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Concordanza: Overtime por Rokyuu

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Notas del fanfic:

Me era imposible dejar a Mat y Ray sin una continuación breve de sus vidas. Originalmente Concordanza solo los seguiría durante su último año de secundaria, pero no me sentiría en paz conmigo misma si no respondiera las grandes dudas de ¿Y qué sucedió después? ¿Cómo pagaron sus estudios? ¿Qué sucedió con Ray y sus sueños de ser chef? ¿Ya no surgieron más problemas?

Así que, he aquí la respuesta...

Notas del capitulo:

Siento prolongar la espera para saber más de Mat y Ray, pero por alguna razón me encontré escribiendo la historia del Sr. Leighton y no pude parar hasta terminar la primera parte. 

Se suponía que la publicaría antes, pero la universidad me ha tragado por completo! Pensé que el inicio sería más tranquilo, pero para nada que lo es... Aún así, escribiré! 

Sin más, he aquí la primera parte de "Y Entonces: Tú", la historia de Keith Leighton :)!

En algún gavetero olvidado al interior de un estudio, parte de alguna ostentosa vivienda, estaba guardado un DVD casero titulado “Gala Industrias Pratt.”

Alrededor del minuto 43, luego de la entrada de las grandes personalidades de ese estrato social y la recepción por parte de un artista de mediano talento, se puede apreciar y escuchar claramente la conversación suscitada entre tres hombres vestidos en exquisitos trajes y corbatas de colores sobrios, profesionales. Uno de ellos es barrigón, casi de forma caricaturesca; el segundo es más alto y de cabello negro que amenaza con caerse por completo en un futuro cercano; el último es el más joven, más alto, más prometedor.

El hombre tras la cámara los introduce. La cámara tiembla un poco, los tres hombres la miran y ríen.

—Pues bien, henos aquí con Hammond, Pratt y el novato del año, Leighton. ¿Qué tal, colegas?

Hammond toma un sorbo del trago que sostiene en su mano derecha y se da dos palmadas firmes sobre la panza con la otra mano. Sonríe. —Con un vino como este: fenomenal.

Pratt asiente luego del comentario de Hammond, y Leighton hace lo mismo. Se escucha un aplauso en el fondo que ahoga un comentario del camarógrafo improvisado. Leighton ríe, cubriendo su boca con una mano mientras lo hace.

—Este chico estudió en West Balk, ¿sabías? Debimos haber supuesto que llegaría hasta acá— Hammond comenta viendo directamente a la cámara.

Pratt enarca las cejas y asiente de nuevo. —Excelente escuela.

El camarógrafo deja salir una exclamación de sorpresa. —¡Ya recuerdo! —dice—, Y encima de buen estudiante también eras deportista, ¿no? Qué era lo que hacías… Uh, ¿rugby?

Leighton hace contacto visual con la cámara por un segundo. Lo rompe y baja la mirada, riendo con pena. —Así es. Rugby. Es un milagro que esté entero el día de hoy.

Hammon le da una palmada en la espalda y agrega en una voz que está al borde de la risa —¿Rugby? ¡Carajo, novato! ¿Tenías vocación por derribar a los tipos a pura fuerza bruta, huh?

En este punto, Leighton ve de nuevo a la cámara. Casi imperceptible, la verdad, pero se nota que piensa por un buen momento antes de responder, con la misma risa apenada:

—Se podría decir que sí…

Los demás ríen, y, al parecer, nadie repara en el hecho de que Leighton ahora más que tímido parece increíblemente irritado. El video sigue por otros largos y extenuantes 57 minutos en los que no sucede nada. Esa conversación poco recíproca fue la única apariencia de Leighton en la que habla sobre su vida privada antes de entrar al mundo de los negocios.

Quizá si alguien hubiese recordado ese DVD, si hubiese enfocado su total atención en Leighton a partir del minuto 43, si hubiese tomado nota del comportamiento retraído del ‘novato del año’… Quizá entonces las otras personalidades del ámbito empresarial no habrían sido sorprendidas por el rumbo que tomaría su vida.

 

-

 

—…Y creo que eso es todo. Reviso mi correo cada 30 minutos, así que si surge alguna duda espero ver sus nombres en mi bandeja, ¿entendido?

A lo largo de la mesa, todas las cabezas asintieron. Poco a poco la gente empezó a cerrar sus laptops, ponerse de pie, tomar las máquinas y marcharse de la sala de reuniones. A la cabeza de la mesa, de pie desde el mismísimo principio, Keith Leighton observaba a sus empleados regresar a sus puestos.

—Otra reunión tranquila, supongo —murmuró para sí mismo. Comenzó a recoger el equipo audiovisual que había utilizado. A su derecha, una pared ampliamente dominada por el cristal dejaba entrar un odioso sol de media mañana. El cabello café de Leighton se veía más claro bajo esa luz, su piel escondía el tono trigueño propio de sí y se tornaba más clara, y sus ojos color gris se entrecerraron hasta que su expresión no podía ser descrita sino como una cara de asco.

—Maldito sol. Maldito sueño.

Antes de tomar los equipos, se dio un momento para estirar sus brazos, flexionar las piernas y arquear la espalda. Llevó sus pulgares a sus sienes y empezó a masajear en suaves movimientos circulares. No había sido una semana fácil, probablemente porque era la última de un mes particularmente problemático para la empresa.

Leighton Fleet manejaba todo tipo de transporte de piezas u otros objetos que les fueran requeridos a nivel estatal. Una sub-división, Leighton Moving, había sido abierta hacía poco, y era la que daba problemas. Y no dejaba de dar problemas.

Pero el -relativamente- joven Keith no se dejaría vencer por unos cuantos problemas de apertura. El mes entero, un mayo, había estado lleno de noches de deliberación entre él, su laptop y su estudio en un loft de la clase alta a unos 30 minutos de las oficinas de la compañía. Hacia el 15 tenía ojeras negras alrededor de los ojos inflamados. Hacia el 17 tenía un buen plan para mejorar el rendimiento de las unidades y había liberado suficiente presupuesto para comprar dos más.

Hacia diez minutos había presentado el plan de acción para junio, y ahora un peso enorme se había levantado de sus hombros. Esta relajación causó que su ánimo por seguir despierto disminuyera casi de manera instantánea.

Caminó hacia su oficina, hundido en sus propios pensamientos somnolientos. —Por lo menos, ya terminó. Ya… Quizá saldré de la oficina un poco más temprano. Evitaré el tráfico. Me beberé un té— Leighton paró de caminar en medio del pasillo y lanzó la cabeza hacia atrás—. Ah, un té. Suena bien…

Su asistente devolvió los equipos a su lugar correspondiente. Leighton entró a su oficina, se quitó la chaqueta y la puso sobre su silla de cuero y se dejó caer sobre ella como un peso muerto.

Apartó unas carpetas del escritorio y subió sus pies sobre la superficie. Estaba llegando a ese glorioso punto de relajación que solo es posible cuando tu silla de cuero se ajusta perfectamente a tu espalda, el termostato de la oficina marca unos ideales 21 º C y tú, el jefe, estás seguro de que tus empleados saben exactamente qué hacer.

Sonó el teléfono. La expresión relajada en el rostro de Leighton volvió a tornarse en una cara de asco. Asco a las llamadas.

La asistente seguía fuera de su puesto. Leighton esperó un par de timbrazos para recomponerse y contestar con un profesional —Habla Leighton, ¿qué sucede?

—Señor, lamento molestarlo, pero me temo que…

Los dedos de Leighton regresaron a su posición de hacía unos minutos, en sus sienes, masajeando. —No, no, no. No lo temas. No digas eso. Maldita sea…

—…ha surgido un problema.

Masajeaba y masajeaba, pero el dolor de cabeza no desistió.

 

-

 

Leighton escupió una bola de insípida goma de mascar al cesto de basura. Alcanzó un sobre de su bolsillo derecho y tomó otra pieza, que se puso a masticar frenéticamente de inmediato. Si bien no era tan efectivo como fumarse un cigarrillo –o cinco-, el hecho de poder morder sin piedad al pobre trozo de goma de mascar era más gratificante para la rabia que sentía.

Había estado apoyado sobre el escritorio de la recepcionista por unos 10 minutos. La jovencita no podía trabajar tranquila con el presidente de la compañía dirigiéndole miradas asesinas al aire ahí, a 50 centímetros de ella, pero parecía que él no lo notaba.

—Hazme un favor —dijo Leighton de repente, sin voltear la vista del punto en el espacio que había estado recibiendo su odio—, llámalo por el intercomunicador una vez más. Pero esta vez dile que si se tarda más de dos minutos, será mejor que venga con sus pertenencias y se despida de los demás en el camino.

La jovencita obedeció. Luego de un silencio mortal que gobernó la división de Rutas y Despachos, el jefe de la misma estaba de pie frente a Leighton. Era un hombre pequeño, cuarentón, medio ciego –evidenciado por sus gafas- y barbudo. Alzó la mirada y se acomodó las gafas.

—¿En qué puedo servirle, señor presidente?

—Leighton. Solo Leighton, por favor. Y creo que ya deberías saberlo, ¿no?

El hombrecillo asintió seriamente y volvió a acomodarse las gafas. —Problemas debido al cierre de la carretera 14, señor. Acabo de recibir el comunicado. ¿Cuál es el plan?

Ignorando el relámpago dentro de su cabeza al escuchar el pretencioso ‘Cuál es el plan’, Leighton suspiró y se encogió de hombros.

—Necesito personal que se dirija ahora mismo al lugar. Tomará unas tres horas, ¿no? Eso es todo lo que necesito para idear un plan. Los llamaré tan pronto esté listo y…

—Señor…

Además de ser interrumpido, Leighton odió el tono de disculpa que acababa de escuchar. Otro problema, ¿no? Definitivamente. Y además, la jovencita recepcionista no dejaba de verlo con ojos de espectro. ¿Cómo rayos había llegado a ser novato del año?

—…¿Qué?

El hombrecillo se acomodó las gafas una tercera vez.

—Todo mi personal está esparcido por el estado revisando el proyecto de Leighton Moving. No regresarán hasta que el nuevo personal sea capacitado y…

—¡Ah! —la recepcionista chilló al ver a Leighton inclinarse sobre su escritorio para escupir la goma de mascar. Pensó que él iba a vomitar y se puso pálida por la idea. Él no le dio importancia y simplemente tomó otra pieza y la masticó con repudio.

—Entonces ven tú conmigo. Tienes dos horas para arreglarte. Junta toda la información que sea útil y…

—Señor, todo mi personal está esparcido. No creo que sea conveniente que, siendo la cabeza de la división, me vaya y…

Conociendo niveles de frustración previamente inimaginables, Leighton simplemente dio dos pasos hacia la pared y topó la frente contra ella.

—Ya, ya, te entiendo. No podemos hacer nada. Genial. ¡Detengamos toda la ruta, entonces! —gritó, sarcástico, mientras las cabecillas sobresaliendo por las bajas paredes de las oficinas observaban atentamente el intercambio. Él reparó en ellas y las señaló con un gesto del hombro.

—¿Y ellos?

—Asistentes, temporales y nuevos. Es un calvario trabajar con ellos.

—Augh.

Leighton cerró los ojos e intentó pensar en algo más. Pensar en el té al final del túnel. En cómo se reiría de todo el asunto dentro de un par de años, cuando problemas como esos ya no le comerían toda la paciencia y se convertirían en divertidas anécdotas sobre cómo inició todo.

Pero ese té se veía lejísimo, y el asunto era de todo menos divertido. El hombrecillo quiso ajustarse las gafas, pero Leighton le atrapó la mano antes de que lo hiciera. —Pare con eso o prohibiré que se ajuste las gafas en horarios de oficina, ¿me oye?

El hombrecillo asintió. La recepcionista continuaba atrapada en trance. La atmósfera del lugar era pesada, y mucho, pero para un tipo en particular eso no significaba que no podía irrumpir en la escena.

—¿Licenciado Thompson? Acabo de terminar el preliminar de mayo; está en su correo. Solo tengo esta copia física, ¿cuántas más debería imprimir?

Leighton abrió los ojos y vio por el rabillo al tipo que hacia estas preguntas sin importarle que el presidente mismo estuviera en plena crisis a un metro de distancia. El tipo en cuestión estaba completamente relajado: su rostro parecía libre de estrés, su cabello negro y lacio peinado hacia la derecha se movía sutilmente con cada movimiento de su cabeza, sus labios no denotaban ni irritación ni indiferencia, sino más bien… calma.

—Bien, Lewis. Una copia más bastará.

—Espera —interrumpió Leighton. El tal Lewis alzó la mirada y reparó en quien era el que estaba frente a él, pero su reacción fue lo opuesto a lo que habría esperado cualquier persona.

—Oh. Buen día, señor presidente.

El presidente alzó una ceja, confundido, pero sacudió la cabeza, decidiendo que el problema venía antes que cualquier otra cosa. Alargó una mano y tomó la carpeta que Lewis sostenía en sus manos. —¿Preliminar de mayo? —preguntó, como asegurándose de no haber escuchado mal.

En efecto, el informe era el detalle de las rutas activas, números de unidades, turnos, horarios, carreteras, vías alternas, cargas, estaciones de servicio donde se recibía servicio preferencial y demás detalles. El jefe Thompson veía, nervioso, cómo Leighton volteaba hacia él.

—¿No se supone que este es el reporte que tú, jefe de subdivisión, debes hacer? ¿Por qué lo hizo este… asistente o temporal?

—Nuevo empleado, señor —respondió el hombrecillo, ignorando la otra pregunta y dando un paso atrás. Leighton, a cambio, dio un zapatazo hacia adelante, intimidando a su empleado aún más.

Lewis, de la manera más tranquila, posó una mano sobre el hombro de su presidente y lo empujó suavemente hacia atrás. —La verdad, señor —dijo, sin mostrar una sola señal de nerviosismo—, soy nuevo, pero estoy luchando por conocer hasta el último detalle que pueda sobre este ámbito del negocio.

Debería haber estallado en rabia  contra el jefe inútil. Debería haberle lanzado el preliminar en la cara, haberle gritado un par de maldiciones que harían llorar a la recepcionista, pero no lo hizo. Leighton simplemente haló a Lewis del brazo y lo vio a los ojos.

—Tú vienes conmigo. Al igual que este preliminar. Y este ‘cabeza de subdivisión’ sacará las copias, ¿sí? —Lewis, un poco confundido, asintió. El hombrecillo se estremeció al tener de nuevo la mirada de Leighton sobre él.

—¿Qué tanto tardará en estar listo un chofer?

—Eh… Pues… —quiso acomodarse las gafas, pero su mano paró a medio camino. “Los choferes de las camionetas están ausentes. No hay quien las pueda…

Esta vez fue Lewis quien haló de la manga de Leighton. El presidente de la compañía lo vio y se sorprendió al ser recibido por un par de ojos cafés increíblemente intensos, profundos, emocionados, y una sonrisa gentil y que generaba confianza que cruzaba su rostro.

—Mi licencia es apta para conducir una camioneta, señor. Dígame qué hay que hacer.

Leighton sonrió ampliamente. El improvisado equipo de atención a emergencias dio media vuelta y caminó hacia el elevador.

—Eres como un milagro laboral frente a mis ojos, ¿sabes? —dijo el presidente, observando la sonrisa de Lewis, pensando, por alguna razón, en el rugby que jugaba hacía unos años…

 

-

 

Viajar por una carretera rodeada de tierra y más tierra a un lado y al otro también en pleno verano era casi un acto suicida. Leighton daba pequeños sorbos a una botella con agua que mantenía en sus manos, irritado, sintiendo desde ya el impacto de los noventa minutos que llevaban en camino.

Lewis le dirigió la mirada por un momento. —Eh… ¿Señor? —empezó—, ¿quiere que hagamos alguna parada? Estoy seguro de que a unos quince minutos hay una estación de servicio con tienda de conveniencia.

Apreciaba el gesto, pero Leighton sacudió la cabeza a modo de negación. —Nah, sigue —dijo. Una vez en el camino, solo había que esperar a  llegar al destino. Sentía un nivel moderado de culpa por obligar a Lewis a conducir todo el trayecto, pero él tenía una infinidad de cosas que atender mentalmente.

Ese mismo nivel de actividad mental hizo que se le olvidara quizá la llamada más importante antes de salir de la oficina. Su móvil empezó a sonar en el asiento de atrás, enredado entre la tela de la chaqueta que había sido descartada hacía unos 70 minutos debido al calor.

—Señor…

—Ya, ya… Leighton estiró el brazo para alcanzar el aparato. Una vez en sus manos, volvió a sentarse derecho y vio el nombre del contacto. No dijo una sola palabra. Simplemente recurrió a su goma de mascar, que a ese punto ya iba por su último trozo.

Lewis se percató inmediatamente, si bien lo escondió de manera profesional.

Suspiro. Estiró brazos, piernas, y Leighton se dispuso a contestar.

—…¿Bueno?

—¡¿Qué rayos estabas pensando?! —una voz chillona y dramática estremeció tanto al presidente, que soltó el móvil sin querer, e incluso a Lewis, que frenó el auto de repente. Leighton recuperó el móvil y lo puso a una distancia prudente de su oído mientras el empleado encendía de nuevo el auto.

—…¿Melissa? —Leighton dijo, como probando las aguas—. Cariño, yo…

—¡Nada de ‘cariño’! ¡Tengo miles de cosas que decirte, Keith! ¡Tantas que ni siquiera sé por dónde empezar! A ver… —Leighton tragó saliva mientras la mujer pensaba—, Por ejemplo, ¿no planeabas decirme que te ibas de viaje por casi una semana? ¿Te parece bien que tu asistente haya sido quien me haya dicho que te habías ido? ¿Huh? ¡¿Y qué hay de la cena que me habías prometido para esta noche?! Keith, juro que a veces siento como si no tomas nuestra relación en serio y…

Una bocina enmudeció la voz de la mujer desesperada. El presidente le dirigió una mirada de agradecimiento a un Lewis sonriente, y masajeó sus sienes en busca de la templanza para contestar. Bombardeado por tantas preguntas, y sin una excusa válida que decir, el presidente respiró hondo y puso en acción s magia.

—Melissa… Cielo… —su tono era dulzón y sobreactuado, por lo menos al parecer de su empleado—, no digas eso, ¿si? Claro que nos tomo en serio, siempre lo he hecho. Es solo que… Tú sabes los problemas que está causando este proyecto. Sabes cuánto tiempo le he dedicado, y es todo para que en un futuro estemos tú y yo más tranquilos, y por eso le doy todo mi esfuerzo, ¿entiendes?

Al otro lado de la línea, la mujer parecía haber sido convencida por la actuación de Leighton. Lewis solo seguía conduciendo sin reflejar en su rostro la sorpresa que sentía al ver a su jefe bajo una nueva luz.

—¡Oh, Keith! —respondió Melissa, con voz quebrada—, te entiendo, te entiendo muy bien, pero… ¿Jamás sientes ansiedad? Porque, Keith, yo muero de ansiedad…

Leighton respiró hondo de nuevo. —Pero yo te amo, y ¿sabes una cosa? Cuando pase todo esto, dentro de un par de meses, todos estos problemas ya habrán sido resueltos, y esa ansiedad habrá desaparecido. Así que, cielo, ten un poco más de paciencia.

Melissa soltó un suspiro melodramático. —Yo también te amo. Solo… ¿promete que me llamarás cuando puedas?

—Lo prometo —el presidente suspiró de nuevo—, nos vemos luego.

Cortó la llamada y puso el móvil donde había estado antes. Miró la carretera distraídamente por un par de minutos antes de percatarse de los ojos de Lewis, que viajaban de él hacia la carretera y de la carretera hacia él una y otra vez.

—¿Sucede algo? —preguntó, fingiendo que no sabía la razón tras el asombro de su empleado.

Lewis sacudió la cabeza, impasible como siempre. —Solo pensaba sobre la película que acabo de ver, es todo. Tiene talento, señor.

—¿Crees? —sonrió Leighton sarcásticamente. Luego, por un brevísimo instante, su sonrisa se tornó más amarga— Qué lástima que tenga que ser una película, ¿no? —bajó la mirada hasta esconder sus ojos grises del otro, quien no dijo una palabra más.

Leighton no volvió en sí hasta sentir el cambio en el terreno sobre el que transitaban. Alzó los ojos de nuevo y vio frente a él una estación de servicio, y a un lado una tienda de conveniencia. Lewis detuvo la camioneta frente a una bomba de gasolina y se bajó del vehículo para encontrarse con uno de los empleados que se acercó a ellos de inmediato.

Su jefe vio todo el intercambio por el espejo retrovisor. La manera en que Reed Lewis se mantenía un rostro serio y aún así cordial, modesto, apacible. Pensó inútilmente en cómo habría ido la conversación con Melissa si él hubiera estado al teléfono, si sus posiciones estuvieran invertidas y él, Keith Leighton, no tuviera que fingir templanza.

Si se dejaba de teatritos y sarcasmos, la verdad era que Leighton no sabía expresarse muy bien. Sobreactuaba o reaccionaba fuertemente porque quizá no sabía cómo manejar las cosas con calma, qué sentimiento iba con qué suceso…

Se hundió más en su asiento. ¿Por qué estaba pensando semejantes cosas tan repentinamente, en una estación de servicio muy lejos del que él conocía como su hogar? Definitivamente era el calor. Nada más que el calor.

—Uh… ¿Señor? —Leighton abrió un ojo y vio a Lewis fuera de su ventana, haciéndole gestos para que se dirigiera a una caseta al centro de todas las bombas de gas—, siento molestarlo, pero necesitan su firma para aplicar los descuentos.

Leighton soltó un sonoro quejido mientras se apeaba de la camioneta, poniéndose de pie por primera vez en lo que había sentido como una eternidad. Caminó lentamente a la caseta y leyó hasta el último detalle de los papeles, con la lejana esperanza de que estos le devolvieran la concentración al asunto en cuestión: Los negocios. La única cosa que le iba bien, que sabía manejar casi a la perfección.

Luego de casi una década con el deseo de montar una empresa, los problemas no eran en realidad problemas, sino complicaciones. No era que le molestara tener inconvenientes. Más bien, le molestaba lidiar con las personas, tener que tantear el terreno antes de tomar una decisión o de informar a los demás sobre el procedimiento a seguir. Se había deformado a lo largo de los años, pero Leighton era esencialmente tímido, cerrado, poco entendido.

Maldito calor, salte de mi mente… —pensó mientras garabateaba su firma sobre el último comprobante.

Caminó de vuelta a la camioneta y retomó su posición descuidada sobre el asiento. Con un gruñido de protesta, tomó de nuevo su móvil y revisó rápidamente su correo. Nada nuevo. Por lo menos nada significativo. Lanzó el aparato al asiento de atrás y cerró los ojos.

De repente cayó en cuenta de que Lewis no estaba dentro con él. Sus ojos se abrieron y recorrió sus alrededores con la mirada, hasta reparar en un Lewis que caminaba despreocupadamente desde la salida de la tienda de conveniencia hasta la puerta de la camioneta.

—¿Nos vamos? —dijo como si nada al subir, dejando una pequeña bolsa sobre el regazo de su jefe, quien la vio como si fuese un objeto extraño.

—¿Y esto? —metió una mano tímida dentro, palpando los contenidos. Encontró dos paquetes de goma de mascar. Volteó hacia Lewis y reparó en una segunda bolsa plástica en el regazo de este. Pudo reconocer dentro de ella una cajetilla de cigarrillos.

El empleado puso la camioneta en marcha. Salió del lugar y se reincorporó a la carretera, dejando los cigarrillos en un pequeño compartimiento entre los asientos. Dio un par de golpecillos sobre la cubierta, y por primera vez se pudo ver una pizca de inquietud en su rostro.

—La goma es para dejar este vicio, ¿no? Es admirable que tenga esa voluntad, señor. Yo lo he intentado decenas de veces  y siempre recaigo.

Ahí estaba de nuevo, esa sutileza y templanza con que ese tipo lidiaba con las cosas, con las que los temas fluían, con las que iba hilando todo. Entre más tiempo pasaba con él, más sentía que era alguien en quien confiar, y no como un socio, sino como un verdadero colega.

Leighton tomó un trozo nuevo de goma de mascar y descartó el anterior. Sintió el aire impactando contra su rostro, alborotando su cabello y el de Lewis, y simplemente empezó a hablar, sin pensar en verdad por qué.

—Fuma, si quieres. Porque te has ganado una película más realista.

Lewis pareció dudarlo un momento, pero terminó extrayendo un cigarrillo de la cajetilla recién comprada y prendiéndolo con un encendedor que produjo de su bolsillo. Su mirada seguía concentrada en la carretera, pero Leighton sabía que estaba prestándole atención. Lo sabía y ya.

—¿Un documental, entonces? —preguntó, disipando aún más la tensión de la atmósfera. Su jefe sonrió y se recostó sobre su asiento.

—Así es. La verdadera historia de Melissa y Keith Leighton, así se llama.

Lewis soltó una nube de humo. Leighton lo vio distraídamente y continuó hablando.

—Me la presentaron hace poco más de un año, semanas antes de una fiesta donde fui electo ‘Novato del Año’ por una junta de asociados involucrados en los negocios clave del estado. No sé cómo llegué ahí, ni cómo supieron que estaba soltero, pero antes de que pudiera reaccionar, estábamos cenando juntos apartados de los demás. A partir de ahí todos me preguntaban por ella en cada ocasión que me veían. Armaban cenas para que yo asistiera con ella y jamás me rehusé.

Ningún cambio en su expresión. Era fascinante e irritante a la vez.

—Eventualmente alguien le sugirió la idea del matrimonio. Una vez más, no me rehusé. Me dejé llevar por los jueguitos y nos comprometimos. Pensé que sería genial al principio, pero luego de tenerla viviendo conmigo por un par de semanas me di cuenta de que no lo era. La hice prometer que viviríamos separados hasta casarnos, y aproveché para abrir Leighton Moving y tener más excusas para posponer todo el asunto. Y heme aquí.

Esta vez, cuando Leighton volteó hacia Lewis, este estaba apagando su cigarrillo en el cenicero incorporado del vehículo, serio, quizá una pizca más serio de lo que su jefe consideraba normal en él.

—¿Por qué lo apagas? Lo acababas de encender…

Lewis bufó. —No podría fumar sabiendo que usted tiene ese tipo de problema y aún así intenta dejar atrás los cigarrillos.

—Oh…

—Pero, señor… —sus ojos se encontraron por un momento—, ¿alguna vez sintió algo parecido a lo que le juraba hace uno minutos?

Era una pregunta tramposa. Leighton quizá se había ilusionado al principio, pero luego de volver a vivir separado de Melissa luego del período de prueba, estaba convencido de que no la amaba como persona.

—…Quizá —dijo luego de meditar la respuesta—, pero eso ya no interesa.

Leighton sintió el cambio en la atmósfera. Una vez más, había un cierto espesor en el aire, como si respirar fuera más dificultoso. Se lo pensó un par de veces antes de decidir intervenir.

—En todo caso —empezó—, no lo había dicho todavía porque pensé que tomarías confianza luego de un par de horas, pero veo que no lo harás…

—¿Hm? ¿A qué se refiere, señor?

—A eso exactamente. Ese ‘señor’ que usas… Déjalo. Lo detesto.

—Entonces, ¿cómo desea que le llame?

Había confianza, ¿no? Suficiente confianza.

—Por ser tú, puedes llamarme Keith.

Leighton sonrió de oreja a oreja, por primera vez en mucho sin ninguna pizca de malicia u obligación al momento de hacerlo.

Y entonces pasó. Lewis volteó. El sol empezaba a disminuir la intensidad de sus rayos, que le iluminaban el rostro sutilmente.

—Keith —dijo, con una sonrisa amplia, sincera, única, brillante. Leighton dejó de respirar por un momento, olvidó que tenía que parpadear. Su nombre… ¿Por qué su nombre dicho por aquella voz profunda y templada le sonaba diferente a las miles de veces que había sido llamado así?

—…Reed —respondió, nervioso.

Reed sonrió una vez más antes de entrar a una salida a su derecha. Habían llegado a su destino, y Keith no podía pensar en algo que no fuera el rugby, sus días jugando rugby, la adrenalina del rugby, y preguntándose en la parte profunda de su mente si Reed podría jugar o no.

 

-

 

Habían sido dos largos días de negociaciones. Luego de dormir mal en un hotel en medio de la nada, Reed tomaba el volante y Keith se dedicaba a hacer llamadas, mandar correos, gritarle a los que habían quedado en la oficina y buscar información de nuevas opciones para solucionar el problema de la carretera 14.

Por fin, hacia las 5 de la tarde, los dos eran semi-libres. Acababan de cerrar las negociaciones en una compañía de estaciones de servicio donde los camiones podrían obtener su gasolina  a un precio más o menos decente para no alterar las ganancias, y todo lo que quedaba por hacer era quedarse en la zona por unos cantos días más y afinar las asperezas que surgieran.

Con Reed las cosas habían mejorado rápidamente. La primera noche, Keith consiguió una cantidad modesta de cervezas y llevaron la discusión a la terraza de su habitación. Entre risas y una que otra broma, los dos hombres habían averiguado la información básica uno del otro.

Reed tenía una hermana mayor. Keith era un hijo único y sus padres habían fallecido mientras él estaba a medio camino con sus estudios universitarios. Los padres de Reed vivían al otro lado del país. Reed era soltero. Al escuchar esto, Keith preguntó si alguna vez había jugado al rugby.

Reed lo vio extrañado. Con un par de cervezas encima, sus expresiones eran más sueltas, pero no perdían la seriedad característica del empleado.

—¿Rugby? —soltó una pequeña risa—, ¿de dónde salió eso?

Keith se cubrió el rostro con una mano, apenado. El alcohol en su sistema no lo dejaba identificar el por qué, pero solo sabía que no debería de haber mencionado el tema.

—Es solo que… Yo solía jugar, ¿sabes? En secundaria y en la universidad. Era bastante bueno. Lo… Lo disfrutaba.

Descubrió su rostro y se sonrojó de nuevo al ver los ojos de Reed clavados en los suyos. Sus ojos eran profundos, daban la sensación de estar llenos de paz, de sabiduría, incluso.

—¿Lo disfrutabas? Pero es un deporte bastante crudo, ¿no? Una bola de tipos dándose agarrones y golpes…

Keith había dado un sorbo a su cerveza y el comentario de su empleado hizo que suspirara al tragar, estallando en un ataque de tos. Reed le daba palmaditas en la espalda, preocupado. Al final el presidente se compuso como pudo.

—Pues me gustaba y ya.

—Entiendo… Pero, ¿por qué lo mencionas ahora?

¿Por qué? Ni siquiera él mismo lo sabía. Sacudió la cabeza, decidiendo que todo era el alcohol, el calor y el alcohol, en cansancio, el calor y el alcohol. Reed no lo cuestionó, y siguieron bebiendo hasta arrasar con las cervezas y dar el día por terminado.

La segunda noche fue diferente. El amanecer con resaca, sin importar cuan leve fuera, no les había simpatizado. Para nada. A la hora del almuerzo ya estaban exhaustos y sobrevivieron el resto del día por fuerza de voluntad y compromiso. Para la cena simplemente se detuvieron en un restaurante camino al hotel y pidieron lo primero que vieron en el menú, con bebidas sin alcohol para acompañar.

Estaban a la mitad de la comida cuando Melissa volvió a llamar. Keith, quien la había ignorado casi por dos días completos, no encontró en sí la fuerza para contestar. Simplemente miraba el móvil con disgusto.

Reed alzó la mirada de su plato. —¿No piensas atender la llamada?

Keith hizo una mueca de asco. Puso el móvil sobre la mesa y lo siguió viendo fijamente, como deseando que callara. Sin embargo, Melissa era insistente, al punto de ser irritante.

—Sería mejor que contestaras, Keith.

Luego de un sonoro suspiro, el presidente siguió el consejo. Se acercó el aparato al oído con desgano, que también expresaba en el rostro y en el tono de voz.

—Melissa —djo secamente—.

Ella probablemente se dio cuenta del tono cortante. No respondió de inmediato y la atmósfera se tornó tensa. Reed dejó de comer.

—…¿Keith? ¿Sucede algo? —su voz sonaba nerviosa. Tanto ella como Keith ya no eran los mismos que se habían jurado la luna hacía un par de días—, ¿Llamé en mal momento?

—Para nada. Es solo que pensé que había prometido llamarte cuando me desocupara— Reed seguía la conversación con la mirada clavada en los ojos de Keith. El presidente sintió la presión de esos ojos y bajó la cabeza para quedar fuera de su alcance.

En contra de cualquier pronóstico, Melissa no alzó la voz ni hizo reclamo alguno. En su lugar, parecía como si su tono se volviera más desinteresado.

—De acuerdo. Haz justamente eso. Adiós, Keith.

Y cortó la llamada. El tono del teléfono siguió por unos momentos mientras Keith alargaba una mano para tomar el móvil y devolverlo a su lugar en su bolsillo. Hizo el gesto de volver a comer, pero se detuvo. De repente la comida ya no le apetecía.

Reed también había dejado de lado cuchillos y tenedor y se había cruzado de brazos. Vio el centro de la mesa distraídamente, en silencio, y por unos minutos solo se escuchaba en el fondo el sonido de los otros comensales charlando animadamente.

—¿Recuerdas que te dije que tenías talento? —Keith asintió al escuchar la pregunta, sin atreverse a alzar la mirada—. Pues me retracto. No lo tienes. Fue una actuación de una vez, nada más.

Keith solamente suspiró. El tono de Reed sonaba más a lamento que a regaño, y eso le dolía más, por alguna razón. Hizo una mueca de asco. Asco hacia Melissa, por arruinar un día que, a pesar del cansancio, había disfrutado hasta ese punto.

No podía explicarse por qué con Reed las cosas fluían naturalmente, o por qué no necesitaba tantas palabras para transmitirle lo que pensaba, o por qué aún en medio de la nada y obligado a hacer un trabajo que no le correspondía se sentía tranquilo, en su elemento, libre de gran parte del estrés que había imaginado.

Tampoco sabía por qué había olvidado por completo la voz de Melissa, su existencia, la existencia de su loft a 30 minutos de la oficina, de su asistente, de su oficina y su ostentosa silla de cuero, del tono dramático con el que lidiaba con su prometida. Del hecho que estaban comprometidos, de ese anillo odioso que había guardado en su maleta…

—Ya no quiero actuar. Estoy un poco harto. —Pensó por un momento, sin saber muy bien si debía seguir o no. Cometió el error de juntar sus ojos con los de Reed, y ya no pudo contenerse—. Si tú me escuchas, no puedo pretender. Me siento hipócrita, y eso jamás me había sucedido antes.

La honestidad repentina hizo que los ojos de Reed se volvieran redondos de sorpresa. Abrió la boca con la intención de decir algo, pero por primera vez no tenía las palabras. Se limitó a alargar un brazo por sobre la mesa y darle un par de palmadas en el hombro a un Keith tan sorprendido como él.

—Eso… debería de ser bueno, ¿no? Que no quieras seguir mintiéndote. Dejando las circunstancias aparte… es bueno.

Keith sonrió débilmente. Reed hizo lo mismo y agregó, más tranquilo —Sigo sin comprender cómo puedes haber dejado los cigarrillos.

—Siempre tendré el alcohol.

—Pero habíamos quedado en que no podíamos beber.

—He ahí la fuente de mi sufrimiento.

Ambos soltaron una risa honesta y la tensión se desvaneció. Se reclinaron en sus asientos y poco a poco sus respiraciones volvieron a la tranquilidad. No les tomó mucho ganar de nuevo apetito y retomar la comida.

—Muero del cansancio. Come rápido para pedir la cuenta y largarnos de aquí.

—Hey —Reed alzó una ceja, divertido—, me gustas más cuando eres honesto, ¿sabes? Aunque te tornas un poco maleducado…

Una vez más, Reed Lewis había llevado paz a la mente de Keith Leighton. Esa noche, Keith se sumió en un sueño profundo mientras pensaba en por qué rayos no podía sacarse el maldito deporte de la cabeza.

Ahora era un día nuevo, el cuarto desde que había conocido a su empleado y tercero desde que había amanecido con un increíble dolor de espalda y en una cama de hotel desconocida que se le hacía pequeña.

La dinámica del día había sido un poco más liviana que la de los anteriores, pero no por eso habían pasado tranquilos. En la oficina las dudas empezaban a surgir luego de tener al presidente ausente y en la ruta de emergencias había inseguridad y un sinfín de retrasos, que al parecer solo se solucionaban presionando a los puntos de control que habían organizado el día anterior.

—Definitivamente no sé cómo obtuve ese estúpido título —venía mascullando Keith mientras dejaban atrás el último punto de control—, ‘Novato del Año’… Por favor, ¿eso de qué rayos me sirve?

—Si tanto detestas eso, ¿por qué eres miembro de esa sociedad?

Keith vio a Reed como si hubiera dicho algo increíblemente estúpido. —¿Miembro? ¿Sociedad? Vamos, Reed. Es un club social. No eres miembro, sino que ellos de absorben para hacer negocios más fáciles. Todo por eso. Negocios, nada más.

—¿Y tu matrimonio también es nada más que un negocio? —preguntó Reed sarcásticamente. Keith vio ausentemente el dedo en el que debería estar su anillo.

—No hablemos de eso, ¿sí?

Poco a poco, la camioneta disminuyó de velocidad hasta detenerse por completo, en medio de la carretera bajo el sol de las cuatro de la tarde. Keith frunció el ceño y soltó un quejido.

—Aunque detengas la camioneta, no pienso hablar, ¿de acuerdo? Así que más te vale que sigas conduciendo… —, Keith volteó a ver a su empleado, quien parecía verdaderamente perplejo ante la situación.

Reed alcanzó un cigarrillo de la cajetilla en el compartimiento entre los asientos. Lo puso entre sus labios, lo prendió, y salió del auto y hacia la cajuela. El presidente lo siguió con la mirada, reparando en la caja de herramientas que era extraída de la parte de atrás y cargada hasta adelante. Reed abrió el capó del vehículo y soltó un gruñido profundo.

—Hey… Hey, ¡Reed! —Keith también dejó su asiento y corrió al lado de su empleado—, no me digas que nos quedamos varados aquí.

El otro volvió a gruñir, revisando cuidadosamente varias partes del vehículo. —Pues eso parece. Probablemente se recalentó, pero me parece raro porque… Porque, pues… Eh, solo ve e intenta encenderlo, ¿sí?

Keith, un poco confundido, obedeció. Intentó encender la camioneta un par de veces, escuchando en cada una los gruñidos irritados de Reed. Unos golpes sobre el costado de la carrocería le indicaron que ya era suficiente. Escuchó luego sonidos metálicos, un par de maldiciones en voz baja y lo que parecían ser tuercas cayendo al suelo.

Pasaron unos cuantos minutos así antes de que Reed apareciera junto a su ventana, cubierto en sudor y con las manos sucias. Sin previo aviso, empezó a desabotonarse la camisa hasta quedar vestido solamente con un centro blanco de tela delgada. Alargó el brazo hasta dejar su camisa sobre el asiento del copiloto, y deshacerse de la colilla de su cigarrillo en el cenicero incorporado.

—Uno de dos problemas resueltos. Ahora necesitamos agua.

Keith intentó esconder los nervios que, sin razón aparente, lo habían invadido. —¿Dónde conseguirás agua? Apenas y tenemos algo para beber…

Reed soltó otro gruñido. —En el punto de control ha de haber más que suficiente. Regresaré allá y volveré en unos minutos…

—¡¿Piensas ir caminando?! —Keith se irguió en el asiento y se acercó a su empleado, arrepintiéndose de inmediato al encontrarse con un par de ojos cafés mirándolo demasiado cerca para su comodidad.

—No hay otra cosa que podamos hacer en una carretera como esta. Estamos bastante cerca, ¿sabías?

Keith no estaba convencido. —Creo que me sentiría mejor si fuera yo…

—Oh, no. Créeme; por mí, es mejor que tú te quedes cuidando de la camioneta. No tienes por qué preocuparte —Reed sonrió ampliamente—, ¿te preocuparía menos si te digo que no es la primera vez que me sucede algo así?

El presidente lo miró, confundido. —¿A qué te refieres?

—Te lo cuento luego. Por ahora, dame mi botella con agua para el camino, y llámales a ellos para que me esperen con el agua lista, ¿sí?

Keith asintió. Hizo lo que le había pedido y miró por el espejo retrovisor mientras Reed caminaba, más calmado de lo que cualquiera esperaría, hacia el horizonte.

Cuando la figura familiar apareció de nuevo, Keith no pudo contener una enorme sonrisa que invadió su rostro. Salió del auto para recibir a su colega, quien llegó empapado en sudor y directo a revisar de nuevo el vehículo.

Eran ya las seis treinta cuando la camioneta volvió a encender. Esta vez fue Keith quien tomó el asiento del conductor mientras Reed se desplomaba a su lado, poniendo un pañuelo húmedo sobre su frente y reclinando el asiento hacia atrás.

Su jefe los puso en marcha sin decir más nada. Condujo en silencio mientras el otro descansaba. No sabía si se había quedado dormido o no, pero por si acaso se contuvo y condujo sin música hasta que se le ocurrió hacer una parada más.

Reed quitó el pañuelo de su rostro al sentir que la camioneta paraba. Medio adormitado, luchó por reconocer el lugar: la estación de servicio de hacía un par de días. Buscó con la mirada a Keith, pero él tardó unos momentos en salir por la puerta de la tienda de conveniencia, cargando algo más bien grande en sus manos y con una sonrisa de oreja a oreja, un poco maliciosa.

—¿Qué sucede? —preguntó Reed, desubicado.

Keith descubrió lo que llevaba en las manos. Eran dos paquetes de cervezas, que luego puso en el asiento de atrás.

—Pensé que habíamos dicho que no beberíamos…

—Pues la primera ruta de mañana sale hasta las nueve treinta, ¿cierto? Diría que eso nos deja darnos el gusto solo por hoy… —El presidente retomó su posición y se puso en marcha de nuevo—, Además, las tienes más que merecidas, ¿no?

Dio un golpe suave con el puño en el hombro de Reed, sorprendiéndose de cuán firmes eran sus brazos. Sintió que sus mejillas ardían y volteó la mirada hacia la carretera, sintiendo que sus manos sudaban sobre el volante, por alguna razón…

Llegaron al hotel y ya empezaba a oscurecer. Keith cargó las cervezas hasta su habitación y se agachó frente al mini-refrigerador, luchando por hacerlas entrar. Su colega simplemente lo siguió con pasos cansados y se desplomó en una de las sillas de la terraza, cerrando los ojos para sentir la brisa que anunciaba que la noche caería pronto sobre ellos.

Al poco tiempo, alguien tocó a la puerta. Reed escuchó voces lejanas y luego los pasos de su jefe acercándose  a donde él estaba. Abrió un ojo y reconoció a Keith sosteniendo dos bandejas apiladas una sobre la otra y cuantas cervezas podía tomar en su otra mano. Dejó todo sobre una mesa baja entre las sillas y sonrió.

—Puede que el servicio a la habitación de este lugar no sea exactamente cuatro estrellas, pero creo que debes comer. Las cervezas siguen heladas, así que…

Reed sonrió y se irguió, destapando la bandeja que le habían dejado enfrente y admirando una cena más bien casera. Tomó los cubiertos, destapó una cerveza y se dispuso a comer. Keith imitó su ejemplo.

—¿A qué vienen estas atenciones, señor presidente? —preguntó el empleado luego de los primeros bocados. El otro tomó un sorbo de la cerveza y se encogió de hombros.

—Te dije que te las mereces. Quién sabe si seguiríamos varados a media carretera si no fuera por ti…

Reed bufó. —¿Quieres decir que el dueño de una empresa de camiones de carga no sabe lo básico sobre mantenimiento de vehículos? Increíble… ¿Cuántos años dijiste que tenías? ¿33?

Keith asintió, apenado. —Y tú tienes 35. No es una gran diferencia. Además, jamás había tenido que lidiar con un desperfecto. Hoy fue mi primera vez —La sonrisa burlona no dejaba el rostro de Reed—. ¿Qué, vas a decirme que eres un experto en estas cosas?

Reed enarcó las cejas, como fascinado. —Pues sí, podría decirse. Te prometí que te lo explicaría, ¿no? Pues aquí va…

Habían terminado de comer muy rápido. Ambos apartaron las bandejas y se quedaron solo con una segunda cerveza en la mano.

—De pequeño, mi padre solía llevarme en sus viajes con él. Él era un conductor de camiones. Recorría todo este estado, y a veces incluso recorría cuatro estados o más. Cuando mi madre tenía arranques de rabia, mi padre y yo nos escapábamos en el camión. Fue ahí cuando empecé a interesarme por rutas y mapas de carreteras.

La manera en que Reed narraba todo resultaba envolvente. Keith soltó la cerveza y la dejó sobre la mesa, limitándose a escuchar.

—Luego de completar la secundaria, estaba a punto de iniciar la universidad cuando mi padre se quedó sin trabajo a causa de una lesión. Al principio tomé varios trabajos de medio tiempo para ayudar a mis padres jubilados, pero luego opté por retomar el trabajo de papá. Era bueno, así que me resultaba fácil. Era como volver a la niñez, pero esta vez un poco más participativa. Conduje camiones por años hasta resultar lesionado también, pero con la diferencia de que yo fui transferido al departamento administrativo. Mis jefes se dieron cuenta de que podía manejar bien la logística y me quedé ahí hasta que la empresa quebró por mal manejo del dueño. Y entonces apliqué en Leighton Fleets. Te sabes el resto.

Reed veía sonriente la expresión perpleja de su jefe. Bajó la mirada para verse a sí mismo y sonrió aún más.

—En aquellos días de camionero me vestía algo similar a como estoy ahora. Todos me decían que mi complexión era demasiado normal para un conductor de camiones, que se me notaba lo citadino. ¿Qué piensas?

Keith veía como hipnotizado la figura de su empleado. ¿Cómo podía ser mayor y verse como alguien tan enérgico, tan animado? Él creía que su vida había sido complicada, pero Reed parecía haber vivido el doble, no solo por lo que había hecho, sino por la manera en que sus ojos brillaban al referirse al pasado.

Si Keith hablara sobre años anteriores, sus ojos no tendrían ese brillo. Su mirada estaría muerta sobre un punto en el vacío y no podría sonreír con tanta honestidad. Se referiría a su joven adultez como el tiempo en el que pasó hundido en libros y saltando de conferencia a conferencia. Se referiría a sus padres como ejemplos a seguir, pero si se lo preguntasen, jamás habría elegido el camino de vida que ellos habían elegido.

La sonrisa de Reed se fue desvaneciendo a medida que el silencio se alargaba. Terminó dejando su propia cerveza sobre la mesa y cambiando su mirada divertida por una preocupada. Se inclinó hacia Keith, buscando sus ojos.

—¿Keith?

Y ahí estaba de nuevo, pensó el joven presidente. Ese tono de voz tranquilo, como un trazo suave en el aire, que al decir su nombre lo dejaba inmóvil, sin aliento. Cabello alborotado y peinado a un lado inútilmente, sin poder esconder bien ese aire a practicidad propio de Reed pero que al mismo tiempo le sentaba perfectamente bien.

Sus ojos eternamente cautivadores. Un tono de piel bronceado como señal de una persona que trabaja arduamente, unos brazos fuertes, una figura que no hacía más que recordarle los días en que jugaba rugby y disfrutaba a morir esos momentos en que una bola de tipos se daba ‘agarrones y golpes’.

—No estoy borracho —dijo en voz alta, en contra de su propia voluntad, como llevado por un impulso repentino—, pero yo…

Reed inclinó la cabeza levemente hacia un lado. El gesto hizo que Keith respirara hondo.

—Creo que ya sé por qué disfrutaba tanto el rugby. Y por qué no amo a Melissa…

Reed rompió el contacto visual. Aún bajo la luz de la luna, Keith reconoció la timidez en la expresión de su empleado, su colega. Pensó que era una buena señal y se puso de pie.

El otro respiró hondo y sus miradas volvieron a encontrarse.

Keith se abalanzó sobre Reed y lo rodeó con los brazos, apretándolo, sosteniéndolo cerca, respirando fuerte sobre su cuello, llenándose de ese aroma que había sentido y que había deseado aspirar, por fin cerrando la distancia cordial que había mantenido y que ahora se daba cuenta le había parecido una lejanía…

Reed no se opuso. En su lugar, sus brazos también lucharon por librarse del agarre y rodear a Keith, quien sonrió.

—¿Cómo es que no lo podía aceptar? Que disfrutaba sentir ese calor de otros cuerpos que me rodeaban, halaban de mí, chocaban contra mí. Que todos a mi alrededor mantenían una distancia prudente, una distancia profesional y de negocios que me tiene harto y ya no puedo soportar…

Ambos se pusieron de pie. Reed se estremecía levemente al sentir el aliento de Keith sobre su cuello, ardiente, entrecortado, desesperado, ansioso.

Caminaron adentro. Keith haló de las persianas y ambos quedaron en la habitación completamente oscura, a excepción de la poca luz lunar que se filtraba dentro. Sus respiraciones no encontraban ritmo, no se apaciguaban.

Aunque Reed Lewis era un hombre que mantenía una eterna templanza en su carácter, ahora temblaba y se estremecía al sentir el aliento de un hombre más joven sobre su cuerpo.

Keith lo empujó sobre la cama. En movimientos casi instintivos, se posó sobre Reed y sujetó su rostro para verlo directo a los ojos. Ya acostumbrados a la oscuridad, ambos se vieron por largo rato, como asimilando todo.

—No estamos borrachos —dijo esta vez Reed, imitando el tono de su jefe de hacía unos momentos—, pero…

Y cerró la distancia entre sus labios. Keith tomó eso como la señal definitiva y no pudo contenerse más. Sus labios se encontraron con desesperación una y otra vez, con hambre, trazando líneas traviesas sobre las comisuras, exigiendo acceso, deleitándose en el mundo ardiente de la boca del otro.

Los sonidos eran vulgares, excitantes, apasionados. Reed gruñía y Keith también, cada vez más alto, liberando lo que hacía años querían dejar salir, tanto el uno como el otro. Sus manos recorrían sus espaldas, sus figuras adultas pero tan inexploradas, tan deseosas de ser tocadas por primera vez con deseo, con lujuria, con eso que no había existido antes en sus vidas.

Keith se deshizo del centro blanco que Reed tenía puesto mientras él luchaba por concentrarse en los botones de su camisa.

—A la mierda —, masculló finalmente, atrapando la boca de Keith en un beso hambriento y halando de la camisa hasta hacer volar los botones. Lanzó la prenda a un lado y dirigió sus manos a sus propios pantalones.

Keith descendió al cuello de Reed y lamió los músculos tensados, dirigiendo más abajo las manos de Reed hacia su pantalón, y sus manos hacia el pantalón del otro. Sus labios volvieron a encontrarse y se curvaron en sonrisas traviesas. La habitación se sentía húmeda, ardiente, como si fuera de pleno día.

Keith se irguió para halar de los pantalones de Reed, y también de su ropa interior. Reed, un poco sorprendido, imitó la acción y tomó a Keith del cabello, obligándolo a descender, lamiendo su pecho mientras gemía de una manera provocativa, intensa, como un ruego.

Rodeó con sus piernas el torso del otro y empezó a mover sus caderas de arriba abajo, lenta y profundamente, soltando una pequeña risa lasciva al escuchar a Keith perder el aliento sobre él. Sus miembros se rozaban, relevándose cuán excitados estaban ambos, cuanto querían eso, cuánto lo habían estado esperando de manera inconsciente.

—Joder—suspiró Keith, aferrándose de las sábanas con los puños y aumentando el ritmo de sus caderas, aumentando el calor entre ellos—, Reed… Maldición, por favor déjame…

—Hazlo—, respondió Reed, alargando una mano temblorosa hacia un borde de la cama, intentando ubicar sus pantalones sin éxito. Keith los encontró con la mirada y luego los tomó del sueño, hurgando entre los bolsillos hasta encontrar una billetera y dentro de ella un preservativo que dejó a un lado.

Se posicionó entre las piernas de Reed y se llevó un par de dedos a la boca, empapándolos de su propia saliva en gestos más sexuales de lo que era sano para un Reed que se estremecía de la anticipación. Tomó la mano de Keith y lamió él mismo los dedos en toda su longitud, gimiendo, moviendo sus caderas, intentando en vano apaciguar su pecho que se elevaba sin control y empezaba a verse cubierto por gotas de sudor.

Llevó la mano frente a su entrada y vio a Keith a los ojos, sonriendo, gimiendo con cierta autoridad, exigiendo que siguiera sin más pausas. El otro se apartó un par de mechones de cabello del rostro y gruñó desde lo profundo de su pecho al introducir los dedos en la estrecha entrada de Reed, sintiendo ese calor rodeándolo, oponiéndose pero al mismo tiempo negándose a dejarlo ir.

Reed se mordió los labios. Lanzó la cabeza hacia atrás y soltó un pujido alargado que terminó en un grito que bordeaba entre la desesperación y el placer. Keith penetró más, gozando de cada movimiento del otro frente a él, deslizándose y sintiendo su miembro palpitar al salir de nuevo, solo para volver a entrar.

Keith no soportaba los sonidos que salían de boca de Reed. Se inclinó sobre él para enmudecerlo con sus labios y lengua, acelerando el ritmo de sus dedos, alcanzando con manos nerviosas el preservativo. Pauso el beso para rasgarlo con los dientes y rodear su miembro con él.

Reed seguía las manos de Keith con la mirada, los ojos entrecerrados, enrojecidos y húmedos. Los dedos arremetían dentro de él salvajemente, y aún con el dolor intenso que invadía su cuerpo, no había algo que deseara más que aquel sexo dentro de él, suplantando los dígitos que ya no le eran suficientes.

—Ahora, Keith, maldita sea…

Keith asintió. Rodeó los muslos de Reed con sus brazos, aferrándose de ellos, y guió la punta de su miembro a la entrada del otro. Reed estiró una mano para asistirlo. Sus ojos se cerraron con fuerza al sentir la dulce penetración, un fuego que entraba y de inmediato empezaba a consumirlo, a arder en su interior, a sacarle gemidos y gruñidos y el nombre de quien era su jefe una y otra vez.

El jefe en cuestión dejaba líneas húmedas con su lengua sobre el pecho de su empleado, mordiendo sin poder resistir más al pasar sobre su hombro. Mordía y lamía, conteniéndose lo más que podía, sintiendo que explotaría si no aumentaba el ritmo, si no llenaba a Reed con urgencia.

Reed haló a Keith del cabello una vez más. Movía su cabeza de lado a lado, le daba besos húmedos, gruñía en su oído y movía sus propias caderas en busca de mayor profundidad.

La habitación entera tenía aroma a lujuria, a sexo, a la desesperación de los dos mientras se buscaban el uno al otro, se besaban el uno al otro, gritaban los nombres el uno del otro y escuchaban sus cuerpos chocar, sus alientos fuera de control, el crujir de la madera de la cama con cada estocada.

Ninguno de los dos se había sentido así antes. Keith sabía, por la manera en que Reed se negaba a soltarlo, que no era solo él quien había sentido esa necesidad de acortar distancias, de comerse a besos. Ambos querían conocerse no solo con pláticas, sino también con caricias y a través de una conexión física, real, irremplazable, única.

Keith tragó duro y dio un puñetazo contra el respaldo de la cama.

—Reed, Reed, Reed… —gemía, con los ojos cerrados, penetrándolo casi como un animal dominado por el libido—, ahora, ahora…

Reed arqueaba su espalda para encontrarse con las arremetidas, su voz se negaba a salir cuando sentía el calor de Keith dentro, muy dentro, tan dentro como no le parecía posible, tan placentero y tan doloroso que parecía casi la mejor tortura existente en el planeta.

—Hazlo, hazlo…

Keith tomó a Reed en sus brazos y lo sostuvo cerca, muy cerca, penetrándolo un par de veces más hasta que el otro gimió y soltó todo su aliento en un gruñido extasiado, y él hundía su rostro en su cuello ardiente, gruñendo un largo y áspero Reed mientras ambos se corrían.

El abdomen de ambos se cubrió de pequeñas perlas blancas que deslizaron sobre la capa de sudor. Dentro de Reed, el calor lo consumía, se sentía como si su cuerpo empezaría a deshacerse desde el interior, y era tan placentero que ni siquiera podía recordar cómo respirar.

Se mantuvieron enmarañados entre sí por un par de minutos, hasta que dejaron de estremecerse. Reed tragó saliva y dejó caer sus piernas sobre la cama y sus brazos a sus costados. Keith se alzó sobre sus codos y se deslizó lentamente fuera. Descartó el preservativo y buscó un pañuelo entre sus pantalones al otro lado de la cama para limpiarse a sí mismo y a un exhausto Reed.

Seguía siendo temprano, pero ambos hombres no podían más. Keith se desplomó a un lado de Reed y pensó por un segundo antes de rodearlo posesivamente con un brazo, recibiendo como respuesta una risa cansada.

—Ahora en verdad ya no podré llamarte ‘presidente’, ¿sabes?

Keith rió también, sin aliento ni cordura para decir nada. En su lugar, ambos buscaron sus labios y se dieron un último beso, más tierno, sellando así una situación de la que ya no había escapatoria. 

 


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