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Rock ya no por favor por Vampire White Du Schiffer

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Notas del capitulo:

Habrá una pareja sorpresa, así que habrá poquito de las principales. 

+Cuarto capítulo+

Cuarto escenario.

En la casa de esos tres entes extraños. Dino estaba realmente exaltado. Daba vueltas por toda la habitación, apenas hace cinco minutos que había llegado el moreno y llevado quién sabe dónde a su compañero de maldad.

Estaba enojado consigo mismo. Siempre tenía que parecer el estúpido del grupo. Aunque le gustaba ser patosito, así las chicas lo mimaban más.

Por otro lado, la cara de sumo desprecio que Hibari le dedicó en cuanto entró a la habitación le acongojaba el corazón de apremiante manera.

Se mordió los dedos pulgares, y de inmediato escuchó que abajo Mukuro era conducido por el muchacho de ojos platinados. Se pegó como mosca de inmediato, chocando su cara completa.

Y Mukuro le escuchó. Le miró desde su lugar y le sonrió divertido, mostrándole un ceño de victoria, se pasó descaradamente la lengua por las comisuras de los labios siendo dirigido apresuradamente por el menor.

-Ese desgraciado… -murmuró Dino separándose de la ventana, sí tuviera las manos desatadas iría a partirle la cara, estaba claro que nadie podía, debía, tocar a ese conejo llamado Hibari. ¿Por qué? Al diablo las razones.

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-Pareces enojado –el sexy Bronco lamió su dedo índice con parsimonia, saboreando el semen de Alaude que ahora estaba esposado y encarcelado contra el tronco de ese árbol traicionero.

-Cállate -murmuró. Era tan humillante. Sobre todo, sobre todo… porque…

-Humm –se tragó todo como dulce favorito y luego bajó la mano hasta la cintura del rubio.

-¡No me toques! –se alebrestó y se dio la vuelta, quedando de espalda a la pared. Gesto que sólo sacó una radiante sonrisa en el moreno.

-Pierdes con facilidad la memoria de hace cinco minutos, pero descuida –se fue desabrochando los botones de la camisa blanca –, te lo haré recordar para que nunca lo olvides –amenazó y la luna le hizo compañía.

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-Yare, Yare, no se porqué me dejaron al más tierno de los tres –decía Byakuran, rascándose la nuca con pesar –, yo me quería llevar al otro –dijo para sí mismo –, pero qué se le va a hacer. Hibari-chan dijo que…

-¿Hibari dijo qué? –habló Dino, mirando a su carcelero respectivo. El hombre que casi lo atropella; cabellos blancos y ojos lila.

-Vamos, los prisioneros no hablan, Cavallone –le respondió por lo pronto y le atrapó por las muñecas, ayudándole a levantarse y guiarlo a la puerta.

-Escucha –se detuvo frente al marco –, ese chico… ¿Se sabe defender bien? –inquirió sin querer hacer ver su preocupación.

-Claro que si.

-Espero estés seguro, conozco a Mukuro y… seria mucho mejor que le ayudaras.

-¿Qué te parece que mi Hibari-chan esté en peligro? Fufufu –y le liberó para revolverle el cabello de hebras rubias –, no eres el único frustrado. Te diré algo –le abrazó por la espalda y le susurró al oído –, Hibari iba a ser tu escolta, pero no le gustó tu altanería sobre las personas.

Dino bajó la cara.

-Ya lo sé –se libró del abrazo y camino –. Anda, ¿Qué no planeas llevarme a otro lugar?

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En la cuidad. Todos estaban desconcertados, en especial el manager de esos tres endemoniados seres.

Un edificio en el centro de Rivacio Park, tan alto que tocaba el cielo. En una de sus habitaciones estaban dos hombres, uno moreno y el otro rubio.

-¿Qué carajos se supone que estabas pensando al darles permiso? –le exigió respuestas claras.

-Ah, no molestes, aquí el manager soy yo, ¿recuerdas? –se encogió de hombros, y se puso el saco negro que tanto quería.

-¿Es en serio? Kora.

-Escucha, Corónelo –fue hasta el lugar del interlocutor y levantó el mentón varonil para enfrentarse fijamente –, esos tres regresarán en menos de lo que esperas, y después harán el Circo, Maroma y Teatro que tanto deseas.

-Lo dices como si el beneficiado fuese yo… el que los encontró fuiste tú, figura de hierro.

-Me haces ver como el malvado de la película –alegó en medio de una risa divertida. Después le besó sin permiso.

Los moretones aún se veían en el rubio, Corónelo. La noche de sexo había sido dura. Triple X.

-Lo eres, ni te queda negarlo –se levantó para verse al espejo, suspiró con dolor los cardenales en sus muslos, muñecas, y cuello… varios viperinos dedos morados en forma de tatuajes. Se puso su camisa blanca, pasando a tocar con suavidad sus pectorales bien formados.

-Repítelo –se puso detrás del rubio, que despidió un brinco de sorpresa –, anda, te reto.

-No es necesario –intentó escapar. Pasó la mano propia para acomodarse una banda color militar alrededor de su frente. Sitió un pinchazo de dolor al estirarse. Sus caderas aún ardían…

-Te veo –murmuró rodeándole por la cintura, tocándola con insinuación –, te siento –le lamió la oreja –, es un deseo impuro, ¿no te gusta?

-Mi culpa no es…

-Alega toda la demencia que quieras –talló su pelvis, lascivo contra las nalgas del rubio.

-Déjame. Sus vanas provocaciones hasta aquí llegan –con sus manos bajó las del moreno.

Éste chasqueó sonoramente la lengua y se fue molesto para ir a ver por el enorme ventanal que daba a la calle principal.

Corónelo sabía lo que conllevaría su insolencia, se mordió el labio inferior y se terminó de vestir.

-Deberías arreglar, o la de limpieza se podría dar cuenta que te tiras a tu cuñado en tu oficina –dijo en medio de un fruncimiento de labios, el rubio al manager, cerrando la puerta al salir, de un golpe.

En su soledad apreció las remembranzas mencionadas.

Claro.

Incesto por filiación.

Su esposa era Lal Mirch, una bella y decidida mujer, hermana del Coronel. Se habían casado hacía diez años, pero… Corónelo, ah, tan sensual desde que llegó de América.

Primera vez que lo vió supo que lo llevaría a la cama a como fuera lugar. Alguien orgulloso como él no se iba a detener jamás. Y el lazo de parentesco, aunque no directo, si existente le brindaba un panorama mucho más atractivo.

-Ese idiota –murmuró Reborn. El más exigente y más impredecible de todos los manager del medio –. Yo sé lo que hago con esos tres idiotas –y recordó la viva imagen de Primo –, tengo tratos que no puedo deshacer aunque tú lo quieras.

 

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-Kufufufu –se subió el pantalón con suma alegría. Estaban en una casucha. El viento golpeaba con insistencia en la ventana de vidrios.

Hibari yacía tendido en el suelo. Desnudo sobre sus propias ropas. La única lámpara le mantenía despierto.

En eso, se abrió la puerta.

-Pero qué mal, Mukuro-kun –apareció Byakuran, tronando los dedos de las manos entre sí, mostrando una cara de asesino psicópata –, puedo imaginar lo que le has hecho –miró a Hibari –, ¿Qué te parecería recibir el mismo premio? –ronroneó.


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