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No sueltes mi mano por Rivela

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Los escalones del pórtico trasero le brindaban un lugar idóneo para meditar. Llevaba ahí buen rato sentado, observando al mar formar olas a lo lejos y cómo estas viajaban hasta la costa parsimoniosamente. La suave brisa marina le acariciaba el cuerpo haciendo menos agobiante el bochorno primaveral y dejaba en su piel una sensación ligeramente pegajosa que le resultaba desagradable.

Oak Bluffs -el ayuntamiento más turístico de la isla de Martha's Vineyard, Massachusetts- le resultaba un lugar odioso: casas de estilo victoriano y gótico decoradas, ya fuera por el brillante color del que estaban pintadas o las molduras externas de los pórticos y de las puertas y ventanas o por los ornatos cursis dispuestos en los jardines; un gusto colectivo por la floricultura en gran variedad y una necesidad de pulcritud pública envidiable.

Quizá fuera lo más propicio para un joven depresivo, homosexual y un tanto estrambótico, sin embargo, a Andrew Foley no disponía del estado anímico para disfrutar del rebosante atractivo visual de la villa. Enviado por sus padres a vivir ahí con su abuelo, llegó el día anterior con la firme intención de aparentar lo que se esperaba de él y, de esa manera, llevar la fiesta en paz hasta materializar sus verdaderas intenciones.

- ¿No dormiste?

La voz ronca y recia de su senil consanguíneo le hizo voltear ligeramente.

-No pude.

En realidad, Andy -como prefería ser llamado- estaba inseguro si no había podido o no había querido. La costumbre de estar despierto varios días seguidos era difícil de vencer y lo único que le ayudaba a imponerse una rutina diaria decente eran los hipnóticos, rotundamente prohibidos para su consumo y, de todas maneras, fuera de su alcance. La necesidad de inducirse la pernoctación era tan severa que, acostarse sin tomar pastillas, le parecía infructuoso sin siquiera intentarlo y le causaba más desgano que permanecer despierto acrecentando la desgana y el cansancio.

Escuchó un suspiro por parte del hombre y, luego, el suave rechinido de la mecedora. Su atención se fijo entonces en él; devorándolo con la mirada se preguntaba cómo un hombre como él terminó haciendo su hogar en un lugar tan distinto al de su procedencia. De hecho, no entendía muchas cosas de su abuelo desde hacía tiempo y, a veces, se preguntaba si la falta de contacto entre ellos mellaba más y más el frágil y casi inexistente nexo entre ellos.

Le asaltó la intención de preguntarle. Preguntarle por qué vivía en un lugar así, por qué se alejó de su familia años antes, preguntarle cualquier cosa con tal de despertar su interés por entablar una plática prolongada y simular que todo era como en su niñez.

- ¿Qué quieres desayunar?

La pregunta le cayó de variedad. Hasta ese momento, no reparó que llevaba sin comer desde la mañana anterior y, aunque no tenía hambre aún, rechazarle la comida le parecía de mala educación.

-No lo sé. Cualquier cosa está bien.

-Entonces, estará bien si te doy piedras como desayuno -rió.

Andy sonrió de manera discreta, fascinado por la réplica.

Pasaron un rato más en silencio, contemplándose el uno al otro. El hombre se balanceaba rítmicamente en la modesta mecedora del atrio y su nieto pensaba en la posibilidad de un miliciano como él viviendo en un lugar tan lejano al reconocimiento de sus años en la Fuerza Armada estadounidense. Porque, indiferente a su abolengo irlandés, William "Liam" O'Brien era un patriota americano de hueso colorado y su ansia de ser útil a su país se reflejaba también en años de trabajo y servicio voluntario para el beneficio de la comunidad.

Hizo esfuerzo por recordar la razón del distanciamiento en su familia, tanto que frunció el ceño sin darse cuenta. Nada venía a su mente, excepto los aproximadamente nueve años de desligamiento que marcaban en su vida el fin de una etapa y el comienzo de otra, ambas muy diferentes entre sí.

Liam acarició suavemente la cabeza de su nieto. Revolviendo su cabello teñido de color violeta, le decía que era mejor apurar el mal paso y empezar con el desayuno antes de media mañana.

- ¿Necesitas ayuda?

No volteó, pero Andy veía la ligera negativa que hacía con la cabeza y el gesto de una de sus manos corroborando que no era necesario.

Retomó entonces su posición, con la vista hacia la cercana playa, para seguir escarbando en la reminiscencia de su niñez y el análisis de su persona. Le resultó curioso sentirse intrigado por esos detalles ahora, tan de pronto. Generalmente su interés hacia los demás era limitado, o nulo, así que plantearse inquirir le hacía sentirse raro pues no cabía en él lo necesario para actuar natural, como si aún poseyeran un trato habitual. De tal forma se fueron agolpando en su mente los pensamientos y, con ellos, un montón de preguntas conectadas a cada exposición nueva que surgía. Era una reacción en cadena que podía continuar por tiempo indefinido y el resultado ya lo sentía: su respiración se agitó y un tempestuoso vértigo le revolvía las entrañas y el cerebro. La desesperación, tan familiar a esas alturas de su vida, le enloquecía.

Pasó y repasó sus manos entre su cabello, con intenciones de arrancárselo si era necesario, para mitigar la sensación de pánico. No sería la primera vez que recurriría a la automutilación buscando sosiego.

- ¿Estás bien?

Levantó la mirada. Un muchacho, más o menos de su edad, le veía con singularidad. Restregó el dorso de sus manos contra sus ojos lacrimosos disimulando un poco el que pudo convertirse en un llanto profuso y patético.

-Sí -respondió tímido e incómodo por la manera como le observaba.

- ¿Está el viejo Liam?

Andy apuntó hacia el interior de la casa, donde se escuchaba tenue una música jazz y el baqueteo habitual de una cocina en uso. El chico le sonrió a modo de agradecimiento y pasó a su lado. Se limitó a seguirlo con la mirada, ya que su look le llamaba la atención y también le agradó la naturalidad que tuvo al hablarle. Generalmente recibía miradas de animadversión por su aspecto que, pensaba él, no era tan loco como lo hubiera sido en otros tiempos.

El chico salió para decirle que el desayuno estaba listo, entonces procedió la rigurosa, pero breve, presentación entre ellos instigada por su abuelo. Resultaba que el mentado se llamaba Daniel y era el hijo menor de la familia dueña de la casa vecina, lo que lo convirtió en amigo de Liam con el paso de los años.

Escuchaba con atención su conversación sin levantar la mirada de su comida. Notó que su plato tenía una ración mucho más pequeña que la de ellos y agradeció infinitamente la consideración de su abuelo hacia su estómago y casi nulo apetito.

Andy tuvo celos. Celos de saber que alguien compartía sus veranos con Liam haciendo trabajos de carpintería con él, yendo de pesca, acompañándolo o sonsacándolo a los festivales locales y escuchando música poco contemporánea en compañía mutua. Así como en Nueva York, se sintió un total extraño, incluso con su propia persona. La familiaridad de esa mañana se perdió en un desayuno que, de pronto, se tornó insípido.

Sigilosamente subió a su habitación para dedicar el día a afligirse de su existencia y todo lo que esta conllevaba.

A la mañana siguiente observó el amanecer desde su ventana. Nuevamente no durmió en absoluto, sin embargo, logró matar tiempo sentado ensimismado en el mar.

Permanecer así, quieto y pensativo, le ayudaba a sentir en paz consigo mismo porque dejaba de pensar y se concentraba por completo en acaparar cada detalle del paisaje; además, era hipnótica la formación de las olas y su trayecto hasta volverse espuma.

En Nueva York hacía eso: contemplaba todo lo que le fuera posible. Ya fuera sentado en algún lugar que le permitiera ver el movimiento de la gente o asomado por la ventana del autobús o tren -dependiendo el caso- o también cuando andaba por la calle. Cualquier pretexto era bueno para rehuir su propia mente y, sobre todo, ignorar sus propios sentimientos. «Nada en mí vale la pena», pensó mientras se sobaba las muñecas. Pasó sus dedos por encima de las cicatrices de cada extremidad, largas líneas verticales que seguían doliendo cada vez que hacía esfuerzo o el clima era demasiado frío. Las consideraba la prueba más fehaciente de su ineptitud y asumió que el universo le aseveraba de todas las maneras posibles tal declaración.

-La tercera es la vencida -se dijo en un murmullo.

El día anterior estuvo todo el día encerrado con los ojos clavados en la extensión de lo que alcanzaba a divisar, pensando en no salir de la habitación ni en el día siguiente y tampoco el que seguía y todos los que fueran necesarios para encontrar la forma más adecuada y segura de quitarse la vida.

Perdió cuenta de cuántas noches llevaba sin dormir. Las ojeras que oscurecían la piel debajo de sus ojos ensombrecían su apariencia y la falta de fármacos no iba a facilitarle el deshacerse de ellas.

Escuchó unos golpecitos en su puerta, pero no se movió de su lugar frente a la ventana. La puerta se abrió lentamente. Su abuelo llevaba en una bandeja dos tazas de café caliente y un plato con panecillos y biscochos de chocolate. Liam entró sin mucha ceremonia y buscó rápidamente la manera de acomodar todo quedando él sentado a un lado de Andy y la bandeja encima de otra silla entre ellos.

-Espero te guste el café. No sé si te guste dulce o amargo, así que te traje azúcar y un poco de leche.

Andy despegó por fin su atención de la lejanía y volvió la cara, viendo al hombre con una taza en mano, se animó a coger él la otra y probar un bocadillo de chocolate y endulzar el recuelo con varias cucharadas de azúcar bien colmadas y un chorrito de leche.

-Tu madre llamó ayer -pronunció Liam antes de tomarse lo que le quedaba de café-. Le dije que estabas dormida, que ya la llamarías tú cuando quisieras hablar.

Se rascó el cuello ideando cuál sería la respuesta correcta al comentario. No tenía ganas de llamar a su madre. La verdad, no tenía ganas siquiera de recordar su existencia e, imaginaba, que Liam ya se había dado cuenta de su actitud.

-No escuché el teléfono ayer -acertó a decir.

-Alrededor de las cuatro y media -contestó su consanguíneo y Andy se asombró de los logros de su ensimismamiento.

-Bien.

Comprendió que la llamada era un gesto de preocupación maternal, mas, según lo veía él, era un simple intento de acallar su conciencia ante la enorme disfunción familiar que quedó al descubierto meses antes. ¿Dónde estuvo esa atención cuando realmente necesitó interés ajeno por su bienestar? Probablemente en una fiesta de té o una reunión de sociedad o inmersa en el trabajo que tan poca satisfacción dejaba en ella. Sin importar el caso, ahora le resultaba indiferente. Lamentablemente, había llegado a la conclusión que uno nace solo para morir solo sin efeméride alguna, y si las había no tardaban en ser consumidas por el olvido; por ello sentía cierto derecho a ser egoísta y malagradecido, como si hubiera recibido cierta iluminación al dejar que su depresión nublara su discernimiento y lo transformara en algo completamente negativo.

-Dime, Andrew, ¿cómo te sientes? ¿Qué te pasa?

Sintió un ligero espasmo y un escalofrío al escucharle.

Andy negó con la cabeza, sus ojos asomando lágrimas al instante que, a esas alturas, ya no estaba seguro si eran de sentimiento o costumbre.

-No sé qué sucedió en Nueva York -le dijo virándose lo suficiente para quedar de cara a él-. No sé qué ha sucedido en mucho tiempo. Si te sientes mal, ¡caray, aquí estoy para que hables conmigo! Seré un anciano, pero de algo he de servir.

- ¿No te lo dijeron mis padres?

-No. Solo me dijeron que necesitabas un lugar donde quedarte lejos de la ciudad.

Andy supuso que, personas tan dedicadas a una imagen pulcra y correcta, jamás reconocerían lo sucedido y les resultaría más fácil encomendar una carga tan pesada, como el cuidado de un suicida, a otra persona. Entendió, entonces, que esa era la razón por la cual nadie preguntó nada y solo se pagaron las deudas médicas. Estuvo, a pesar de todo, agradecido de no ser enviado a un asilo para enfermos mentales, aunque no dudaba que sus padres lo consideraran en algún momento.

-Intenté suicidarme -su voz se escuchó queda-. Dos veces. No sé qué hice mal. La primera vez me aseguré bien de hacer los cortes profundos; hasta me metí en la tina llena de agua tibia porque leí que eso ayudaría. La segunda vez me tomé un frasco de pastillas para dormir con una botella de vodka y un poco de cloro, pero no recuerdo bien qué pasó hasta una semana después.

Enseñó sus brazos y su abuelo inspeccionó las heridas, teniendo cuidado de no tocarlas bruscamente se inclinó hacia adelante para ver mejor y acomodándose las gafas sobre el puente de la nariz.

- ¿Cómo se te ocurrió hacer todo eso? - Inquirió estupefacto.

-Hay más información de la que te imaginas -dijo-. Páginas de internet, otras personas dispuestas a ayudar, incluso puedes preguntar inocentemente a un doctor como si tuvieras duda de algún efecto secundario o las consecuencias de tus acciones. Qué sé yo... Cuando uno tiene ganas de hacer las cosas, se hallan maneras.

Hubo un silencio prolongado.

-Supongo que has de tener el estómago y el hígado destrozados -Andy se encogió de hombros-. ¿Hace cuánto fue eso?

- ¿La primera o la segunda vez?

-Ambas.

-La primera fue hace unos tres o cuatro años. La segunda hace unos dos meses.

Liam suspiró y asintió en gesto de resignación.

- ¿Por qué no llamaste?

Andy se encogió de hombros nuevamente.

-No sé. No es algo que uno hable, ¿cierto? -Gesticuló como si estuviera hablando por teléfono-: «Hola, ¿cómo estás? Estoy pensando en suicidarme, ¿qué opinas?». Nadie quiere lidiar con un depresivo. Y pensé que era mejor terminar con todo. Lo sigo pensando. Suena mejor morirse y tener la posibilidad de empezar de nuevo...

- ¿Tú crees? -su abuelo le miró inquisitivo y un tanto sorprendido-. ¿De verdad crees que se pueda empezar de nuevo?

El mayor de los dos carraspeó antes de continuar hablando.

- ¿Quieres saber qué pienso? -Andy asintió. Sin darse cuenta, la plática semejaba bastante a las que sostenían cuando eran inseparables aunque la temática distara enormemente en comparación-. Es difícil, cuando sientes que ya nada vale la pena y parece más fácil terminarlo todo... Nunca he estado en una situación así. Pero la idea de alguien quitándose la vida me produce cosas contradictorias: por un lado, pienso que se necesita valor para llegar a esa decisión y, por el otro, no veo qué obstáculo o tristeza puede ser tan grande como para no lograr ver las cosas buenas de la vida. Otra cosa es la religión... ¿tú crees en Dios?

Andy se tomó su tiempo para contestar.

-No sé -por fin pronunció en voz baja.

-Imagínate que alguna de las religiones sea la verdadera, entonces si te suicidas, seguramente irás al Infierno porque casi todas lo reprueban. O, si es una de esas religiones basadas en la reencarnación, si no aprendiste nada de esta vida, ¿te imaginas nacer en una de condiciones similares o peores? Y si no hay nada después de esta vida, habrás echado por la borda los años que llevas vividos y los que te faltan por vivir.

- ¿Nunca has pensado que hay personas que vienen al mundo solo para existir? Es decir, como yo. No tienen aspiraciones ni metas, no son buenos en nada y a donde vayan no hacen más que ser sombras de otras personas o estorbar.

-Cada persona tiene su lugar en la vida. Creo que cada persona se hace su lugar en la vida.

-Podría ser.

No estaba convencido de su propia respuesta. Deseaba con todas sus fuerzas creer que todavía podía hacerse alguien de valor, una persona con una meta por lo menos. Envidiaba sobremanera a todo aquel con un talento, por mundano que pareciera, y todavía más a los que seguían al pie de la letra sus impulsos e instintos porque él se hallaba carente de todo eso. Se veía como un cascarón vacío, carente siquiera de valor como individuo.

-Vayamos a dar un paseo -dijo Liam poniéndose de pie.

Él también lo hizo. Siguiéndolo para salir de la habitación y bajar las escaleras, esperó en la sala de estar a que el hombre pusiera los trastos en el fregadero para lavarlos posteriormente porque, sorprendentemente, Andy acabó con la mayor parte de los panecillos y biscochos. No recordaba haber comido tanto en un largo tiempo y, a pesar de sentir el estómago a reventar, era una sensación culposamente grata.

Idóneamente, Liam era dueño de una de las casas mejor acomodadas: contaba con un amplio solar alrededor de la misma y, unos metros más allá de la cerca que delimitaba su terreno, estaba la costa. En frente tenía uno de los asfaltados más transitados para ir tanto al este como al oeste de la villa.

Ese día, conforme se alejaban de ella, Andy le veía con otros ojos. Por primera vez le prestaba atención a su estructura y los detalles que la hacían diferente, en lo que era posible, al resto de las viviendas coloridas de la isla. El único color llamativo que poseía era el rojo del techo, las salientes y ménsulas; el resto de la casa estaba pintada de color ocre muy tenue. A través de las ventanas se vislumbraban cortinas de encaje blanco con elaboradas filigranas florales. Si el interior distaba o no de las demás viviendas u hoteles era difícil de averiguar, mas le parecía trivial ese aspecto; opinaba que, en general, una casa tendría las mismas parafernalias domésticas necesarias y básicas para un hábitat decente. No obstante, experimentaba ahí una comodidad indescriptible que, dudaba mucho, existiera en cualquier otro sitio.

Nunca, ni en su común y holgada soledad, conoció la noción verdaderamente casera de un lugar. La drástica disimilitud entre el departamento familiar moderno que fue su hogar por años y la casa a la que estaba confinado de ahí en más pudo despertar en él la añoranza de su niñez y la esperanza de recobrar algo de la felicidad que rebosaba en su vida antes; al mismo tiempo, le abstraía al análisis y mejor apreciación de los años, sin ser molestia o representar algo negativo. Oak Bluffs era el escape perfecto. Compartir algo de tiempo con su abuelo era el nuevo inicio a su vida, el verdadero inicio, y su impericia para comprenderlo y los subyacentes cambios acentuaban la sensación de descubrimiento.

-Dime -dijo abandonando un poco su arrobo-, ¿por qué dejaste de visitarnos?

Liam detuvo su andar y, conmovido, miró a Andy.

-Eras muy feliz, ¿verdad? -Dio unas palmaditas en la espalda del muchacho-. Yo también era muy feliz estando contigo y con tu madre..., pero las personas y sus intereses cambian.

- ¿Tus intereses cambiaron?

-No.

Las playas de casi toda la isla tenían paseos asfaltados irrisoriamente cerca, con una hilera de bancas a lo largo encarando el vasto océano. Liam las apuntó y echó su andar hacia ellas hasta sentarse, lo más cómodo posible, en una para continuar la charla y reposar ahí sin importar el apogeo abrasante del sol. Andy le siguió en silencio, prefiriendo sentarse en el pavimento con la intención de mantenerse frente a su abuelo. Se colocó lo más cerca posible de él sin resultar invasivo a su espacio personal.

- ¿Entonces? -dijo, instándolo a continuar.

-Digamos que... -Liam suspiró incómodo-. Es complicado. No soy quién para hablar de ello y nunca me ha gustado hablar del pasado.

-Eso explica mucho -acotó sarcástico.

Liam rió ante sus palabras. No era su intención mantenerle en suspenso, mucho menos fastidiarle. Sin embargo, verdaderamente detestaba socavar en lo ocurrido y lejano porque, en primer lugar, nada se podía hacer al respecto y, en segundo, creía que era mejor cuando el recuerdo asaltaba imprevisto en lugar de vivir evocándolo. Especialmente, este último acto, no llenaba el ser de la melancolía común, sino de sentires a veces negativos.

-Hay cosas que no te puedo decir, no porque no quiera. Simplemente, como yo lo veo, no es conveniente.

Andy asintió dándose por bien servido con escuchar esa explicación. Intuía que insistir no ayudaría en nada, así que mejor se puso de pie y ayudó al añoso a hacer lo mismo para caminar de regreso por el mismo camino. Contempló el oleaje lavar la arena y se preguntó cuánto tardó en borrar sus huellas, mas reparó rápidamente en lo poco probable que resultaba dejar impresa una pisada en la arena mojada. Las pocas señales de su paso por ahí las desaparecería la marea alta más tarde y, la realización de ello, le dio una pizca de tristeza.

El mutismo del trayecto fue menos pesado para él al estar detrás de la casa. Ahora apreciaba la cercanía del pasto verde y fresco con el margen del mar y cómo la cerca blanca que rodeaba la propiedad dividía de manera más marcada la naturaleza de una superficie con la otra.

Buscaron la pequeña puerta, bien mimetizada excepto por las bisagras metálicas empotradas en la madera, para pasar al jardín y enjuagarse los pies con la manguera con la que Liam generalmente asperjaba el césped y demás plantas.

-Lo que sí te puedo decir es que me da gusto que estés aquí -expresó con sinceridad el mayor de los dos-. Han pasado muchos años pero, para mí, sigues siendo el mismo niño de antes. Si algo ha cambiado es que te quiero más, si cabe. De haber sido por mí, nunca hubiera dejado de visitarte, ¡al contrario!

Las palabras provocaron que Andy sintiera un nudo en la garganta y se le aguaran los ojos. No pudo articular nada, ni un pensamiento siquiera, así que se abalanzó sobre su vetusto abuelo abrazándole con fuerza. Sintió una alegría tan tremenda que no la entendió hasta que estuvo a solas en su habitación. Y, ahí a solas, miró a su alrededor ya con las lágrimas escurriéndole por las mejillas. No perdió un solo detalle: la cama, el clóset, la decoración, los muebles... En armonía toda su persona por primera vez en mucho tiempo, dejó escapar un hondo y largo suspiro. Andy estaba pletórico. Andy había encontrado por fin su hogar, el lugar al que pertenecía. 

 


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