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Recuerdo mojado por neomina

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Notas del fanfic:

Tanto los personajes como la historia original pertenecen a Masami Kurumada y Toei Animation.

Notas del capitulo:

Se me antojó verlos en remojo *¬*

               Entró corriendo en la habitación y de un salto se encaramó a la cama. Sonrió mientras sentía su cuerpo rebotar sobre el mullido colchón.

                -¡Camus! –escuchó que alguien lo llamaba y miró hacia la puerta pero no encontró al que había gritado su nombre. ¡Caaamus…! –ahora le había parecido que la voz provenía de debajo de la cama así que se asomó por uno de los laterales para confirmar su sospecha.

                Una mano morena y pequeña se movía saludándolo y se descolgó un poco más para poder ver a quien se escondía.

                -¡¿Milo?! –exclamó cuando descubrió a su compañero-. ¿Qué haces ahí?

                -Estoy escondido –explicó, llevándose el dedo índice  a los labios en señal de silencio.

                -¿Y por qué te escondes? –susurró Camus.

                -No quiero que Argus me encuentre –respondió Milo, sonriendo ampliamente.

                -¿De qué te ríes? –se intrigó Camus. No entendía lo gracioso de esa respuesta.

                -Estás del revés –Milo soltó una pequeña risilla-. Ven aquí abajo, anda –pidió-. No quiero que me descubran.

                Camus se bajó de la cama y gateó bajo ella junto al pequeño de ojos turquesas.

                -¿Por qué no quieres que te encuentren? –preguntó tumbándose a su lado.

                -No me quiero bañar… –murmuró entre dientes-. Argus me frota como si fuese un trapo viejo –se excusó al ver el gesto de reproche del pequeño galo.

                -Exageras… -aventuró Camus.

                -¡No! –se defendió Milo-. ¡De verdad! –dijo agarrando el brazo de Camus para, a continuación, frotarlo con fuerza varias veces.

                -¡Auch! –se quejó el francés.

                Milo le tapó la boca para hacerlo callar y, por un instante, se miraron en silencio. Sus ojos brillaban con intensidad en la penumbra.

                -Hueles raro –dijo Camus al cabo de un momento, apartando la mano de Milo de su boca-. Y estás sucio –añadió señalando la mejilla del griego-. Deberías bañarte –sugirió al tiempo que asentía con la cabeza y lo miraba con seriedad.

                -Pero no quiero –negó Milo-. Argus me hace daño.

                -Báñate tú solo –apuntó Camus-. Yo lo hago.

                -¿Tú te bañas solo? –se sorprendió Milo.

                -Sí. Ya soy grande –afirmó orgulloso.

                -No. No lo eres… -terció Milo.

                -Sí. Sí lo soy… –reiteró Camus-. Yo me baño y luego Stavros sólo revisa si me he lavado bien detrás de las orejas –explicó, encogiéndose de hombros.

                Milo sonrió y peinó con la mano los desordenados cabellos de su compañero. Su corta melena aún estaba revuelta por haber estado colgado boca abajo un rato antes.

                -Hueles bien –dijo, aspirando el olor que se desprendía de los cabellos aún húmedos que acababa de peinar.

                Camus agarró la mano de Milo y tiró de él.

                -Ven conmigo –propuso-. Tengo una idea.

                Los dos pequeños salieron a rastras de debajo de la cama.

                -¿A dónde vamos? –quiso saber Milo mientras veía a Camus alejarse en dirección a la puerta de la habitación.

                -A que te bañes –respondió Camus.

                Milo arqueó ligeramente una de sus cejas y caminó hasta él.

                El futuro Guardián de Acuario había asomado la cabeza por la puerta y miraba hacia ambos lados del pasillo. Justo por encima de la suya otra pequeña cabecita realizó el mismo movimiento unos  segundos después. Nadie. Se miraron y tras un gesto de asentimientos los dos salieron corriendo hacia el cuarto de baño de la Onceava Morada.

                El agua subía mientras Milo vertía gel en la bañera y Camus lanzaba una esponja dentro.

                -Voy a buscar una toalla –anunció a su amigo-. Ahora vuelvo.

                Cuando regresó encontró al griego sumergido en un baño rebosante de espuma.

                -Creo que has echado demasiado jabón –rió.

                Milo le tiró la esponja.

                -Frótame la espalda –pidió-. Yo no llego.

                Camus recogió del suelo la esponja empapada y se acercó a la bañera. Se apoyó en el borde mojado de la pieza de porcelana e intentó frotar la espalda de su compañero que no paraba de moverse, tomando la espuma entre sus manos y haciéndola revolotear con soplidos.

                -Milo, estate quieto –pidió-. Así no llego…

                Se inclinó un poco más hacia delante para seguir con lo que hacía pero su mano resbaló, y no encontrando donde sujetarse sólo atinó a abrir mucho los ojos antes de terminar dentro del agua con un sonoro “splash”.

                Milo se dio la vuelta al escuchar el chapoteo y vio al francés emerger entre la espuma chorreando agua y boqueando como un pez.

                -Creía que ya te habías bañado –rió.

                Camus iba a protestar pero la expresión divertida de su amigo le hizo sonreír también.

                Los dos rieron, chapotearon y se lanzaron agua mutuamente. Terminaron su baño entre risas y tras secarse y vestirse nuevamente Milo se llevó las manos a la nariz y respiró profundamente.         

                -Ahora huelo como tú –aseguró con una sonrisa.

 

__ ___ ____ _____ ____ ___ __

 

                Habían finalizado el entrenamiento. Se sentía sofocado y sediento. Cansado. El sol de Grecia era su más encarnizado enemigo. Caminó hasta la sombra donde Milo lo aguardaba con una botella de agua fresca. La tomó de sus manos, echó un largo trago y se vació el resto del líquido cristalino por encima.

                -¿Calor? –preguntó el griego, divertido-. Pareces cansado.

                Camus se pasó la mano por la cara y el pelo enjugando el agua que escurría por su rostro y resopló.

                -Se me ocurre algo que nos vendría bien a los dos –Milo susurró sobre su oído.

                El acuariano no dijo nada; tan sólo contempló por unos instantes su pícara expresión. El de Escorpio sonrió y, dándose media vuelta, echó  a andar. Se detuvo tras unos pocos pasos para mirar por encima de su hombro y comprobar si el francés lo seguía. Camus no se había movido pero, cuando sus ojos se cruzaron, se dejó seducir por la mirada descarada de su compañero. Aceptó la propuesta con una sonrisa y dio el primer paso en su dirección.

                Las escaleras hasta el Octavo Templo desaparecieron rápidas bajo sus pies; enseguida franquearon las puertas de la Casa del Escorpión Celeste y caminaron a través de un oscuro y solitario corredor. Cuando lo vio agarrar el pomo de una de las puertas y sonreírle pudo adivinar cuál era la idea que Milo tenía en mente. El blanco cuarto de baño parecía estar esperándolos. Se apoyó contra el lavabo y una risa traviesa escapó de entre sus labios mientras veía al heleno preparar la bañera.

                -¿De qué te ríes? –preguntó el escorpiano sentándose en el borde de la porcelana para mirarlo.

                -Recordaba la primera vez que compartimos un baño. ¿Tú te acuerdas?

                -Por supuesto… -sonrió-. Y, en compensación, esta vez yo te frotaré la espalda –ofreció con un guiño y abandonó su posición para acercarse al galo.

                -Me parece perfecto –aceptó mientras comenzaba a desvestirse asistido por la destreza de Milo.

                Las manos del uno fueron descartando una por una las prendas que tapaban el cuerpo del otro y, en breve, no fueron más que una pequeña montaña de trapos multicolor sobre el albo suelo de baldosa.

                El agua dibujó ondas a su alrededor cuando juntos se introdujeron en ella. Milo se sentó y dejó que Camus se acomodase sobre su cuerpo.  Lo rodeó con los brazos y lo atrajo hacia sí hasta que la espalda del francés descansó sobre su pecho. El agua tibia se mecía acariciándolos con su cada vez más lento vaivén. La cabeza del de Acuario reposó sobre el hombro del griego y cerró los ojos, como adormecido; arrullado por la respiración cálida de su compañero estrellándose contra su mejilla. El ambiente húmedo hacía que sus pieles apareciesen perladas de pequeñas gotas de sudor que, incesantes, brotaban de sus poros para resbalar por sus cinceladas figuras y terminar hundiéndose en el océano templado de la bañera.

                Las manos de Milo se deslizaron por el cuerpo de Camus aprehendiendo cada una de sus curvas. Con el leve roce de las yemas de los dedos reconoció su sereno perfil; la frente, la nariz, la piel caliente y delicada de los labios… Lo acarició desde el cuello hasta los muslos; paseándose por los tensos costados, por los  leves surcos que se abren entre los músculos de su pecho y de su vientre y por los cálidos rincones que se esconden entre sus piernas.

                Se sentía completamente relajado. Sus párpados se resistían a levantarse. Hubiera podido dormirse. Tan sólo su respiración se iba haciendo cada vez más profunda según las manos de Milo avanzaban sobre su ser despertando un cosquilleo en su interior que lo impedía abandonarse en brazos del sueño. Se dejó hacer cuando el heleno lo empujó hacia delante y comenzó a mojar la piel de su espalda con la esponja. Era un pequeño placer sentir primero el tacto cálido del agua y justo después la suave brisa que provocaba la respiración de Milo sobre su dermis alabastrina.

                La luz del sol de media tarde entraba por una pequeña ventana y en el silencioso cuarto de baño tan sólo se escuchaban el sonido de sus respiraciones y el repiqueteo de las gotas de agua que se escurrían de la esponja cayendo con un rítmico compás.

                La espalda descubierta del acuariano era una verdadera tentación para las manos y los labios griegos que la acariciaron y besaron desde el centro hasta los hombros, sintiendo la humedad que la empapaba. Milo cerró los brazos alrededor del cuerpo de Camus haciéndolo reposar de nuevo sobre el suyo y retiró, con suavidad, los cabellos que, ahora húmedos, se le pegaban a la cara y a la espalda. Podía percibir el fuerte palpitar de ambos corazones mientras besaba cada poro de su cuello abrazado a su cintura.

                Camus abrió los ojos y acarició las piernas de Milo; sus muslos prietos, sus rodillas tan suaves como la envoltura de un melocotón y la tersura de sus corvas de seda entretanto los labios de este repartían besos en el  hueco que se formaba entre su cuello y su hombro.

                De pronto una pequeña sombra oscureció la estancia. Algo se había colado por la ventana impidiendo que el sol continuase iluminándolos.

                -Parece que tenemos visita –anunció Camus tras alzar la vista y descubrir al responsable de ese fenómeno.

                Un parajillo se había posado sobre el alféizar del reducido ventanuco del baño.

                Milo silbó y el pequeño pájaro saltó un par de veces sobre sus patas para quedar de frente a los dos Caballeros.

                -¡Eh! Pajarito curioso, ¿qué crees que haces ahí? –el avecilla ladeó la cabeza y lo miró como si lo estuviese escuchando.

                -¡Vaya! –rió Camus-. Te ha hecho caso.

                -Claro… Comería de mi mano si se lo pidiese –fanfarroneó Milo.

                -No me digas… -retó el galo.

                Milo silbó de nuevo y extendió uno de sus brazos en dirección a su visitante.

                -Ven pajarito… Ven… -pidió. El pájaro desplegó sus alas y tras agitarlas un par de veces emprendió el vuelo para desaparecer tan rápido como había aparecido.

                -Te morirías de hambre si fueses un escorpión de verdad… -rió Camus. Tu presa se te ha escapado…

                -Te equivocas –aseguró-. Hace ya mucho que atrapé la única presa que me interesaba cazar –finalizó su explicación dejando un beso sobre la mejilla del acuariano.

                -¿Eso es lo que crees? –cuestionó Camus con tono retador, girando el rostro por encima del hombro para mirar a Milo a los ojos.

                -Eso es lo que sé  -afirmó y acalló con un beso la segura réplica de Camus.

                Los labios se juntaron y separaron repetidas veces; regalándose breves y vibrantes encuentros. Las bocas se demoraban cada vez un poco más en separarse. Ese roce suave transmitía calor a sus cuerpos mojados.

                -¿Ya no estás cansado? –preguntó Milo entre resuellos.

                Con la cabeza apoyada en la frente del griego Camus negó con una sonrisa.

                -Estupendo –sonrió y, de nuevo, volvió a la boca del de Acuario para repetir un sinfín de caricias de labios y de lenguas entrelazadas en un baile frenético

                El deseo había despertado y el ansia por satisfacerlo comenzó a escapar de sus gargantas en forma de jadeos. Una mirada bastó para comprenderse.

                El francés descansó, de nuevo, su cabeza sobre el hombro del de escorpio y arqueó su espalda despegando sus caderas de las de su compañero para concederle paso franco a su cuerpo. Retuvo un suspiro entre sus labios al sentir como era invadido el espacio entre sus glúteos.  Milo lo acariciaba suavemente y se adentraba con precaución. Su respiración se fue haciendo más profunda y agitada y sus caderas bailaban mientras los dedos del heleno acariciaban con mimo sus adentros.  Los movía hacia delante y hacia atrás, aumentando su excitación y haciéndolo jadear con intensidad. Exhaló cuando los sintió retirarse y dejó que las manos diestras de Milo lo guiasen para fundirse en una íntima unión.

                El griego entrecerró los ojos y se mordió el labio inferior entretanto su sexo erecto iba avanzando por el camino que tantas veces había recorrido. Gimió al sentir la maravillosa sensación que era el cuerpo del galo abriéndose para dejarlo entrar. Poder disfrutar de la tersura de ese hombre; rozar su cuerpo contra esa piel blanca y sedosa le provocaba un goce indescriptible. Algo que iba más allá del placer físico. Era la total enajenación de sus sentidos. Camus había poseído cada uno de sus pensamientos; inundado todos los poros de su piel y se había quedado con su corazón. Y no le importaba. En absoluto. Junto a él alcanzaría el clímax del placer y la felicidad porque sabía, y eso era lo mejor, que él le correspondía. Lo escuchó gemir al llegar al final y lo abrazó. Lo rodeó con los brazos, puso las palmas de las manos sobre sus pectorales y apoyó la frente contra su espalda. Lentamente comenzó a besarlo. Sus labios se posaron detrás de sus orejas para pasearse por el cuello hasta la nuca. La respuesta de Camus fue un ronco ronroneo que parecía escaparse desde lo más profundo de su garganta. Sujetó su cintura y, tras dejar un último beso entre sus omóplatos, lo instó a moverse.

                El francés entrelazó los dedos con los del heleno y movió las caderas adelante y atrás un par de veces, arrancando de las gargantas de ambos un murmullo placentero.  El cuerpo de Milo acompañó al suyo en un excitante bamboleo. Pequeños gemidos comenzaban a escapar de entre sus labios. Sus cuerpos clamaban por más. Deshizo el agarre y sus manos se aferraron a los bordes de la bañera para iniciar un lento movimiento ascendente y descendente. Sus caderas se movían despacio; hacia arriba, liberando casi por completo la erección del escorpiano y hacia abajo, dejando que entrase hasta el fondo. Una vez y otra vez, dejándose arrastrar por un sinfín de deleitosas sensaciones. Las manos del griego acariciaban su cuerpo; acompasándose a sus movimientos. Las sentía deslizarse por sus costados, apretar sus caderas, colarse entre sus piernas… Se retorció ligeramente cuando Milo cerró los dedos alrededor del tenso tronco de su pene para comenzar a masajearlo rítmicamente. Gimió con fuerza y apretó los dientes mientras continuaba impulsándose incansable entretanto sentía como el placer lo inundaba; acercándolo al clímax a medida que sus movimientos y los del griego alcanzaban mayor velocidad.

                La mirada del octavo guardián se clavó en la estampa del acuariano. Recorrió despacio su desnuda anatomía. El esfuerzo dibujaba nítidos cada uno de los músculos de su cuerpo. Su vista delineó venas y tendones hinchados por la tensión. El placer lo obligó a cerrar los ojos por un instante y cuando los abrió de nuevo encontró el reflejo de ambos en el espejo del baño. Sus rostros teñidos de carmín; las bocas abiertas, dejando escapar largos gemidos de placer; sus cuerpos torneados y sudorosos; el sexo del francés entre sus manos, enrojecido y duro, a punto de derramarse bajo la caricia de sus dedos. Empujó sus caderas hacia arriba. Camus gemía con la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás. Las convulsiones que pudo notar en su cuerpo fueron señal de que estaba cercano al orgasmo. Aceleró el vaivén de su pelvis.  La necesidad de desahogo comenzaba a consumirlo y sus movimientos comenzaron a desquiciarse. La temperatura de su cuerpo ascendía tanto como la intensidad de sus gemidos.

               

                Continuaron agitándose frenéticamente por unos momentos más, abocándose a un liberador orgasmo entre gritos cortos e intensos; uno que llegó envolviéndolos en una nebulosa de éxtasis cuando sus cuerpos llegaron a la culminación de su resistencia. Suspiros, gemidos y palabras entrecortadas reverberaban en el amplio baño. Con un agónico sonido gutural Camus comenzó a convulsionarse sobre el cuerpo de Milo quien pronto también sintió una corriente de placer recorriéndole la espalda. Tras unas últimas penetraciones más lentas y profundas se relajó sobre el fondo de la bañera. Camus, apenas sin fuerzas, descansó su cuerpo sobre el del griego. Milo acarició su pelo mientras sus respiraciones iban normalizándose. Se miraron y sus labios dibujaron una sonrisa.

                -Y esto era para que me relajase, ¿no? –ironizó el francés.

                -¿Me dirás que no te sientes relajado? –preguntó arqueando las dejas con expresión incrédula.

                La sonrisa de Camus se amplió en su rostro.

                -La próxima vez trabajarás tú –advirtió.

                -Será un placer… -aceptó divertido viendo al francés negar con la cabeza, resignado-. Levanta –pidió, a continuación, dándole un pequeño golpe en el hombro.

                Salió del agua y agarró un par de toallas. Se enredó una a la cintura y se acercó al francés con la otra en la mano. Alargó el brazo y tomó entre sus dedos un mechón de la melena oscura del acuariano.

                -Ahora tú hueles como yo… –certificó acercándoselo a la nariz y aspirando con profundidad. Imitó la sonrisa que Camus le ofreció y, a continuación, se esmeró en secarle el cuerpo firme y reluciente enjugando con el suave paño de algodón las gotas que brillaban sobre su piel. Se entretuvo un poco más deslizando la toalla entre los muslos prietos del galo.

                -Milo… Me parece que ya estoy bastante seco…

                -¿Sí…? ¿Tú crees? –se miraron divertidos.

                Camus tiró de la toalla que sostenía el escorpión para cubrirse con ella y caminó hasta el montoncillo que habían formado sus ropas en el suelo en busca de lo que llevaba puesto cuando llegó. Arrugó la nariz.

                -No puedes volver a ponerte eso –rió Milo.

                Camus lo miró.

                -¿Tienes alguna sugerencia?

                -Quédate esta noche…

                -El problema seguirá ahí por la mañana… -sonrió.

                -Bueno. Entonces…, mañana lo solucionaremos –resolvió y tomó la mano del francés para arrastrarlo fuera del cuarto de baño.

                En el dormitorio principal del Octavo Templo las cortinas que cubrían la ventana entreabierta bailoteaban mecidas por una ligera brisa de primavera. La estancia estaba fresca y silenciosa cuando entraron en ella.

                -¿Dormiremos en el suelo? –cuestionó Camus. La cama de Milo estaba cubierta por un sinfín de bártulos. Libros, mapas, algunas ropas, una bandeja con restos de comida… Cachivaches varios se esparcían por toda su extensión.

                -¿Acaso tienes sueño? –lo miró con ironía.

                El francés se acercó al lecho y tomó uno de los mapas. Conocía bien el perfil que se dibujaba en el plano.

                -¿Una misión? –preguntó despegando los ojos del plano y enfocando su mirada en el griego.

                -Sí –confirmó-. Una menudencia. Pero deja eso ahora… –pidió, arrebatándole la carta de las manos. Estiró el brazo para volver a dejarla donde había estado un momento antes y apoyó las palmas sobre el pecho de Camus para empujarlo contra la pared a su espalda. Acercó su cara a la del galo y susurró-. Tengo que comprobar si te has lavado bien detrás de las orejas…

                El Guardián de Acuario rió y pronto su risa se vio ahogada por los labios del heleno que, ansiosos, se posaron sobre los suyos. Milo lo tomó por la cintura, acercando sus cuerpos. Lo besó a penas rozando sus labios y rodó hasta la barbilla para mordisquearla suavemente. Continuó por el camino sinuoso del cuello hasta la oreja donde su lengua, inquieta y atrevida, se entretuvo jugueteando.

                -Creo que te daré el visto bueno –concedió al separarse.

                Una sonrisa se formó en los labios de Camus. La mirada de Milo lo hipnotizaba. No se cansaría nunca de perderse en ella. Acarició suavemente sus mejillas y recorrió sin prisas el contorno de su rostro con los dedos hasta el nacimiento de su cabello. El tacto suave y tibio de esa piel morena era su único y más íntimo vicio. Aproximó su rostro para inhalar el olor del pelo húmedo de Milo mientras tanto sus manos descendían hasta las caderas griegas para hacer caer la toalla que lo tapaba. Besó con ansia sus hombros y la superficie de la piel que descubrió bajo su cabellera y le susurró un contundente “te deseo”.

                El de Escorpio lo miró. Sus ojos azules se clavaron en los más oscuros de su compañero mientras pasaba las manos, distraídamente, por la ondulación de sus bíceps. El pedazo de algodón que el francés aún mantenía sobre su cuerpo fue un rival fácil de batir. Juntó sus  caderas oprimiendo ambos sexos. Los dos estaban listos. Besó al francés con los labios entreabiertos. Ninguno de los dos cerró los ojos durante ese beso. Permanecieron mirándose el uno al otro, ratificándose en su mutuo deseo.

                Camus se escurrió de entre los brazos de Milo. Su espalda resbaló por la pared y en su descenso sus labios pasearon su ardiente humedad por el cuello y el pecho del griego. Sus rotundos pezones se erguían desafiantes. Los acarició con la yema de los dedos, definiendo su volumen y luego fue su boca la que les brindó mimosas atenciones, deleitándose en su cúspide mientras se sentía perdido en las desbordantes sensaciones que le despertaba cada vez el hombre que abrazaba. No importaba cuántas veces se hubiesen entregado. Cada vez era como la primera. Desde el inocente primer beso hasta ese mismo momento la emoción que experimentaba al tenerlo cerca no había cambiado. Quizás fuese por la obligada distancia; quizás porque nadie más se había esforzado tanto por acercarse a él, quizás… Quizás fuese tan sólo que compartían el mismo sentimiento… El más sublime de los sentimientos… Milo había comenzado a gemir bajito y sentía sus dedos jugueteando con su melena. Continuó descendiendo por su vientre; palpando su duro abdomen; definiendo la forma de su firme musculatura hasta llegar a su entrepierna. Tomó con una mano la más que despierta masculinidad del griego y la lamió con suavidad, pasando la lengua desde la base hasta la punta, una vez y otra vez más, mientras con la otra acariciaba sus testículos. Siguió  acariciándolos con la lengua e introduciéndoselos en la boca con cuidado; aprisionándolos suavemente entre sus labios.

                Milo apoyó una de sus manos contra la pared. Le temblaron las rodillas cuando, por fin, Camus se introdujo su sexo en la boca y comenzó a mover la cabeza adelante y atrás; abarcando un poco más en cada movimiento. Revolvía sus cabellos y miraba hacia abajo. De vez en cuando el francés levantaba la vista y lo miraba consiguiendo estremecerlo al tiempo que sus dedos largos avanzaban y retrocedían en su interior. Las sensaciones comenzaban a ser demasiado intensas y, sujetándole la cabeza con las dos manos lo hizo levantarse. Apoyó su frente en la del galo y tomó aire con intensidad durante unos momentos mientras el otro le acariciaba el cabello.

                -Vamos –dijo al fin. Agarró la muñeca de Camus y dio un par de pasos en dirección a la cama pero se detuvo al ver que allí no había espacio para ellos. Miró al acuariano y empujando sus hombros hacia abajo lo hizo sentarse en el suelo a los pies del lecho. Después, descendió lentamente sobre su regazo; penetrándose despacio.

                Los dos gimieron de placer cuando toda la extensión de Camus se perdió dentro de Milo. Se miraron con intensidad; acariciándose con dulzura antes de comenzar a moverse en un bamboleo rítmico y muy lento que poco a poco fue dando paso a un sinfín de jadeos constantes. En ese momento eran uno solo, envueltos en un gozo increíble. Sus  rostros transformados en placer; las expresiones de deseo salvaje que leían en sus caras aumentaba su excitación. Sus manos se perdían entre ambos cuerpos recorriéndose locamente. La danza continuaba; cada vez más rápido, cada vez más fuerte… Seguían mirándose el uno al otro, comprobando maravillados lo que tenían ante sí. El clímax se acercaba rápido y los dos lo sabían. Se detuvieron. Milo echó la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos aspiró intensamente. Camus acarició su cuello. Sus bocas se buscaron y, durante un rato, permanecieron quietos en esa posición mientras no dejaban de besarse; disfrutando de su unión.

                Sus cuerpos decidieron por ellos. La necesidad de moverse se apoderó de sus músculos. Milo estiró los brazos para sujetarse de la tabla de madera labrada que servía de remate a su cama y procedió a moverse de nuevo encima del francés. Arriba y abajo. Primero lento y luego más rápido cada vez a medida que crecía la excitación. Camus apretaba sus nalgas con las manos y se movía persiguiendo sus caderas. Sus ojos no se despegaban. Sus labios se juntaban y sólo se separaban para dejar escapar gemidos de placer. Ya no pensaban. Sólo se dejaban llevar por el deseo de sentirse hasta que sus sentidos parecieron abandonarlos. Ya no veían, ya no oían… El mundo desapareció y sólo pudieron sentir la plenitud de un increíble orgasmo inundándolos; arrastrándolos a un abismo de placer del que creyeron no salir jamás.

                La cabeza de Milo reposó sobre el hombro de Camus. Acarició su mejilla entretanto sentía las caricias del galo en su espalda.

                -Estamos sudando otra vez –afirmó dibujando una sonrisa contra la dermis francesa. Levantó la cabeza y juntó sus narices mientras sus labios dibujaban una sonrisa  y propuso-. ¿Un baño?

 

 

FIN

               

 

Notas finales:

Eso fue =)


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