca tus sentimientos.

—Eso no importa ahora. Solo quiero que no vuelvas a hacer la calle. Y otros motivos más egoístas, si te soy sincero.

—¿Qué otros motivos?

—Estoy harto de vivir solo. Me iría bien tener un compañero de piso; pero no me atrevo a meter en casa a un desconocido. —Michael levantó una ceja, y Kevin intuyó lo que estaría pensando: él no era precisamente un conocido. Pero el muchacho no hizo ningún comentario y Kevin añadió—: Por no hablar de lo encantado que estaría si practicaras las recetas del restaurante o de la escuela aquí. Me devolverías el favor cocinando para mí. En resumen, lo que viene siendo un trato.

Michael volvió a mirar la tarjeta.

—Es cierto que no puedo permitirme ir a esa escuela con el sueldo de un pinche, si además tuviera que pagarme un alquiler —murmuró—. Pero esto es tan… raro.

—Sé que no es un trato muy habitual, pero…

—No, no me refería a eso… —Michael meneó la cabeza con suavidad—. Es que yo… no suelo tener esta suerte, ¿sabes?

—¿Suerte?

—Siempre he tenido mala suerte. Incluso antes de enamorarme de mi profesor, nada me salía bien —explicó Michael. Alzó un momento su brazo derecho, que todavía permanecía vendado, y añadió—: Esto es lo último. Cualquier otro habría podido saltar de un coche a cincuenta kilómetros por hora sin problemas. Yo tuve que partirme un brazo.

«La suerte es relativa», pensó Kevin. Para él, que Michael se rompiera el brazo había sido una suerte, porque así se habían conocido. El médico estudió atentamente el rostro de Michael, esperando por su decisión. Se le iluminó el rostro al ver por fin sonreír al muchacho.

—Qué demonios —exclamó Michael, y se giró hacia él, sin perder la sonrisa—. Realmente me gustaría ir a esa escuela.

—Entonces, ¿tenemos un trato? —preguntó Kevin para asegurarse.

Michael le tendió la mano izquierda. Kevin se la estrechó y también sonrió. Luego, Michael se levantó del sofá.

—Bueno, si te parece bien, me voy ya a la cama. Mantenerme despierto hasta las cuatro y pico de la madrugada ha sido una odisea. ¿Cómo lo haces tú?

Kevin se encogió de hombros, demasiado feliz para dejar de sonreír.

—La costumbre, supongo.

—En fin… Buenas noches.

—Buenas noches, Michael.

Michael se marchó a la habitación de invitados, que dejaría de serlo para convertirse en la suya a partir de ese momento.

Kevin permaneció en el sofá un rato, meditando sobre la reciente conversación.

A pesar de que todo lo que había dicho para convencer a Michael de que se quedara era cierto, Kevin se había guardado el motivo más importante.

La razón principal por la que quería mantenerle a su lado era porque necesitaba tiempo. Tiempo para demostrarle a Michael que valía la pena arriesgar el corazón, que el amor podía ser un sentimiento imperecedero. Tiempo para que Michael se enamorara de él.

Porque Kevin estaba seguro de que, si tenía la oportunidad, podía cambiar la suerte de Michael para siempre.

 

 

Fin

Notas finales:

 

Quiero aprovechar las notas finales para aclarar una cosa sobre el epílogo de AC. El epílogo era un regalo para las personas que siguieron AC desde el principio y me apoyaron con sus comentarios, es decir, que no fueron ‘lectoras fantasma’. Yo jamás he hecho chantaje para conseguir reviews, en plan ‘si el capítulo no llega a tener como mínimo X reviews no continuaré a la historia’; me parece infantil e injusto para las lectoras que sí comentan. Pero al terminar AC sí quise premiar de alguna manera a las últimas y de ahí la idea de escribir el epílogo y mandárselo como regalo.

Al mismo tiempo, AC iba a ser publicada por la editorial Eldalie, epílogo incluido, por eso pedí esperar a su publicación para mandarlo. No pensé que iban a tardar tanto, lo siento. De hecho, la versión impresa del libro sigue sin ver la luz (solo está disponible en e-book). Pero he decidido no esperar a que salga la versión impresa, por eso ya he mandado el epílogo a varias personas que me lo habían pedido.

Si hay alguien que ya me escribió y aún no se lo he mandado, le pido disculpas, que me escriba de nuevo a mi correo electrónico (está en mi perfil de la web) y le mandaré el epílogo encantada. Recordad decirme el nick exacto con el que comentabais!


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