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Notas del fanfic:

Oneshot

Notas del capitulo:

Este es un pequeño cuento en memoria de una compañera que falleció. Si bien no tiene nada que ver con ella, las circunstancias me obligan a dedicarlo.

Sentada sobre una silla curiosamente colocada enfrente de la puerta blanca de la habitación de ella, yace la chica con la sonrisa muerta y los ojos estoicos, la luz no los atraviesa ni los abrillanta, están opacos, secos, con sólo el reflejo de la puerta blanca de la habitación de ella asomándose por la rendija de la pupila.

Lentamente se desliza una ligera brisa, que es muy común después de los chubascos, por una ventana detrás de la silla. La chica, aún inmóvil, deja caer los hombros pero refuerza la intención de su mirada. Se acomoda en su asiento, el murmullo que sube de la calle le recuerda y le vierte sobre los pensamientos que una alguna vez juró jamás olvidarse.

La tercera estación. Los vagones seguían su camino uno tras otro, traqueteando, balanceándose hacia un lado y hacia otro y pronto desaparecieron dentro de los túneles enigmáticos. No había subido al vagón, se había esperado a que el tren siguiera su curso y, a través de las ventanillas que pasaban coartando la luz que a su vez imitaba flashazos, a mirar hacia el andén contrario. Allí estaba, parada frente a ella degustando cada matiz de su persona, le encantaba, le emocionaba, sentíase como una chiquilla maravillada por el descubrimiento de una mariposa al vuelo. 

La suave piel de ella se escurría en sus pulgares. Le complacía el hambre con la que había vivido hasta ése momento, le creaba, al mismo tiempo, el insaciable deseo de obtener más. Cuanto más conseguía, cuanto más requería. El hambre iba y venía pinchándole lascivamente los rincones inimaginables de su ser. Le recordaba que era humana y también que era la única merecedora de ella que es todo menos una igual. La hacía renacer, le hacía perder la chaveta. Descansaba noches enteras contorsionando los sentidos a manera que le fuera más fácil conquistarla y conseguir más.

Su pupila se dilata. La puerta continúa cerrada. El silencio ametralla su alma y comienza a exasperarse. No se mueve ni un milímetro, ella no se lo perdonaría jamás. Los oídos le hieren ansiosos por el mínimo indicio de ruido. Cierra los ojos para frenar el cauce de heridas. No habla, no tiene por qué, si lo hiciera tal vez ella podría salir detrás de esa puerta, está allí. Podría invocarla con el simple uso de la lengua. No lo hace, no lo piensa hacer. Desde el comienzo, ella se lo había echado en cara “-no hablas-.” y no lo piensa hacer.

Insospechadamente y figurándose la razón por la cual inquiría demasiado, ella le había saludado. Comprometida por su insistente mirada y por su descubierta osadía, su mano, al igual que la de ella se había agitado tímidamente. Un segundo tren se detuvo justo en medio. Las compuertas se abrieron de par en par. Temiendo que ella hubiera abordado cualquier vagón y que pronto partiera, rebuscó entre las ventanillas. No la divisó por ningún lado. Timbró el tren. Con un ruido mecánico, las puertas se cerraron. Retrocedió. Triste se apostó tras la línea de precaución. Los ojos al suelo, simulando cargar un gran peso sobre los hombros, se encogió y volvió las espaldas al andén contrario. Chilló el silbato y el tren se esfumó igualmente por los negros túneles.    

Por fin vino el tiempo en que ese anhelado deseo se cumplió. En su búsqueda de la droga perfecta se topó, a pesar de los contratiempos, con el manjar embriagante que la completaba, que la elevó a los cielos y la precipitó contra la tierra una y otra vez. La droga manipulaba cada instante de su vida, le recordaba que sin ella bien podría ser nada, nada dentro del todo. Al principio, los instintos más animales trató de disimularlos: discretamente hacía que posaba su deseo en ella y no en lo que ella tenía; sin embargo, la invitación parecía ser a diario e innegable, le era casi palpable. Muy pocas veces estuvo a punto de no librarse de las interminables, dolorosas y escabrosas peripecias que resultaban de suprimir el impulso de la carne. Más de una noche de desvelo reflexionó sobre cómo liberarse de su apretada situación, de cualquier forma ella no se lo perdonaría. Concibió algún día la monstruosa idea que la sacaría de apuros. La ama. Eso, por un lado, es perfecto, por otro, no; ella es todo menos una igual.

Después de que el tren hubo desaparecido, de espaldas al andén contrario, cogió la cartera de piel que colgaba de uno de sus hombros, sacó un bolígrafo de punta de plata y escribió su nombre con fino trazo sobre papel. Regresó, arrastrando los pies, a la línea de precaución y soltó, a las vías, el papel.

Durante ese ritual de despedida al amor fugaz, encontró de pie, en el mismo lugar donde había estado todo ese tiempo, a ella. Su faz se iluminó, también la de ella. Con ciertas pantomimas decodificó que ella la esperaría allí mismo. Era su momento. Corrió. Voló. Subió las escaleras que conducían al andén contrario y después descendió. Allí, allí seguía la encarnación de sus anhelos, su amor platónico que hasta ese día no había conocido. La alegría emanaba de sus manos, al igual que el nerviosismo. La estrechó en sus brazos mimándola con cada caricia, lentamente cuidando de ella.

Cierta ocasión llevó a cabo su plan, de cualquier forma, una, dos o hasta tres amantes además de ella no parecía gran problema. Lo podía todo, el amor se lo permitía. Ciertamente, ella le completaba, le daba lo que ninguna otra podía brindarle: el complejo de la mitad perdida durante la vida pasada, ella lo desliaba. Era el alma gemela que se había propuesto a buscar y con esta calidad de pureza, de limpia y simple inocencia, el funesto menester de la carne le parecía mortal, ya que era el que definiría si atrofiaría la relación única con ella. De ahí surgió el propósito de celar el amor puro e intercambiar los placeres triviales con otras diferentes a ella. Así era fácil, no tenía que explicar nada, no lo hace, ni lo hará; no había que detenerse en medio de las caricias para arrinconar los deseos carnales, no había más; no tenía que hablar más que lo suficiente necesario.

Si bien, luego de conocerla durante un año, de andarse a tientas y obligarla a olvidarse de cualquier arrastre sexual, de compartir con otras lo que debió compartir con ella, pero no lo hizo, que posteriormente se lo enfrentaría con un frívolo “-no sé quién eres-.” despertó, de un día para otro, la maravilla de la curiosidad en la mente casi infantil de ella, que es todo menos una igual.  Cuestionó la falta de cuidado e intensión. Una cosa estaba segura, ella pretendía, pretendía seriamente contra su juicio. No contestó, ni siquiera cruzó por su mente algún alegato, nada, los ojos y la sonrisa muertos.

Reina la elipsis en el interior de su cabeza. El latido hueco del corazón hace nada para remover la afonía. La perilla de la blanca puerta se baña con un pequeño claro de luz que proviene de la ventana trasera. Hizo bien en esperar, la calma por fin va a sucumbir, ella estará orgullosa, de otra forma no se lo perdonaría. Ha aguardado, como siempre, inmutable, vacía para no manchar la ingenuidad de ella, sin embargo, ya es tarde, lo sabe, ya no es la mitad, quizá nunca lo fue. En el momento cúspide, ella dirá lo mismo que ha ido diciendo todo el rato “-no sé qué piensas-.” y asentirá sólo para que no hable más. Se queda tiesa, intenta sonreír, es feliz, completamente ajena a la tormenta que está por desplomarse.

Tomando el amor como si significase cualquier cosa, lo dispersó, de tiempo en tiempo, de amante en amante, como si fuese un sonido, y lo único que quedó para ella fue el amargado silencio. La amaba, sí, pero también gustaba de las amantes, mientras más mejor funcionaba para deslindarse de ese apremio, de ella. Su poderío, su inocencia inhumana, eran difíciles de ignorar a manera de que una vez que no eran suficientes las amantes, el dolor de enviciar lo incorruptible, lo que había jurado proteger como la belleza que sólo valía la pena admirar, se hacía presente. Su temple no cedió, permaneció firmemente día tras día. Visitaba frecuentemente a las amantes, más seguido que a ella, para cerciorarse de no caer en tentaciones. El tesoro, la mitad, quedaría preservado a ese paso.

Se suscitó, durante una visita en casa de ella, de nuevo, el problema del “-no hablas, no sé quién eres, no sé qué piensas-.” Calló, como es costumbre. Volcó los pies sobre el sofá y se tendió con los brazos cruzados. Las amantes habían sido escasas sino nulas toda aquella semana. Se encontraba inquieta, la urgencia le agujereaba el espíritu, ni hablar de la pérdida del entusiasmo con el que celaba a ella, que es todo menos una igual. Tras muchos intentos, el remolino mental y la culpabilidad fueron extinguiéndose. Empujada hacia una encrucijada entre el autocastigo y la conmiseración, agitada por los masajes inquietantes de ella que mientras hacia una cosa comenzaba otra, susurraba casi más cerca, cerquísima con ese tono embriagado de lujuria, rechazó cuando al fin, trastornada por los impulsos, ella acercó aventuradamente su rostro a la parte baja de su cuerpo. Advirtiendo el posible incidente, recogió las piernas y se encaminó a la salida. Herida hasta el fondo con el ánimo volcado a otros asuntos diferentes a los que correspondía su corazón, decidió no volver si no antes se había agenciado visitas satisfactorias con las amantes.

 Luego de muchas noches de auditoría en camas ajenas sobre almohadas extrañas, resolvió que era tiempo de visitarla. Había pasado más de tres meses desde la última vez que la había visto y que había puesto en jaque su amor platónico y ni siquiera había cruzado por su mente el deseo carnal involucrándola a ella. Se sintió aliviada. Siendo así se encontraría bien, no habría mayor problema, de cualquier otra forma ella no se lo perdonaría. Se había retractado, sí, en el momento adecuado y aunque dadas las circunstancias de la volatilidad de la carne, lo volvería a hacer si se presentaban nuevamente esas situaciones. Creía en su voluntad inquebrantable. Llevaba ciega fe en su arresto.  Subió hasta el apartamento de ella en el segundo piso, posteriormente llamó a la puerta. Esperó. Imaginó a su adorada alma compañera, ella, la pulcra y sincera, el cincel que esculpía con piadoso esmero y fresca ternura a su vida envilecida por el gusto inherente a los cuerpos femeninos. Era ella la fuerza que desde las sombras aclaraba, tan sólo con su risilla, el sentido de lo que se merecía ser amado, lo intocable, lo que es perene siempre y cuando se preserve y cultive. Era de su pertenencia, el trofeo viviente producto de una tortuosa castidad que demostraba la existencia del amor incondicional más allá de lo libidinoso. Ésa fue la razón, razón que utilizó de excusa para aplazar lo primordial; es por esto que ella no la ha perdonado jamás.

La puerta, en el tiempo que llevaba esperando, que era desgarradoramente inquietante puesto que ella no solía demorar, no cedió. Nadie estaba dentro, nadie, ella se había ido. Forzó la cerradura sin resultados, intentó llamar varias veces, primero timbrando; después azotando la portezuela. No estaba, ella no contestaba. Ansiosa, se desplomó sobre la superficie de la madera intentando calmarse, todo le parecía fatal, ella se había ido, como aquella vez en la estación de trenes.

Interrumpe sus pensamientos. Rememorar la desesperación que sintió aquella vez le hela la sangre. Aturdida, continúa inmóvil sentada en la silla frente a la puerta blanca de la  habitación de ella como se le indicó. Tiene los ojos plantados aún sobre la perilla reluciente. Sonríe involuntariamente, como hubiera querido ella. Hurga en su mente evocando las sabias palabras de ella cuando le calificaba como una persona “-insensible, insensata, incomprensible-.” sonríe esta vez con intensión de hacerlo.

 Al poco rato, ella apareció en el umbral. Su cuerpo basto, increíble, de esencia que la embriagaba al momento de apreciarla, se asomó tímidamente. La dejó pasar, le hizo cumplidos, le regañó por haberla olvidado. Con respecto a su voluntad, intacta, recta. La miraba ir y venir, contenta, completa, se sentían la una a la otra, distantes, quizá, evitando la seducción pero al fin juntas, ella hablaba, preguntaba, bromeaba. La escuchaba astutamente aguzando los sentidos para comprenderla o cuando menos intentarlo, pero no le interesaba, no le interesa, ni lo hará.

Le tomó de la mano y debido a su acostumbrada mudez ella no esperó a que se opusiera. Pasaron por esa misma puerta blanca hacia su habitación. Se enclaustraron, ella estaba rebosante, se tumbaron en la cama. Le pareció extraño sin embargo la abrazó y acarició. Una vez más tocó la sedosa piel de ella, sus yemas parecían fundirse al repasar la superficie tersa, -ella- se había sonrojado, no hablaba más, no había más conversaciones inútiles, era ella solamente, por primera vez hacía lo que le pedía, no hablaba. De un momento a otro, el cuerpo desnudo, idílico de ella deslumbró sus ojos. Había ayudado a desprenderla de sus prendas sin siquiera recordarlo. Le parecía más allá de lo comprensible el deleite que captó con sus sentidos y que fue el necesario para olvidarse de ésa voluntad. En un abrir y cerrar de ojos, aquel amor puramente sentimental, si bien uno digno de conservar, se tornaba hacia el arriesgado camino de lo pecaminoso. Con su sexo expuesto palpitando aceleradamente, ella le miraba con una expresión de súplica marcada en la cara. Le cogió ambas manos para que no retrocediera, ella conocía la voluntad en contra del entretenimiento de la carne.

El corazón pareció salirse de control, le sofocaba, todo era toscamente insufrible, sentía lo mismo que cuando ella le había obligado a besarla. Ahora le pedía que se lo hiciera, con vaga modestia porque ella es todo menos una igual. Le decía, calmadamente para no exasperarla: “-¿Por qué no lo has hecho conmigo?-“ a pesar de la explícita forma en que aseguraba que lo sabía todo, desde el plan que había conjurado con las amantes hasta lo que quizá había hecho ésa misma mañana, no terminó por comprenderlo.

Le llevó las manos al cuerpo, asustada, consiente de que estaba a punto de corromper su deslumbrante inocencia. Le miraba profundamente, removía sus cavilaciones y las hacía de ella. “-Vamos a tratar de mantenerlo un día más-.” Rebotaba en su cabeza a pesar de que ella no se lo decía. Se perdía, no quería hacerlo, le aterraba, no obstante, la premura de la excitación se lo exigía, se lo demandaba el pequeño y frágil cuerpecillo de ella. Por fin, después de un año y medio de conocerla, de andarse con jugarretas, de prorrogar lo señalado, evitó seguir pecando de ignorancia  y probó la suculenta piel expuesta de ella.

 Ostentando su cuerpo desnudo sobre las sábanas, ella mantuvo la calma, indicando, de cuando en cuanto, como si fuese un susurro del viento, dónde y cómo lo quería. Maquiavélica, ella abusaba de la desazón que esa danza sexual le causaba. Le forzó las manos hacia el pecho y hacia entre sus piernas, respectivamente. Despistada por las insospechadas sensaciones, pues incrédula ante el hecho de que aquello que sólo servía para ser amado desde lejos indiferente a cualquier anhelo inmoral fuera en mayores proporciones y aún más provechoso un objeto sexual, apreció, al principio fútil luego encarnecida, la protuberancia y hendidura  más dóciles que jamás había tocado.

Y a pesar de que lo pensaba, ese objeto erótico novedoso, no quería tomarlo como a las demás amantes, que ella es todo menos una igual. Le imaginó más pura, si bien pronto comenzaría a empaparse, lo haría con gracia, desde lo bajo, si le tocaba correctamente. Sí, se sentía bien, encontraba sentido en su ennegrecida cabeza, la estaba depravando, y aun así estaba dispuesta a continuar, no quedaba más, ella se lo decía con los ojos “-no creo que te des cuenta de que un día es como un año en algún momento-.” No quería saber más, no quería darse cuenta. Se cercioró de hacerlo con calma, acariciarla y vejarla con orden, si no en el momento más inadvertido ella podría quebrarse. Debía ser gentil. Inmediatamente, ella le sonrió abochornada, bien, todo iba bien, se encontraba de maravilla, le pedía que la tocara más, que le diera todo lo que le había arrebatado a consecuencia de haberla mantenido como una conquista de estantería, la furia de saber que le pertenecía sólo a ella.

Aceptando la invitación hundió los dedos en ella, abriéndose paso entre los pliegues, buscó y encontró el lugar apropiado. Lo conocía, sabía exactamente qué hacer, dónde tocar. Las amantes habían sido su campo de estudio. Tenía clara idea de cómo debía sentirse ella. El ritmo y candor de los acontecimientos se volvió abrumador. Los gemidos que ella lanzaba la avergonzada hasta las orejas y atravesaban su propia carne. Le excitaban, le saciaban. Percatándose de lo estruendoso y grotesco de sus acciones, ella, con su pensamiento pueril, intentó ocultarlas tras sus palmas inútilmente. Al momento de introducir y remover los dedos, de adentro para afuera, al compás de los susurros, de los sollozos, era imposible que algo como un mugido se encubriera.

Al contacto, agradecida, perdida en un mar de placer, ella no omitió ningún tipo de información. Exactamente como se lo hacía, exactamente como se lo relataba, paso a paso, lugar por lugar, lo describía. Cuando pinchó el pezón de ella el cuerpo enteró se le convulsionó. Su expresión, sus acciones, todo le parecía encantador, místico, tuvo la necesidad de querer protegerla. El deleite era tal que aunque ella era la única que estaba siendo manipulada, la excitación le hacía respirar incontroladamente tan sólo con escucharla.  Los gimoteos le extasiaban como nunca antes. El suave bamboleo del diminuto cuerpo fue más y más robusto, los dedos que se hallaban en la entrepierna fueron apretujados con un fervor inimaginable. Los genitales de ella alcanzaron el punto máximo, se endureció el clítoris y, resuelta, se corrió. Soportándola para que no callera, la sostuvo entre sus brazos, mimándola. Fue así el principio de dos largas horas de ensueño, de impúdico y pervertido ajetreo. Fue testigo de las múltiples ocasiones en que se vino. Ciertamente, se arrepintió de contaminarla con su lujuria, contempló las consecuencias de esos actos, pero le amó, le disfrutó y dio lo mejor de sí a saber del cruel desenlace.

Al fin, la puerta se abre. La luz le enceguece. Trémula, a pesar del destello que le lastima, mira directo a ella. Le busca los ojos, desea cruzar una mirada amistosa antes de que el vendaval destruya lo que aún queda de pie. Allí está, ella, la suya, la que a su parecer siempre fue inquebrantable, su mitad perdida en la otra vida, por la que escrutó camas ajenas durante mucho tiempo y que sirvió para concluir en que era la única, la que le merecía; pero ya no, la que podría haber hecho de su vida una de las mejores; pero ya no, la moza que ilustraba y que podría haber sido elucubrada por quienes conocían o creían conocer lo que era el amor por su carácter de perfección, o al menos eso le parecía, perfecta, incluso terminado de vejarla intuyó que lo había hecho por primera vez, le había amado; pero ya no.   

Cuando hubo terminado el menester de la carne, maquinal, más muerta que viva, se había encaminado a la salida. Humillada, ella le había exigido una explicación, un último y desolado, ya no comentario o palabras, sino un enfermizo dejo de amor, algo, cualquier cosa que le hiciera sentir a ella que realmente la había amado, si bien era la última vez, se lo había asegurado, no quería dejar mal recuerdo. Calló, como es costumbre. Entonces, molesta, ella lo dijo, lo mismo, lo que había dicho siempre “-eres una persona horrible, insensible, insensata, incomprensible. No hablas, no sé quién eres, no sé qué piensas-.” y era algo repetitivo dentro de su cabeza, siempre igual, hablaba, hablaba a más no poder porque ella podría ser muchas cosas pero menos una igual.

Ahora, llorosa, desgarrada por el pesar de lo que había ocurrido, de la desgracia de haberse sentido ultrajada de la manera más vil, ella culmina, de una vez por todas, con el quijotesco sentimiento. Se le acerca, le mira de arriba abajo, ajena, distante, se inclina a la altura de la silla, musita: “–prefiero huir a sentarme para hacer frente a la verdad-.“ No contesta, ni lo piensa hacer, de una forma u otra ella no la perdonará. Queda a solas cuando ella sale del departamento; los ojos hundidos, debajo, bolsas hinchadas en vez de párpados, ve directo hacia la puerta, blanca, lisa, su caja mortuoria.

Ella le había obligado a cometer el crimen pecaminoso para así dar sepultura a su relación, dar fin a su sueño etéreo sobre el significado del amor, el prototipo que llamó amor. Pero no lo entiende, no la entiende, ni lo hará.


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